Valfierno (29 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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O sea, se dice, que lo único que no es falso, lo único definitivamente verdadero es el ángulo recto, un cuadrado, una esquina cualquiera. Lo cual no lo lleva demasiado lejos.

El hombre camina por una calle de forma tan distinta de la que lo llevó por esa misma calle tantas veces: algo puede decidirse en esa marcha. Camina. Pese a que se enfrenta a un momento que pudiera ser decisivo, a un gesto cuyas consecuencias pueden ser inmutables, supongamos que el hombre —Bonaglia GianFelice, nacido en Pescara el 23 de junio de 1844, miércoles, día de san Juan, de profesión tintorero de telas, casado con Perrone Annunziata, un hijo chico llamado GianMaria— no está muy convencido de lo que está a punto de hacer, que se pregunta por qué está por hacerlo y que no encuentra una respuesta que lo satisfaga. Pongamos que, aun así, no encuentra la manera de no hacerlo. Pongamos que supone que sería mucho más difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta de por qué —o de cómo— no hacerlo, y sigue caminando.

O supongamos que no le parece que sea para tanto: que si imaginara lo que está por sucederle encontraría —sin duda encontraría— la forma de justificar su retirada. Supongamos que está a punto de ser la víctima —más que nada— de una imaginación pobre; postulemos que el valor suele ser —sobre todo— un defecto de la fantasía. O un exceso de la realidad —de confianza en la insistencia de la realidad: hombres diciéndose que, como no suele suceder nada temible, no hay razones para temer que ahora suceda.

Esa noche Valfierno no quiere ver a nadie. Se va a su habitación y se dice que tiene que pensar alternativas. Siempre se ha dicho que lo que importa es prever las variables posibles, los desarrollos posibles a partir de un hecho, pero esta noche no soporta más. La situación le parece increíble y piensa que si la pensara, la entendería menos y le preocuparía más todavía. Hoy se ha robado la Gioconda —sus hombres se han robado la Gioconda—, acaba de realizar lo que lleva años pensando, ha hecho lo que nadie pudo hacer, se llevó el cuadro más famoso del mundo y la historia no aparece en los diarios Se sirve una copa generosa de cognac, trata de no pensar pero no puede. Le dan ganas de vestirse e ir a ver a Chaudron: es el único a quien podría contarle lo que pasa, pero tampoco puede. Sería un error, se dice. Y se sirve otra copa. Sabe que la Gioconda ya no está en el Louvre, sabe que la robaron, acaba de verla, está seguro, y sin embargo no hay noticias. Su plan, sin la noticia, no vale un centavo. Su cuadro, sin noticias, nada. Su historia, sin la noticia, se derrumba: si esos pobres muchachos supieran que los mandé a robar la Mona Lisa para que lo contaran en los diarios.

Valfierno trata de no pensar y trata de pensar qué puede estar pasando: la dirección del museo no lo quiere decir, la policía prefiere que no se sepa todavía, saben algo que él no sabe, saben algo que no quieren que nadie sepa, están a punto de descubrir todo y lo van a contar cuando lo hayan resuelto, están llegando a detenerlo, no tienen ni idea, no pueden saber nada, el cuadro que tenían colgado era una copia preparada por si alguien la robaba: era cierto que se robó una copia. Valfierno respira hondo y se queda muy quieto, los ojos fijos en la ventana cerrada, el cuello duro: se ha robado una copia. Ha caído en su trampa, le han dado de su propia medicina. Ha caído en su trampa.

Trata de consolarse: si hubiera estado seguro de que todo iba a salir bien no habría valido la pena hacerlo, se dice. Lo considera dos minutos: como si hubiera encontrado una salida. Idioteces, se dice, con fastidio: sofismas de marqués. Después piensa que no es posible, que el Louvre no puede tener en exhibición un cuadro falso, que no podrían permitírselo, que hay visitantes que lo notarían y se sonríe, amargo, el consuelo del desdén en la derrota: sabe mejor que nadie que muy pocos sabrían —si acaso, si es que alguno. Se ha robado una copia, piensa, y las demás hipótesis se desvanecen frente a ésa. Era su propia trampa y ha caído. Recién consigue relajarse —mover hacia el costado la cabeza, la mano para tantear un cigarrillo, la mirada— cuando se le ocurre que va a arrastrar a muchos más en su caída: va a contar la verdad. Los diarios van a saber que el cuadro colgado en el Salón Doré era una copia, que el Louvre miente a sus clientes, que todo es un engaño.

Camina: Bonaglia GianFelice tiene menos de treinta años —más de veinte, menos de treinta años—, el cuerpo ancho y casi alto, las piernas combas, la cabeza un poco tosca coronada por una mata de pelos negros que se le arremolinan sin control. El control de esos pelos siempre le ha parecido —a Bonaglia GianFelice— una pérdida de tiempo, una preocupación de señoritos. Su cara sería, sí, preocupación para cualquier señorito: mandíbula cuadrada, la nariz como tallada a golpes, las cejas muy pobladas sobre ojos hundidos negros estrechos como tajos, su boca más reventona que carnosa. Es verano: Bonaglia GianFelice lleva una blusa blanca sucia abierta sobre el pecho y unos pantalones de pana negra —sus únicos pantalones— que no bajan más allá de media pantorrilla: la ropa sin alardes de un peón tintorero. Es verano y Bonaglia GianFelice no piensa en su mujer, su hijo: camina transpirando. A su lado caminan otros cientos de hombres que podrían ser descritos parecido. A Bonaglia no le parece —no lo habría pensado, pero si hubiera no le parecería— que esos cientos pudiesen ser descritos parecido: no hay hombre que piense semejante cosa. Ni siquiera cuando camina bajo el sol de Roma por las calles de Roma con sus más semejantes, con aquellos que han salido juntos porque se creen iguales y creen —creen que creen— en los mismos fines.

Que copiar es reconocer el valor de una obra; que falsificar es reconocer su precio. Que el falsificador es un bastar-do acomodaticio, una puta más o menos cara: que no hace lo que cree que tiene que hacer, lo que no tiene más remedio que hacer, lo que debe sino lo que otro hizo, lo que supone que otros esperan —y le quieren comprar. Que fue un idiota. Que recibió su merecido.

Son los últimos días de algo que ha durado mucho tiempo. Los hombres marchan —han salido de sus talleres al principio de la tarde y marchan—, llamados por el rumor de que el gran Garibaldi está llegando a la ciudad para acabar de una vez por todas con el poder de los papistas. Los hombres caminan por las calles sombreadas, estrechas del suburbio hacia la muralla; no llevan armas: algunos tienen un cuchillo, pocos un mosquetón, pero se puede decir que no llevan realmente armas: que no quieren creer que puedan precisar armas para derrotar a los que ya están derrotados. Cada tanto uno grita para darse ánimos —y dárselos a los otros que caminan. Grita un viva Garibaldi, viva Italia, mueran los papistas y muchas ventanas se cierran a su paso: deberían sospechar que quizás son ellos los que se equivocan —cuando imaginan que su marcha será sólo un paseo, que al final de su marcha los espera tranquila la victoria. Quizás, ante las ventanas que se cierran, mujeres persignadas, un silencio, deberían sospechar que no es así, que se equivocan. Pero los hombres no caminan pensando que están equivocados.

Se ha quedado en su habitación hasta las dos de la tarde porque a la mañana le han traído —los pidió— todos los diarios y en ninguno aparece: siguen hablando de las mismas tonterías. Por momentos se regodea en su venganza —contar a todos toda la verdad—; por momentos le parece idiota. A veces se regodea y le parece idiota y le piensa detalles: en qué diario, con qué periodista, qué va decir y qué no va a decir. Y le parece idiota y se va a arruinar la vida y en realidad son sólo formas de olvidarse de que perdió su gran apuesta, piensa. Así que ha tenido que hacer un esfuerzo tremendo para bañarse, afeitarse, peinarse, vestirse y pensar en salir a la calle: ya no sabe qué hacer. Valfierno no sabe qué hacer con una profundidad que no recordaba. Muchas veces no ha sabido qué hacer ante una situación, algunas no ha sabido qué camino tomar en decisiones importantes, que podían definir su vida. Eran momentos de zozobra y los recuerda como experiencias en el límite: cuando decidió entrar al grupo anarquista de Rosario, cuando no pudo decidir nada y terminó en la tienda de San José de Flores, cuando decidió que sólo escapándose de Buenos Aires tenía alguna chance de seguir. Los recuerda como momentos de una tensión extrema, los momentos más duros, pero ahora se da cuenta de que no lo eran. Había algo que los hacía clementes: entonces sólo sufría la presión de tener que elegir entre ciertas opciones. Ahora no las hay: es pura desazón, incomprensión perfecta, el desespero de saber que las cosas tendrían que ser de tal manera y ver que no lo son y no poder entender qué está pasando y, menos todavía, qué hacer con eso o, por lo menos, qué no hacer. Querría encomendarse a algo, a dios, a alguna forma del destino pero no la encuentra, y no sabe qué hacer. No sabe: no sabe, no entiende, no reacciona, y ha tenido que juntar toda su voluntad para bañarse, vestirse, bajar al vestíbulo, salir a la calle:

—————¡La Gioconda! ¡Entérese de todo! ¡Ha desaparecido

la Gioconda!

Grita un diariero, y otro grita:

—¡La Gioconda, señores! ¡Se escapó la Gioconda!

Y más corren con tapas de diarios que dicen con letras catastróficas Inexplicable, Increíble, Sorprendente entre otras cosas. Y Valfierno corre a comprarlos antes de darse cuenta de que está haciendo lo que soñó miles de veces, antes de dar por terminados el debate y la zozobra, antes depensar que esos diarios —que todos los diarios del mundo están hablando de él.

Los hombres desembocan en una plaza amplia. En la plaza hay dos robles, paredes descascaradas color ocre, una fuente sin agua y, al fondo, un batallón de guardias suizos. Son dos filas de guardias: la primera, rodilla en tierra, apunta con fusiles; la segunda los espera de pie. Los hombres que caminan a la cabeza de los hombres ven a los guardias suizos y aminoran su marcha: por un momento se revuelven, miran a los costados, buscan una salida o —al menos— una forma de detener su avance; los que vienen detrás, que no han visto a los guardias todavía, los empujan. Los hombres de la cabeza gritan. Bonaglia está entre ellos; con ellos mira a los costados, levanta los brazos, grita dos palabras, vuelve a mirar al frente, donde los guardias de la fila de a pie se están llevando los fusiles a la cara.

¿Y a esto sí lo llamaría usted un hecho?

¿A eso? Ni siquiera una historia. Yo supe, mucho después, que todo eso había pasado y supe, más tarde todavía, que no tuvo la menor importancia.

¿Y por qué me lo cuenta?

Por fin una pregunta, periodista.

Los soldados disparan. El hombre, el padre, sale huyendo.

Le resulta tan raro leer esas historias que hablan de él y no lo saben. Se ha sentado junto a la ventana en un café: ve pasar más y más vendedores de diarios alborotados con nuevas ediciones, con últimas noticias, compradores que se los sacan de las manos, el calor que dejó de importar, el hidroplano hundido, Nijinsky patinando: el mundo como efecto de su idea. "¿Qué audaz criminal, qué mistificador, qué maniático coleccionista, que delirante aficionado, ha cometido este espantoso latrocinio?", lee Valfierno. "La Gioconda de Leonardo da Vinci ha desaparecido. Lo cual sobrepasa nuestra imaginación", lee, se pavonea. Y sigue leyendo que esa mañana —la mañana del martes— un pintor aficionado que quería copiarla le preguntó a un guardia por qué la Mona Lisa no estaba en su lugar. Y que el guardia le dijo que esperara, que se la habrían llevado para sacarle una foto o lo que fuera. Y que el pintor esperó hasta las once y volvió a preguntar y que al fin cundió la alarma y empezaron a buscarla por los distintos gabinetes —fotografía, restauración, limpieza— y que no la encontraron y que trataron de pensar que era una confusión hasta que, ya casi a mediodía, se dieron cuenta de que no aparecería y llamaron al jefe de policía que llamó al ministro del Interior que llamó al presidente. Y que el pánico dejó paso al escándalo. Y que no saben cuándo se la llevaron. Que como ayer lunes el museo estaba cerrado nadie notó nada, que apareció un empleado diciendo que ya el lunes a la mañana había visto que la Gioconda no estaba colgada pero que como siempre se la llevaban para algo, dijo, no le di la menor importancia. Y que por eso tardaron treinta horas en descubrir el robo, lee Valfierno y no puede creerlo: eran idiotas, incompetencia pura. Si lo hubiera sabido.

"Es evidente que el ladrón o los ladrones tuvieron todo el tiempo que quisieron para llevar a cabo su operación. Por ahora la misma es un misterio para nosotros", le dijo el jefe de la policía a un periodista. "Pero ya lo vamos a detener. El ladrón siempre hace un falso movimiento", dijo el jefe. Un falso movimiento, lee Valfierno, y se pregunta cuál podrá ser el suyo.

2

Ahora era, sin la menor duda, el marqués de Valfierno: había conquistado mi título en la lid, como aquellos caballeros medievales que el rey ennoblecía en el atardecer de la batalla. Me lo había ganado haciendo lo que nadie había sabido hacer —y muchos habrían querido. O me lo había ganado, en realidad, haciendo lo que nadie había querido —porque no habían sabido imaginarlo. Yo era, por fin, ése que había querido ser, y no me notaba tan cambiado.

El mundo cambiaba más que yo: amenazaba guerra. La amenaza de una guerra puede ser peor —en algunos sentidos— que la guerra: son esos días resbaladizos en que parece sensato creer que todo es posible, aun lo más insensato —y no hay nada más aterrador que esa sensación de que no quedan límites. Cuando lo que temíamos empieza a suceder, en cambio, lo que sucede, aun siendo tremendo, siempre es menos que lo que podría. Yo sé que la llegada del hecho —una catástrofe, incluso, algo terrible— puede ser un alivio. Esperábamos una guerra y, en esos días, el mundo había cambiado mucho: la amenaza ponía a los hombres de humores muy extraños y todo parecía moverse a los tumbos y sin un rumbo fijo. Ese clima inestable, pese a todo, no me impidió completar la venta de los cuadros.

Podría decir que fue poco más que un trámite, pero tampoco sería exacto. Lo cierto es que vi cómo seis personas que creían que poseían casi todo alcanzaban la felicidad de conquistar uno de esos escasísimos objetos que nadie puede —o debe— poseer: habían llevado el arte de la posesión a una cima extraordinaria, al colmo de su tontería. Aquel otoño, tras el robo, me dediqué a distribuir las seis copias de la Gioconda por Estados Unidos.

Hacía frío, esa tarde de noviembre en que me presenté —cinco en punto, según la cita convenida— en la mansión del coronel Gladstone Burton en la Quinta Avenida. El mayordomo que me midió en la puerta aprobó mi apariencia-llevaba mi tapado de cuello de visón y un maletín de cuero claro con herrajes dorados. El mayordomo me condujo a través de salones pomposos; parado en su escritorio, el coronel parecía demasiado ansioso para perder el tiempo en saludos y formalidades.

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