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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (38 page)

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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La presión se concentró en el juez Castro y en el fiscal Horrach, que debían resolver cuanto antes el dilema. El magistrado no quiso adoptar ninguna decisión sin cursar el preceptivo turno de palabra a la Fiscalía y esta se opuso a la medida. «No consta ningún indicio incriminatorio que la vincule con la actividad presuntamente ilícita desplegada por el presidente y vicepresidente del Instituto Nóos, Iñaki Urdangarin, y Diego Torres, al efecto de conseguir contratos públicos […]. Tampoco consta en el procedimiento que la infanta Cristina conociese dicha actividad». Si bien admitía su condición de propietaria y secretaria del consejo de administración de la empresa a la que desviaron los fondos públicos, estimaba que «no ostenta ningún cargo ejecutivo, por lo que su vinculación es únicamente a nivel societario […]. La gestión y administración de esta sociedad está en manos de su cónyuge».

Con el pronunciamiento contrario del Ministerio Público, el juez Castro se sumó a su argumentación e incorporó la misma teoría que había utilizado el Tribunal Supremo para evitar que Felipe González declarase como imputado por el caso GAL, la de la «estigmatización». «No existen indicios de que conociese la conducta supuestamente ilícita de su marido y su imputación carecería de sentido y solo conduciría a estigmatizar gratuitamente a una persona, lo que no es de recibo».

Este mismo criterio fue esgrimido por el alto tribunal cuando, en un auto de la Sala Segunda, fechado el 14 de noviembre de 1996, sus magistrados, por un margen muy estrecho, denegaron la posibilidad de que se escuchara a González. Se trataba de una teoría por la cual los medios de comunicación hacen «que el proceso sea la pena», por lo que había que evitar que su mera presencia ante el juez se convirtiese en una condena pública.

Castro tampoco consideró suficiente la presencia de la infanta en Nóos y en Aizoon. «El solo hecho de participar en un ente asociativo sin ejercer en el mismo funciones ejecutivas no genera para el simple partícipe responsabilidad criminal por los hipotéticos delitos que pudieran cometer sus directivos en el ejercicio de sus facultades de dirección. Tal dato solo podría hacerle contraer responsabilidad penal en razón de las decisiones supuestamente adoptadas en su seno si aquellas hubieran sido tomadas colegiadamente y con el voto favorable de doña Cristina de Borbón y Grecia».

«Lo que hasta el momento consta en la causa», abundaba el juez, «es que la única dirección de dicha asociación era la bicéfala asumida por Diego Torres e Iñaki Urdangarin». Y en cuanto a la gestión de su sociedad patrimonial, precisaba que «es escasamente probable que, siendo Iñaki Urdangarin y su esposa los únicos partícipes de la entidad Aizoon, tuviera algo que formalmente se pareciera a juntas ordinarias o extraordinarias, menos aún que doña Cristina Federica de Borbón y Grecia redactara unas actas de lo tratado de las que diera lectura su esposo, y descabellado sería que, para el improbable caso de que alguna de estas juntas se celebrara, se consignaran en ellas acuerdos sobre supuestas intencionalidades delictivas o el análisis económico de los resultados».

La interpretación parecía forzada a exculpar a la hija del rey y hacía lo propio, de rebote, con el secretario personal de las infantas y tesorero del Nóos, Carlos García Revenga, al que ni siquiera su condición de administrador de los dineros de la entidad y su destacada presencia en los trípticos publicitarios de Nóos le llevaba a declarar ante el juez. «Fácilmente podría interpretarse que quienes utilizaron tan singular modo de presentación pretendieron adornarse de un prestigio y área de influencia añadida, pero de ello no necesariamente ha de desprenderse que a tal pretensión de apariencia deliberadamente contribuyeran todos los que en el folleto figuraban».

Ni tan siquiera el hallazgo por parte de la Policía Judicial de que mediaron desvíos de Nóos a una cuenta personal de la infanta Cristina en la que solo ella tenía poderes llevó al magistrado y al fiscal a variar su postura. Parecía haberse establecido un cordón sanitario para preservar a la monarquía del incendio, mientras el duque de Palma ardía en la hoguera. No en vano, la institución atravesaba su peor momento.

Una encuesta elaborada por Sigma 2 para
El Mundo
en aquellas fechas arrojaba conclusiones inquietantes. Sentenciaba que la monarquía se mantenía a flote por la alta valoración del rey y del príncipe y advertía que si bien entre los mayores de sesenta y cinco años el 70 por ciento de la población española apoyaba a la corona, entre los jóvenes el panorama era desolador. Entre los menores de treinta años, solo el 48 por ciento la apoyaba y el 45 por ciento directamente la rechazaba. Y si más del 70 por ciento de los ciudadanos tenía un concepto «bueno o muy bueno» del monarca y de su hijo, el 74 por ciento de los españoles confesaba albergarlo «malo o muy malo» de Urdangarin.

El 28 de enero de 2012 amaneció tristón en el barrio de Chevy Chase de Washington. La residencia de los duques de Palma se desperezó tarde y a lo largo de toda la mañana la residencia no guiñó una sola persiana. No había rastro de actividad en la vivienda. En su interior, los duques de Palma almorzaron temprano en compañía de sus hijos y la puerta del garaje se desplegó levemente a las cuatro de la tarde. La cochera vomitó un todoterreno GMC de color negro con las suspensiones muy altas y unas ruedas gigantescas. El vehículo giró rechinando sus neumáticos y enfiló el centro de la ciudad. La familia permanecía en el interior, oculta tras los cristales tintados, y un equipo de la Agencia Korpa, con la superreportera Paloma García-Pelayo a la cabeza, le siguió los pasos. El vehículo comenzaba a hacer quiebros para intentar esquivar a los periodistas, pero su envergadura le impidió distraerlos.

El todoterreno se detuvo en el centro de Bethesda, a la altura de los multicines Regal. La infanta Cristina descendió del coche con un abrigo de color morado y cara de pocos amigos. Junto a ella, sus hijos Juan Valentín, Pablo Nicolás y Miguel. Urdangarin se quedó en el interior del coche e intentó zafarse de los reporteros. El todoterreno le dejó varias manzanas más allá, convencido el duque de que había despistado así a los perseguidores.

Sin embargo, un rodeo por la zona hizo que García-Pelayo se topara de frente con él. La mera visión de la periodista provocó una reacción instantánea en Urdangarin que simbolizaba su estado vital. Evitó hacer declaraciones, se disculpó como pudo y aceleró el paso. Sus zancadas cada vez abarcaban más metros. Iba ataviado con unos pantalones vaqueros de color blanco nuclear, con los que se le identificaba fácilmente. Cogió aire y volvió a aligerar la marcha, hasta que, de pronto, empezó a correr despavorido cual Usain Bolt en la final de los cien metros de los Juegos Olímpicos.

Su corpulenta figura se alejó, a toda velocidad, sorteando a su paso a los peatones, emprendiendo una desesperada huida hacia ninguna parte.

Capítulo 19

25-F. Llegó el Día D.

Urdangarin intenta que Telefónica le pague el lavado de imagen.

«La culpa es de Diego».

Diego se coge un «globo del carajo».

El viernes 24 de febrero la Terminal 2 del aeropuerto de Barajas presentaba un aspecto apacible. La solitaria hilera de mostradores de facturación registraba, a última hora de la tarde, escasa actividad. Solo los pupitres de la compañía Air Europa tenían algo más de movimiento y se convertían en el escenario de la única nota discordante de la tarde. Uno de los ayudantes personales de Juan José Hidalgo, el dueño de la aerolínea, pasaba revista al personal de tierra a una hora intempestiva. Iba trajeado y se le veía visiblemente nervioso.

No despegaba los ojos de las pantallas, saltaba por encima de las cintas de equipajes y revisaba la identidad de los pasajeros. Preguntaba insistentemente por el vuelo regular que salía de Madrid en dirección a Palma a las siete de la tarde. El pasaje había embarcado ya casi al completo y el asistente de la saga salmantina se esmeraba en comprobar que no quedara una sola persona rezagada. «¡Avisadme cuando cerréis Palma!», repetía a voz en grito para que le escuchasen todos los encargados.

El avión iba lleno a reventar y hacía ya bastantes minutos que era noche cerrada en Madrid. Las luces de la pista relampagueaban en los cristales del aparato y las azafatas corrían de un lado a otro con una premura inusual. El pasaje ocupó sus asientos, colocó los equipajes de mano en los portamaletas y bastaba alzar la vista para certificar que no quedaba ya nadie por subir al avión. El personal de cabina apagó las luces y el interior del aparato quedó sumido en una luz tenue y confortable mientras sonaba de fondo la canción «Tonight’s the night» de Rod Stewart, con una letra que iba a resultar premonitoria. El Boeing 737 del grupo mallorquín Globalia permaneció, sin embargo, clavado en la pista durante una interminable media hora, adormecido por los acordes musicales y la voz desgarrada del cantante británico.

Se descartaba la posibilidad de que algún pasajero se hubiera despistado porque el avión estaba listo para el despegue y el embarque hacía rato que se había cerrado. Sin embargo, la puerta de acceso permanecía abierta y daba la impresión de que existía algún tipo de demora para despegar impuesta por la torre de control. El ayudante de la familia Hidalgo entró como una exhalación, echó un rápido vistazo al interior de la aeronave y guiñó un ojo al personal de cabina. Las azafatas corrieron de golpe las cortinillas que separan los asientos de primera clase de los de la zona turista, pero el velcro se despegó dejando un jirón de tela a través del que se divisaba la puerta de acceso. Un gigante encorvado entró en el avión. Llevaba un chaleco azul marino y un jersey celeste. Se dobló en un ángulo de noventa grados para no golpearse contra el techo y se giró levemente, haciendo un escorzo.

El pasaje al completo, que presenciaba curioso la escena para comprobar quién era el culpable del retraso, lo identificó de inmediato. Un intenso murmullo recorrió la aeronave. Un demacrado Iñaki Urdangarin tomó asiento en la primera fila del avión. Y con él, la infanta Cristina y su abogado, Mario Pascual Vives. Los escoltas se aposentaron en los asientos anexos, que permanecían reservados, y una de las azafatas dio, por fin, el OK al piloto. El ayudante de Hidalgo hizo lo propio para comprobar que no había ningún problema y se abrocharon disciplinadamente los cinturones.

El duque de Palma ponía rumbo a Mallorca para declarar, al día siguiente, ante el juez Castro. La fecha inicial era el 6 de febrero, pero se había aplazado para que los imputados tuviesen más tiempo para preparar su declaración y estudiar un sumario que Mario ya manoseaba en su asiento. Urdangarin llevaba en España desde el 18 de ese mes y se lo sabía de memoria. No obstante, su abogado comenzó a hacerle acotaciones y comentarios en voz baja para que recordara los puntos más vulnerables.

La declaración, como no podía ser de otra manera, estaba envuelta en polémica. El titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma había señalado las comparecencias todos los sábados de ese mes. Había escogido esa fecha inusual para garantizar que las dependencias judiciales estuviesen vacías, no se produjesen altercados ni se colapsasen las calles aledañas y para que los centenares de medios de comunicación acreditados se pudieran desenvolver con cierta facilidad.

Si como recalcó el rey en su discurso de Nochebuena «la ley es igual para todos», el duque de Palma debía acceder a los juzgados de instrucción como cualquier otro ciudadano. Los fines de semana la puerta principal del edificio, que desemboca en Vía Alemania, la gran arteria que parte la ciudad en dos, permanece cerrada y solo se abre la trasera, que desemboca en la calle Parellades. Es el acceso que se utiliza habitualmente para conducir al juzgado de guardia a los detenidos. Se trata de un paso estrecho en el que junto a una rácana escalera se precipita una rampa empinada que se ensancha al llegar a un pequeño aparcamiento y conduce en línea recta a una puerta a través de la que se accede al Palacio de Justicia.

El edificio parece un colegio decadente, con las persianas rematadas por una madera rancia envuelta en rejas oxidadas y el adoquinado desgastado por el tiempo. Urdangarin debía, por lo tanto, bajar a pie aquella pendiente de un centenar de metros. Así lo habían hecho otros insignes imputados como el expresidente Jaume Matas, que se vio obligado a hacer ese paseíllo con los fotógrafos apostados a ambos lados retratando su descenso a los infiernos engullido por una hoguera de
flashes
. La Casa Real tenía muy presente aquel precedente y no quería que la imagen del duque de Palma entrando en los juzgados diese la vuelta al mundo. Por ello sus escoltas se volcaron en intentar, aludiendo a los siempre socorridos motivos de seguridad, que se hiciera un distingo.

Los responsables de La Zarzuela instaron una reunión con Castro y con el decano de los jueces de Palma, Francisco Martínez Espinosa, para solicitar un permiso especial que facultase al duque de Palma para entrar en coche hasta la misma puerta. De esa forma la única imagen que podían captar los fotógrafos sería un perfil fugaz y en movimiento de Urdangarin bajando del coche y sumergiéndose en la oscuridad de los pasillos del edificio.

El resultado sería una fotografía difusa en la que sería complicado identificarle si el coche se detenía a un metro escaso de la puerta de acceso. El juez Castro y Martínez Espinosa se plantaron y contestaron que no podían hacer distinción alguna con Urdangarin. Aprovechando esta nueva discusión, que volvió a situarse en el primer plano de la actualidad, al interpretar la ciudadanía que se le iba a dispensar un nuevo favor al yerno del rey, Diego Torres, o mejor dicho, su abogado Manuel González Peeters, aprovechó para caldear el ambiente arrojando varios troncos al fuego.

Al socio del duque de Palma le había tocado declarar el 11 de febrero, pero se negó. Sorprendió a todos guardando silencio y avanzando que contestaría a las preguntas del juez y del fiscal después de escuchar la versión de Urdangarin, nunca al revés. Parecía una estrategia inteligente por parte de su letrado, que no tenía ninguna prisa en desvelar sus cartas y quería comprobar antes cuál era la predisposición del duque de Palma con Torres. Si el yerno del rey respetaba a su socio, su socio le respetaría a él. De lo contrario, Torres se lanzaría al ataque como un jabalí herido. La mujer del exvicepresidente de Nóos, Ana María Tejeiro, siguió el mismo camino y rehusó contestar una sola pregunta. Torres acudió a los juzgados cabizbajo, con un maletín de piel, acompañado por su esposa. El matrimonio recorrió la rampa y soportó estoicamente el fusilamiento silencioso de los reporteros gráficos.

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