Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (30 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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«Todo lo dicho antes respecto al primer convenio es aplicable al segundo», avanzó Horrach a renglón seguido. Torres había presentado, frente al pago de 1,1 millones de euros por parte del Gobierno balear en 2006, justificantes que solo cubrían «un importe global de 703.936,85 euros». Pero es que si se empezaban a analizar en detalle, el margen que se reservaban los dirigentes de Nóos para sí mismos volvía a ser, doce meses después y pese a la polémica suscitada por el elevado coste de las charlas, desproporcionado, rayano con el latrocinio.

«De las facturas presentadas debe excluirse la cantidad global de 180.540,11 euros que se corresponden a facturas cuyo concepto nada tiene que ver con el objeto del convenio», reiteraba Horrach. Y apostillaba que, de nuevo, habían repetido la misma trampa y habían colado facturas de las charlas de Valencia. Así, «si sumamos la cantidad no justificada, más las facturas presentadas no imputables al objeto del convenio, más la cantidad cobrada por Diego Torres por este evento —92.800 euros a través de su empresa Nóos Consultoría Estratégica y 80.000 por un observatorio permanente de turismo y deporte que nunca se puso en marcha—, la suma global presuntamente desviada de los fondos públicos es de 669.413,66 euros».

La primera estimación de la Fiscalía Anticorrupción arrojaba que de un total de 2,3 millones de euros de los contribuyentes de Baleares, Urdangarin y Torres se habían metido en el bolsillo por lo menos, y tirando a la baja, 1,3 millones que, cabe recordar, se comprometieron a destinar íntegramente a la celebración de los eventos. El asunto no había por dónde cogerlo y la conducta del marido de la infanta Cristina y de su socio era injustificable desde el plano ético y moral teniendo en cuenta su declaración de intenciones. Pero también resultaba indefendible desde el punto de vista penal, al haberse apropiado de cantidades muy importantes con facturas falsas, recibos reales pero correspondientes a otros trabajos y, lo que resultaba más sangrante, en muchos casos, sin justificación alguna.

Esta carga explosiva permaneció custodiada en los archivos del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma durante todo el mes de agosto, a la espera de que llegasen los informes de Hacienda que complementasen las pesquisas. Las dependencias judiciales se convirtieron en un polvorín que albergaba munición suficiente como para hacer abrir involuntariamente un boquete de considerables dimensiones en la primera institución del Estado.

La detonación no era ni mucho menos inminente y el juez Castro y el fiscal Horrach todavía debían meditar qué hacían con aquello. Sin embargo, un elemento imprevisto alteró su hoja de ruta y provocó una deflagración antes de tiempo. Otra vez
El Mundo
, pero esta vez en su edición nacional y cinco años después de las primeras informaciones sobre el caso, desbrozaba el escándalo con todo lujo de detalles después de realizar el mismo ejercicio que llevó a cabo Horrach: el de analizar uno por uno los recibos aportados por el letrado González Peeters, sobre los que Castro no había decretado secreto alguno y que se encontraban a disposición de todas las partes personadas en el procedimiento judicial del Palma Arena.

La explosión periodística tuvo como escenario la portada del suplemento dominical «Crónica» de
El Mundo
bajo el título «Anatomía de un pelotazo». El reportaje de la publicación que lidera Miguel Ángel Mellado iba acompañado de una fotografía de Iñaki Urdangarin jugando al tenis, con una bola entre las manos a punto de estrellarla contra su raqueta y un subtítulo premonitorio: «El duque de Palma tiene un problema porque los conceptos de las facturas que analiza el juez Castro sorprenden».

El dinero cobrado en las Islas se había empleado en pagar los planes de expansión del negocio y en gratificar al entorno personal, familiar y hasta académico de Urdangarin y Torres. Porque entre los beneficiarios de cuantiosos pagos, también etéreos y difusos, se encontraba el secretario general de ESADE, Marcel Planellas, que casualmente había sido el director de la tesis doctoral de Torres. Este profesor, que llevaba vinculado a la escuela de negocios desde hacía un cuarto de siglo, llegó a disfrutar, también con cargo a Nóos, de un todoterreno del que disponía a su antojo.

Aquel reportaje, publicado el 25 de septiembre de 2011, tuvo un gran impacto y desató infinidad de reacciones en las redes sociales, que formulaban insistentemente la pregunta del millón de si la justicia española sería capaz de dispensar al yerno del rey el mismo trato que a cualquier otro ciudadano.

Este interrogante sometía al Estado de Derecho español a su primera prueba de este tipo. Nunca antes un miembro de la familia real se había encontrado en una tesitura similar. Era un examen para el juez José Castro y para el fiscal Pedro Horrach pero, fundamentalmente, para testar la fortaleza de nuestro Estado de Derecho. Una circunstancia que iba a poner a prueba la verdadera salud de nuestras instituciones. Cualquier otro ciudadano en el lugar del duque de Palma habría sido llamado en breve a declarar, como se había hecho con su socio, para aclarar el desbarajuste. Y de no tratarse de quien se trataba, la Policía Judicial habría aplicado el mismo protocolo que emplea en el resto de casos de corrupción política en los que intervienen fondos públicos. Exactamente el mismo que experimentó Pepote Ballester en sus propias carnes: detención inmediata, reclusión en los fríos y húmedos calabozos de la calle Ruiz de Alda de Palma, toma de declaración allí mismo, en sede policial, y pase a disposición judicial agotado el plazo máximo legal de setenta y dos horas en el furgón que se emplea para custodiar al hampa local.

Que la justicia española se atreviese a dar semejante paso no estaba nada claro. No en vano, la convicción de la Casa Real aquel domingo en el que el verano iba pasando ya a mejor vida era la de que todo quedaría en nada. No podía ser de otra manera. Pero a medida que se conocían más y más detalles de aquel asunto que parecía marginal y había estado tanto tiempo durmiendo el sueño de los justos, tenía peor aspecto. Hasta el príncipe de Asturias era escéptico ante lo publicado y se limitaba a preguntar si los datos revelados por
El Mundo
eran realmente ciertos. «¿Esto que se cuenta es verdad?», insistía a amigos de Inda y Urreiztieta, sin calibrar con certeza el alcance del problema que se avecinaba, entre otras razones, porque el que describía el periódico no era el que él conocía. Claro que no era la primera vez que le inquietaba el espectacular tren de vida de su cuñado y su hermana.

Las reacciones no se hicieron esperar en medio del silencio sepulcral del resto del panorama mediático nacional, que a las primeras de cambio se puso de perfil. Hubo, eso sí, honrosas excepciones, la radiofónica de Federico Jiménez Losantos y las televisivas de Antonio García Ferreras y Carlos Cuesta, que en sus respectivos programas,
Al rojo vivo
en La Sexta y
Una mirada a El Mundo
en Veo 7, otorgaron a la noticia la importancia que le correspondía. Pero también irrumpió en medio del silencio una valiente periodista del diario
Público
, Alicia Gutiérrez, que cogió las riendas del asunto y comenzó a desarrollar una investigación paralela que puso encima de la mesa algunas importantes revelaciones.

Las infantas cancelaron su tradicional asistencia a la ceremonia de entrega de los premios Telva, revista propiedad de la misma editora de
El Mundo
, como primera señal de desagravio. Bueno, en realidad, el ideólogo de la cancelación fue un Carlos García Revenga que era juez y parte. Como se demostraría pocas semanas después, había ocupado el cargo de tesorero del tinglado de Nóos. Sobra decir que él era el primer interesado en amordazar o silenciar al diario.

Las hijas del rey no estaban dispuestas, bajo ningún concepto, a compartir mesa con Pedro J. Ramírez, el director del rotativo que, no paraban de repetir, «quería ver en la cárcel a Iñaki». La infanta Cristina montó en cólera al leer la información, rompió a llorar de rabia, aseguró no saber nada de los tejemanejes de Nóos y cerró filas en torno a su marido asegurando que había actuado correctamente, que cualquier sospecha era infundada y que lo que había hecho el periódico no tenía nombre.

Pero quedaba todavía comprobar cómo había sentado la detonación en el cuartel general de Torres. El profesor de ESADE se percató pronto de que se presentaba ante sí una batalla larga y que tendría que hacer la guerra por su cuenta. A expensas de lo que ocurriera en el futuro, eso sí que le había quedado meridianamente claro. No recibió una sola llamada del duque de Palma ni de su entorno. Nadie se puso en contacto con él para ofrecerle apoyo jurídico, anímico, económico o siquiera para intentar controlar su reacción. Se encontró, por primera vez, solo. Ni siquiera la adversidad provocó un acercamiento con el duque, que presenciaba la escena desde Washington.

«Aquí el único que está imputado soy yo y no voy a permitir convertirme en el único culpable. Si me tengo que comer el marrón solo, tiraré de la manta», confesó Torres a su mujer, a sus cuñados, a
El Mundo
y a todo el que le quiso escuchar a modo de aviso a navegantes. Afloró la parte de su personalidad más inestable y colérica y amenazó con desatar la mayor de las tormentas. La virulenta reacción de Torres hacía presagiar que lo más importante estaba todavía por salir y que lo conocido era solo la punta de un iceberg de dimensiones incalculables.

El exvicepresidente de Nóos se repetía a sí mismo que se había embarcado en aquella historia de la mano del duque y que, o recibían el mismo trato los dos o «tiraba de la manta». Pero ¿de qué manta? ¿Qué más irregularidades podía acoger en su vientre aquella muñeca rusa que era el Instituto Nóos y cuyas entrañas parecían no tener fin?

Torres temía por su mujer y por los hermanos de su mujer, que estaban metidos de lleno en el entramado, y advirtió pronto la deriva que iban a tomar los acontecimientos, poniéndose en lo peor. «No pienso tolerar que los protagonistas de esta historia seamos nosotros», dando por sentado que los duques de Palma se irían de rositas y saldrían indemnes.

Su obsesión se concentró en que su nombre no saliera en los papeles, que la atención la acaparase el duque de Palma, que para eso era el presidente de Nóos, el yerno del rey, y tenía el futuro resuelto. Si el asunto iba a mayores corría peligro su puesto de trabajo en la escuela de negocios, su prestigio como consultor, sus futuros proyectos, el sustento de sus hijos. Tan pronto cogía el teléfono a la primera como se aislaba durante días escudándose en un supuesto accidente que le había ocasionado una fractura. Se convenció de que tenía pinchado el teléfono y que le estaban escuchando cuanto decía. Ya fuera el juez Castro, el fiscal Horrach, el CNI o todos al alimón.

El abogado de Torres se concienció, al fin, de la gravedad del asunto. Presentó un nuevo escrito en el juzgado en el que avanzaba que presentaría más facturas para intentar justificar lo injustificable, arremetía contra
El Mundo
y, entre medias, intentaba amortizar al máximo su presencia en el sumario. Se percató de que se encontraba ante el asunto más mediático que iba a tener nunca entre manos y quiso convertirlo en su particular escaparate. El espectáculo, en consecuencia, estaba servido.

González Peeters se reveló como un abogado presuntuoso y fardón dotado de un carácter complejo. Se jactaba de ser un gran cazador y de estar dotado por ello de una visión superior a la del resto de sus compañeros de profesión. Sacaba de su bolsillo su teléfono móvil una y otra vez para exhibir sus capturas en la sabana africana. Imágenes de búfalos o elefantes abatidos se sucedían en la pantalla de su dispositivo, con el que intentaba impresionar a los periodistas y abogados que le preguntaban por su nueva condición de asesor del socio del duque de Palma. Reiteraba que él sabía perfectamente lo que estaba haciendo, que donde ponía el ojo ponía la bala, y quería que quedase claro que la estrategia en este asunto la llevaba él. Por eso, a ser posible, su nombre debía figurar en negrita en las informaciones de los distintos medios.

El circo incipiente acrecentó su actividad al conocerse, también por
El Mundo
, que la Policía Judicial había comenzado a interrogar a todos los proveedores del Instituto Nóos para cuantificar realmente cuánto costaron aquellas misteriosas jornadas. El perfil mediático seguía muy bajo.
El Mundo
, Jiménez Losantos, La Sexta y poco, muy poco más.

El cada vez mayor caudal de informaciones causó la evidente preocupación en La Zarzuela y la obvia inquietud en La Moncloa. Conviene no olvidar, además, que las relaciones de Zapatero con la corona eran, como es habitual en los presidentes socialistas, inmejorables.

En medio de la embrionaria polémica, los duques de lop> Palma se dejaron ver con motivo del Día de la Hispanidad. Con el rey todavía convaleciente de una intervención en el tendón de Aquiles y el vivo recuerdo de la sonora pitada al presidente Zapatero del año anterior, Urdangarin y la infanta Cristina presidieron junto a los reyes la tradicional parada militar con rostro circunspecto. Nadie entiende cómo se permitió la presencia de los duques de Palma en un acto tan solemne y con tantas connotaciones como el desfile del paseo de la Castellana en el día de la Virgen del Pilar.

El exjugador de balonmano, con traje azul marino y una corbata morada, se situó en un segundo plano, junto a la hija del monarca, que acudió ataviada con una chaqueta torera de color dorado. Por su parte, la reina, doña Letizia y la infanta Elena quisieron dar una muestra de austeridad y repitieron modelos que ya se habían puesto en otros actos. El duque de Palma y el monarca prácticamente no se dirigieron la palabra y el recién estrenado jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, miraba de reojo la escena sin perder un solo detalle.

Urdangarin estaba ausente, como ido, mirando sin ver el desfile de las tropas, mientras su suegro asistía por primera vez a aquel evento sentado y pasaba revista a las tropas a lomos de un vehículo acorazado en lugar de hacerlo a pie. El cielo lo inundó la Patrulla Acrobática Paracaidista, que descendía con una bandera interminable, el Tercio Don Juan de Austria de la Legión caminaba a ciento sesenta pasos por minuto con la cabra y los Regulares de Ceuta y Melilla daban un toque exótico al evento. Pero aquella aparente sensación de normalidad y la calma tensa que inundaba el ambiente se quebró días después. Los duques regresaron a Estados Unidos y pasaron página.

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