Keith movió la cabeza.
—Yo también tengo trabajo para hacer, señor Borden. Tengo que contestar las cartas que nos envían nuestros lectores a la sección de «Cartas por Cohete». He traído la portátil y la carpeta de cartas recibidas.
—Oh, vamos, Keith, no lo he invitado aquí para que trabaje. ¿No puede terminadas mañana en la oficina?
—Ojalá pudiera, señor Borden —dijo Keith—; yo tengo la culpa de todo este retraso, y el material tiene que estar en la imprenta mañana a las diez sin falta. Cierran las formas al mediodía, de manera que no hay tiempo. Pero son sólo un par de horas de trabajo y prefiero hacerlo ahora y quedar libre esta noche.
Keith atravesó el salón y subió las escaleras. Una vez en su habitación, sacó la máquina de la maleta y la puso sobre el escritorio. Del portafolios sacó la carpeta que contenía la correspondencia dirigida a la sección de «Cartas por Cohete» y, por aquellos más atrevidos, al «Piloto del Cohete».
La carta de Joe Doppelberg estaba encima de la pila. La había puesto allí porque había pensado que Joe podía presentarse personalmente y quería tener la carta a mano.
Puso papel en la máquina de escribir, tecleó el título «Cartas por Cohete» y empezó a trabajar.
Bien, amigos pilotos del espacio, esta noche —la noche en que os escribo, no la noche en que leéis— es la gran noche, y el Viejo Piloto, vuestro amigo, estaba allí para verlo. Y desde luego lo vio, el relámpago de luz en la oscuridad de la Luna, que marcaba el aterrizaje del primer proyectil lanzado con éxito a través del espacio por el hombre.
Miró lo que había escrito con ojos críticos, sacó el papel de la máquina y puso una nueva hoja. Era demasiado formal, demasiado envarado para sus lectores. Encendió un cigarrillo y volvió a escribir todo; esta vez le salió mejor, o peor.
En la pausa que hubo mientras repasaba el trabajo, oyó el sonido de una puerta que se abría y se cerraba, y unos tacones altos bajando la escalera.
Sería Betty, que se marchaba. Se levantó para ir hacia la puerta, pero pensándolo mejor volvió a sentarse. No, sería inoportuno volver a despedirse ahora, con Borden y Callahan presentes. Mucho mejor sería quedarse con el recuerdo de aquel beso fugaz y placentero, y la promesa de que se encontrarían mañana por la tarde.
Suspiró y tomó la primera carta. La de Joe Doppelberg. Decía:
Querido Cohetero: No debería escribirte, porque la última edición apesta de aquí a Arcturus, excepto por la novela de Wheeler. ¿Quién le ha dicho al tonto de Gormley que sabe escribir? ¿Y su navegación sideral? El gran embustero no sería capaz de navegar en un bote de remos por el puerto, ni en un día de sol.
Respecto a la portada de Hooper, la chica está bien, muy bien, pero todas las chicas de las cubiertas lo están. En cuanto a la cosa que la persigue ¿debo suponer que es uno de los demonios mercurianos que aparecen en la novela de Wheeler? Bien, dile a Hooper que yo puedo pensar en monstruos más horribles que esos, aun estando sereno, sin ni siquiera beber una copa de jugo de plantas de Venus.
¿Por qué no se vuelve ella y persigue a la cosa?
Reserva a Hooper para el interior —lo que escribe está bien— pero busca a otro para las cubiertas. ¿Qué te parecen Rockwell, Kent o Dalí? Apuesto que Dalí puede hacer monstruos mucho mejores ¿Entiendes, Cohe?
Mira, Cohe, ten el vino de Urano preparado y en hielo, porque voy a ir a buscarte algún día de esta semana. No iré a Espaciopuerto N.York sólo para verte a ti, no te envanezcas, sino porque tengo un asunto con un hombre de Marte respecto a unas plantaciones. Como sea, estaré en la ciudad, de modo que iré a visitarte para ver si eres tan feo como dicen.
Esta nueva idea tuya, Cohe, es muy buena. Me refiero a lo de publicar la foto de los mejores entre los que te escribimos, junto con nuestras cartas. Tengo una sorpresa para ti. Te envío mi retrato. Iba a llevarlo yo mismo, pero la carta llegará antes que yo y no me gustaría perder la edición, donde quiero verlo publicado.
Buena propulsión, Cohe, y busca el mejor buey lunar que tengas, porque iré a cenar pronto, si no antes.
JOE DOPPELBERG
.
Keith Winton suspiró de nuevo y recogió su lápiz rojo. Empezó a tachar los párrafos respecto al viaje a Nueva York; aquello no podía interesar a sus otros lectores, y además no quería darles la idea de que podían ir a visitarlo en la oficina; perdería mucho tiempo si empezaba a recibir visitas de los lectores.
Volvió a tachar algunos de los párrafos más desagradables de la carta y cuando terminó sacó la fotografía que había llegado con la misiva y la examinó de nuevo.
Joe Doppelberg no tenía el aspecto que parecía indicar la carta. Era un muchacho agradable, de aspecto inteligente, quizá con dieciséis o diecisiete años. Tenía una sonrisa simpática. Probablemente en persona resultaría tan tímido como su carta era desenvuelta.
Quizá haría bien en publicar su fotografía. Debiera haberla enviado ya a los talleres, pero aún había tiempo Hizo unas anotaciones en la carta para que fuera en media columna y escribió «1/2 - col. Doppelberg» en el reverso de la fotografía.
Puso la segunda hoja de la carta de Joe en la máquina, pensó un momento y empezó a escribir.
Conforme, Doppelberg, vamos a hacer que Rockwell Kent dibuje nuestra próxima portada. Tú pagarás la factura. En cuanto a hacer los monstruos siderales aún más horribles, no puede ser. Tal como son es todo lo que puede soportar nuestra revista. El buey y el vino están preparados. Esperamos tu llegada al Espaciopuerto.
Sacó la página de la máquina de escribir, volvió a suspirar y recogió la próxima carta.
A las seis había terminado, lo que le daba una hora de descanso antes de la cena. Después de bañarse se vistió con cuidado, y aún le quedaba media hora sin saber qué hacer. Bajó las escaleras y salió al jardín.
Estaba oscureciendo y la luna nueva era ya visible en un cielo muy despejado. El destello podría verse muy bien, pensó. Y, por favor, que el relámpago del cohete resultara visible a simple vista, o tendría que volver a escribir el encabezamiento de la sección «Cartas por Cohete». Bien, ya vería lo que pasaba.
Se sentó en un sillón de junco, frente al camino que atravesaba el jardín, y aspiró con placer el aire fresco de la tarde y el perfume de las flores que lo rodeaban.
Volvió a pensar en Betty Hadley.
Pensar en ella le hizo sentirse feliz, o quizá podríamos decir tristemente feliz, hasta que su mente divagó hacia el escritor de Filadelfia y si aquel caballero estaba ahora trabajando en el cuento o sentado en un bar.
Volvió a recordar a Betty Hadley y deseó que ya hubieran pasado veinticuatro horas y fuera ya la tarde del lunes en Nueva York, en vez del domingo en las montañas Catskills.
Miró el reloj de pulsera y se dio vagamente cuenta de que llamarían para la cena en unos pocos minutos. Eso le gustó porque, enamorado o no, tenía hambre.
Y el hambre le hizo pensar, sin razón aparente, en Claude Hooper, quien dibujaba la mayoría de las portadas para
Historias sorprendentes
. Se preguntó si podría seguir consiguiendo dibujos de Hooper. Éste era una buena persona y muy buen artista, que podía dibujar muchachas espléndidas pero sin embargo no era capaz de producir monstruos lo suficientemente horribles. Quizá no tenía pesadillas, o quizá llevaba una vida de hogar completamente feliz, o algo parecido. Y muchos de los lectores protestaban. Como Joe Doppelberg. Porque Doppelberg...
El cohete lunar, cayendo de vuelta hacia la Tierra, iba a velocidad supersónica, y Keith no pudo verlo ni oírlo, aunque chocó contra el suelo a sólo cinco metros de él.
Hubo un deslumbrador relámpago.
No hubo ninguna sensación de transición, de cambio o de movimiento, ningún lapso de tiempo. Fue simplemente como si, simultáneamente con un brillante relámpago, alguien le hubiera sacado el sillón donde estaba sentado. Lanzó una exclamación al sentir el impacto contra el suelo; debido a que había estado estirado en el sillón, se cayó extendido. Allí quedó boca arriba, mirando las estrellas.
Poder ver las estrellas resultaba lo más sorprendente de todo; no podía ser sólo que el sillón se hubiera derrumbado bajo su peso —o inclusive que se hubiera esfumado debajo de su cuerpo— pues había estado sentado bajo un árbol y ahora no había ningún árbol entre él y aquel cielo azul oscuro.
Levantó la cabeza primero, y luego se sentó, demasiado agitado en esos momentos —no físicamente, sino mentalmente— para levantarse. De algún modo deseaba entender la situación en que se hallaba antes de confiar en sus propias piernas.
Estaba sentado encima de hierba, perfectamente cuidada y cortada, en la mitad de un gran jardín. Al volver la cabeza se dio cuenta de que detrás de él había una casa. Una casa completamente normal, no tan grande ni tan atrayente como la del señor Borden, desde luego. Y al mirarla tuvo la impresión de que la casa estaba vacía. Por lo menos no tenía ninguna señal de estar habitada; no se veía a nadie, ni había luz en las ventanas.
Durante varios segundos se quedó mirando lo que debía haber sido la casa del señor Borden, pero que por alguna razón que no podía explicarse no lo era, y después se volvió para mirar en dirección opuesta. A unos treinta metros en aquella dirección, en el extremo del jardín donde él estaba, había un seto, y por encima podía ver que detrás había árboles: dos hileras regulares, como si estuvieran colocados a ambos lados de una carretera. Eran álamos, altos y cuidados.
Y no había ningún arce, a pesar de que era un arce el árbol bajo el cual había estado sentado. Tampoco se veía ni siquiera una astilla del sillón de junco.
Sacudió la cabeza para aclararse las ideas y se puso en pie con precaución. Tuvo una momentánea sensación de vahído, pero aparte de eso se encontraba perfectamente. Fuera lo que fuese lo que le había pasado, no estaba herido. Se mantuvo de pie y quieto hasta que se le fue el mareo y entonces se encaminó hacia una puerta que había en el seto.
Lanzó una mirada a su reloj de pulsera. Eran las siete menos tres minutos, aunque eso era imposible, pensó. Eran también las siete menos tres minutos cuando se sentó en el sillón de junco, en el jardín del señor Borden; y dondequiera que estuviese ahora no había podido llegar allí instantáneamente.
Llevó el reloj al oído. Funcionaba perfectamente. Pero eso no probaba nada. Quizás se había parado debido a lo que fuera que hubiese sucedido, y se había puesto en marcha de nuevo cuando él se incorporó y echó a andar.
Volvió a mirar al cielo para calcular el tiempo transcurrido y no pudo observar ningún cambio. Estaba oscureciendo entonces y también ahora oscurecía. La luna creciente estaba en el mismo lugar, al menos estaba a la misma distancia del cenit. Aquí —dondequiera que fuese aquí— no podía estar seguro de cuál era su situación ni de la dirección que debía tomar.
La puerta que atravesaba el seto conducía a una gran carretera asfaltada. No se veía ningún coche.
Al volverse para cerrar la puerta, miró otra vez la casa vacía y notó algo que antes no había visto. En uno de los pilares de la terraza había un letrero que decía:
Se vende. R. Blaisdell. Greeneville. Nueva York.
Por lo tanto debía encontrarse cerca de la casa de los Borden, ya que Greeneville era la población más cercana a la mansión de su jefe. Eso era obvio, desde luego. Él no podía haber ido muy lejos. El verdadero misterio era cómo podía encontrarse en un lugar completamente distinto de donde estaba sentado hacía sólo unos minutos.
Volvió a sacudir la cabeza para concentrar los pensamientos, aunque se sentía perfectamente. ¿Podía estar bajo los efectos de un ataque repentino de amnesia? ¿Había caminado hasta allí sin darse cuenta? No le parecía posible, especialmente en cuestión de minutos o menos.
Se quedó mirando indeciso a uno y otro lado de la ancha carretera bordeada por los altos álamos, pensando hacia qué lado se encaminaría. La carretera se extendía recta en ambas direcciones. Desde donde estaba podía ver casi medio kilómetro a cada lado, hasta la próxima cuesta, pero no había señales de viviendas en los alrededores. Sin embargo, tenía que haber una granja por allí cerca, porque había campos cultivados un poco más allá de donde terminaban los álamos. Probablemente los mismos árboles le impedían ver la granja, que tenía que existir en medio de aquellos campos. Si caminara hasta el vallado que cerraba el campo al otro lado de la carretera, sin duda podría ver la casa.
Estaba ya cruzando la carretera cuando escuchó el sonido de un coche que se aproximaba. Debía ser un auto muy ruidoso, para hacerse oír a aquella distancia. Acabó de cruzar el camino y cuando se volvió ya pudo ver el coche. Para él era lo mismo obtener información del conductor de aquel coche que de quien pudiera haber en la granja; mejor quizá, ya que tal vez podría persuadir al chófer de que lo llevase hasta la casa de Borden, por lo menos si iba en aquella dirección.
El auto era un Ford T, construido sin duda hacía muchos años. Una buena señal, se felicitó Keith. En sus días de estudiante había practicado bastante el autostop, y sabía que la probabilidad de que un coche lo llevase estaba en relación directa con su edad y decrepitud.
Y no había ninguna duda respecto a la decrepitud de aquel vehículo. Daba la impresión de que a duras penas había podido subir la pendiente; el motor volvía a esforzarse ahora para conseguir de nuevo alguna velocidad.
Keith esperó hasta que estuvo bastante cerca y entonces salió a la carrera y agitó los brazos. El Ford redujo la velocidad, y se detuvo a su lado.
El hombre que iba al volante se inclinó y bajó la ventanilla por el lado donde estaba Keith, sin ninguna razón aparente que Keith pudiera ver, ya que la ventanilla no tenía cristal.
—¿Quiere que lo lleve, joven? —preguntó.
Su aspecto era, pensó Keith, el de un granjero típico, llevaba una pajita amarilla en la boca, casi del mismo color de su cabello, y sus pantalones de un azul desteñido hacían juego con sus ojos de un color azul suave.
Keith puso un pie en el estribo y metió la cabeza por la ventanilla con el fin de que el otro pudiera oír su voz por encima del ruido que hacía el motor y el traqueteo como de hojalata que llegaba de todas las piezas de aquel coche; inclusive cuando no estaba en movimiento.
—Me temo que me he perdido. ¿Sabría decirme dónde está la casa del señor Borden?