Utopía (12 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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Había construido los dos robots solo para llamar la atención de Nightingale, unas plataformas que sirvieran para demostrar cómo el reconocimiento de voz y el procesamiento de imágenes podía tener una aplicación comercial. Pero Nightingale era un hombre apasionado por los detalles y poseía una increíble visión de futuro, y se había mostrado tan encantado con Cubito y Currante como lo había estado con la premiada tesis de Warne sobre las redes nerviosas jerarquizadas, o su idea de una metarred de autoaprendizaje. Había insistido en que debían encontrarles un lugar en Utopía. Currante se les acercó.

—Buenas tardes. ¿Qué desean?

—Un batido de vainilla, por favor. —Warne no necesitaba preguntárselo a Georgia. —Su hija podía sobrevivir a base de batidos de vainilla. Había sido lo primero que le había enseñado al robot a preparar.

—Un batido de vainilla —repitió Currante. Warne casi había olvidado que la voz artificial estaba hecha a partir de su propia voz digitalizada, y desde luego no recordaba lo grande que era el autómata: casi dos metros cuarenta hasta la parte superior de los sensores—.

¿Algo más?

—Sí, Un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada, por favor.

El robot se detuvo al escuchar el pedido.

—¿Doctor Warne? —preguntó al cabo de un momento.

—Sí, Currante.

El robot hizo otra pausa, esta vez más larga.

—Marchando un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada, Kemo Sabe.

Warne observó al robot mientras se alejaba. La referencia a
El Llanero Solitario
había sido una broma privada, su firma al pie del cuadro. Había decidido incluirla dieciocho meses atrás, el mismo día en que habían embalado a Cubito y Currante para enviarlos a Nevada.

Dieciocho meses, pero la diferencia era abismal. Entonces, él y Sarah acababan de iniciar la relación; era una mujer muy segura de sí misma, con su misma capacidad intelectual, y una posible segunda madre para Georgia. Él había comenzado un trabajo pionero para Eric Nightingale, con la promesa de que habría muchos más. El futuro no podía haber sido más prometedor.

Con cuánta rapidez habían cambiado las cosas. Georgia no había acogido a Sarah de la manera que él había esperado; al contrario, se había mostrado resentida y había adoptado una actitud posesiva con su padre. Por otro lado, su propio trabajo había comenzado a ser objeto de severas críticas en Carnegie-Mellon, donde lo veían como algo poco fiable.

Después había muerto Nightingale, y su relación con los ejecutivos y contables que lo habían reemplazado se agriaron hasta el punto de romperse, y su contrato para acabar el desarrollo de la metarred había sido su única vinculación con Utopía, Sarah se había marchado para ocupar el cargo de directora de operaciones del parque. Era toda una ironía que fuera Warne quien se la había presentado a Nightingale. Con el dinero de la metarred, Warne había renunciado a Carnegie-Mellon para fundar su propio laboratorio con la intención de demostrar la validez de sus teorías sobre el aprendizaje de las máquinas. El estallido de la burbuja de las empresas de Internet había hecho que se quedara sin respaldo financiero. Así y todo, aún le quedaba la metarred, o por lo menos eso había creído hasta esa mañana. Currante se acercó con el batido de vainilla.

—Aquí tiene —dijo Currante.

Dejó el batido en el mostrador y se volvió hacia los recipientes de helados, para ejecutar la orden de preparar el batido doble de chocolate y pistachos con nata montada. Los movimientos del robot parecían algo irregulares, un poco menos precisos de lo que recordaba. Era casi como si las rutinas se hubiesen «desoptimizado». ¿Podía ser ese el resultado de las conexiones diarias? ¿Era posible, realmente posible, que la metarred hubiese…? Warne rehusó seguir con esa línea de pensamientos. Por ese día ya tenía su ración de malas noticias.

—¿Puedes prestarme el plano? —preguntó Georgia.

—Por supuesto.

—¿Y cuarenta dólares?

—Por su… eh… espera. ¿Cuarenta dólares? ¿Para qué?

—Quiero comprar una camiseta de Atmósfera. Esas que brillan. ¿No las has visto?

Warne las había visto por docenas en los adolescentes que recorrían la calle. Exhaló un suspiro, abrió el billetero y le dio el dinero. Georgia se colocó de nuevo los auriculares y bebió un sorbo del batido.

A fuer de sincero, debía admitir que esta parada en particular era tanto para él como para su hija. Necesitaba ver una afirmación de su trabajo, el recordatorio de tiempos mejores.

Hasta ese momento —cuando se enteró de que la desactivarían— no se había dado cuenta de lo importante que era para él la metarred. A pesar de su actitud desafiante, notó que comenzaba a dominarlo la desesperación. ¿Qué haría ahora? Se había marchado de Carnegie-Mellon. Había quemado sus naves. Miró de reojo a Georgia. ¿Cómo podría explicárselo?

Se escuchó un zumbido, y reapareció Currante.

—Aquí tiene, Kemo Sabe —dijo. Dejó la copa de helado en el mostrador.

Warne esperó. Ahora el robot le pediría el pase, cargaría el helado en la cuenta de Utopía.

Currante no hizo nada de todo eso. En cambio, movió los sensores a izquierda y derecha.

Se escuchó un fuerte zumbido y el robot comenzó a balancearse adelante y atrás. Los movimientos eran vacilantes, inseguros.

Georgia dejó el batido, se quitó el auricular de un oído y miró a su padre.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Con un súbito y agudo chirrido, Currante se arrojó sobre Warne. El cubo donde estaba el ordenador chocó contra el mostrador, y cayeron las copas y los dispensadores de pajitas.

Se oyeron algunos murmullos de sorpresa entre los clientes. Al cabo de un segundo, Currante retrocedió bruscamente, chocó contra el mostrador trasero, e inició otra carga a gran velocidad, al tiempo que movía los brazos metálicos y giraba la cámara que era su cabeza.

—¡Georgia! —gritó Warne—. ¡Apártate!

El robot chocó una vez más contra la barra. Esta vez se escucharon gritos y el ruido de los taburetes que caían al duelo cuando los clientes se apartaron a la carrera. Pero Currante retrocedió para chocar de nuevo contra el mostrador trasero. Una docena de botellas de jarabe acabaron hechas añicos contra el suelo. Con un chirrido de los motores, el robot volvió a la carga.

Warne saltó del taburete. Miró a Currante con una expresión de desconcierto y sorpresa.

Nunca antes el robot se había comportado de esta manera. En realidad, no podía comportarse de esta manera: él mismo lo había programado. ¿Qué demonios estaba pasando? Era como si el robot quisiera escapar del entorno, abrirse paso hasta la calle.

Pero sus instrucciones de guía eran primitivas; si conseguía atravesar el mostrador, con su tamaño y velocidad, aplastaría cualquier, cosa que encontrara a su paso.

El robot chocó contra el mostrador con la fuerza de un ariete. La larga superficie transparente se deformó con un movimiento ondulatorio que fue volcando todo lo que quedaba en la barra. Currante retrocedió y volvió a cargar como un toro furioso.

Se oyeron voces de advertencia detrás de Warne, gritos de espanto. Miró a su derecha.

Georgia se había apartado un par de metros y contemplaba la escena, atónita. Pensó rápidamente. Solo podía hacer una cosa: hacer el intento de llegar al interruptor manual colocado en la parte trasera del cubo y desactivar el autómata. Se acercó con mucho cuidado.

—Currante —dijo con voz alta y clara con el propósito de llamar su atención, interrumpir el inesperado proceso que lo hacía comportarse de esta manera. Mientras hablaba, levantó la mano izquierda, con los dedos separados, en un gesto de paz; mantuvo la mano derecha baja y la movió lentamente alrededor del cubo. Al escuchar la voz, Currante movió los sensores en su dirección.

—Kemo Sabe —respondió. Entonces, con un movimiento que pilló por sorpresa a Warne, le sujetó la muñeca derecha con una de las pinzas.

Warne soltó un grito de dolor cuando Currante aumentó la presión y amenazó con aplastarle los huesos. El robot tiró, y Warne saltó por encima del mostrador y fue a chocar contra los recipientes de helado, al tiempo que se giraba a la par del autómata para evitar que le fracturase la muñeca.

—¡Papá! —Georgia se adelantó con la intención de apartarlo de Currante.

—Georgia, no! —gritó Warne, que hacía lo imposible para pasar la mano izquierda alrededor del cubo.

Currante se deslizó hacia atrás y arrastró a Warne con él. Los servomecanismos sonaban con estridencia por el esfuerzo. La otra pinza avanzó en dirección al cuello de Warne, en el mismo momento en que sus dedos encontraban el interruptor.

Currante se detuvo bruscamente. Saltaron chispas de la base. Los sensores descendieron.

Se apagó el ruido de los motores. La pinza se abrió para dejar en libertad la muñeca prisionera. Warne cayó pesadamente al suelo, y luego se levantó lentamente entre los recipientes de helado. Se frotó la muñeca. Georgia se le acercó a la carrera y juntos se apartaron del robot humeante.

Se había reunido una multitud que había presenciado el incidente desde una distancia prudencial. Cubierto de helado de vainilla y chocolate, Warne les echó una ojeada mientras se masajeaba la muñeca. Georgia permanecía a su lado, muda de asombro.

Durante unos segundos, reinó el silencio. Luego se escuchó un silbido de admiración.

—¡Fantástico, tío! —dijo alguien—. Por un momento, me convenció de que era real.

—Extraordinario —gritó otro.

Entonces poco a poco comenzaron a oírse los aplausos hasta que todos aplaudían y gritaban entusiasmados.

12:45 h.

A medida que el sol se elevaba en el cielo de Nevada, todos los colores desaparecían del paisaje. Los rojos, amarillos, castaños y ocres de los cañones de piedra caliza se esfumaban hasta convertirse en blancos, y la vegetación se quedaba sin sombra.

En lo alto de la meseta que rodeaba Utopía, el sol iluminaba un vasto paisaje lunar de quebradas y riscos. Los múltiples cañones, silenciosos y desiertos, estaban salpicados de juníperos y artemisas. El propio cielo era una cúpula de azul claro, absolutamente limpio excepto por la estela de un avión solitario que trazaba una línea blanca a diez mil metros de altura.

Algo se movió en una angosta cañada cerca del extremo más apartado de la meseta. El hombre, que apenas si se había movido desde antes del amanecer, estiró las piernas y consultó su reloj. A pesar del terrible calor, había dormido tranquilamente. Más que cualquier otra cosa, era el entrenamiento lo que se lo había permitido. La mayor parte de la vida profesional del hombre había consistido en esperar. Había esperada durante horas, a veces días: en la selva de Mozambique; en los hediondos pantanos camboyanos, rodeado de sanguijuelas y mosquitos que transmitían la malaria. El desierto de Nevada era para él como un lugar de vacaciones.

Se desperezó a gusto, hizo sonar los nudillos y realizó unos cuantos movimientos de cabeza para aliviar una ligera tensión en los gruesos músculos del cuello. A su espalda, la cúpula geodésica que cubría Utopía se elevaba sobre el cañón como la parte superior de un gigantesco globo aerostático. El armazón metálico y los miles de paneles de vidrio resplandecían con el sol de mediodía. Estaba rodeada de pasarelas, una encima de la otra, separadas entre sí por una distancia aproximada de quince metros y comunicadas con escalerillas. En una parte de la cúpula se veía un trozo oscuro con forma de luna en cuarto creciente: era el cielo sobre Calisto. Visto de de cerca y a esta altura, la cúpula resultaba de una belleza sobrenatural que ningún visitante tendría nunca la ocasión de ver.

El hombre de la meseta no era un visitante, y no había acudido por la vista.

Se volvió hacia una gran bolsa de lona que tenía a su lado. Abrió la cremallera, rebuscó en el interior hasta encontrar la cantimplora y bebió un buen trago. Aunque no había guardias ni cámaras de vigilancia en esta zona absolutamente desértica, los movimientos del hombre eran rápidos y precisos.

Dejó la cantimplora a un lado y se secó los labios con el dorso de la mano. Luego se acercó a los ojos los binoculares que llevaba colgados alrededor del cuello. El medidor de distancias láser hacía que los binoculares pesaran mucho, y tuvo que utilizar las dos manos para mantenerlos firmes mientras observaba la zona.

Desde su posición disfrutaba de una excelente vista de la parte trasera de Utopía. Muy abajo, vio con toda claridad la sinuosa carretera de acceso que ascendía hacia el aparcamiento del personal y los muelles de carga. Un gran camión frigorífico subía en ese momento; como en una película muda observó al conductor cuando cambiaba las marchas.

Era un buen puesto de observación, pues se podía ver inmediatamente cualquier vehículo que intentara escapar o si aparecían coches de la policía. Enfocó los binoculares un poco más alto, y de inmediato los números rojos de la pantalla subieron rápidamente a medida que hacía un barrido del horizonte.

Para construir el parque, la Utopía Holding Company había comprado un terreno limitado al sur por la carretera 95, y al norte por la base aérea Nellis. En las profundidades de Nellis, en un lugar llamado Groom Lake, había unas instalaciones que en un tiempo habían aparecido en los mapas del gobierno con el nombre de Área 51. Estaban vigiladas por centinelas autorizados a disparar a matar contra los intrusos. Por el este y el oeste, Utopía limitaba con un desierto que pertenecía a la Oficina de Administración de Tierras. El parque no necesitaba de las altas alambradas y patrullas empleadas en otros parques temáticos: dejaba que la naturaleza y el gobierno se encargaran de la vigilancia.

Quizá Utopía y los demás parques se dejaban adormecer por la sensación de seguridad y bienestar que tanto se esforzaban por infundir en los visitantes. Cuando se trataba de cerrar los perímetros, solo les preocupaba contar con unos obstáculos que impidieran el paso a aquellos que querían ahorrarse el dinero de la entrada. Las medidas de seguridad no tenían en cuenta a alguien que había perfeccionado sus técnicas de penetración y evasión en medía docena de entornos hostiles.

El hombre bebió otro sorbo de agua. Después guardó la cantimplora en la bolsa y sacó un fusil M-24 Sniper Weapon Sistem. Silbó muy suavemente mientras realizaba una rápida inspección del arma. El SWS estaba basado en el Remington Modelo 700; eran fusiles más nuevos, pero no más precisos. Pesaba cinco kilos, un peso reducido par el arma de un francotirador. El disipador del fogonazo y la caperuza de la mira telescópica aseguraban que no se descubriera su presencia cuando se lo utilizaba.

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