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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (34 page)

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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Tras ser consultado por el monarca, Almansa era partidario de «extirpar» lo que él tildaba de «miembro enfermo» para salvar de la irremediable gangrena al resto del organismo. Su posición era incontrovertible. Debía haber disculpas públicas, pero, además, divorcio. O eso o, efectivamente, el daño para la institución acabaría teniendo unas consecuencias de imposible arreglo.

En medio del debate sobre qué era lo más conveniente y mientras el gabinete de control de daños de La Zarzuela intentaba convencer al duque de Palma, la periodista Victoria Prego analizó en un artículo publicado en
El Mundo
las consecuencias que el caso Urdangarin estaba ya provocando a la institución monárquica. Bajo el título de «Cañonazo a la corona», la mayor experta en la Transición apuntaba: «La monarquía en todas partes, pero en la convulsa historia de España aún más, se mantiene por el prestigio que se gana ante el pueblo. Cuando eso no sucede así, la monarquía española cae (y no por la hostilidad de las izquierdas, sino por el abandono de las derechas). Eso lo supo Isabel II, lo supo Alfonso XIII, lo sabía don Juan y lo sabía también el rey. Y como lo sabía, y hay que suponer que no se le ha olvidado, no se comprende cómo es posible que don Juan Carlos no parara en seco hace mucho, pero mucho, mucho tiempo, este plan de actividades de negocio del duque de Palma, dadas las bases sobre las que se asentaba, los mecanismos de convicción que empleaba y las mangancias que proyectaba perpetrar con sus magníficos beneficios». Subrayada la injustificable conducta de Urdangarin, Prego ponía el dedo en la llaga: «Monárquicos por simpatía hay millones en España. Monárquicos por devoción muy pocos, más o menos como los republicanos por nostalgia. Y monárquicos por convicción institucional, apenas unos miles. Los demás, especialmente la franja creciente de los jóvenes, sienten una perfecta indiferencia ante la institución cuyas importantísimas funciones y servicios al Estado ni conocen ni valoran. Pero el caso Urdangarin ha entrado como un cañón en ese ámbito juvenil cuya reacción casi unánime está siendo de abierta hostilidad y con una enmienda a la totalidad sobre la monarquía que se resume en una frase cuya versión más cortés es esa: “Estaremos mejor sin ellos”».

Monárquicos de la talla de Luis María Ansón se sumaron a calibrar los daños. Porque el problema hacía tiempo que había dejado de ser del duque de Palma para trasladarse a la propia institución, que se tambaleaba ante los ojos de los españoles. Bajo el título de «El rey, Urdangarin, la justicia», el histórico director de
ABC
esbozaba el curso que iban a seguir los acontecimientos:

«Que cada palo aguante su vela […]. Si Urdangarin resultara imputado y, aún más, si se le sentenciara por haber cometido algún delito, estoy seguro de que su majestad el rey hará una declaración pública reafirmando los principios del Estado de Derecho, la igualdad de todos ante la ley y la independencia de los jueces […]. Don Juan Carlos sabe mejor que nadie que Quevedo tenía razón, “que el reinar es tarea, que los cetros piden más sudor que los arados, y sudor teñido de las venas; que la corona es el peso molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del cuerpo; que los palacios para el príncipe ocioso son sepulcros de una vida muerta, y para el que atiende son patíbulos de una muerte viva; lo afirman las gloriosas memorias de aquellos esclarecidos príncipes que no mancharon sus recordaciones contando entre su edad coronada alguna hora sin trabajo”».

De poco sirvieron las advertencias, los consejos y las imposiciones. El duque de Palma y su mujer se negaron en redondo a pedir disculpas. Y de separación o divorcio, ni hablar. Ellos iban a estar unidos en la salud y en la enfermedad. En el negocio de Nóos habían estado juntos y juntos seguirían. El respaldo de Cristina a su marido era inquebrantable y decidió apoyarle sin fisuras para que no firmara aquel documento que le ponía delante Spottorno. Tal fue el respaldo que no lo firmó y dejó al responsable de la Casa del Rey plantado, de nuevo, con su comunicado retocado. Lo único que consiguió Spottorno fue arrancar a Urdangarin que haría otro por su cuenta y que lo consensuaría únicamente con un Mario Pascual Vives que provoca pánico en Zarzuela. Del contenido ya se enteraría la Casa Real por la prensa. A Urdangarin no solo le sentó mal que le hicieran pedir perdón, sino que quisieran arrojarle a los leones del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma. La Casa Real encajó el desplante como un desafío intolerable por parte de los duques de Palma, que se declaraban en rebeldía.

Pero Urdangarin no calculó el momento adecuado ni quiso esperar a tener la cabeza fría. Desde su refugio de Washington poco le importaba que jugase el Madrid con el Barça y que sus palabras fueran a quedar sepultadas por el resultado final del choque. Escogió la peor coyuntura para que su pronunciamiento tuviera el eco que le correspondía. Descolgó el teléfono, marcó el número de la Agencia Efe y comenzó a leer, como un autómata, las palabras que había escrito con ayuda de su inseparable Pascual Vives: «Ante la acumulación de informaciones y comentarios aparecidos en los medios de comunicación relativos a mis actuaciones profesionales, deseo puntualizar que lamento profundamente que los mismos estén causando un grave perjuicio a la imagen de mi familia y de la Casa de Su Majestad el Rey, que nada tienen que ver con mis actividades privadas».

Sus palabras cayeron como una bomba en los salones de La Zarzuela y en las redacciones de los medios de comunicación, que se disponían a presenciar el partido y reservaban la foto principal de la portada al resultado. Urdangarin había hablado por fin. Pero la noticia no era la ruptura de su silencio sino el contenido de sus palabras. No solo no pedía disculpas, sino que culpaba directamente a la prensa del daño que estaba sufriendo la Casa Real por sus manejos en el Instituto Nóos.

Debía de haber algún error en la transcripción porque no podía ser posible que el duque de Palma reapareciera para decir aquello. La Agencia Efe insistía en que sí, que el duque de Palma había declarado eso textualmente. El escándalo tomaba entonces una deriva inexplicable, en la que lo que sí que quedaba meridianamente claro era que los duques de Palma iban a hacer la guerra por su cuenta. La grieta interna entre Urdangarin, el príncipe y el rey se mostraba ya con total descaro ante la opinión pública con esta nocturna huida hacia delante. La Casa Real iba por un lado y Urdangarin y la infanta circulaban en sentido contrario. En aquel comunicado el duque de Palma aprovechaba para desvelar oficialmente que su nuevo abogado iba a ser Mario Pascual Vives, que se convertiría no solo en su «asesor jurídico» sino también en su «portavoz». A partir de entonces su abogado hablaría por él.

A la mañana siguiente una nube de periodistas se agolpó en la puerta del bufete Brugueras en el paseo de Gracia, a la espera de las primeras palabras del flamante nuevo letrado. Con una cortesía exquisita, Pascual Vives pasó a los medios al interior del despacho y posó, de pie, para realizar sus primeras declaraciones públicas, en la sala de juntas. Todavía quedaba la esperanza de que, a la vista de la torpeza del sábado, con la que Urdangarin señalaba a la prensa como la verdadera culpable del cañonazo a la corona que describía Prego, el duque de Palma pidiese definitivamente perdón y lamentase que sus palabras hubieran sido malinterpretadas. Seguro que precisaría que su cliente no quería arremeter contra los periodistas y que asumiría, por fin y de una vez por todas, el boquete ocasionado. Pascual Vives empezó a hablar.

—Hoy por hoy no podemos hablar de defensa porque no tenemos acusación ni inculpación contra su excelencia don Iñaki Urdangarin, duque de Palma —comenzó, ataviado con un traje gris y una corbata de rayas blancas y negras—. Por no ser reiterativo, porque además es algo que es lógico y natural, y por la manera de ser de Urdangarin, siempre tendrá clara su convicción de plena inocencia, eso no hace falta reiterarlo.

Por lo tanto, no había habido ningún malentendido, sus palabras no se habían tergiversado y Urdangarin no se bajaba de la burra. No se arrepentía absolutamente de nada y ahí estaba Pascual Vives, en su estreno, dejándolo claro para que no cupiese ninguna duda. Tras sus primeras palabras, con las que dejó boquiabiertos a los reporteros que le escuchaban en vivo y en directo, prosiguió hablando en nombre de su cliente.

—El duque está preocupado, la palabra podría ser apesadumbrado y, por qué no decirlo... —El letrado hizo un alto de milésimas de segundo en su declaración para hallar en su diccionario mental lo que iba a decir a continuación. La espera fue eterna en busca del adjetivo que definiese con precisión milimétrica el estado mental de Urdangarin—… y quizás también, por qué no decirlo… indignado.

Ni pedía perdón ni nada que se le pareciera. Por el contrario, sacaba pecho y lanzaba un órdago a lo grande a los más insignes funcionarios de Zarzuela, a los que se les pusieron los pelos como escarpias por el fondo y por las formas, «¡ha llamado excelencia a Urdangarin, esto es una charlotada!». La respuesta de palacio, al escuchar aquello, no se haría esperar.

La mañana fue frenética y los periodistas que cubren habitualmente la información de La Zarzuela fueron convocados con carácter de urgencia por el jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, que no daba crédito a cuanto estaba sucediendo, entre otras cosas, porque, como él se queja amargamente, Alberto Aza no le informó en el traspaso de poderes de que el caso Urdangarin seguía vivo. Habló con don Juan Carlos sobre la necesidad de hacer algo y de hacerlo cuanto antes, porque las portadas del día siguiente volverían a estar protagonizadas por la bravata del yerno del rey. El monarca asintió y activó con fuerza la palanca de la guillotina.

Spottorno anunció que la Casa Real consideraba que la conducta del duque de Palma había sido «no ejemplar» y que quedaba expulsado desde ese mismo instante de todos los actos oficiales de la familia. No había participado en ninguno desde aquel lejano 12 de octubre, Día de la Hispanidad, e iba a seguir sin hacerlo. La pregunta, a continuación, era evidente.

—¿Cuál será el papel de la infanta Cristina a partir de ahora? —le requirieron los periodistas.

—Ya veremos —respondió, misterioso, dejando claro que la Casa Real no estaba tampoco conforme con su actuación—. Ella tiene otra dimensión en este terreno —remachó.

Tras segar de cuajo el cuello del duque de Palma, Spottorno intentó aplacar los ánimos con una frase que sonó vacía de contenido:

—El señor Urdangarin no puede defenderse aún de lo que se le acusa y está sometido a un juicio paralelo como consecuencia de la filtración constante [a los medios de comunicación], que es una injusticia en estado puro.

La reacción de la Casa Real fue contundente e inequívoca. Urdangarin quedaba expulsado de la agenda oficial. Y en la práctica, su mujer también. Asimismo, Spottorno aprovechó la crisis para anunciar una nueva era de «transparencia» y «austeridad» en la institución. Por ello, se reservó un as en la manga que amortiguase la mala imagen de los últimos meses. Avanzó, y lo hizo acompañado de los hombres que gestionan los dineros reales, el interventor general, Óscar Moreno, y el director de Administración, Isaías Peral, que a final de mes la Casa Real, por primera vez en la historia, desglosaría los 8,5 millones de euros anuales que recibe don Juan Carlos y que distribuye según su criterio. Precisó que se excluirían del desglose algunos gastos personales, tales como el vestuario o las vacaciones.

La Constitución española exime al rey de pasar examen ante el Tribunal de Cuentas, pero desde 2007 se controla a través de Óscar Moreno Gil, técnico del Cuerpo de Interventores. Por último adelantó también que el discurso navideño, para el que solo quedaban ya unos días, iba a ser «más breve» que otros años e introduciría novedades. Porque su contenido, dejaba entrever, ya estaba decidido.

Los hechos se sucedían de manera trepidante. Almansa se cogió urgentemente el avión de Telefónica, compañía de la que es consejero, rumbo a Estados Unidos. Tenía el encargo del rey de transmitir en persona a los duques de Palma un mensaje. No acudía en calidad de consejero de la operadora en la que trabajaba Urdangarin, sino de emisario real. El que fue jefe de la Casa del Rey acudió al encuentro acompañado de Ramiro Sánchez de Lerín, abogado del Estado y secretario general de Telefónica, uno de los pesos pesados de la compañía, al que el presidente, César Alierta, encomendó supervisar la estrategia jurídica del yerno del rey.

El emisario real se encerró con los duques de Palma en la capital de Colorado, Denver, a 200 kilómetros de Aspen, la estación de esquí donde los duques de Palma celebraban las Navidades. Provisto de la solemnidad que le otorgaba la condición que le había llevado hasta allí, cansado por las horas de avión y con el discurso perfectamente planificado en su mente, clavó su mirada en Iñaki Urdangarin:

—Tiene usted que renunciar a su condición de miembro de la familia real y a todas las dignidades que le otorga el título de duque de Palma.

El tono de Almansa era imperativo y no admitía réplica alguna. Sin embargo, Urdangarin se puso en pie y se negó en redondo haciendo aspavientos, gritando y llevándose las manos a la cabeza. La infanta Cristina le secundó y expresó su total desacuerdo.

—A mí no me levanten la voz —les cortó en seco el emisario.

La hija del rey cogió de pronto las riendas, miró fijamente a Almansa y contraatacó, culpando de aquel mensaje no tanto al rey como al príncipe de Asturias.

—La actitud de mi hermano es impresentable. Tienes que hacer algo, Fernando.

—Si la Señora tiene algún problema con su hermano, se encierran ustedes en una habitación y no salen hasta que se maten y dejen a sus hijos huérfanos —replicó tajante Almansa—. Y que sepan que en el discurso navideño de este año se van a llevar ustedes un capón. No tengo nada más que decir.

Transcurrieron las horas y los días y el aviso de Almansa se cumplió a rajatabla. Con toda España sentada la noche del 24 de diciembre ante el televisor, el rey empezó a hablar al terminar de sonar el himno proyectado sobre una imagen navideña del Palacio de La Zarzuela iluminado. El monarca aparecía, junto a un belén, el tradicional árbol de Navidad y un ventanal al fondo. No figuraban en la escena fotos de la familia y toda la atención se concentraba en su rostro. Llevaba un traje azul y una corbata verde pistacho.

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