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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (30 page)

BOOK: Valfierno
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—¿A ver? ¿La tiene ahí?

Le contesté que por supuesto y me quedé callado. Era gracioso ver su turbación: un hombre que había infundido miedo a regimientos de soldados y de obreros no sabía cómo concretar un negocio que, finalmente, para él, sería bastante simple. Lo miré; el coronel frunció las cejas y pareció recordar algo.

—Ah, disculpe. Aquí está su dinero.

Me mostró un maletín de cuero negro apoyado sobre su escritorio de caoba estilo Imperio. Le pedí permiso, lo abrí y vi que estaba lleno de billetes de cien dólares. Me pareció que contarlos sería de muy mal gusto. Lo miré y me dijo que sí con la cabeza: en ese maletín debían estar los 350.000 dólares pactados. Le dije que suponía que había leído los diarios: el tono despreocupado me salió impecable.

—Por supuesto. Desde entonces que lo estoy esperando.

Me dijo, sin dejar de mirar el maletín de cuero claro.

—Aunque pueda parecerlo, no fue fácil.

Gozaba ese momento: el pobre viejo se moría de impaciencia pero tenía que escuchar mi alusión al origen de su placer: al hecho de que estaba siendo cómplice de un robo. Era importante que no se lo olvidara.

—Ya sé, marqués, me lo imagino. La verdad que hizo un trabajo extraordinario. Y, si me guarda el secreto, le diré que no creía que lo consiguiera.

Quizás era cierto, quizás trataba de dorarme la píldora: me daba igual. Lo disfrutaba igual.

—Extraordinario es la palabra. Mis felicitaciones.

Me dijo, pero entonces una sombra le cruzó por los ojos: habría caído en la cuenta de que estaba a solas con el ladrón más buscado del mundo. O, incluso: que era una de las poquísimas personas que sabían quién era el ladrón más buscado del mundo. La sombra no era miedo, supongo: más bien el recuerdo de su complicidad. Aproveché para insistir:

—Usted recuerda, coronel, los términos de nuestro acuerdo.

—¿Qué me quiere decir?

Se estaba exasperando. Le dije que recordara que se había comprometido a no mostrar la Gioconda nunca a nadie.

—Recuerde que, si lo hace, el riesgo principal es para usted.

—Ya lo sé, por favor.

Estaba harto, pero igual se tragaba su orgullo. No era cuestión de seguir tirando de la cuerda: agarré el maletín, lo abrí con un gesto que esta vez —la primera— me salió demasiado ampuloso. El coronel Burton no pudo hablar: tenía la boca abierta, las manos en la cabeza como quien mira una catástrofe.

—Usted no sabe lo que es esto.

—¿Le parece, coronel?

—No, usted no sabe, usted no sabe.

Yo pensé en decirle que, si no lo sabía, a fuerza de repetirlo terminaría aprendiendo. Creo que no lo dije. El coronel miraba la Gioconda sin poder creerlo todavía. Estiró una mano, la tocó, la retiró casi asustado.

—Y ahora la tengo yo. Es toda mía.

Eso creía. Lo mismo que estaban por creer, en esos días, el banquero que visité en su casa de campo, el petrolero en su oficina, el magnate del acero en su suite del hotel Waldorf, el aristócrata de Filadelfia, el gran matarife de Chicago. Cada uno de ellos disfrutaba con la creencia de que nadie más podía tener lo que tenía: se creían únicos —y mi trabajo consistió en que lo creyeran. Ni uno solo de ellos dudó de la autenticidad del cuadro que les entregaba; ni uno solo quiso pedirme demasiados detalles. Todos habían visto —cómo no verla— en los diarios la historia del robo, todos se admiraron por mi habilidad y sangre fría, todos me agradecieron —de una manera turbia— que los hubiera elegido como beneficiarios de mi acción. Todos morían por contar lo que tenían, y todos ellos —esperaba, espero todavía— van a sentirse muy virtuosos por resistir la tentación. Lo cierto es que había ganado mi batalla: tenía casi dos millones de dólares. Era más que lo que hubiera podido soñar: me entretenía pensándole destinos a esa fortuna inverosímil. Podía comprarme dos mil quinientos coches de la Ford, una heredera suiza, un castillo con tierras en el Lazio, una reputación perfecta en cualquier lado. Era muy rico, había ganado, era Valfierno.

¿De verdad, ni uno llegó a sospechar nada?

¿Usted habría sospechado, periodista?

Y que la fama de Miguel Ángel empezó con una falsificación: que esculpió una estatua a la manera clásica —un Cupido durmiente de una belleza extraordinaria— y que lo enterró para darle apariencia de una pieza antigua y que, entonces, falseada, se la vendió al cardenal San Giorgio en Roma por doscientos ducados. Y que el cardenal estaba encantado hasta que alguien le contó la verdad de su estatua y entonces se ofendió a morir —humillado porque no había sido capaz de distinguir lo supuestamente verdadero de lo supuestamente falso— y amenazó a Miguel Ángel para que le devolviera su dinero y le mandó la estatua y que, por ese orgullo, se perdió la oportunidad de tener una obra de Buonarotti tanto más valiosa a la larga que una antigua, y bastante más bella. Y que después Miguel Ángel descreyó de cualquier artificio y supuso que el arte era descubrir lo natural: sacarle al mármol lo que al mármol le sobra. Pero que con su Cupido consiguió la reputación de ser capaz de hacer algo que hasta entonces sólo los antiguos y que lo había hecho más por esa gloria que por los ducados y que él, Valfierno, también lo hace por la gloria —además del dinero. Y que el problema —su problema— va a ser cómo conseguirse esa gloria. Cómo hacer que su gloria secreta sea reconocida —sin dejar de ser secreta, sin arruinar su invento y perder, en ese acto, toda gloría.

No, seguramente no. ¿Y usted?

Yo jamás. Ya se lo he dicho: yo soy perfectamente crédulo.

Valérie era la pieza suelta de su máquina perfecta. La seguridad de su plan consistía en que cada uno de sus peones sólo lo conocía a él y no a sus otros compañeros —e incluso, en el caso de Perugia y sus amigos, ni siquiera le sabían un nombre. En cambio Valérie conocía bien a Perugia y sabía algunas cosas sobre él. Y, por más que no le hubiera contado los detalles —por más que no supiera que la meta del robo era la venta de las copias—, sabía que él, el marqués de Valfierno, había organizado lo que Perugia y los hermanos realizaron.

Después de la operación Valérie se había puesto insoportable. Valfierno había tratado de evitarla; aun así, las pocas veces que se vieron antes de que él se fuera de París, insistía en que quería su parte, que sin ella nunca lo habrían hecho, que qué se cree marqués —y subrayaba mucho la sorna de marqués—, que si le parecía que la podría dejar de lado así de fácil:

—Marqués, parece mentira, después de tanto tiempo. Realmente usted no sabe con quién está tratando de jugar.

—¿Qué me quiere decir?

—Nada que no le haya dicho. Que si no me entrega lo que me corresponde todo este asunto va a saltar por los aires.

Valfierno le ofreció mucho dinero con dos condiciones: que desapareciera de París y que nunca más —nunca más, me entiende, en su puta vida— volviera a ver a Vincenzo Perugia. Era de verdad mucho dinero.

—¿Así que está celoso, mi querido?

—No diga tonterías.

—¿No es lo mío?

Valérie terminó por aceptar. Le dijo que al fin y al cabo había resultado un buen negocio y le propuso que lo completaran con una última noche.

—No se preocupe, mi querido, va sin cargo. Es para sellar nuestro pacto de amistad.

Valfierno la rechazó —y creyó que acababa de demostrarle algo. Pocos días después recibió una carta de Marsella: Valérie le decía que se había instalado en un departamento de la Cannebiére y que se dedicaba a los marineritos: "Usted no sabe, marqués, cuánto he ganado". Valfierno le contestó para decirle que hiciera lo que se le cantara pero que nunca, bajo ningún concepto, volviera a comunicarse con él: que él había muerto para ella, le escribió, y al releerlo se sintió un poco idiota. "Usted no sabe, marqués, cuánto he ganado": Valfierno volvió a esa frase demasiadas veces. Valérie era la clave de su debilidad: se sentía, de alguna forma oscura, todavía en sus manos. Trató de consolarse pensando que ella hacía que toda la operación no fuera una vulgaridad: era el filo de riesgo que la transformaba en una verdadera obra de arte, se dijo, y no se convencía.

BECKER

¿Usted es Becker, cierto?

Sí, Charles Becker.

Soy el marqués de Valfierno, quiero hablar con usted.

¿Que quiere qué?

Nada. Tengo una historia que contarle.

Al principio no entendí. El hombre me llamó a mi oficina en el Chronicle y me dijo que su nombre era Marques y que tenía una historia que podía interesarme. Acababa de terminar la guerra y San Francisco hervía de veteranos desmovilizados y desempleados que trataban de vender cualquier cosa, incluidas las historias más inverosímiles. Yo recibía seis o siete de esas llamadas cada día, y las rechazaba sin más trámite. Pero algo en su manera de hablar me hizo dudar: su voz no me pedía, me ordenaba. No me preguntó si me podía encontrar con él, como hacían los vencidos; tampoco me dijo que tenía una primicia que me iba a interesar más que nada que me hubieran contado en mi vida, como solían hacer los vendedores de humo en frasco. No: sólo me comunicó que tenía que contarme una historia, y yo le pregunté a qué hora y dónde le convenía que nos viéramos. Recién cuando colgué me di cuenta de que, además, tenía un acento raro.

—¿Marques?

—Digamos, por ahora. Pero es marqués, no Marques. Marqués Eduardo de Valfierno, mucho gusto.

Lo reconocí porque habría sido imposible no reconocerlo. El bar del hotel Fillmore rebosaba de excitación, alcohol chicas de pelo corto y vestidos más cortos, testosterona en paquetes de noventa kilos y corbata al tono. Sonaba un piano pero nadie lo oía: los hombres y mujeres parloteaban, gritaban, se lanzaban miradas asesinas, se tocaban, todos muy ocupados en recuperar los años perdidos en miedos y trincheras. Al fondo del salón, en un sillón de cuero negro, como si nada de eso lo afectara, enfundado en un traje impecable de lino color crema, el cuerpo de un cincuentón menudo sostenía la cabeza de otra estatua: majestuosa, la melena plateada, la nariz decidida, la barbita entrecana y puntiaguda, los ojos increíblemente vivos.

—Usted me llamó.

—Usted es Charles Becker.

—Así es.

—¿Qué quiere tomar?

—¿Qué me quiere contar?

—¿Un whisky con dos hielos? ¿Tres?

Los ojos del marqués nunca dejaban de moverse. Como si quisiera observar todo alrededor o si acaso —pensé después, mucho después— como si presintiera.

Puedo dudar de lo que hice, no de lo que voy a hacer. No porque lo que hice sea más importante que lo que puedo hacer, sino porque el pasado es infinitamente modificable; el futuro, en cambio, sólo puede ser el que será.

¿Cómo?

No se haga el tonto, periodista.

Pasó un tiempo viajando: esos primeros meses de 1912 serían para siempre sus días de mayor felicidad —si la felicidad es esa calma de saber que uno ya ha hecho lo que se propuso y todavía no se ha propuesto nada nuevo. O sea: alejarse de todo lo que no sea presente.

Cada tanto leía noticias de París y la Gioconda: le daban mucho gusto. La policía estaba perfectamente despistada y, por más que los investigadores consultaron a todas las videntes, brujas y profetisas de la ciudad, no prosperaban. Echaron al director del museo, cambiaron las normas de seguridad, daban palos de ciego. La vergüenza llegaba hasta el gobierno y finalmente consiguieron detener a un sospechoso. La prensa lo contaba con detalles: era un poeta vagamente moderno, quién sabe si invertido, un tal Guillaume Apollinaire, que se les hizo sospechoso porque un amigo suyo, empleado del Louvre, le había regalado o vendido una estatuilla ibera que había robado del museo. Decían que su cómplice —a veces le ponían comillas a la palabra cómplice— era un joven pintor español, Pablo Picasso: lo interrogaron pero no lo detuvieron. El poeta estuvo preso una semana; al final lo soltaron sin más cargos. Los diarios seguían contando tonterías: lo que más se preguntaban los periodistas era cómo un ladrón podría vender un cuadro tan famoso. Valfierno se divertía como un chico. O, mejor: primero se divertía; en un momento lo empezó a irritar que fueran tan idiotas. Hasta que la noticia dejó de aparecer en los periódicos. A mediados de 1912 las autoridades del Louvre se rindieron, y taparon el agujero en la pared con un retrato de Rafaele Sanzio. Valfierno entendió que estaban tratando de olvidarlo —y ni siquiera lo sabían.

Él viajaba. Sus destinos le parecían uno solo: el hotel Carlton en la Costa Azul, el Reina Cristina en el norte de España, los baños de Marienbad o Baden Baden, el Select—¿o era Excelsior?— en Alejandría. Cambiaban los paisajes, el clima, los idiomas de la servidumbre pero la gente era siempre más o menos la misma, las comidas, las charlas, los escasos encuentros amorosos, las murmuraciones. Somos, pensaba, al fin y al cabo, pocos. Viajaba, daba vueltas. Por el momento prefería no volver a los Estados Unidos y la Argentina todavía lo inquietaba; todo el resto del mundo podía ser su mundo.

No tenía obligaciones —y nunca había imaginado la extensión de una frase hecha que muchos han repetido sin razón: no tenía obligaciones. Sin hogar, sin patria, sin familia, con un nombre y carradas de dinero, estaba librado a los caprichos de su voluntad. Era infinito: a veces, en medio del placer, le resultaba casi aterrador. Las opciones eran demasiadas y eran, más que nada, imprevisibles. Pensaba que tenía que decidir algunas cosas: imaginar, sobre todo, dónde viviría. Pero para eso tenía que pensar quién iba a ser. Evitaba pensarlo: evitaba, más que nada, recordar que tendría que pensarlo. Por el momento simulaba que la pregunta era qué quería hacer. No quería hacer nada pero no sabía cómo hacerlo: al cabo de unos meses, las formas convencionales de hacer nada le resultaron repetidas, aburridas. Y cuando pensaba en hacer algo, todo lo que se le ocurría era tan ínfimo frente a lo que había hecho. Innecesario, ínfimo. Sólo consideraba con algún interés ciertas continuaciones de su hazaña perfecta. Perfecto, le dijo en esos días una señora rusa y educada con la que compartió más de un balneario, es algo que no puede mejorarse, que está completa e intachablemente terminado. Entonces, señora, nada es perfecto en realidad. No, marqués, pero a veces debemos pretenderlo.

Todavía le quedaba, es cierto, la Gioconda. O, mejor dicho, le quedaba a Perugia. Sabía desde el principio que no quería tenerla: sólo había organizado el robo para vender las copias como originales y cualquier contacto con el cuadro sólo podría complicarlo. Pero, aunque no quisiera, en algún momento tenía que tomar una decisión sobre el asunto. De tanto en tanto le escribía unas líneas al italiano diciéndole que no desesperase, que no lo había olvidado, que volvería a buscarlo. En algún momento, sabía, tendría que verlo y hacer algo: el cuadro más famoso del mundo no podía quedarse para siempre debajo de la cama de un palurdo. Aunque, algunas noches, la estupidez de ese destino le pareció apropiada.

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