Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (32 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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—Miren ustedes, es que como soy boticario de profesión, todos estos asuntos de dinero me los tengo que apuntar para entenderlos bien.

El fiscal Anticorrupción terció en la conversación y le mostró el documento en el que gráficamente, con un triángulo de sociedades, se explica el intercambio de facturas entre las diferentes sociedades para engañar al fisco. Pedro Horrach volvió a esbozar una sonrisa pícara, y con la prueba del delito en la mano, le espetó:

—Señor Marco Antonio Tejeiro, esto en mi pueblo se llama cruzar facturas para engañar a Hacienda.

El cuñado de Torres caviló un instante, intentó decir algo pero no le salían las palabras. Hasta que, por fin, rompió a hablar:

—Pues sí, puede ser.

—¿Lo hizo usted por su cuenta o se lo ordenó alguien?

—Seguí instrucciones de Iñaki Urdangarin y Diego Torres.

La suerte, definitivamente, estaba echada.

Capítulo 16

11-N: cumbre en Zarzuela.

El príncipe le lee la cartilla pero Iñaki se pone gallito:

«¡Aquí todo el mundo hace lo que le da la gana, pues yo también!».

El príncipe acusa a Urdangarin de tener «secuestrada» a su hermana.

La sombra del divorcio.

Día 11 de noviembre de 2011. El vuelo de United Airlines 7663 aterriza en Barajas. El avión gris de la compañía estadounidense, procedente del aeropuerto Dulles de Washington DC, un Boeing 757, aterriza en Madrid a las ocho de la mañana. A bordo viaja el ciudadano al que todo el pasaje español ha mirado sin cesar desde que entró en el aparato, acompañado de dos guardaespaldas, cuando la tripulación se disponía a cerrar las puertas. «Es Urdangarin, mira, mira, es el marido de la infanta», exclaman.

Nada más llegar a la capital de España salen los primeros, toman un vehículo a pie de pista y ponen rumbo a Zarzuela escoltados por otro vehículo que les sigue los pasos. Al entrar en palacio le conducen al despacho del monarca, donde se topa con don Juan Carlos y don Felipe. Saludos fríos, muy fríos, especialmente el del heredero, y al grano.

El rey adopta, como haría cualquier suegro en esa tesitura, un tono iracundo, clava sus pupilas en Iñaki Urdangarin y prosigue con su imperativa alocución. Las frases salen de su caja torácica a borbotones y su dicción es cada vez más atropellada. Su rostro está incandescente, el cabreo real es más que evidente, y no para de lanzar a su interlocutor frases cortas y contundentes, auténticos puñetazos dialécticos.

—Saca a mi hija de este lío. Desvincúlala de todo. Di que ella no sabía nada de todo lo que te traías entre manos. La hija del rey de España no puede estar imputada. Tienes que hacer una declaración diciendo que la has utilizado y que su firma en el chiringuito ese tuyo era testimonial, que ella no tenía ni idea.

El monarca aludía de esta manera a la presencia de la infanta Cristina en la empresa patrimonial Aizoon. No tenía todavía datos excesivamente concretos, pero ya sabía, porque se había publicado en la prensa, que el dinero que se desvió hacia el duque de Palma acabó en esa sociedad y que el escándalo afectaba de lleno a su hija pequeña. Todo indicaba a esas alturas de noviembre que la imputación del duque de Palma era inevitable. Las últimas revelaciones publicadas en
El Mundo
habían terminado por colmar la paciencia de don Juan Carlos. ¿Cómo se le había ocurrido a «este», como le llama delante de su círculo de confianza, organizar un entramado tan zafio? El rey no conocía en profundidad el asunto y cada vez que le reportaban más detalles se ponía de peor humor, al comprobar cómo se había articulado la operativa en el Instituto Nóos y sus empresas derivadas.

Advertía el peligro inminente para la imagen de la institución, pero no calibraba todavía el alcance judicial de que su hija fuera socia al 50 por ciento en una de las sociedades beneficiadas por los tejemanejes de su marido. La mera presencia formal de la infanta Cristina en aquel tinglado le sacaba de quicio y no tenía ninguna intención de disimularlo.

El príncipe terció en la disputa con una voz firme y contundente, sabedor del calado de la situación y de las consecuencias que iba a acarrear todo aquello en el futuro, especialmente a él, víctima colateral del caso, lo cual le enerva sobremanera, teniendo en cuenta, además, que desde el punto de vista moral y legal su conducta es intachable. Sus mejores amigos han de irse fuera de España a hacer negocios por el qué dirán, él nunca ha tenido ni por asomo una sola acción en nada, jamás ha pedido trato de favor para nada ni para nadie y, por si fuera poco, cuenta a su lado con dos personas con fuerte conciencia ética, su mujer, doña Letizia, y su secretario privado, Jaime Alfonsín.

—Di que mi hermana no tiene nada que ver —apuntó apoyando a su padre.

Urdangarin aguantaba como podía las acometidas, pero se negaba a asumir personalmente la culpa de todo aquello. Pensaba, para sus adentros, que era injusto que le recriminasen su actitud cuando La Zarzuela la conocía y la infanta Cristina se había beneficiado. Soportó el chaparrón mordiéndose la lengua y pensó que lo peor que le podía ocurrir era que la institución le dejara en la estacada. Porque si alguien podía librarle del embrollo judicial eran el rey y el príncipe. Pero el duque de Palma no soportó más los gritos y las reprimendas y contraatacó con lo primero que le salió del alma:

—¡Aquí todo el mundo hace lo que le da la gana, pues yo también! —masculló entre dientes.

Los ojos del rey y del príncipe se inyectaron en sangre y le sentenciaron con la mirada. El marido de la infanta Cristina abandonó aquella reunión casi sin despedirse, dejando atrás de un portazo aquellos tiempos en los que Felipe, Cristina y él estaban a partir un piñón. Los dos hermanos habían estado siempre muy unidos e Iñaki había sido partícipe de esa relación de confianza. A lo lejos quedaba también la complicidad que durante los primeros años de su matrimonio llegó a tener con el rey. Todo se había esfumado por completo. Estaba en una familia que ya no reconocía y en la que se había convertido en un elemento incómodo. La llamada de la infanta no se hizo esperar. Iñaki acababa de salir del despacho del rey y, antes de poder tomar la iniciativa, mientras digería como podía la situación, descolgó su móvil a ciegas y una voz femenina salió del otro lado del teléfono.

—Mi madre ya me ha dicho que no ha ido bien —avanzó con la voz rota Cristina de Borbón.

—Quieren que haga una declaración desvinculándote de todo y no estoy dispuesto bajo ningún concepto —se envalentonó el duque de Palma.

Las palabras de Urdangarin sonaron a divorcio en los oídos de la hija del rey. Pero de eso no estaba dispuesta a hablar. Ella era y es feliz con Iñaki, le parecía y le sigue pareciendo un buen padre y, sobre todo, está perdidamente enamorada de él. Está enganchada, si es que eso se puede decir de una infanta de España. Aún recordaba nítidamente lo que comentaban sus amigas cuando se lo presentó después de los Juegos Olímpicos de Atlanta: «Está como un queso». Y en los catorce años que habían transcurrido desde la boda en Barcelona no había cambiado un ápice su opinión. Iñaki es, para ella, el hombre ideal. Lo considera un hombre bueno, paciente y trabajador. Tiene interiorizada la férrea disciplina del deportista de élite y es capaz de perseverar en cualquier objetivo que se proponga. De hecho ha estado siempre convencida de que su marido tiene un don especial para los negocios. Así se lo ha comentado en más de una ocasión a sus colegas de la Fundación La Caixa.

—Iñaki sabe bien cómo moverse y le va fenomenal sin apoyarse en mi familia. Es un hombre hecho a sí mismo —relataba orgullosa.

Presenciaba con satisfacción los vertiginosos progresos del Instituto Nóos y encajaba con ilusión las iniciativas futuras que le contaba su marido. Consideraba que era muy bueno en las distancias cortas y que estaba dotado de una visión especial. Es más, estaba convencida de que los logros adquiridos eran pocos al lado de los que podía materializar en un futuro no muy lejano. Urdangarin le había hablado de una idea que iba a ser revolucionaria y que ya la tenía madurada. Se había reunido en Valencia con el empresario Enrique Bañuelos hacía unos años, en 2006, en la sede de su empresa Astroc, y tenía pensado montar un Eurovegas en Sevilla. Sería un complejo de ocio espectacular, con aeropuerto privado, en una finca que ya tenían elegida y el público potencial al que se dirigirían sería ruso. Porque Rusia era un mercado emergente y a sus grandes empresarios les encanta España. Bañuelos llevaría a cabo la inversión económica y él se movería al más alto nivel para conseguir los contactos y desbloquear las licencias. La infanta Cristina escuchaba todas esas nuevas ideas con alegría y veía en Iñaki a un fuera de serie dentro y fuera de las canchas de balonmano.

Su enamoramiento perduraba contra viento y marea y no sufría el desgaste de los años. De nada sirvieron los rumores sembrados en Barcelona sobre las supuestas correrías amorosas del duque de Palma, que llegaron sin causar mella alguna a la duquesa de Palma. O aquellos sobre Carmen Camí, esa novia que se enteró por los medios de comunicación de que su novio Iñaki iba a casarse con la infanta. Solo hubo un momento en el que Cristina llegó a otorgar cierta credibilidad, por su insistencia, a los dichosos comentarios sobre la vida personal de su marido. Fue justo antes de partir a Estados Unidos, durante el verano de 2009. La Zarzuela se interesó de verdad por las incesantes habladurías sobre las andanzas sentimentales de Iñaki, al haber sido objeto de comentario en conversaciones en las que estaba presente el rey. El monarca torció el gesto y empezó a preguntar.

Pero la duquesa de Palma siguió firme y se negó a dar crédito a las maledicencias. Le había explicado a su padre, por activa y por pasiva, que ella era feliz con Iñaki y el rey, que en el fondo es un sentimental de lágrima fácil, se deshacía cuando escuchaba a su hija hablar de sus nietos y de los esfuerzos que hacía su marido por complacerla. Don Juan Carlos rechazó de plano dar pábulo a todo aquello y priorizó, por encima de cualquier otra circunstancia, que su hija fuera inmensamente feliz.

Después de lo mal que había acabado el matrimonio de Elena con Jaime, estaban de enhorabuena al comprobar la buena sintonía entre ambos. No en vano, es el matrimonio que mejor funciona en Zarzuela, tal y como reconocen desde la propia Casa Real. El traslado a Washington entretuvo a la familia durante sus últimos meses en España, ya que se centró en convertir la casa de Bethesda que les había alquilado Telefónica en un hogar. La vivienda era el sueño americano de cualquiera, sobre todo para una pareja que buscaba reencontrarse. Llegaron a Washington a finales de agosto de 2009 y se fueron adaptando a una realidad diferente. La vida en Estados Unidos resultaba en principio tan idílica como imaginaban. Gozaban de una tranquilidad envidiable y de un anonimato que les permitía criar a sus hijos como a ellos siempre les había gustado, en un ambiente normal, rodeados de chicos normales.

La labor del duque de Palma en Telefónica no le requería demasiadas horas. Nunca se las habían exigido y en la capital americana no hay mucho que hacer para un yerno del rey que, además, por aquel entonces hablaba mal inglés. Abrió una cuenta de Twitter en un intento por darle visibilidad a su trabajo etéreo y difuso. No decía nada interesante y se limitaba a colgar noticias de encuentros relativos a las telecomunicaciones. El trabajo de la infanta en La Caixa tampoco le ocupaba demasiado tiempo, así que se pasaban muchas horas en aquella casa gigantesca, que se había convertido en una jaula de oro. Doña Cristina se evadía con sus numerosos compromisos en España con La Caixa y cada mes viajaba a Madrid o a Barcelona. Iñaki combatía las horas muertas con el deporte y los deberes de los niños.

El matrimonio no hizo demasiados amigos. Los vecinos del selecto barrio de Bethesda no se dejan impresionar fácilmente por una hija de rey, sobre todo si esta aparenta tanta normalidad. Cristina es más Grecia que Borbón, no es precisamente cercana y le gusta que la traten como lo que es: una infanta de España. Los estadounidenses no están acostumbrados a hacer ese tipo de distinciones y convivían con ellos sin tener verdadera conciencia de la familia a la que pertenecen.

Los Urdangarin se aburrían, pero aguantaban porque consideraban que la experiencia venía bien a los chicos y que en un año o a lo sumo dos podrían volver a España. La sensación de aislamiento se acrecentó tras el distanciamiento entre la infanta Cristina y su hermano a raíz del escándalo del Instituto Nóos.

Pese a que en un principio la hija del rey y Letizia se habían llevado bien, no tardaron en surgir los roces. Siempre había sido muy celosa de don Felipe y le costaba admitir que otra persona, aunque fuera su mujer, tuviera una mayor ascendencia sobre él. El príncipe de Asturias le había reprochado a Iñaki su falta de prudencia y ella se había puesto del lado de su marido, hasta que los hermanos llegaron directamente a dejar de dirigirse la palabra.

Un primo Gómez-Acebo celebró el bautizo de uno de sus hijos y quiso contar con toda la familia.

—Cristina, voy a llamar a Felipe para poner la fecha y que podamos estar todos juntos. ¿Te pones de acuerdo con él?

Ella respondió seca y cortante:

—Yo hace tiempo que no me hablo con mi hermano, así que no creo que pueda organizar nada.

Durante el verano de 2011 los Urdangarin-Borbón volvieron a Marivent y la infanta aprovechó para decirle a su padre que se quería volver ya a España. «Washington es un coñazo y quiero que los niños crezcan aquí», le insistió. El rey les miró serio y pidió un poco de tiempo. «Esperaos a que se solucione lo del Instituto Nóos, porque me cuentan que le ha tocado un juez que es duro de roer», les dijo cuando la tormenta todavía ni siquiera se advertía en el horizonte. Obedecieron de mala gana, hasta que estalló la bomba. Por primera vez en muchos meses, el príncipe llamó a su hermana y no se anduvo con rodeos.

—Cristina, tienes que separarte. Esto nos va a afectar muchísimo. Y si no, atente a las consecuencias —apuntó el que algún día será Felipe VI, consciente de que los daños colaterales son para él, sin comerlo ni beberlo.

Cristina se negaba a romper con su marido y consideraba intolerable la petición de su hermano, que les distanciaba ya por completo.

—Me quieren hacer pagar a mí solo todo esto cuando yo solo soy un cabeza de turco —razonaba Iñaki cuando Cristina le contaba lo que le había pedido el príncipe.

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