Read Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos Online
Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta
Tags: #Ensayo, #Biografía
El rey tomó por primera vez cartas en el asunto y envió a Barcelona a un amigo personal suyo, el abogado José Manuel Romero Moreno, marqués de San Saturnino y conde de Fontao. Su cometido, como emisario real, consistía en analizar las actividades que estaba llevando a cabo Urdangarin en el Instituto Nóos y evacuar el preceptivo informe interno. Pero, sobre todo, intentar que no se volviera a repetir una situación parecida. Que nunca más los proyectos de la entidad que presidía su yerno fueran objeto de polémica.
Romero Moreno, más conocido entre la grandeza de España por su título menos importante, Fontao, se reunió con Urdangarin y con Torres en junio de 2006. Lo hizo en presencia del abogado Raimon Bergós, al que habían contratado para crear el Instituto Nóos. Bergós, secretario por aquel entonces de la fundación del F. C. Barcelona, en la que el duque de Palma era vocal, y profesor del Centro de Estudios de Recursos Culturales de ESADE, es un consumado experto en la creación de fundaciones, y fue convocado para abordar el rediseño del negocio.
El asesor real, coronado por una melena blanca y un flequillo que le cubre la mitad de la frente, tomó la palabra y sostuvo la mirada al duque de Palma. En un tono grave y trascendente, le espetó:
—Mira, Iñaki, llegados a este punto, puedes hacer lo que te dé la gana, pero no puedes aparecer por ninguna parte.
Urdangarin consideró desproporcionada la medida y se tomó la licencia de responder. Caviló que sin su presencia pública toda la estructura que habían creado carecería de sentido alguno y se desmoronaría en cuestión de meses. Él era el reclamo, el principal activo. Si desaparecía de la escena, lo harían también los clientes, los patrocinadores y los ingresos.
—No estoy en absoluto de acuerdo y no entiendo la orden —replicó airado, con el tonito chulesco que le sale cuando alguien le dice «no».
—Pues esto es lo que hay. Puedes seguir haciendo lo que te venga en gana, pero tu nombre no puede figurar formalmente. La decisión no la he tomado yo, como te podrás imaginar.
Con esto sí que no contaba ninguno. Seguían teniendo manga ancha para desarrollar sus negocios, pero sin el gancho formal de Urdangarin. Al menos, sobre el papel.
—Ah, doña Cristina y Carlos García Revenga deben abandonar inmediatamente contigo la directiva del Instituto Nóos. No puede volver a aparecer nadie vinculado a la familia real —añadió Romero Moreno, un tipo afable, conciliador, pactista, buena gente según coincidente opinión de los que le conocen.
A Urdangarin se le heló la sangre y una sensación parecida se apoderó de Torres, que sentía por primera vez que su sueño se podía desvanecer. Bergós tomó buena nota y procedió a formalizar la dimisión de Iñaki Urdangarin como presidente del Instituto Nóos, la de la infanta Cristina como vocal de la junta directiva y la de Carlos García Revenga, secretario personal de las infantas, como tesorero de la entidad.
—Tranquilo, me pongo yo como presidente y seguimos como hasta ahora —le tranquilizó el un tanto pillastre Torres en un aparte—. Nadie se va a enterar de que tú ya no ocupas el cargo. Todo va a continuar igual, pero tenemos que ir buscando otras fórmulas.
La renovación de la junta directiva se formalizó el 23 de agosto de 2006 con el nombramiento de Diego Torres como presidente, de su cuñado Miguel Tejeiro como secretario general y de un nuevo tesorero, Pedro Parada. Iñaki Urdangarin decidió que aquella instrucción no alteraba para nada su esquema de trabajo y acudió a la mañana siguiente a su despacho en el número 19 de la calle Mestre Nicolau como si no hubiera pasado nada. Los cambios quedaron inscritos en el Registro de Fundaciones, pero ocultos al gran público. Si el escándalo volvía a reverdecer, la Casa Real podía argumentar que había ordenado al duque de Palma y a todos sus representantes que abandonaran la institución. Todo había cambiado para que, en definitiva, no cambiara nada. Lampedusa puro.
Junio de 2008. Pelea de truhanes:
Iñaki acusa a Diego de «robarle» y Diego a Iñaki de «mangarle».
El Instituto Nóos se había convertido en una caja registradora de incalculables dimensiones. Si se observaba con perspectiva el trabajo desarrollado, la realización de los grandes foros de Valencia y Baleares y la emisión de infinidad de informes a empresas privadas y a entidades públicas, la facturación rozaba ya los 20 millones de euros. Esta cifra fue recaudada en apenas cuatro años de andadura, utilizando como plataforma aquellas minúsculas oficinas del número 19 de la calle Mestre Nicolau de Barcelona, a un paso de la Diagonal, con dos despachos prefabricados para Iñaki Urdangarin y Diego Torres, una secretaria conjunta, Luisa, y una decena de empleados apelotonados elaborando estudios a demanda sin casi separación física entre ellos. Utilizaban siempre las mismas plantillas y realizaban pequeñas modificaciones para reutilizarlos tantas veces como fuera preciso. Era como uno de esos talleres chinos que se dedican a copiar a destajo.
La tarifa mínima para las grandes empresas era fija: 100.000 euros. Partiendo de esa base se podía elevar el listón, pero en ningún caso rebajarlo. La consigna era que fueran didácticos y esquemáticos, repletos de lo que a Torres le gustaba denominar «ideas fuerza». Era preferible establecer en ellos unos pocos conceptos útiles que rellenarlos de documentación inservible. El resultado eran estudios básicos, con muy poco texto, como si fueran en sí mismos un apartado de conclusiones. Estos informes acabaron simbolizando su filosofía. Mínimo esfuerzo, máxima eficacia.
Sus desaforadas pretensiones económicas, que parecían no tener límites, contrastaban violentamente con su entorno laboral. A todos los clientes a los que citaban en su cuartel general les llamaba siempre la atención lo mismo: la austeridad espartana de la sede del Instituto Nóos.
«¿Cómo es posible que el yerno del rey trabaje aquí?», era la frase más repetida de los visitantes, que se topaban al entrar con un recibidor tan diminuto que quien aguardaba en él tenía que levantarse para dejar paso a todo el que entrara o saliera del recinto desde la calle. Imposible circular sin que se levantara el cliente para que se pudiera abrir la puerta. Donde uno esperaba suntuosidad y lujo por doquier, aparecían biombos de cristal, paredes diáfanas, espacios rácanos y una minúscula sala de reuniones en un entorno que no tenía más de cien metros cuadrados. En el bufete de asesoría fiscal de los hermanos Tejeiro y de su socio Carlos Medina, donde se controlaban las cuentas y bullían los beneficios, asomaban maderas añejas y decadentes y no existía el más mínimo rastro del volumen de ingresos que entraba por su puerta.
En medio de aquellos entornos minimalistas y rancios deambulaba el duque de Palma, que se acomodaba con serias dificultades en su cubículo, donde sus 1,98 metros cabían a duras penas. No tenía siquiera espacio para recibir una visita. Era una austeridad medida y controlada, tras la que subyacía una batalla diaria por elevar el margen de beneficio. Por eso en la actividad de Nóos había que calibrar los costes. Restringir las comidas en restaurantes y no derrochar en hoteles. De ahí que escogieran siempre establecimientos modernos y funcionales pero ajustados de precio. Los hoteles urbanos de AC o de NH eran sus favoritos si tenían que pagarlos de sus bolsillos. La consigna establecida radicaba en no desperdiciar un solo euro de las arcas del Instituto Nóos y a la pareja le recorría una sensación de íntima satisfacción al disparar el margen.
Ninguna gran consultora en sus primeros años de vida había cosechado unos resultados semejantes. Iñaki Urdangarin y Diego Torres podían presumir, orgullosos, de que habían cumplido su sueño con creces. Nunca se hubieran podido imaginar en las aulas de ESADE que su proyecto iba a gozar de tan buena salud en tan corto espacio de tiempo. Sus rostros eran la viva imagen del éxito y la gloria. Caminaban altivos y distantes, con un indisimulado punto de arrogancia. Iñaki contrarrestaba siempre con sus bromas y con su simpatía el carácter agrio de Diego, que no paraba de recriminar a los empleados que debían cambiar esto o aquello en sus estudios. El profesor del Departamento de Política de Empresa siempre encontraba alguna pega con la que rematar los diálogos con sus subordinados. Nunca nada le parecía perfecto ni suficiente y tensaba al máximo la cuerda de sus relaciones profesionales.
La infanta Cristina les había visitado en alguna ocasión en su lugar de trabajo, estaba al corriente de los buenos resultados y colaboraba activamente en la captación de clientes. Su rostro traslucía también la sensación del deber cumplido. Presumía en las comidas y cenas a las que asistía de que su marido era «muy bueno en los negocios» y enfatizaba sus palabras si estaba Iñaki delante, para animarle a continuar por la senda marcada.
Especialmente satisfecho estaba el duque de Palma de haber conseguido hacer un gran negocio también en bolsa. Se jactaba de haber extendido su éxito a las finanzas, de haber trasladado su racha al parqué revelándose como un exitoso bróker. Conocía desde hacía años al empresario castellano manchego Domingo Díaz de Mera, de su etapa como presidente de la Federación de Balonmano, y logró que este le entregara, sin pagar un solo euro, acciones de su nuevo negocio. Díaz de Mera, desprendido por naturaleza, vio una oportunidad de congraciarse con el yerno del rey —habían tenido algún encontronazo en su etapa balonmanística— y accedió gustoso a involucrar al marido de la infanta Cristina en su
holding
empresarial.
A través de su empresa Global Consulting Partners, Díaz de Mera, que controlaba en ese momento un entramado de 85 sociedades, se había convertido en uno de los principales promotores del aeropuerto de Ciudad Real y preside ahora el equipo de balonmano del Atlético de Madrid. Había desembolsado 110 millones de euros para hacerse con un paquete de 50 millones de participaciones del Grupo Inmocaral. Era una aventura inmobiliaria a gran escala en una entidad que cotizaba en bolsa y acabaría absorbiendo un año después a la Inmobiliaria Colonial, quedándose con esta última denominación.
Díaz de Mera obsequió al exjugador internacional de balonmano con 136.364 acciones de Inmocaral. Cuando le regaló las participaciones, en mayo de 2006, tenían un valor de 2,2 euros cada una. El duque de Palma esperó, evitó tener que desembolsar un euro por ellas y pocos meses después, a principios de 2007, procedió a vender su parte por más de cinco euros la acción. De tal forma que se llevó de golpe y sin haber puesto un solo céntimo, 300.000 euros. Todo lo que tocaba le salía bien.
El rey quiso tener conocimiento de primera mano de la marcha de los negocios y convocaba periódicamente al duque de Palma para poner al día todos los asuntos. El monarca se erigía en aquellos encuentros como un gran patriarca familiar, que en tono paternalista se ofrecía para echar una mano en lo que necesitara. La infanta Cristina le había pedido expresamente a su padre que le ayudara con los temas de Iñaki y consiguió su plena colaboración.
«Tengo que dar cuentas a mi suegro una vez al mes de cómo va todo», confesaba Urdangarin a Torres, con quien preparaba concienzudamente los encuentros en La Zarzuela. «Nos convoca a Marichalar y a mí para que le tengamos al día de nuestros asuntos», le comentó, «pero tranquilo, que está muy contento de cómo marcha todo».
Los quebraderos de cabeza que habían acompañado a la compra del palacete de Pedralbes parecían haber quedado aparcados en un segundo plano y por primera vez los duques de Palma respiraban tranquilos en el plano económico. Disfrutaban del presente y suspiraban por el futuro inmediato, que, presumían, iba a ser todavía mejor. No paraban de hablar de planes, de nuevos proyectos, de prolongar la felicidad hasta el infinito y de consagrarse en el mercado de la consultoría como una primera potencia no solo nacional, sino internacional. Habían conseguido importantes contratos con buena parte de las grandes corporaciones españolas. Junto a los casi 7 millones de euros que recaudaron de las arcas públicas de las comunidades que gobernaban Francisco Camps y Jaume Matas, habían logrado suscribir acuerdos millonarios con la división española de Volkswagen-Audi, de la que percibieron 1,2 millones de euros. A Telefónica, por un trabajo encaminado a analizar su estrategia de responsabilidad social corporativa, le habían sacado 700.000 euros y al BBVA por un estudio similar le arañaron otros 500.000 euros.
Incorporaron a su larga lista de clientes a multinacionales como Repsol, a otras empresas de automoción como Seat y la completaron con equipos de fútbol como el Villarreal o el Valencia y otras administraciones públicas como la Generalitat de Cataluña, el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona, el consistorio de Alcalá de Henares y hasta el de Mataró.
Tocaron con éxito la puerta de aseguradoras como DKV o Nationale Nederlanden, la de otras entidades financieras como el Banco Santander o Bancaja o la de empresas tan diversas como la productora de cava Freixenet y los fabricantes del calzado preferido del duque, Timberland. Habían peinado la geografía patria y se disponían a ampliar su espectro dando el salto al extranjero. Diego Torres estaba convencido de que estaban en condiciones de dar un paso más y había fijado su mirada en Latinoamérica como la vía natural de expansión de Nóos.
A la vista de los rendimientos obtenidos con los foros, que se habían convertido en sus proyectos estrella, Urdangarin y Torres pensaron en implantarlos en otras regiones. Ninguna otra iniciativa les había reportado un margen de beneficio tan importante como aquellas charlas que habían convertido en parte de su personalidad empresarial. Fijaban el presupuesto, que no era discutido por ningún presidente autonómico, conseguían los patrocinios suficientes para cubrir los costes de la iniciativa y el resto, casi la práctica totalidad de la subvención pública, iba a parar intacto a sus bolsillos. Por eso barajaron seriamente la posibilidad de crear nuevos ciclos de conferencias millonarias en Andalucía. En este caso, centrados en el turismo náutico y de golf, y establecieron los primeros contactos con la Junta, que se los quitó de encima como pudo, al igual que un Pasqual Maragall al que luego puentearían con Marina Geli y Biocat.
Torres se percató de que el Gobierno mexicano había puesto en marcha unas jornadas muy similares a las que habían desarrollado en Baleares. Abordaban la relación entre el turismo y el deporte desde un prisma similar al suyo. Era por lo tanto la oportunidad de meter la cabeza en el exterior. La mano derecha del duque de Palma envió a México D. F. como representante al propietario de una prestigiosa empresa de
marketing
catalana para entrevistarse con los mandatarios gubernamentales. El emisario de Nóos viajó con el borrador del contrato elaborado desde Barcelona y se lo exhibió a Milko Rivera, director de Área de Desarrollo de Productos Turísticos y Náuticos del Ministerio de Turismo Federal de México. La intención, que nunca fructificó era que la entidad «sin ánimo de lucro» se encargase de la segunda edición de dichas jornadas, utilizando para ello el aval del éxito cosechado por el mismo formato en Baleares y el gancho, por enésima vez, de la presencia del yerno del rey. En esta imparable escalada internacional llegaron incluso a establecer, sin éxito, contactos con los responsables del Mundial de Fútbol de Sudáfrica para incorporarse al comité organizador en calidad de asesores externos. Pese a que Nóos no era más que un chiringuito, no dudaban en entrar a las más importantes y serias organizaciones mundiales.