El granjero hizo rodar la pajita hasta el otro lado de la boca. Pensó profundamente frunciendo el entrecejo por el esfuerzo.
—No —dijo, finalmente—. Nunca he oído ese nombre. Por lo menos no tiene ninguna de las granjas sobre esta carretera. Quizás detrás de la colina. No conozco todas las granjas que hay allí.
—No es una granja —dijo Keith—. Se trata de una gran casa de campo. Borden es el dueño de una editorial. ¿Hacia dónde lleva esta carretera? ¿A Greeneville?
—Sí. Está adelante, en esta dirección, a unos quince kilómetros. Por esta otra dirección enlaza con la Autopista de Albany, en Carteret. ¿Quiere que lo lleve a Greeneville? Quizás allí podrá encontrar a alguien que le diga dónde vive ese señor Borden.
—Seguramente —dijo Keith—. Gracias. —Y entró en el coche.
El granjero, gravemente, extendió un brazo por delante de Keith e hizo girar la manivela que subía la ventanilla que no tenía cristal.
—Hace ruido —dijo— si la dejo abierta.
Pisó el embrague y el pedal del cambio y el auto empezó a marchar con un ruido como si tosiera. El traqueteo de la carrocería sonaba como el granizo en un techo de latas. Por fin alcanzó su velocidad máxima y Keith calculó que tardarían una media hora para cubrir aquellos quince kilómetros, si es que el coche podía llegar de una pieza.
Bien, si conseguía llegar a Greeneville al menos sabría dónde estaba. Ya sería muy tarde para la cena, pensó, de manera que lo mejor era telefonear a Borden para que estuviera tranquilo, cenar en el pueblo y entonces alquilar un taxi o cualquier otra clase de vehículo que lo llevara de nuevo a la residencia de Borden. Podría estar de vuelta a las nueve a más tardar, con tiempo suficiente para observar los fuegos artificiales en la Luna a las nueve y dieciséis. Aquello era algo que no quería perderse.
¿Y cómo iba a explicar lo sucedido al señor Borden? Casi lo mejor que podría hacer sería decir que había salido a dar un paseo antes de la cena y que se había perdido; que había tenido que ir a Greeneville para orientarse. Iba a sonar estúpido, pero no tanto como la verdad. Y, desde luego, no quería que su jefe pensara que estaba sujeto a ataques de locura o de amnesia.
El viejo auto iba traqueteando por la larga y recta carretera. Su bienhechor no parecía muy inclinado a entablar una conversación, de lo que Keith se sentía muy agradecido. De cualquier modo habrían tenido que gritar para hacerse oír. Y por ahora prefería pensar, buscando una explicación a lo que le había sucedido.
La residencia de Borden era muy grande y él estaba seguro que tenía que ser bien conocida por aquellas vecindades. Si el chófer de la antigualla que lo llevaba conocía a todo el mundo a lo largo de la carretera, no era posible que no hubiera oído hablar nunca de Borden, a menos que estuvieran muy lejos de allí. Y sin embargo, no podía estar a más de treinta kilómetros de distancia —porque Borden vivía a quince kilómetros de Greeneville, aunque Keith no podía recordar ahora en qué dirección desde el pueblo—, y el lugar de la carretera donde el granjero lo había recogido estaba también a unos quince kilómetros de Greeneville. Aun en el supuesto que estas dos distancias de quince kilómetros estuvieran en direcciones diametralmente opuestas, él no podía haber caminado más de treinta kilómetros y aún esto era imposible, teniendo en cuenta el corto espacio de tiempo transcurrido.
Estaban ya llegando a las afueras de un pueblo y Keith volvió a consultar el reloj; eran las siete treinta y cinco. Empezó a mirar por la ventanilla a los edificios que pasaban por su lado, hasta que vio un reloj en la vidriera de una tienda. Su reloj andaba bien; no se había parado para volver a marchar más tarde.
Pocos minutos después estaban ya en el centro de Greeneville. El granjero se arrimó a la acera y paró el motor.
—Estamos en mitad del pueblo, joven —dijo—. Creo que podrá buscar a esa persona en cualquier guía de teléfonos y ellos vendrán a buscarlo. Y allí hay una parada de taxis en el otro lado de la plaza, que lo llevarán adonde quiera ir. Le van a cobrar bastante, pero van adonde sea.
—Le quedo muy agradecido —dijo Keith—. ¿Quiere beber algo, mientras yo telefoneo?
—No, gracias. Tengo que volver a mi casa pronto. Mi yegua va a parir. He venido al pueblo a buscar a mi hermano. Es veterinario y quiero que me ayude.
Keith le volvió a dar las gracias, y entró en el bar que estaba justo en la esquina donde el granjero había parado su viejo coche. Entró en la cabina al fondo del establecimiento y tomó la delgada guía telefónica de Greeneville, que colgaba de una cadenita en una de las paredes de madera de la casilla. La hojeó hasta encontrar la letra B y entonces comenzó a pasar el índice por encima de los nombres que empezaban por esa letra, hasta…
No había ningún Borden en la guía.
Keith arrugó el ceño. El teléfono de Borden pertenecía a la centralita de Greeneville. Estaba seguro de eso porque había telefoneado a la residencia desde las oficinas de Nueva York, en varias ocasiones, por cuestiones del negocio. Le habían dado la llamada por la centralita de Greeneville.
Desde luego podía ser un número reservado, que no estuviera en la guía. Claro que podía; eran tres números iguales: unos. Eso era: Greeneville 111. Se acordaba ahora que cuando telefoneó a Borden la última vez estuvo pensando qué influencia habría podido tener su jefe para que le hubiesen dado un número tan sencillo y fácil de recordar.
Cerró la puerta de la cabina y empezó a buscar en los bolsillos hasta que encontró el níquel que necesitaba para hacer funcionar el teléfono. Pero el aparato era de un tipo que no había visto nunca. No había allí ninguna ranura para introducir la moneda o la ficha. Revisó el teléfono bien, inclusive por abajo, hasta que al final decidió que probablemente en aquellos pequeños pueblos no existían teléfonos de ficha y que, sin duda, tendría que abonar la llamada al encargado del bar.
Levantó el auricular, y cuando la voz del operador preguntó «¿Qué número, por favor?», le dio el número de Borden. Hubo una pausa de un minuto y de nuevo la voz del operador: «No existe ese número en la guía, señor.»
Por un instante, Keith pensó si se estaría volviendo loco, después de todo. No parecía posible que se hubiera equivocado en un número semejante. Greeneville uno - uno - uno. No se puede olvidar un número de teléfono como ese, ni tampoco confundirlo por otro.
Volvió a preguntar:
—Por favor, ¿podría darme el número de teléfono del señor L. A. Borden? Creía que el número que le di antes era el de este señor, pero sin duda estaba equivocado. Y tampoco puedo encontrarlo en la guía, pero estoy seguro de que tiene teléfono. Lo he llamado en otras ocasiones.
—Un momento, señor... No, no tenemos a ninguna persona de ese nombre en nuestros registros.
Keith murmuró:
—Gracias —y colgó el receptor.
No podía creerlo. No estaba convencido. Salió fuera de la cabina, donde hubiera más luz, llevando la guía consigo todo lo lejos que le permitía la cadenita que la sujetaba. Volvió a mirar los nombres que empezaban con B y de nuevo no pudo encontrar a ningún Borden. Recordaba que el nombre de la residencia era «Los cuatro robles» y de nuevo examinó la guía en «los» en «cuatro» y en «robles», sin encontrar tampoco nada. Cerró el libro de golpe y examinó la tapa. Allí decía: Greeneville, N. Y. La momentánea sospecha de que podía encontrarse en otro Greeneville murió como había nacido; sólo podía haber un Greeneville en el Estado de Nueva York. Otra y aún más débil sospecha desapareció antes de que se diera cuenta de su existencia, cuando leyó las letras más pequeñas debajo del nombre del pueblo: Primavera, 1954.
Sin embargo, le resultaba imposible creer que el teléfono de L. A. Borden no estuviera en aquella guía; tuvo que luchar para contener el impulso que sentía de mirar los nombres uno por uno, por si el nombre estaba fuera de orden alfabético
En cambio, se dirigió al mostrador y se sentó en uno de aquellos antiguos taburetes altos de tres patas de hierro. Detrás del mostrador, el encargado (un hombre pequeño, de cabello gris y que llevaba gafas de gruesos cristales) estaba secando vasos con un trapo blanco. Al darse cuenta de la llegada de Keith levantó la cabeza.
—Diga, señor.
—Una Coca Cola, por favor —dijo Keith.
Sentía deseos de hacer preguntas, pero por el momento no se le ocurría qué clase de preguntas tenía que hacer. Se quedó mirando mientras el hombre le servía el refresco y lo colocaba en el mostrador delante de él.
—Hace una hermosa noche —decía el encargado del bar.
Keith asintió. Aquello le hizo pensar que tenía que acordarse de estar preparado para observar el relámpago del cohete lunar, en cualquier lugar donde se encontrase a la hora fijada. Miró el reloj de pulsera. Eran casi las ocho de la noche; otra hora y cuarto más y necesitaría encontrarse en un lugar tranquilo y despejado desde donde pudiera observar la Luna. No le parecía posible estar de regreso en la casa de Borden a tiempo para observar el destello.
Se bebió el refresco casi de una vez. Estaba fresco y tenía buen gusto, pero le hizo darse cuenta de que empezaba a tener hambre. Y no era nada extraño, teniendo en cuenta que ya eran las ocho de la noche. En la casa de Borden ya habrían terminado de cenar. Además había comido un almuerzo muy liviano y desde entonces había jugado al tenis.
Paseó la mirada por el bar para ver si allí servían sándwiches o alguna otra clase de alimento. No pudo ver nada de lo que deseaba.
—Keith sacó una moneda de veinticinco centavos del bolsillo y la puso encima del mostrador de mármol.
Al chocar contra el mostrador la moneda hizo un sonido metálico característico y el encargado dejó caer el vaso que estaba secando. Detrás de las gafas, los ojos del hombre se abrieron dilatados y temerosos; se mantuvo quieto con el cuerpo rígido, mientras volvía la cabeza a uno y otro lado para mirar de un extremo del bar al otro. No parecía darse cuenta de que había dejado caer un vaso, ni de que éste se había roto bajo sus pies. El trapo también se le cayó de las manos
Entonces extendió una mano lentamente, hasta cubrir la moneda con la palma, y la levantó. De nuevo miró alrededor suyo para asegurarse de que en el bar sólo estaban Keith y él.
Hasta entonces no se había atrevido a mirar la moneda. Manteniéndola escondida en el fondo de la palma de la mano, la examinó con una extraña expresión, acercándola mucho a los ojos. La dio vuelta y examinó el reverso
Los ojos del hombre, asustados y sin embargo extáticos, se dirigieron a Keith.
—¡Bellísima! —dijo—. Casi no está gastada. Y de 1928.
Su voz bajó de tono, hasta que fue un susurro.
—Pero ¿quién lo envía a usted?
Keith cerró los ojos y los volvió abrir. O él o el encargado del bar debían de estar locos. No habría tenido ninguna duda respecto a cuál de los dos si no fuera por las otras cosas que habían sucedido; su repentina teleportación de un lugar a otro y la falta del nombre de Borden en la guía telefónica y en los registros de la centralita.
—¿Quién lo envía? —repitió el hombre.
—Nadie —dijo Keith.
El hombre bajito inició una lenta sonrisa.
—No me lo quiere decir. Bien. Debe haber sido K. Bien, no se preocupe en el caso de que no haya sido él. Me arriesgaré. Le doy mil créditos por la moneda.
Keith no contestó.
—Mil quinientos —dijo el hombre. Sus ojos, pensó Keith, eran como los ojos de un perrito; los ojos de un perrito hambriento que contempla un suculento hueso justo fuera de su alcance.
El encargado respiró profundamente y dijo:
—Dos mil, entonces. Ya sé que vale más, pero es el máximo que puedo pagarle. Si mi mujer...
—Conforme —dijo Keith.
La mano que retenía la moneda escondida cayó en el bolsillo del encargado como un conejo que se lanza a su madriguera. Sin darse cuenta de los cristales que crujían bajo sus pies, el hombre fue a la caja registradora que estaba al final del mostrador y apretó un botón. En la parte superior de la caja apareció un letrero que decía «No está en venta». El encargado regresó pisando de nuevo los cristales, atento a los billetes que estaba contando. Puso un grueso fajo delante de Keith.
—Dos mil —dijo—. Esto significa que tendré que pasarme sin las vacaciones que había planeado para este verano, pero creo que vale la pena. Debo de estar un poco loco.
Keith recogió los billetes y miró largamente el que estaba en la parte de arriba del fajo que le habían dado. Había el familiar retrato de George Washington en el centro del billete. Los números en las esquinas decían 100 y debajo del retrato ovalado de Washington se podía leer
Cien créditos
.
Esto era también absurdo, pensó Keith. El retrato de Washington sólo podía ir unido a los billetes de un dólar a menos que las cosas fuesen diferentes aquí.
¿Aquí? ¿Qué significaba aquí? Estaba en Greeneville, Nueva York, en los Estados Unidos de América, en el año 1954. La guía de teléfonos lo probaba. El retrato de Washington en el billete lo demostraba también.
Volvió a mirar el billete y siguió leyendo las palabras impresas.
Estados Unidos de América
, deletreó.
Billete de la Tesorería Federal
.
No se trataba de un billete nuevo. Parecía usado, como si ya hubiese pasado por muchas manos y, desde luego, parecía legítimo. Pudo notar los conocidos hilos de seda que cruzaban el grueso del papel. El número de serie en tinta azul. A la derecha del retrato decía
Emisión de 1945
y había una firma,
Fred M. Vinson
, encima de unas letras diminutas que decían
Secretario del Tesoro
.
Lentamente, Keith dobló el fajo de billetes y se los puso en el bolsillo de la chaqueta.
Levantó la vista y sus ojos se encontraron con los del encargado, que lo observaban a través de los gruesos cristales de las gafas con una mirada preocupada.
En la voz del hombre había tanta preocupación como en su mirada.
—Está... está conforme, ¿no es así? Usted no es un agente federal, ¿verdad? Quiero decir que si es un agente ya tiene las pruebas de que soy un coleccionista. De manera que puede arrestarme y terminar con el asunto. Me arriesgué, y si va a detenerme no hay necesidad de que me tenga aquí aguardando, ¿no es cierto?
—No —dijo Keith—. Estoy conforme. Creo que estoy conforme. ¿Puede darme otra coca cola, por favor?