Read Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos Online
Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta
Tags: #Ensayo, #Biografía
«Buenas noches, en Nochebuena como cada año me dirijo a vosotros para transmitiros mis mejores deseos de paz y felicidad. Al término de este año difícil y complicado para todos quiero hablaros con sinceridad y realismo». El tono era el habitual y el lenguaje gestual no hacía presagiar ninguna sorpresa. Continuó. Tras abordar los «efectos negativos» de la crisis económica, que «está llamada a modificar hábitos y comportamientos sociales», la cámara fue cerrando el plano hasta enclavar al rey en un plano medio. De la «crisis global», don Juan Carlos pasó a aludir al «problema del paro» como una «prioridad» en la que hay que «volcar todos los esfuerzos y energías». «Todas las medidas que se adopten deben tener como objetivo final la recuperación del empleo», incidió. No paraba de repetir las palabras «prosperidad» y «estabilidad» con especial énfasis para transmitir a la nación un mensaje de tranquilidad en medio del caos.
La cámara giró abruptamente y enfocó al monarca desde un plano distinto. El cambio de plano simbolizaba el paso al siguiente asunto, aparcada ya la coyuntura económica. El tono del rey se volvió mucho más grave y contundente y sus gestos se volvieron abruptos. Empezó a mover los brazos de arriba abajo con fuerza y su lenguaje gestual transmitía una violencia implícita: «Junto a la crisis económica me preocupa también enormemente la desconfianza que parece estar extendiéndose en algunos sectores de la opinión pública respecto a la credibilidad y prestigio de algunas de nuestras instituciones. Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos». De pronto hizo una pausa, señaló con su dedo índice acusador a la cámara y con la mirada perdida en el horizonte, prosiguió: «Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar. Cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o a la ética es natural que la sociedad reaccione. Afortunadamente vivimos en un Estado de Derecho y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada de acuerdo a la ley».
Los españoles advirtieron que se mascaba la tragedia y levantaron la vista de los platos, soltaron los cubiertos y permanecieron absortos delante de sus pantallas. «La justicia es igual para todos», sentenció el rey, ajusticiando en la plaza pública a su yerno.
Tras elevar la tensión narrativa, la distendió a continuación y retomó el tono amable y cómplice del principio. «No debemos, sin embargo, generalizar los comportamientos individuales so pena de cometer una injusticia con la mayoría de servidores públicos y también de empresarios o trabajadores del sector privado que desarrollan su labor de forma ejemplar y honesta. De lo contrario, se podría causar un grave daño a instituciones y organizaciones que son necesarias para la vertebración de nuestra sociedad».
El revolcón al duque de Palma inundó los hogares españoles, dejó a los ciudadanos sin habla presenciando con una indisimulada satisfacción cómo reprendía urbi et orbi a Iñaki Urdangarin y el asunto aparcó cualquier discusión familiar hasta nueva orden. La gran incógnita volvía a ser la reacción de Urdangarin tras aquella humillación pública. Y el foco volvió a trasladarse a Washington.
El duque de Palma, herido como un astado al que le acaban de clavar un rejón de muerte, diseñó su particular réplica. Tenía que ser impactante y calar, de la misma forma que lo hizo el rey con su discurso, en la sufrida ciudadanía. Pensó, le dio vueltas y más vueltas y decidió encargar un vídeo que sirviese de contestación al discurso del monarca.
Se preparó, de nuevo con el asesoramiento exclusivo de Pascual Vives, un guion y lo leyó delante de una cámara. Era un mensaje a la nación en toda regla. Lo leyó en tono compungido y envió el resultado a la Casa del Rey conjuntamente con el aviso de que lo haría llegar a las agencias de noticias. Rafael Spottorno cogió aquel DVD y lo colocó en el reproductor sin conocer de antemano el más mínimo detalle de su contenido. La imagen de Urdangarin, como la del rey en el discurso de Navidad, presidía la pantalla. Mostraba un tono intencionadamente lastimero. «Quiero dar las gracias al pueblo español y a las miles de familias que me han transmitido su apoyo en estos momentos tan difíciles».
Spottorno no quiso ver más. Se le demudó el rostro, escondió la grabación en un cajón y prohibió su exhibición. Bajo ningún concepto podía filtrarse a las televisiones, como pretendían Urdangarin y la infanta, porque era, sencillamente, «una locura monumental», el final de los finales. Y consiguió parar el golpe.
Los periodistas comenzaron a agolparse ante la puerta del domicilio de los Urdangarin en el barrio más caro y chic de Washington: Chevy Chase. Las cámaras se apostaron en la avenida en la que se encuentra la casa de la familia, cortada por el mismo patrón que el resto, con un gran jardín en la entrada y unas dimensiones considerables siguiendo la estética americana. Los duques de Palma mantenían su residencia cerrada y transformada en un improvisado búnker. Prohibieron a los niños salir a jugar al jardín y los mantuvieron encerrados.
La imputación del duque de Palma era inminente.
El Mundo
se adelantó anunciando que se produciría antes de fin de año y el matrimonio esperaba impaciente la noticia, que, por primera vez, daban ya por segura.
Si cabía alguna duda, el discurso del rey la disipó. El monarca había dejado caer a su yerno, descargando de tensión y responsabilidad al juez Castro y al fiscal Horrach, y el camino había quedado expedito para que procedieran contra el duque de Palma.
El número de periodistas destacados en Washington no paraba de crecer y se llegaron a producir algunos incidentes entre el servicio de seguridad de la pareja y los reporteros. Una nube de cámaras inspeccionaba con sus lentes cada ventana, cada resquicio de las persianas, en busca de alguna imagen, de algún gesto que sintetizase lo que pasaba en ese momento por la cabeza del hombre más buscado.
Harto de la presión y de estar enclaustrado en su vivienda, Urdangarin habló con la infanta. Acordaron la necesidad de normalizar la situación, poner punto y final a aquel cautiverio absurdo y decidieron que lo mejor era salir a la calle a felicitar las Navidades a los periodistas. Sería un gesto cortés y breve, pero que iría acompañado de una pequeña locución pública de Urdangarin. El duque ya la tenía preparada, lo había hablado con Pascual Vives y coincidieron en que debía ser algo muy escueto. Reiteraría su inocencia y saciaría con sus palabras la voracidad de los medios de comunicación.
Con el plan ya decidido, el duque llamó a la Casa del Rey y comunicó lo que se disponía a hacer a continuación. Esperaba una autorización automática, un gesto que le secundase en esta iniciativa que le parecía tan acertada y que le iba a conferir una dimensión humana a las puertas de la tragedia.
—Ni se te ocurra. Meteos en casa y no salgáis bajo ningún concepto.
Urdangarin no se atrevió a contestar nada. Deslizó las persianas del salón, el murmullo de los periodistas se difuminó a lo lejos y su silueta se fundió en la oscuridad como un espectro.
La imputación.
Urdangarin ve la «mano negra» de doña Letizia.
La reina se desmarca de la línea fernandina y se fotografía con los duques.
La infanta es inimputable.
El duque de Palma corre los cien metros lisos.
No por esperada dejó de ser la noticia del año. Cayó a plomo en la fría mañana del 29 de diciembre, en la que la actualidad aguardaba la noticia del procesamiento. El líder socialista Alfredo Pérez Rubalcaba presentaba, ajeno a lo que iba a ocurrir en pocos minutos, su candidatura a la secretaría general del PSOE en un multitudinario acto en la sede de UGT. En su discurso aprovechó para marcar distancias con su inminente contrincante, la catalana y algo catalanista Carme Chacón, reclamando un partido «de ámbito nacional». El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón decidía, por su parte, proponer el nombre de Eduardo Torres-Dulce como fiscal general del Estado y se conocía, también esa misma mañana de crudo invierno, el nombre del máximo responsable del otro órgano que se encargaba de las pesquisas del caso Urdangarin: el palentino Ignacio Cosidó, que aterrizaba en la Dirección General de la Policía. El ambiente era el idóneo para que la bomba acaparase toda la atención, porque no había ninguna información de suficiente calibre que pudiera amenazar el protagonismo del duque de Palma.
El Juzgado de Instrucción número 3 de Palma dio la campanada a media mañana a través de María Ferrer, la eficaz jefa de prensa del Tribunal Superior de Justicia de las Islas. No hubo distingos ni filtraciones. La noticia se propagó como una marea uniforme por todas las páginas de Internet de los grandes medios, que daban por fin visos de realidad a lo que todavía parecía imposible. El juez José Castro imputaba a Iñaki Urdangarin y le emplazaba a declarar el 6 de febrero. La decisión la acordaba en un auto medido y aséptico en el que se limitaba a tomar la decisión de «recibir declaración en calidad de imputado» al duque de Palma «para posibilitar que facilite su versión sobre todos aquellos hechos que guarden relación con la génesis de cualquier fórmula negocial en virtud de la cual, tanto como persona física como en su condición de representante, partícipe o vinculado, de hecho o derecho, a personas jurídicas, haya sido perceptor de fondos públicos».
Motivaba además la citación argumentando la necesidad de que aclarase «las personas que han participado en los anteriores hechos o que hayan devenido beneficiadas por los mismos, así como el destino y tratamiento fiscal que se le haya dado a los fondos recibidos y los que se deriven». Todo ello, «tanto en el ámbito de la comunidad autónoma de las Islas Baleares como en la valenciana». El auto no tipificaba los delitos por los cuales se disponía a tomarle declaración en calidad de imputado y, al contrario de lo que había hecho en otras ocasiones, no los quiso hacer constar.
Las palabras embridadas de Castro contrastaban con el desinhibido escrito del fiscal Horrach, que solicitaba formalmente la medida y pedía el levantamiento del secreto de las actuaciones. En su informe se permitía más licencias que el juez y perfilaba los hechos con un trazo cada vez más fino. Advertía en la conducta del duque de Palma la comisión de los delitos de malversación de caudales públicos, del artículo 432.1 y 2 del Código Penal, fraude a la Administración (436), el de falsedad documental contemplado en el 392; y el de prevaricación, tipificado en el 104.
Consideraba acreditado que Urdangarin y su socio se habían desviado al menos 6 millones de euros del Instituto Nóos con facturas falsas en dirección a sus bolsillos y que del montante total habían aparecido 750.000 euros en la sociedad Aizoon de los duques de Palma. «Urdangarin tenía un desmedido afán de lucro», sentenciaba el representante del Ministerio Público, contraponiendo la conducta del marido de la infanta Cristina con la filosofía que, sobre el papel, presidía su institución benéfica. Junto a Urdangarin se emplazaba a su socio Diego Torres, a su mujer Ana Tejeiro y a sus cuñados Miguel y Marco Antonio. La lista de imputados la completaban el asesor fiscal Salvador Trinxet, propietario de la empresa Braxton Consulting, que se había encargado de montar el diseño para evadir los fondos de Nóos a paraísos fiscales. Tras analizar la documentación intervenida, la Fiscalía había hallado los planes para llevarse el dinero a Belice y a Luxemburgo repletos de las iniciales «D.T.» e «I.U.». «Se infiere que las personas a favor de las cuales se crea dicha estructura fiduciaria societaria son Diego Torres e Iñaki Urdangarin», concluía sin dejar resquicios para la duda. En total se habían podido contabilizar desvíos al extranjero por importe de 650.000 euros empleando más facturas falsas como palancas.
El resto de citaciones iban dirigidas al exdirector general de Deportes de Matas, José Luis
Pepote
Ballester, y a los altos cargos del Gobierno balear Gonzalo Bernal y Juan Carlos Alía, que tramitaron los pagos irregulares al entramado del duque de Palma y amañaron concursos públicos para beneficiarle.
Urdangarin recibió la noticia en la estación de esquí de Aspen, en Colorado, en el corazón de las Montañas Rocosas, donde, como se ha contado en el capítulo anterior, pasaba unos días de vacaciones con toda su familia. Se había concienciado de que su imputación era inminente, pero se negó a alterar sus planes. La infanta Cristina y él fueron alternando las estaciones que componen el que está considerado el mejor complejo del mundo, Aspen Highland, Snowmass y Tiehack, que cuentan con pistas esquiables a 3.417 metros de altura, y se olvidaron de todo. O por lo menos lo intentaron.
El duque de Palma encajó la decisión del juez Castro sin llegar a calibrar realmente el alcance de aquel auto, esquivando bosques de álamos nevados para evadirse, ajeno a las consecuencias que iba a acarrearle en su vida. Habló con Pascual Vives desde el pueblo que conecta las estaciones con la civilización, característico por su arquitectura victoriana. Anotó la fecha maldita en la que tenía que comparecer en el juzgado de Mallorca y le cedió los trastos. El abogado tomó la alternativa, gustoso, en el gran día y salió a la calle. El ritual lo fue repitiendo con contumacia desde aquella fecha. Se paraba ante los periodistas cada mañana antes de subir a su despacho. Con el gaznate envuelto en una bufanda que a duras penas le cubría su largo cuello y escuchándose a sí mismo, comenzó a hacer valoraciones.
Empezó tímido y titubeante, pero se fue soltando con el tiempo. Hacía inflexiones, largas pausas y daba la impresión de que le empezaba a gustar sobremanera su papel mediático. El abogado del duque de Palma buscó ansiosamente las cámaras y, como portavoz que era del yerno del rey, valoró la noticia adoptando un pretendido porte aristocrático con el que intentó insuflar gravedad al momento. Cogió aire ante su particular minuto de gloria y embistió:
—Había un empuje a la Administración de Justicia para que lo hiciera así y al final ha sido así —señaló tras conocer la resolución del juez Castro en lo que parecía una implícita acusación de prevaricación—. En muchos medios, escritos, por televisión, por radio, se ha ido incidiendo en este sentido, parecía que tenía que ser así, se consideraba que tenía que ser así —argumentó el abogado en lugar de entrar en el fondo de las acusaciones.
De nuevo, la estrategia consistía en arremeter contra la prensa y presentaba la imputación como una consecuencia irremediable de la presión mediática. Hablaba por boca de Urdangarin, decía en esencia lo que pensaba este. Porque el duque de Palma consideraba que el verdadero culpable de cuanto le estaba sucediendo era
El Mundo
por destapar sus tejemanejes y llegó a pensar, y así se lo transmitió a su mujer y a sus amigos, que la «mano negra» que estaba meciendo las informaciones no era otra que la de la princesa Letizia.