Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (27 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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La Fiscalía Anticorrupción activó en 2006 una completa hoja de ruta para combatir la corrupción del PP de Matas en tiempo real, con los populares gobernando el archipiélago y controlando los resortes del poder. Hasta ese momento en la comunidad autónoma no existía una fiscalía especializada en la lucha contra el crimen organizado y los representantes del Ministerio Público malvivían en el vetusto Palacio de Justicia de Palma, situado en la plaza del Mercat, junto a las diferentes secciones de la Audiencia de Palma y el Tribunal Superior de Justicia, sin que nadie en Madrid reparase jamás en su existencia.

En este antiguo palacio mallorquín, que abraza un imponente patio adoquinado en el que los justiciables aguardan su turno como si lo hicieran en la caldera de un volcán, los fiscales sobrevivían en condiciones manifiestamente mejorables. Los expedientes se agolpaban anárquicamente en los pasillos y los contados asuntos de corrupción política que se instruían convivían con legajos relacionados con discusiones de tráfico e investigaciones por malos tratos. Por no tener, los fiscales a los que les tocaba investigar este tipo de asuntos no tenían siquiera correos electrónicos institucionales y tramitaban sus peticiones desde cuentas personales de Terra o de Yahoo al mismo tiempo que se llevaban los expedientes más comprometidos a sus casas por miedo a que se extraviaran en medio del caos.

A nadie le interesaba que la Fiscalía estuviese activa, hasta que, de pronto, interesó. De la noche a la mañana, el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, anunció a bombo y platillo la creación de una división en Baleares dedicada en cuerpo y alma a combatir la corrupción y, para ser más precisos, la derivada del desaforado desarrollismo urbanístico.

El hombre al que situó José Luis Rodríguez Zapatero al frente del órgano encargado de velar por el cumplimiento de la legalidad realizó un viaje fugaz a Baleares para escenificar su decisión en una rueda de prensa a la que dotó de la solemnidad necesaria. Presentó a la comunidad como uno de los principales focos afectados por el avance atroz del ladrillo y anunció medidas urgentes. Aquel gesto simbólico, que parecía más un brindis al sol que una decisión de cierto calado, se materializó pronto en una mudanza.

Los fiscales de Baleares se despidieron al fin de las penurias y de sus condiciones miserables para habitar un nuevo edificio. Situado en la popularmente conocida como plaza de los Patines de Palma, a caballo entre la Audiencia Provincial y el edificio de los Juzgados de Instrucción de la ciudad, se plantó una placa reluciente en un edificio coronado por un torreón que anunciaba, sin quererlo, una nueva era. Los fiscales estrenaron despachos, armarios y hasta biblioteca y sala de prensa. Era un sueño hecho realidad.

Pero de la plantilla completa de representantes del Ministerio Público solo dos levantaron la mano para inscribirse en esta nueva unidad, desde la que debían reportar jerárquicamente al fiscal jefe de Baleares, Tomeu Barceló, pero que respondería en exclusiva a los criterios de la Fiscalía Anticorrupción de Madrid. Sería un órgano independiente en la práctica de los poderes fácticos locales y podría actuar con un gran margen de libertad.

Dieron un paso al frente un valenciano estajanovista, Juan Carrau, que ya había hecho sus primeros pinitos en la materia cogiendo las riendas de las contadas versiones de latrocinio que se judicializaban en una Baleares en la que valía todo y nunca pasaba nada. Provisto de una planta corpulenta, esconde bajo su toga más de cien kilos y una tenacidad sin igual. Tiene un rostro amable, de payés bonachón. Estudia concienzudamente los asuntos, con una obsesión académica, y los expone con una prosa jadeante, en la que combina la contundencia de sus argumentos con una exposición deliberadamente benévola. Se desplaza con un pequeño ciclomotor, vive en una modesta vivienda del centro de Palma y no se le conoce otro vicio que el trabajo extremo. Se desenvuelve con torpeza entre montañas de papeles, palpando con las palmas de sus manos los expedientes en busca de los folios que necesita en cada momento. Este aparente caos contrasta, sin embargo, con el orden que impera en su disco duro mental, convertido en un archivo en el que los asuntos se encuentran perfectamente jerarquizados.

Había llevado las riendas del mítico caso Túnel de Sóller, que le acabó costando la presidencia de la comunidad autónoma al popular Gabriel Cañellas por amañar el concurso de la mayor obra pública de la comunidad autónoma para financiar el partido. Pero también los sucesivos fraudes con fondos públicos del primer gobierno de Matas.

La tónica general imperante de aquellos años se resumía en que ningún político corrupto de cierta relevancia había sido condenado por corrupción ni sabía lo que era una prisión. Ese balance demoledor proyectaba una sensación falsa, que pervertía una realidad en la que, sin embargo y pese a lo que pudiera parecer, no paraban de cometerse excesos. Ni siquiera Cañellas cayó realmente en las garras de la justicia. A pesar de la contundencia de las pruebas contra él, el histórico líder del PP, fulminado por José María Aznar para dar ejemplo frente a los desmanes del felipismo, se libró de su ingreso en el centro penitenciario de Palma, situado para más inri en la carretera de Sóller, al estimar el tribunal que sus fechorías habían prescrito.

El cambio simbólico de sede fue acompañado también de una filosofía diferente. Se inoculó la orden expresa de conseguir condenas firmes contra representantes públicos corruptos. Carrau se puso manos a la obra caminando sobre un terreno ignoto, en el que había que educar a los funcionarios judiciales y hasta a los propios jueces de instrucción para que se adaptaran a la nueva era. Le acompañó en su nueva andadura hacia lo desconocido uno de los fiscales mejor considerados en el ámbito judicial balear, Pedro Horrach. Natural de Costitx, una aldea ubicada en el corazón de la isla que ha sido arrancada del anonimato por su más ilustre vecina, la histórica líder de Unió Mallorquina Maria Antònia Munar, tomó la decisión de incorporarse a esta unidad pese a la incomodidad que, por su condición de mallorquín, le iba a acarrear su nuevo papel de látigo de corruptos. Porque en Mallorca, como en otras islas del Mediterráneo, el silencio que lo inunda todo esconde la venganza, que aguarda emboscada. Por eso, cualquiera que haya osado alterar a lo largo de las últimas décadas el reparto de poder establecido en la isla, lo ha acabado pagando. Ni las facciones más arraigadas del PP balear, ni ese fenómeno mafioso que ha sido Unió Mallorquina, que ha acabado convirtiéndose en la llave de todos los gobiernos, ni los propios socialistas han perdonado que se alterara su complejo ecosistema de favores mutuos y tupidas redes clientelares que han acabado configurando un Estado paralelo.

Antes del estallido del primer gran golpe de esta nueva unidad anticorrupción habían existido conatos aislados, como el protagonizado por el diputado socialista Diéguez, que ya avanzó con su denuncia de los pagos al duque de Palma por dónde iba a dirigirse la estrategia.

La conciencia de que ya podía ser muy sonado el escándalo que no iba a ocurrir absolutamente nada se quebró por sorpresa en noviembre de 2006. Casi coincidiendo en el tiempo con la celebración del segundo de los foros del Instituto Nóos y sin que, sin embargo, tuviera nada que ver una cosa con la otra. La primera parada de aquel viaje judicial fue el municipio de Andratx. Esta localidad costera de Mallorca constituye la postal del descontrol urbanístico en Baleares. De sus acantilados cuelgan cascadas de apartamentos, los chalés se apiñan como colmenas en los desfiladeros de las montañas y el ladrillo desemboca abruptamente en el mar, asfaltando los enclaves más recónditos y privilegiados hasta fundirse el hormigón con el agua color turquesa.

Decenas de guardias civiles, que parecían encabezar una operación antiterrorista, irrumpieron en el consistorio andritxol, establecido en una antigua torre medieval, e hicieron lo propio en la casa del alcalde del PP. Eugenio Hidalgo aguantaba el tipo con su porte de guardia civil recio e imbatible junto a un flamante Porsche aparcado en la rampa de su casa que simbolizaba también su éxito particular. Aquella operación, bautizada como Voramar, supuso el principio del fin de una era.

Fue la primera vez que la justicia acometía, con una espectacular puesta en escena, una cruzada contra la corrupción y asestaba un severo golpe a uno de los municipios que más habían crecido durante las últimas décadas. Pero Andratx fue solo eso, una primera parada de una redada mucho más ambiciosa que cogió la autopista en dirección a Palma y se detuvo antes de entrar en el centro de la ciudad, en una de las grandes obras del gobierno de Matas: el velódromo Palma Arena.

Este gigantesco polideportivo rectangular de hierro forjado fue concebido para albergar el Mundial de Ciclismo en pista y se había convertido en un apetitoso objeto de deseo judicial. Cuanto más ambicioso era el proyecto urbanístico, más corrupción entrañaba. Esa fue la máxima que guio a los fiscales a la hora de discriminar sus nuevos objetivos.

El Ministerio Público desbrozó los expedientes administrativos de esta obra y comprobó que su presupuesto había pasado de 45 millones a más de 110, sin que hubieran mediado grandes cambios en su estructura. Aquel desvío hacía sospechar el reparto de importantes «mordidas» por el camino. La nueva y flamante Fiscalía Anticorrupción de Baleares se lanzó a la yugular de aquella instalación, construida a escasos metros del cementerio de Palma y que se acabaría convirtiendo en el mausoleo de la época más oscura del archipiélago.

Entre aquel amasijo de barras de hierro que se entrecruzan unas con otras y que recubren unos graderíos fríos y desangelados que giran en torno a una pista de madera huérfana de corredores, quedó atrapado, sin esperárselo, Pepote Ballester. Nunca interesó de verdad aquel deporte, pero como director general del ramo del gobierno de Matas había impulsado, además de los foros de Urdangarin, el proyecto más ambicioso que vieron los tiempos.

Aprovechando el desbarajuste y la falta de control que presidía la construcción de aquel velódromo, Pepote no pudo resistir la tentación de meter la mano. El escenario parecía el idóneo y nada podía hacer pensar que saltarían las alarmas. Tal fue el grado de descontrol reinante que los operarios encargados de la construcción del Palma Arena llegaron a ubicar en un solar anexo al velódromo un ascensor que conduce a ninguna parte. En el terreno no hay nada más que el elevador, anclado a la intemperie, como un símbolo del absurdo viaje que emprendieron los responsables de aquel proyecto.

Entre las torres de facturas que se pagaban al por mayor sin prestar excesiva atención a su contenido, Pepote aprovechó su autoridad para colar unas cuantas. Convencido de que pasarían el corte y de que nadie repararía en ellas, metió gastos personales suyos. En aquellos años el éxito vital y profesional debía ir acompañado de una vivienda acorde con el nuevo estatus. No había triunfo profesional si no se materializaba con un casoplón.

Urdangarin se compró el palacete de Pedralbes, Torres se hizo su chalé en Sant Cugat del Vallés, Matas adquirió un palacete manierista en el corazón de la Palma antigua, y Pepote, que siempre había querido tener un chalé en Sa Ràpita, a tiro de piedra de la playa de Es Trenc, hizo sus sueños realidad.

Esta zona, ubicada en el municipio de Campos, es la más salvaje y paradisíaca de la isla. Histórico enclave de contrabandistas por sus arenales interminables y sus aguas en calma, se ha transformado en el Caribe mallorquín. La postal de Es Trenc, con su arena fina como la cal y sus aguas cristalinas, da la bienvenida a los turistas que aterrizan en el aeropuerto de Son Sant Joan. Y allí mismo, entre aquellas dunas que divisan el archipiélago de Cabrera al fondo, quiso Pepote Ballester radicar su residencia de veraneo, haciéndose su particular hueco en el lugar de los elegidos.

Aprovechó el caos, introdujo hábilmente un recibo de 24.000 euros que rezaba literalmente «honorarios vivienda construcción familiar aislada» y suspiró por que nadie se diera cuenta de la jugada. Este recibo, que lo normal es que hubiera sido abonado sin rechistar viniendo de quien venía, fue interceptado por un funcionario del Gobierno balear. Al comprobar el concepto en cuestión, bloqueó el pago y accionó las alarmas, que convirtieron el velódromo en un submarino nuclear con fugas en su reactor. Hasta en los gobiernos más corrompidos y totalitarios existen hombres honrados que cumplen con su deber y denuncian las injusticias. Y Pepote se topó con uno de ellos.

A la vista de la demora en el pago, y tras comprobar que la factura había sido paralizada, un desairado director general de Deportes acudió a ver en persona a aquel osado empleado público. En un tono deliberadamente irónico le espetó: «Gracias por velar por los fondos públicos».

Las pesquisas judiciales del caso Palma Arena se toparon de pronto con esta factura, la Fiscalía interrogó al honesto funcionario y este relató con pelos y señales la secuencia de los hechos, condenando para siempre al envidiado medallista olímpico, amigo de la familia real y político de éxito. El hallazgo aguardó latente, como una carga explosiva, hasta que fue detonado estratégicamente a principios del mes de agosto de 2009, cuando Mallorca se encontraba atestada de turistas y de personalidades y con la familia real en pleno instalada en el Palacio de Marivent.

Aquella investigación corría a cargo de un juez muy conocido en la isla, el cordobés José Castro, que había destacado ya a principios de los noventa por enfrentarse, al poco de aterrizar en Baleares, con uno de los intocables del lugar: el editor Pedro Serra, propietario del diario de mayor tirada,
Última Hora
, que había aprovechado su poder mediático para someter a sus designios a la clase política y empresarial. Siendo un recién llegado, Castro, enfundado habitualmente en una cazadora de cuero, amante de las motos y la velocidad y de las canciones de Joaquín Sabina, que le dedicó una fotografía con una leyenda que reza «a José Castro, juez y parte», procesó al magnate de la prensa balear por falsificar facturas y engañar a Hacienda. Envió a la cárcel a su gerente y provocó con su decisión un golpe sin precedentes en el
establishment
balear que le catapultó a la categoría de leyenda.

Castro había querido inspeccionar en persona el velódromo y, acompañado de una comisión judicial, se encaramó al tejado para ver con sus propios ojos dónde se había podido ir semejante desfase presupuestario. Su silueta echada para delante y su porte osado, caminando entre la estructura de aquel recinto con la determinación de un sheriff del oeste, hacían presagiar lo peor. La visita domiciliaria al Palma Arena dio paso a unos meses sin noticia alguna que desembocaron, tras interminables elucubraciones, en la detención de Pepote. Parecía ciencia ficción, pero era realidad.

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