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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (27 page)

BOOK: Valfierno
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—Marqués.

Le dice un conocido y él lo saluda tocando el ala de su sombrero alto; el otro le sonríe. No todo está perdido: quizás el plan funcionó bien, dentro de un rato va a saberlo, piensa. Y que va a poder esperar esas tres horas porque de todas formas no tiene más remedio, piensa, y porque es el marqués Eduardo de Valfierno, su bastón, su galera, los señores que lo saludan deferentes: a él, al marqués de Valfierno, se dice pero vuelve a pensar que quizás ya no existe y no lo sabe: ahora, en este mismo momento me está cantando y me van a agarrar, piensa, me van a meter preso: preso en una cárcel francesa, preso con franceses, piensa, y en el medio del espanto se le mezcla un recuerdo: preso con un francés, pasaron tan-tos años. Volver a todo aquello, piensa, lo ataca un sobresal-to: volver a todo aquello. Perrone, Juan María. Me van a meter preso, van a descubrir todo: quién soy, cómo me llamo no sólo me van a meter preso: van a acabar conmigo, con el marqués Eduardo de Valfierno, con todo lo que soy, piensa, y por un momento eso lo alivia. Ya no voy a tener que actuar más, se dice, no voy a tener que seguir manteniendo este teatro, y enseguida se aterra: se da cuenta de que entonces sí que va a ser nadie. Empezar otra vez, todo de nuevo, se dice, y saluda a otro señor que lo saluda, amable.

Ninguna luz le gusta más que la de las seis o siete de la tarde, en el verano, cuando los rayos del sol entran casi horizontales por la ventana de su taller y hacen del aire una materia densa. Yves Chaudron sorbe un trago de vino de una taza cascada y da dos pasos hacia atrás: sobre el caballete la tela blanca muestra, en carbonilla, el boceto de una figura de mujer sentada con un niño en los brazos sobre fondo de rocas y cascadas. Chaudron levanta la taza hacia la tela, le ofrece un brindis, se sonríe, corrige levemente el brazo izquierdo de la virgen.

—¡Perugia!

—¿Signore?

—Sí, soy yo. Abra la puerta, abra la puerta.

La puerta se abre sobre una cocina chiquita y mal iluminada. Pero la luz alcanza para que Valfierno vea la sonrisa en la cara de Perugia:

—¿Está?

—¿A usted qué le parece?

Valfierno tiene que hacer tremendo esfuerzo para guardar la compostura. Abrazarlo sería un error idiota.

Valérie se prolonga la línea de una ceja con un lápiz cortito. Tiene la cara tensa, estirada hacia arriba, los ojos muy abiertos, la boca como un pozo, para ayudar al trazo. Lo termina, busca el rimmel cobrizo, su pincel. Antes de aplicarlo da un paso atrás, se mira en el espejo: está radiante. Ayer Valfierno le dijo que esa noche prefería no verla y ella se va al Faux Chien. Que se joda, se dice: si se cree que me va a dejar de lado así, tan fácil, está muy confundido.

Es así: los labios finos un poco fríos en esa postura indecidible, la postura famosa donde se puede ver una sonrisa o el desprecio o la resignación o la tristeza y después más, los labios como espejos donde cada cual ve lo que quiere o puede o teme, piensa, y los ojos que lo siguen mirando mientras se mueve a la derecha y a la izquierda, si levanta la cabeza o si la baja, si trata de alejarse y las manos mofletudas que anuncian la carne escondida de las tetas y todo el resto alrededor que lo obliga a volver a los ojos la sonrisa, a esa cara que lo mira sin terminar de decirle lo que le va a decir. Ya te viacer abrir la boca, piensa, y se sorprende de ser, por un momento, tan poco Valfierno. Se sonríe, la vuelve a mirar: sí, es así. Es así, como la ha visto tantas veces en el museo, tantas en copias y fotos y reproducciones sólo que ahora es suya, le pertenece como le pertenece lo demás: sin que nadie lo sepa, sin que puedan saberlo.

—Felicitaciones, Perugia.

—No, al contrario, yo lo felicito a usted. Su plan funcionó perfecto.

—A ver, cuénteme todo.

Los dos hombres están sentados en la cocina ante vasos de vino. Sobre la mesa, un poco más allá, apoyada contra la pared, la Gioconda los mira distraída. Valfierno se sorprende del tamaño, ahora que la tiene: finalmente es tan poquita cosa. En el museo resultaba imponente, se dice, pero eso le pasa a casi todo. Y se parece demasiado a las que hizo Chaudron: por un momento se pregunta si no será otra copia.

—...y entonces justo vimos que había un guardia en la puerta, imagínese, cuando ya estaba todo hecho, pero...

Perugia cuenta los incidentes de la jornada con torrente de detalles y alguna exageración para dar más heroico. Valfierno lo oye como si apenas le importara: no puede dejar de escucharse a sí mismo, la excitación de saber que por fin ha conseguido lo que quería, que por fin tiene lo que todos quieren y que, ya suyo, va a hacer con ese cuadro lo que nadie podría imaginar: su obra maestra.

—Dígale a los demás que vengan, Perugia.

—Sí, Signore.

Yvonne Séguénot y los hermanos Lancelotti entran en la cocina con la mirada baja; el cuarto está colmado y huele a basura y sudor viejo. Valfierno saca una billetera repleta, cuenta billetes grandes: unos cuantos para la mujer, más para los hermanos, más para Perugia.

—Está de más decirles que no tienen que decir ni una palabra. Si llegan a hablar los primeros perjudicados van a ser ustedes: los únicos perjudicados. Así que quédense callados y esperen órdenes. Si siguen cumpliendo va a haber muchos más de éstos.

Dice y agarra a Perugia por el brazo para llevarlo hasta la otra habitación.

—Entonces usted deja el cuadro acá hasta que vaya la policía a interrogarlo...

Valfierno se calla porque ve el gesto en la cara de Perugia.

—No se preocupe, Perugia, ya se lo dije: un procedimiento de rutina. Lo van a interrogar, quizás revisen su casa, pero usted no sabe nada, no tiene nada que decirles, no van a encontrar nada, usted ese día estaba trabajando, así que no se preocupe y trate de mantenerse tranquilo. Eso es lo más importante, Perugia: manténgase tranquilo, no cambie de costumbres, no se gaste esta plata hasta que yo le diga. Y sobre todo no se le ocurra decirle una palabra a Valérie.

—¿A quién?

—Perugia, no se haga el tonto. No me tome por tonto. Yo sé todo de usted. ¿O qué se creía?

Vincenzo Perugia se queda callado, sorprendido. Se pregunta cómo pudo ese hombre enterarse de lo que nadie sabe: siente que está en sus manos. Valfierno también se calla por un momento que dura demasiado: quizás habló de más. Y sobre todo, le parece que ha dicho una frase que no es suya, que le suena con una voz ajena. Carraspea, se limpia. Después del interrogatorio tiene que llevarse el cuadro a su casa y esperar sus órdenes, le dice: que ni se le ocurra hacer nada por su cuenta.

—Yo ahora tengo que salir de viaje por unos días. Cuando vuelva lo voy a buscar para darle el resto de la plata y llevarme el cuadro. ¿Entendido?

—Claro, Signore, por supuesto.

Le contesta Perugia y se queda pensando por qué su jefe no se lleva el cuadro y acaba de una vez con todo esto. Trata de encontrarle razones pero no se le ocurren. Y se dice que el Signore sabe, que ha hecho todo bien, que no tiene por qué desconfiarle, que sabe todo y más. Que si lo decidió por algo es.

5

—No sabe la cantidad de veces que me he preguntado quién sería, qué le pasó, por qué no volvió nunca. Tantas veces, en estos veinte años, tantas veces.

En el café de la plaza de Dumenza nada ha cambiado desde ayer; es probable que en las últimas décadas tampoco. Vincenzo Perugia lleva la misma camisa de algodón —u otra igual, igualmente gastada— bajo los tiradores; hemos pedido una jarra de tinto del país, dos vasos, unos trozos de queso, unas olivas. Los demás parroquianos ya no nos hacen caso. Perugia se pasa las dos manos por el pelo: tiene los dedos cortos, las uñas muy comidas.

—Pero usted nunca habló de él.

—¿De quién?

—¿De quién estamos hablando? Del Signore. De ése que usted llama el Signore.

—¿Cómo que nunca hablé?

—Con la policía, con los jueces, con los periodistas.

—¿Y qué iba a decir? ¿Que un señor que no sé quién es me ordenó que hiciera lo que hice? ¿Para qué? No me habrían creído, me habrían tratado de mentiroso. Yo puedo ser lo que usted quiera, pero mentiroso no.

Ya me habían dicho que, para un italiano, ser ladrón no es un gran deshonor. Decir mentiras, en cambio, sí, terrible.

—Y además prefería que todos creyeran que usted lo había hecho solo. Usted era el héroe, ¿no, Perugia? El justiciero solitario.

Perugia me mira hostil y decido cuidar lo que le digo. Ya hemos hablado algo del robo —de esa noche, de esa mañana extraordinaria—, y traté de no hacerle preguntas que pudieran resultarle hostiles, incriminatorias: es un equilibrio complicado. Y ahora intento recuperarlo apelando a los recuerdos de la gloria:

—Debe haber sido un gran momento, me imagino.

—¿Cuál me dice?

—Ése de llegar con el cuadro bajo el brazo, saber que lo logró, que tiene lo que todos quieren.

Le digo, admirativo: hace mucho aprendí que, para hacer hablar a alguien, no hay nada mejor que lisonjearlo. Para mostrarse dignos del elogio terminan diciendo cosas que no tenían previstas.

—Sí, claro, estaba nervioso pero tan feliz.

Dice Perugia y levanta el vaso para un brindis: brindamos, supongo, por el robo exitoso y después me cuenta que dejaron el cuadro en la casa de esa lavandera francesa –"esa vaca, la querida de Michele", me dice— durante algunos días, esperando que la policía fuera a su casa a interrogarlo. Y que al final llegaron: tardaron más de dos meses pero llegaron. Eran unos idiotas, dice, unos franceses idiotas que me preguntaron si había trabajado en el Louvre, y les dije que sí, y algunas cosas más que no me acuerdo, tonterías.

—¿Y no estaba nervioso?

—¿Por qué iba a estar nervioso? Si yo no había hecho nada...

Me dice y me parece que, de alguna forma que no entiendo, lo está diciendo en serio. Y que lo único que lo puso un poco nervioso fue cuando le preguntaron por qué había llegado tarde a su trabajo el lunes 22 de agosto: sabían, me dice, que ese día me presenté a las nueve pero yo les dije que yo qué sabía, que era un lunes, que muchas veces los empleados se quedan dormidos los lunes y que qué importancia tenía eso. Yo les sonreía, me dice, pero no demasiado, y ellos también me sonrieron y me dijeron que claro, que tenía razón. Entonces revisaron un poco mi pieza y por supuesto no encontraron nada. Después se fueron.

—¿Y usted pensó que los había convencido?

—Claro, qué iba a pensar. Yo no pensaba nada: los había convencido.

—Y ahí fue cuando se llevó el cuadro a su casa.

—No, yo no soy tan estúpido, señor. No, esperé unos días, un par de semanas. Cuando vi que no volvían, entonces sí me lo llevé.

—¿Cómo se lo llevó?

—¿Cómo me lo voy a llevar? Así, lo envolví en una tela, me lo puse bajo el brazo y lo llevé. Caminando, fui, tranquilo, por el Marais.

Perugia se come una aceituna, sirve vino. Me imagino en la misma situación —el terror que me daría ese paseo— y pienso en las ventajas de una imaginación escasa: se precisa cierta inteligencia para poder representarse los peligros. Perugia tenía otras habilidades: en esos días se construyó una caja de herramientas de madera con un doble fondo para esconder el cuadro.

—Después supe por los diarios que la habían estado buscando los mejores policías de Francia, Inglaterra, Estados Unidos, que habían mandado gente a Alemania, Bélgica, Grecia, España, Rusia. Figúrese, la tenía yo. Qué imbéciles que son, si alcanzaba con buscarme a mí.

Dice Perugia, y no parece que esté haciendo un chiste. Pasaba el tiempo: Perugia se inquietaba por la falta de noticias del Signore, pero seguía esperando:

—Él, cuando se fue, me dijo que me iba a mandar instrucciones, más plata, que iba a venir a buscar el cuadro y a terminar con el asunto. Yo le creí, por supuesto que le creí. Figúrese: ¿para qué iba a hacer todo esto si después no venía a buscar el cuadro? Pero pasaban los meses, no aparecía, yo
empecé
a preocuparme.

A veces, me cuenta, Perugia sacaba la Gioconda de su doble fondo y la ponía sobre la mesa de su pieza, con una vela a cada lado:

—Sí, la verdad que a veces me pasaba horas mirándola. ¿Usted la vio alguna vez, señor, de cerca?

—No de tan cerca como usted.

—Seguro. Y además la debe haber visto en el museo. Es tan distinto verla en el museo y tenerla en su pieza, saber que es suya, que puede hacerle lo que quiera.

—¿Qué, por ejemplo?

—No sé, nada. ¿Le puedo contar una pavada?

Me dice, y ladea la cabeza de una forma extraña.

—Claro, por favor.

Perugia parece, de pronto, terriblemente tímido. Y no me mira mientras habla.

—¿Sabe qué hacía? Yo a veces sacaba mi mandolina y le cantaba.

—¿Su mandolina?

—Sí, ¿no sabía? Yo toco muy bien la mandolina.

Me dice, un destello de orgullo. Entonces le pregunto qué canciones le cantaba pero no me contesta: se queda callado, mirando algo que debe estar en otra parte.

—¿Y no le hablaba?

—¿A quién?

—A la Gioconda.

—¿Por qué me dice eso?

Dice Perugia, brusco, muy molesto. Me imagino que sí, pero que nunca va a contármelo. Entonces le pregunto qué pensaba sobre el Signore, qué se imaginaba, y me dice que distintas cosas. Que trataba de no pensar quién era, de dónde venía, pero que no podía evitarlo. Que se le habían ocurrido muchas cosas: que prefería no decirme nada, por si acaso. Y que lo esperaba, al principio, tranquilo.

—Él no me dijo qué iba a hacer pero eso no me preocupó, porque nunca me decía nada. No sé, yo primero pensé que estaba buscando un comprador y que tenía que esperar que se calmaran las cosas, por eso no me sorprendía que pasara el tiempo. A veces me escribía, sabe, me escribía...

—¿De dónde le escribía?

—Uy, desde lugares increíbles: desde Nueva York, desde El Cairo. Una vez me escribió desde Tánger. Yo pensaba que andaba buscando comprador, no era tan fácil vender ese cuadro con tanta policía detrás. Seguramente que lo andaba buscando.

Dice, y cae sobre la mesa la cagada de un pájaro: blanca, verde, pardusca. Perugia se sonríe y dice que nos va a traer suerte.

—A usted, sobre todo, señor.

Dice, y que a él también pero que no la necesita: que su vida está tan arreglada que la suerte ya no tiene importancia. Pero que en esos tiempos sí la necesitaba.

—¿Por qué?

—No sé, era difícil. Yo esperaba, me ponía nervioso, no duraba en ningún empleo. Me costaba cumplir con los horarios, tolerar a los jefes.

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