Hogar, dulce hogar,
pensó Selene sin demasiado entusiasmo.
Tras aparcar junto a la entrada principal, subió a toda prisa los escalones de mármol y cruzó las pesadas puertas de roble. Unos criados vampiros que esperaban junto a la puerta se ofrecieron a hacerse cargo de su abrigo pero ella los apartó sin contemplaciones, concentrada en informar cuanto antes a quienes había que informar. El disco extraído de la cámara de Rigel y que contenía información vital sobre sus asesinos descansaba en su bolsillo.
El vestíbulo era tan impresionante como el exterior de la mansión. Tapices y óleos de incalculable valor colgaban de las lustrosas paredes forradas de roble. Los mosaicos de mármol cubrían el suelo hasta el pie de una majestuosa escalera imperial que ascendía a los pisos superiores de Ordoghaz. Una inmensa lámpara de cristal resplandecía sobre el regio salón y dio la bienvenida a Selene al llegar de la noche.
Tras apartar un tapiz colgante, entró a paso vivo en el gran salón, que estaba decorado con sumo gusto en suaves tonos rojos y negros y un rico marrón nogal. Había candelabros ligeros colgados den las paredes y del techo y su brillo iluminaba una alfombra de lana de color rosa con un diseño floral. Sobre las antiguas mesas de caoba y bajo las molduras de elaborada talla que corrían a lo largo de los bordes del techo descansaban lámparas ornamentales con pantallas opacas de color negro. Las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo de un color borgoña muy intenso que mantenía a raya a cualesquiera ojos que hubiesen logrado atravesar la cancela y pretendiesen espiar desde el exterior de la casa.
Una bandada de elegantes vampiros perdía el tiempo en estos lujosos escenarios, tendidos con aire indolente sobre divanes forrados de terciopelo, cuchicheando en los rincones o intercambiando risillas y chismes. El trino de las agudas carcajadas se mezclaba con el suave tintineo de las copas de cristal llenas de tentador líquido carmesí. Por entre las sonrisas hastiadas de elegantes vampiros y vampiresas, ataviados con los últimos diseños de Armani y Chanel, asomaban colmillos tan blancos como perlas.
El rostro de Selene se endureció. No tenía demasiada paciencia para quienes eran como aquellos. Aunque sin duda vampiros, aquellos presuntuosos no eran Ejecutores, sino meros diletantes y libertinos no-muertos, más interesados en sus propios placeres epicúreos que en la interminable batalla contra los odiados licántropos.
¿Es que no saben que hay una guerra?,
se preguntó, puede que por millonésima vez.
La decadente atmósfera hedía a perfume caro y plasma humeante pero, a pesar de los numerosos cuerpos que llenaban el salón, la temperatura seguía siendo agradablemente fresca. Los vampiros eran criaturas frías por naturaleza.
Su repentina aparición no llamó demasiado la atención. Unas pocas cabezas curiosas se volvieron hacia ella y examinaron a la empapada Ejecutora con ojos aburridos y carentes de todo interés antes de continuar con entretenimientos más sugerentes. Apenas causó una onda en el flujo de cuchicheos sofisticados y réplicas ingeniosas que recorría de un lado a otro la lujosa cámara.
No importa,
pensó Selene. Aquellos no eran los vampiros con los que tenía que hablar. Sus ojos recorrieron la habitación con la esperanza de localizar al propio Kraven, pero el amo temporal de la mansión no estaba a la vista.
Una sonrisa amarga se encaramó a sus labios. Si Kraven no estaba allí, presidiendo las celebraciones del salón, ella sabía dónde debía de estar…
• • •
No por vez primera, Kraven dio gracias a los dioses oscuros por el hecho de que, al contrario de lo que aseguraban el mito y el folclore, los vampiros fueran perfectamente capaces de admirar su imagen en los espejos.
Estaba posando con el pecho desnudo frente al espejo triple de su suntuosa suite privada, que antaño había pertenecido al propio Viktor. El vestidor tenía el tamaño de un pequeño apartamento y estaba lujosamente decorado con elementos elegantes de calidad y diseño superlativos. Un armario de proporciones colosales contenía el considerable guardarropa del regente, mientras que una intrincada alfombra persa protegía la fina pedicura de sus pies. Una lámpara de Tiffany hecha a medida brillaba sobre su cabeza ofreciéndole la luz que necesitaba para admirarse a sí mismo.
El espejo de cuerpo entero ofrecía tres visiones igualmente sobrecogedoras del cuerpo de Adonis del señor de los vampiros. Una melena de bucles ensortijados que crecían hasta los hombros le proporcionaba el aire romántico de un Heathcliff o un Byron mientras que su pecho y bíceps de proporciones perfectas resultaban impresionante hasta un vampiro. Unos negros y penetrantes ojos, complacidos por lo que estaban viendo, le devolvían la mirada desde el espejo central. Sólo el tono rosado de la piel, más claro de lo que era normal en un vampiro, sugería los siglos de indulgencia que se había concedido.
No está mal para setecientos y pico,
se dijo con admiración. Kraven había sido un caballero desde al menos el Renacimiento…
Dos atractivas vampiresas, ni siquiera con una vida a sus espaldas cada una de ellas y por consiguiente menos para él que criadas y tan hechizadas aparentemente por su perfección física y aparente masculinidad como él mismo, lo atendían con toda diligencia. Arrodilladas a su lado, lo ayudaron a ponerse unos pantalones de seda hechos a medida. Primero un pie y luego el otro, sus fríos y ansiosos dedos trazaron los contornos hinchados de su esculpida musculatura mientras se los subían hasta las piernas y a continuación procedían lentamente a abrocharle los botones desde arriba, centímetro a centímetro. Tras intercambiar una mirada de soslayo, se echaron a reír como colegialas perversas.
A Kraven le complacía la adoración de las criadas.
Que se diviertan,
pensó con magnanimidad. ¿Por qué no iban a sentirse privilegiadas de poder poner las manos sobre el amo y señor de la mansión? ¿Acaso no era el vampiro más importante de todo el continente?
Y muy pronto sería mucho más que eso.
Las puertas de sus aposentos se abrieron de par en par y lo sacaron a la fuerza de sus dichosas ensoñaciones. Se volvió y vio a Selene, precisamente Selene, irrumpiendo en la privacidad de sus habitaciones. El cabello castaño de la Ejecutora estaba empapado y desordenado de manera muy poco favorecedora; sin embargo, Kraven sintió una punzada de lujuria al ver las hermosas facciones de la vampiresa. Era una lástima que, a juzgar por su expresión severa, Selene no estuviera aquella noche de un humor más amoroso.
¿Qué pasará ahora?,
pensó Kraven con amargura.
Las criadas se apartaron instintivamente mientras Selene atravesaba la habitación. Tras empapar a conciencia su alfombra persa, introdujo una mano en la gabardina y arrojó un objeto pesado sobre la faz lacada de la antigua mesa de caoba de Kraven. Éste observó, no sin cierto desagrado, que el objeto en cuestión era una especie de arma de fuego. Kraven no veía nada especialmente llamativo en la pistola pero saltaba a la vista que Selene pensaba de manera diferente.
Unos vehementes ojos castaños se clavaron en los suyos.
—Tenemos un problema muy serio —afirmó.
• • •
El dojo se encontraba en el último piso de la mansión, en un antiguo ático reconvertido. A diferencia de la opulenta decoración que predominaba en el resto de Ordoghaz, la zona de entrenamiento, dedicada en exclusiva a las artes de la guerra, tenía un aspecto espartano. El suelo estaba cubierto de colchonetas que, junto con un campo de tiro insonorizado, ocupaban la mayor parte del espacioso desván. Sobre las gruesas paredes de piedra se apoyaban numerosos armeros que mostraban exóticas armas blancas y de fuego. La plata brillaba en todos los filos y todas las superficies.
Aparte de sus aposentos privados, este ático bien armado era uno de los pocos lugares de la mansión en los que Selene se sentía verdaderamente a gusto. Era un lugar para los guerreros.
—Voy a tener que hacer algunas pruebas, eso está claro —dijo Kahn, que sostenía la brillante bala con unos fórceps. Unas gafas de seguridad tintadas le permitían examinarla a corta distancia—. Pero desde luego se trata de alguna clase de fluido radiante.
Una mezcla de preocupación y curiosidad iluminaba las agudas e inteligentes facciones del comandante y maestro armero de los Ejecutores. Un vampiro de aspecto imponente y ascendencia africana, Kahn vestía completamente de negro. Hablaba inglés con un fuerte acento Cockney que había adquirido durante un largo período de esclavitud a bordo de un navío mercante.
Kahn tenía varios siglos ya y sus orígenes estaban envueltos en misterio. Algunos decían que había luchado junto al gran Shaka, mientras que otros susurraban que el enigmático Ejecutor había aprendido las artes de la lucha antes de ser iniciado en el vampirismo. Lo único que Selene sabía con toda seguridad —lo único que
necesitaba
saber— era que el compromiso de Kahn con la guerra era tan sólido como el suyo. A diferencia de los inmortales diletantes que había visto en el salón, Kahn no tenía tiempo que perder.
Puso la bala en su mesa de trabajo, junto a las piezas desensambladas de la pistola de Trix. Las luces del techo resplandecieron sobre la superficie de ébano de su cráneo afeitado.
Selene se llevó una mano a los ojos para protegerlos de la molesta radiación de la bala capturada.
—Munición ultravioleta —se maravilló en voz alta.
—La luz del día utilizada como arma —Asintió Kahn mientras se quitaba las gafas tintadas—. Y, a juzgar por lo que me has descrito, sumamente efectiva.
Selene se encogió para sus adentros al recordar la ardiente muerte de Rigel. Aún podía ver cómo brotaban los rayos de luz corrosiva de su cuerpo destrozado.
Al menos no sufrió demasiado,
pensó. Un amargo consuelo.
Murió en cuestión de segundos.
Kraven, por su parte, no podía haberse mostrado menos interesado o impresionado.
—¿Pretendes que crea que un animal salvaje os atacó con munición de alta tecnología diseñada específicamente para matar vampiros?
Con aire levemente distraído, estaba de pie junto a la mesa de trabajo con Kahn y Selene. Llevaba una camisa de algodón de color oscuro con un collar de brocado bajo una elegante chaqueta negra. Los engarces de plata de sus anillos despedían destellos de piedras preciosas. Como de costumbre, su actitud aburrida molestaba a Selene. Sospechaba desde hacía mucho tiempo que Kraven había servido como Ejecutor sólo para ascender de posición en el seno del aquelarre. En una organización jerárquica basada principalmente en la antigüedad, una reputación de héroe de guerra proporcionaba un atajo bastante eficiente a los escalones superiores de la sociedad vampírica. La muerte del famoso Lucian le había hecho famoso y, al menos por lo que Selene sabía, desde entonces había avanzado a lomos de ese triunfo. Para su perpetuo asombro, el regente vampírico carecía de toda paciencia para cualquier cosa que interfiriera en sus hedonísticos entretenimientos, y eso incluía evidentemente a esta improvisada reunión.
A poca distancia, apoyadas contra un armero antiquísimo lleno de dagas y cimitarras de plata, dos de las núbiles doncellas de Kraven puntuaban obedientemente cada una de sus afirmaciones con un coro de risillas. La presencia de las criadas en la sala indignaba a Selene. No tenía nada contra las frívolas
filies de chambre,
a quienes difícilmente podía culparse por su inmadurez, pero su lugar no era un consejo de guerra. ¿Es que Kraven no podía pasar sin sus adoradoras ni el corto espacio de tiempo que durara la reunión?
—No, apuesto a que se trata de un diseño del ejército —replicó Kahn en respuesta al sarcástico comentario de Kraven. Señaló con un gesto de la cabeza el brillante proyectil ultravioleta—. Una especie de bala trazadora de alta tecnología.
La impaciencia de Selene iba rápidamente en aumento.
—No me importa de dónde haya sacado estas cosas —declaró. No quería perder la perspectiva—. Rigel está muerto y Nathaniel podría seguir allí. Deberíamos reunir a los Ejecutores y regresar en mayor número.
Ni siquiera era medianoche. Quedaban horas de sobra antes de que llegara el amanecer.
—Imposible —dijo Kraven sin titubeos—. En este momento es imposible. Y más para llevar a cabo una incursión gratuita. —Sacudió la cabeza como si la mera idea fuera un completo absurdo—. Sólo quedan pocos días para el Despertar y esta casa ya vive en un estado de inquietud tal como están las cosas.
Selene no daba crédito a lo que oía.
—¿Gratuita? Abrieron fuego sobre nosotros a la vista de los mortales. —Sólo eso, pensó, violaba las reglas tácitas que gobernaban el largo y secreto conflicto que había enfrentado a vampiros y licanos—. Y a juzgar por la conmoción que oí en el túnel, allí…
—Tú misma has dicho que en realidad no viste nada —la interrumpió Kraven. Cruzó los brazos sobre el pecho, desafiándola a contradecirlo.
Selene aspiró hondo para contener su temperamento. Le gustara a ella o no, Viktor había puesto a Kraven al mando del aquelarre como recompensa por su histórica victoria en las montañas de Moldavia. Éste no era momento de atizar viejas rencillas.
—Sé lo que oí —insistió en cuanto estuvo un poco más calmada—. Y sé lo que me dicen las entrañas—. Y te digo que podría haber docenas de licanos en los túneles del metro. Quién sabe, puede que hasta centenares.
Un completo silencio respondió a la ominosa afirmación de Selene. Hasta las dos risueñas criadas callaron y prestaron atención, horrorizadas por la mera idea de una horda de licanos oculta prácticamente bajo sus mismas narices. Kraven pareció incómodo por un instante pero a continuación adoptó un aire de divertida incredulidad.
—Los hemos llevado al borde de la extinción —dijo sencillamente. Una sonrisa condescendiente se dibujó en sus facciones.
Hasta Kahn parecía poner en duda la afirmación de Selene.
—Kraven tiene razón —le aseguró—. Hace siglos que no existe una madriguera de esa magnitud… desde los tiempos de Lucian.
O
eso hemos creído hasta ahora,
pensó Selene con un presentimiento siniestro.
—Lo sé, Kahn. —No podía culparlo por su escepticismo—. Pero preferiría que me demostraras que estoy equivocada comprobándolo.
Kahn comprendió lo que quería decir y asintió. Se volvió hacia Kraven en busca del permiso del regente.