Underworld (6 page)

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Authors: Greg Cox

Tags: #Aventuras, #Fantasía

BOOK: Underworld
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Su hocico se arrugó de impaciencia al pensar en la carne fresca mientras localizaba la rejilla abierta y se dejaba caer en el túnel de drenaje. El hombre-lobo, que caminaba erguido, tuvo que encorvarse para avanzar por el mohoso conducto mientras rozaba con las orejas peludas los ruinosos ladrillos.

El ruido de varios disparos le llegó desde más adelante y de repente, de manera inesperada, se hizo el silencio. El olor amargo de la pólvora llegó hasta su nariz canina. ¿Había eliminado Trix a la vampiresa, se preguntó, o al contrario? Caminando sobre un suelo cubierto de agua turbia, se encaminó hacia el ruido de la fugaz batalla, con las afiladas garras extendidas.

El hecho de que captara sólo el aroma de sangre de licano, no el templado icor rojo que fluía por las venas de los vampiros, era causa de una preocupación que se vio reforzada por la visión de la vampiresa inclinada sobre el cuerpo caído de su hermano licántropo. Envenenado por la maldita plata de los vampiros, Trix había muerto en forma humana, incapaz de cambiar de apariencia como él.

La vampiresa inclinada le estaba dando la espalda, aparentemente ajena a su proximidad. Unos labios carnosos de color negro se retrajeron con voracidad y expusieron a la luz los caninos manchados de sangre del hombre-lobo mientras avanzaba sigilosamente, ansioso por vengar la muerte de su camarada. Los músculos se tensaron anticipando el momento y empezó a brotar saliva de las comisuras de sus labios. La vampiresa era presa fácil…

Con un rugido feroz, se abalanzó sobre ella, que lo sorprendió revolviéndose a velocidad sobrehumana y arrojándole cuatro discos de plata parecidos a monedas. Unas puntas afiladas como navajas salieron de los discos y los convirtieron en letales estrellas de plata.

Los fragmentos de una agonía desgarradora se mezclaron con un acceso de rabia animal cuando los shuriken se hundieron en el colosal torso del hombre-lobo. Retrocedió un paso y gruñó de furia mientras sus garras cortaban el aire infructuosamente.
¡Maldita sangrienta!,
gruñó para sus adentros, pero la furibunda imprecación brotó como un gruñido inarticulado.
¡Pagarás por esto, zorra traicionera!

Pero la vampiresa había desaparecido ya.

• • •

La gabardina rasgada aleteaba tras ella mientras Selene huía como alma que lleva el diablo del licántropo herido. No era tan necia como para creer que un puñado de estrellas voladoras fuera a detener a un macho alfa como Raze transformado por completo. Tras haber gastado sus últimas balas para abatir al más pequeño de los dos licanos, la prudencia era mucho más aconsejable que el valor.

Tendría que esperar a otra noche para matar a Raze.
Al menos he vengado a Rigel,
pensó mientras sus botas chapoteaban sobre el agua de lluvia llena de lodo. Sólo esperaba que también Nathaniel hubiera sobrevivido.

Selene corrió por su vida, mientras la adrenalina fluía a chorros por sus venas no-muertas. Al cabo de un rato, se detuvo un instante para tratar de averiguar si la estaban siguiendo y descubrió con sorpresa que un estallido de gruñidos frenéticos y salvajes vítores humanos llegaba desde algún lugar próximo.
¿Qué demonios es eso?,
pensó.

Tras doblar un recodo, se encontró con varios rayos de luz filtrada que se colaban por una rejilla de metal no muy diferente a la que había utilizado para acceder al el viejo sistema de drenaje. Los bulliciosos rugidos y gritos parecían venir de la misma dirección que la luz desconocida.

Intrigada a pesar de la situación en la que se encontraba, Selene se aproximó con cautela a la rejilla y trató de distinguir algo entre los listones oxidados. Sin embargo, antes de que pudiera ver nada, escuchó el sonido de unas zarpas pesadas que se acercaban ruidosamente por el túnel, acompañado por un gruñido grave que se hacía más amenazante a cada segundo que pasaba.

Raze, cada vez más próximo.

Maldición,
pensó mientras comprendía que no tenía tiempo para investigar qué era lo que estaba provocando aquel escándalo al otro lado de la rejilla de metal. Escapar de Raze tenía que ser su primera y única prioridad.

Pero volveré,
se juró mientras se alejaba corriendo como una loca del hombre-lobo. Unas garras monstruosas arañaron el suelo del túnel mientras ella buscaba la ruta más rápida de regreso a la superficie.
Voy a averiguar todo lo que está ocurriendo aquí… si es que consigo salir de estos túneles con vida.

Capítulo 5

E
l abandonado túnel estaba abarrotado de licanos, tanto machos como hembras. Aullando y ululando se agolpaban entre las ruinas subterráneas, iluminadas por la luz errática de unas toscas antorchas encajadas aquí y allá entre los ladrillos de las paredes. El suelo supuraba agua y en el aire mohoso reinaban los olores del humo, el sudor, las feromonas y la sangre. Las grasientas y sucias ropas de los licanos contribuían más aún a la peste generalizada. Sombras antropomórficas bailaban sobre las paredes cubiertas de telarañas y los suelos de roca estaban cubiertos de huesos blanquecinos y roídos, humanos y de otras criaturas. Las ratas se escabullían por los extremos del túnel, alimentándose de los horripilantes desechos de los licanos. Las botellas vacías de cerveza y Tokay tintineaban al rodar entre los pies de los presentes. La escena entera estaba dotada del frenesí amotinado y descontrolado de una reunión de Ángeles del Infierno o una bacanal de piratas del siglo XVIII.

Desde el centro de la muchedumbre, el anillo de licanos que se había formado alrededor del irresistible espectáculo y que se empujaban unos a otros sin miramientos para poder ver mejor, llegaban gruñidos animales.

Dos gigantescos licántropos macho estaban librando un fiero combate, lanzándose dentelladas y atacándose con las garras mientras daban vueltas el uno alrededor del otro como sendos perros de presa furiosos. Las matas de pelaje gris y negro volaban cuando las babeantes bestias intercambiaban golpes y mordiscos y se abalanzaban salvajemente la una sobre la otra para tumultuoso deleite de la muchedumbre. Sangre fresca manchaba los rostros deleitados de los espectadores licanos, que parecían enanos en comparación con los licántropos de casi dos metros y medio. Los cráneos cubiertos de pelaje de las criaturas se alzaban por encima de las cabezas de una audiencia principalmente humana.

—¡Cógelo! —gritó un enardecido licano, aunque no estaba demasiado claro a cuál de los monstruosos hombres-bestia estaba jaleando—. ¡Destrózalo!

—¡Eso es! —exclamó otro espectador mientras daba un pisotón en el suelo. Una rolliza rata negra se escabulló en busca de un escondite—. ¡No retrocedas! ¡Busca su garganta!

Penoso,
pensó Lucian mientras contemplaba el triste espectáculo. Con un suspiro fatigado, levantó la escopeta.

¡BLAM!
La resonante detonación irrumpió entre los gritos y los aullidos como una hoja de plata abriéndose camino por el corazón de un hombre-lobo. La ruidosa muchedumbre guardó silencio y hasta los dos licántropos que estaban combatiendo pusieron freno a su brutal enfrentamiento. Ojos sobresaltados, tanto humanos como lupinos, se volvieron hacia la solitaria figura que se había detenido al final del ruinoso túnel.

Aunque de apariencia engañosamente liviana, Lucian se conducía con el porte y la gravedad de un líder nato. Amo incuestionable de la horda licana, poseía un aire de cultivado lustre del que carecían sus súbditos. Sus expresivos ojos grises, su larga cabellera negra y la barba y bigote pulcramente recortados le otorgaban la apariencia de una especie de Jesucristo urbano. Se peinaba el cabello hacia atrás y se lo recogía en una coleta, exponiendo una frente de proporciones shakesperianas. No parecía tener muchos más de treinta años, aunque sus verdaderos orígenes se perdían en las impenetrables nieblas de la historia. Y además estaba vivito y coleando, a pesar de su muerte supuesta, acaecida casi seis siglos atrás.

Su atuendo marrón oscuro era considerablemente más caro y elegante que la ropa barata y de mala calidad con que se cubrían sus súbditos. La cola de su abrigo de lustroso cuero ondeaba tras de sí como la túnica de un monarca. Sus guantes y botas eran igualmente suntuosos y brillantes. Llevaba alrededor del cuello una cadena con un colgante en forma de luna creciente. El resplandeciente medallón reflejaba la luz de las antorchas y llenaba de deslumbrantes rayos la escasamente iluminada catacumba.

Los acobardados licanos se apartaban con nerviosismo de su camino mientras avanzaba lleno de confianza entre la multitud con una humeante escopeta apoyada en el hombro. Pasó una mirada de desaprobación por los rostros de sus sicarios, quienes se encogieron de aprensión. Todos inclinaron la cabeza en un gesto de sumisión hacia su líder.

—Estáis actuando como una manada de perros rabiosos —dijo con desdén, en un húngaro con cierto acento británico—. Y eso, caballeros, resulta sencillamente inaceptable. En especial si pretendéis derrotar a los vampiros en su propio terreno. En especial si pretendéis sobrevivir. —Miró por encima de las cabezas agachadas de los espectadores cubiertos de sangre hasta encontrar a las dos poderosas bestias infernales que habían estado luchando—. ¡Pierce! ¡Taylor!

La muchedumbre se abrió por la mitad para mostrar a dos gladiadores humanos, cuyos cuerpos desnudos estaban cubiertos de sangre y sudor. Sus pechos jadeantes mostraban numerosos cortes y arañazos y ellos jadeaban de fatiga. Parecía como si dos acabaran de correr una maratón al medio de un campo de rosales, pero en sus ojos seguía brillando un resplandor de deleite y rapacidad animales.

Deberían reservar su celo depredador para nuestros adversarios,
pensó Lucian, horrorizado por semejante desperdicio de sangre y energía. Y lo más triste de todo es que aquellos eran sus lugartenientes de más confianza.

Unos ojos grises y fríos examinaron a la pareja con abierto desprecio. Pierce, el más alto, era un musculoso caucasiano cuyo cabello negro, crecido hasta la altura de su cintura, le hacía parece un bárbaro de tebeo. Taylor, su adversario, era también blanco y tenía el cabello y el bigote de un color entre castaño y rojizo. Los dos estaban en posición de firmes, con las cabezas inclinadas y los dedos extendidos a ambos lados, como si sus manos ostentasen aún garras del tamaño de dagas.

Lucian sacudió la cabeza.
Puedes sacar al hombre del lobo,
pensó,
pero no puedes sacar al lobo del hombre.

—Poneos algo de ropa encima, ¿queréis?

• • •

La estación de metro de la Plaza Ferenciek, escenario reciente de un tiroteo y una matanza, estaba ahora abarrotada de oficiales de la policía y forenses húngaros. Al igual que sus camaradas americanos, los policías locales vestían uniformes azul marino y lucían expresiones pétreas en el rostro. Michael observó cómo examinaba una pareja de forenses los restos chamuscados de lo que parecía la víctima de un incendio.
Es curioso,
pensó mientras parpadeaba lleno de confusión,
no recuerdo que hubiera ningún fuego…

Pálido y conmocionado, estaba apoyado contra un pilar cubierto de agujeros y balazos mientras un oficial achaparrado, que se había identificado a sí mismo como sargenteo Hunyadi, le tomaba declaración. Los pantalones y la camiseta del joven y aturdido norteamericano seguían empapados de sangre. Milagrosamente, ni una sola gota era suya.

—¿Tatuajes, cicatrices o alguna otra marca distintiva? —preguntó el policía, que estaba tratando de elaborar una descripción de los atacantes.

Michael sacudió la cabeza.

—No. Como ya le he dicho, todo ocurrió muy deprisa.

Su mirada pasó por encima de los hombros del oficial y se posó en los dos enfermeros que estaban subiendo a la adolescente herida a una camilla. La desgraciada muchacha había perdido mucha sangre pero parecía que iba a superarlo. Dejó escapar un suspiro de alivio. Daba gracias por poder haberla mantenido con vida el tiempo necesario para que llegara la ayuda.
No es de extrañar que no me acuerde del aspecto de los atacantes,
pensó.
¡Estaba demasiado ocupado con una arteria cortada!

Hunyadi asintió mientras apuntaba algo en su cuaderno. Tras él, los enfermeros empezaron a girar la camilla de la chica en dirección al montacargas.

—¡Doctor! —gritó uno de ellos a Michael—. ¡Si quiere que lo llevemos, será mejor que se apresure!

El policía dirigió la mirada a la chapa de identificación del hospital que llevaba Michael en la chaqueta.

—Lo siento —dijo éste mientras se encogía de hombros—. Tengo que irme.

¡Gracias a Dios!,
pensó, ansioso por abandonar el escenario de aquella carnicería. Se volvió un instante mientras corría detrás de los enfermeros y gritó.

—¡Lo llamaré si recuerdo algo importante!

Como de alguna manera pudiera encontrarle algún sentido a lo que había ocurrido allí aquella noche.

• • •

La mansión, conocida durante mucho tiempo como Ordoghaz («Casa del Diablo») se encontraba a una hora al norte del centro de Budapest, en las afueras del pintoresco pueblecillo de Szentendre, en la orilla occidental del Danubio. La lluvia seguía cayendo sobre el parabrisas tintado del Jaguar XJR de Selene mientras se aproximaba a la intimidante verja de hierro de la enorme finca de Viktor. Las cámaras de seguridad la examinaron exhaustivamente antes de que las puertas coronadas de escarpias se abrieran de manera automática.

A pesar de las condiciones climatológicas, el Jag recorrió la larga y pavimentada vereda tan deprisa como su conductor se atrevió. Kahn y los demás tenían que saber lo antes posible lo que había ocurrido en la ciudad, aunque Selene no estaba impaciente por presentarse allí sin Rigel, cuyo cadáver ennegrecido había tenido que dejar atrás, ni Nathaniel, que había desaparecido y a quien podía darse también por muerto.
Dos Ejecutores caídos en una sola noche,
pensó consternada.
Kraven va a tener que tomarse esto en serio… espero.

Ordoghaz, un gran edificio gótico que databa de los tiempos en que los señores feudales regían Hungría con puño de hierro, se erguía amenazante frente a ella. Sobre sus colosales muros de piedra se alzaban afiladas agujas y almenas y su suntuosa fachada estaba adornada con arcos de medio punto y majestuosas columnas. El tenue brillo de las velas podía verse al otro lado de las estrechas y lancetadas ventanas, lo que sugería que las actividades nocturnas de Ordoghaz seguían todavía en plena ebullición. Una fuente circular, situada al otro lado del paseo desde la amplia arcada de la puerta, lanzaba un chorro de agua espumosa y blanca al frío aire de la noche.

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