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Authors: David Wellington

Vampiro Zero (30 page)

BOOK: Vampiro Zero
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Parecía asustado. Caxton se lo había llevado a la comisaría de policía más cercana y lo había puesto en manos de unos agentes para que lo ficharan. Le hicieron fotos, le tomaron las huellas dactilares, lo desnudaron y lo cachearon, lo metieron en una celda con un puñado de drogadictos y delincuentes de tres al cuarto, y lo dejaron allí encerrado un buen rato. Estaba muy asustado.

Aquélla era la primera vez que Caxton lo veía desde que habían llegado. Mientras sus colegas se encargaban del chico, Caxton había estado discutiendo la situación con el jefe de la policía local y había echado un vistazo a su correo electrónico. Quería estar segura de lo que hacía.

Cuando se sintió preparada (o, para ser sinceros, un poco después de sentirse preparada) hizo que lo sacaran de la celda y lo llevaran a una sala de interrogatorios. A decir verdad, no era la mejor sala de interrogatorios que Caxton hubiera visto. Había una mesa con un tablero de fórmica marrón y negra, con quemaduras de cigarrillo y manchas de café acumuladas durante varias generaciones. Había dos sillas colocadas una junto a la otra, pues la sala no era lo bastante grande para que el sujeto y el interrogador se sentaran cara a cara. Y había una argolla reforzada clavada a la pared, a la que habían esposado a Simón.

La argolla estaba bastante alta, para que la cámara de vigilancia pudiera ver las manos de Simón en todo momento.

Caxton se reclinó en su silla. Tenía en las manos un sobre con varios papeles. Sacó uno y leyó:

—«Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a buscarse a un abogado. Si no puede permitirse uno, se le asignará uno de oficio en el juzgado y en el momento de la vista. ¿Entiende los derechos que acabo de leerle? Teniendo presentes esos derechos, ¿quiere hablar conmigo?».

Caxton le dirigió una mirada expectante.

—Que le den —gruñó Simón—. Cuénteme lo que está pasando. No tengo por qué aguantar esto. Si no me acusa de nada, puedo largarme de aquí ahora mismo.

Pero Caxton negó con la cabeza y esbozó una sonrisa sarcástica.

—¿Si no te acuso? Vale. ¿Qué tal si te acuso de entrar sin permiso en un edificio del gobierno? ¿O de robar pruebas de una investigación criminal en curso? Por no hablar de lo de hacerte pasar por un agente de policía. ¿Quieres que siga?

—No tiene... No tiene ninguna prueba —le espetó el chico, pero los ojos le brillaban de miedo.

Eso estaba bien: si lograba asustarlo lo suficiente, a lo mejor accedería a aceptar su protección. Caxton soltó un suspiro teatral y dijo:

—«Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier...»

—Vale —la interrumpió Simón—. Sí, ya lo sé. Dígame tan sólo de qué coño va todo esto.

—Tu chaqueta. La chaqueta azul pastel.

Él la miró de reojo.

—Me la puse para esa farsa de funeral. Fue la única vez que la vio usted, maldita sea.

Ella volvió a menear la cabeza, metió la mano dentro de un sobre y sacó una foto digital. En ésta se veía un hombre vestido con un traje azul claro frente a la entrada del archivo de los marshals.

Simón echó un vistazo a la fotografía, pero no le dedicó la atención necesaria para ver nada.

—Ése no soy yo. Si ni siquiera se le ve la cara.

—¿Crees que esta foto es lo único que tengo?

—No diré nada más hasta que llegue mi abogado.

—Muy bien —replicó Caxton—. Eso me dará tiempo a comparar tus huellas dactilares con las que hemos encontrado en la escena del crimen.

Era un farol, pero valía la pena intentarlo. El hombre de la fotografía no llevaba guantes y era bastante probable que, estando en los archivos, hubiera tocado alguna superficie, tal vez el pomo de una puerta o un mostrador.

—Un momento —dijo Simón.

—En cuanto logremos identificar esas huellas no creo que tenga que hacerte más preguntas. Nos bastará con meterte en una celda de detención y esperar a que se celebre el juicio. Tú estarás a salvo y yo podré salir a matar a tu padre. Desde luego, hay un par de cosas que me gustaría saber pero, en fin, si quieres esperar a tu abogado, espera. Lu logró contactar con él hace un rato y le dijo que estaría aquí por la mañana. —Caxton volvió a meter los papeles en el sobre y se levantó—. Puedes pasar la noche en la celda de detención y esperar a que llegue.

—Espere —dijo Simón.

Ella le dirigió otra mirada de expectación.

—Espere. Vale, estoy metido en un lío, ya lo entiendo. Que conste que no estoy confesando nada, pero ¿si contesto a sus preguntas...?

Caxton sacudió la cabeza.

—No puedo coaccionarte para que hables. Eso quiere decir que tampoco puedo ofrecerte ningún trato a cambio de una declaración.

Él cerró los ojos y asintió con la cabeza.

—Pero tiene que haber algo que podamos hacer. Si accedo voluntariamente a responder a sus preguntas, a lo mejor puede evitar que me pudra en una celda...

Ella se encogió de hombros.

—La decisión sobre si se presentarán cargos no depende de mí —le dijo. Y era la verdad: sería Fetlock quien tomara esa decisión, llegado el momento, basándose en los consejos de Caxton—. Sin embargo, una de mis funciones como marshal es el transporte de prisioneros de un lugar a otro. Puedo llevarte a otro centro de detención. Uno en Pensilvania, por ejemplo, donde podrías estar con tu hermana.

El se la quedó mirando un momento con los ojos muy abiertos y, por fin, asintió. Al ver que su barbilla se movía, Caxton tardó un segundo en comprender que aquello era un sí y no un temblor muscular.

—Muy bien —dijo entonces—. Primero: cuéntame qué sucedió exactamente en los archivos de los marshals. Quiero saber quién te pidió que lo hicieras y quién te contó cómo hacerlo. Quiero saber cómo lo hiciste y también dónde están esos archivos.

Después de eso, Simón se abrió como una rosa.

Su historia empezaba justo después de la masacre de Gettysburg, donde Caxton y Glauer se habían enfrentado a un ejército de vampiros... y habían perdido. Jameson había decidido salvarle la vida a Caxton y había acabado con los vampiros, que eran demasiados para ella.

—Mi padre creía de verdad que sería capaz de hacerlo, que tendría la fuerza de voluntad necesaria para entregarse. Imagino que su intención era entregarse a usted. Y que usted decidiera qué hacer con su vida.

—Ésa es una manera un tanto extraña de expresarlo —dijo Caxton.

—Pues a mí me parece bastante precisa. Se suponía que iba a ser algo limpio y claro: él acudiría a usted, usted le plantaría la pistola en el pecho y todo terminaría. De todos modos, antes de convertirse en vampiro pensaba que su vida había terminado. Era un lisiado, un cazador de vampiros que casi no podía subir unas escaleras y mucho menos disparar. Tenía la sensación de haber perdido lo único que daba sentido a su vida. Por eso decidió lo que decidió. Pero más tarde me habló de su primera noche como vampiro, de la fuerza que había sentido y de todas las cosas que podía ver. Los vampiros ven más que nosotros en el final rojo del espectro ultravioleta; tienen casi una visión de infrarrojos. Yo no puedo ni imaginarme las cosas que me describió: el brillo del cielo, cómo los árboles palpitan llenos de vida y cómo todos los animales...

—... están llenos de sangre —lo cortó Caxton—. Ya sé que son capaces de ver la sangre incluso en la oscuridad —añadió y sacudió la cabeza—. Pero de la forma que lo describes tú suena bastante bien.

—Bueno, supongo que lo era. Por lo menos al principio. Me juró que nunca le haría daño a un ser humano. Tan sólo quería otra noche como ésa... y después otra más. Se dio cuenta de que no quería renunciar a la vida y que tan sólo había estado compadeciéndose... Creo que creía que aún podía hacer el bien. Matar a más vampiros... trabajando como infiltrado, dijéramos. Esa fue la sensación que tuve cuando se puso en contacto conmigo por primera vez.

—¿Cuándo fue eso?

Simón se frotó la frente.

—En octubre. A finales de octubre... Recuerdo que aquella noche había una lámpara hecha con una calabaza delante de mi puerta.

De modo que Jameson había estado activo durante casi un mes antes de contactar con su hijo. Caxton se preguntó qué debía haber hecho durante todo ese tiempo: ¿pasar las noches con Dylan Carboy hablando de lo mucho que el chaval odiaba el colegio? ¿Beber sangre de una bolsa de plástico, esperando que eso fuera suficiente? Caxton no lograba imaginar lo que debía haber hecho ni pensado durante esos primeros días. Aún no.

—¿Cómo se puso en contacto contigo? ¿Se presentó en persona?

—No —contestó Simón—. Me llamó por teléfono.

—¿Recuerdas desde qué número te llamó?

—Me llamó al teléfono de casa, que no tiene identificador de llamadas.

Caxton asintió y se reclinó en la silla.

—¿Te dijo en algún momento dónde estaba o por lo menos desde dónde te llamaba?

—Por supuesto que no —dijo Simón—. Sólo me llamó un par de veces. La primera para saber cómo me iba. Puede imaginar mi reacción: mi padre muerto llamándome por teléfono para preguntarme qué tal me iban las notas. Me quedé ñipando y le colgué. Perc volvió a llamar... y entonces no le colgué.

Caxton intentó recurrir a la empatia de Glauer y adivinar por qué.

—Porque lo echabas de menos —aventuró.

—¿Qué coño? —le espetó Simón—. Entiéndalo, nunca antes me había llamado a la universidad. Mientras vivía, me refiero. Cuando iba al instituto no lo veía casi nunca, siempre andaba ocupado con algún seminario sobre vampiros o algún programa de formación de la policía, o tenía que salir corriendo a cualquier rincón de Pensilvania porque alguien había visto a un albino con las orejas de punta rebuscando en su basura, que al final siempre resultaba ser un coyote. No, no lo echaba de menos. La verdad es que nunca tuve padre. Pero después de su primera llamada sentí... Sé que sonará estúpido, pero me sentí como si por primera vez tuviera a alguien. Cuando volvió a llamar, me alegré de oír su voz, a pesar de lo mucho que había cambiado. Fue entonces cuando me contó cómo era ser un vampiro y lo mucho que quería seguir viviendo. También me contó que usted quería cargárselo y que yo podía hacer algo para ayudarlo, para mantenerlo con vida.

—¿Y dijiste que sí?

Simón se encogió de hombros.

—Tuvo que convencerme, pero él continuaba siendo el de siempre. Mi padre siempre ha conseguido lo que quiere de mí. Siempre ha sabido manipularme, hacer que sienta lástima por él. Me contó que estaba solo y desesperado; que todo el mundo quería hacerle daño. Pero era todo teatro, ¿verdad? No me conteste, ya sé la respuesta. Los vampiros pueden hipnotizarte mirándote a los ojos y creo que también pueden hacerlo hablándote. O a lo mejor... yo era un objetivo vulnerable.

El chico continuó hablando sin que Caxton tuviera que decirle nada, narrando su historia, cada vez más rápido.

—Unos días más tarde me llegó una carta sin remitente. En el matasellos ponía: Bellefonte. Dentro había una tarjeta de seguridad y un hilo de nailon. Era su antigua tarjeta de cuando trabajaba para los marshals. Yo debía encontrar sus viejos archivos y robarlos. Lo más difícil fue llegar hasta Virginia. Tuve que coger un tren y luego caminar ocho kilómetros desde la estación. En la puerta había un guardia de seguridad de aspecto aburrido que le echó un vistazo a la tarjeta y me dejó pasar. Lo mismo en el archivo. Firmé para retirar los documentos, aunque usando su nombre, por supuesto, me los guardé y salí tal como había entrado. Así de fácil. Regresé a la estación de tren, me metí en el baño, me cambié de ropa y me despeiné un poco. Si alguien me hubiera estado buscando, no me habría reconocido. Cogí el primer tren a Syracuse y ese mismo día asistí a la clase de las cinco y media de la tarde: Francés intensivo 206. No podía saltármela. Debía asistir a una clase de dos horas y cincuenta minutos al día, y al final del semestre me darían nueve créditos, con los que cubriría el expediente de lenguas extranjeras. Por cada clase a la que faltabas te bajaban un punto.

Caxton suspiró.

—¿Y dónde están esos documentos ahora?

—El me dijo que contenían información que podía hacerle daño, que podía conducirla a usted hasta él. Una lista de lugares que creía que podían ser buenas guaridas para vampiros, información personal sobre su familia y muchas cosas sobre Malvern. —Simón levantó las manos—. Los quemé todos. Tiene que entenderlo: creía que estaba haciendo lo debido, que estaba ayudando a mi padre. Entonces, en la farsa de funeral, cuando usted mencionó que iba a matarlo...

—Ya —dijo Caxton—. Ahí aún creías que era un buen tipo. ¿Hasta cuándo lo creíste?

—Hasta que mató a mi tío —dijo Simón, y respiró profundamente—. Fue entonces cuando me busqué un abogado. Por eso rechacé su protección. Mi padre mata a todo aquel que sabe algo; mata a la gente que se interpone en su camino. Ya no es el hombre con el que hablé por teléfono.

—Ya no es tu padre —dijo Caxton.

—En realidad, en muchos sentidos tengo la sensación de que se comporta más que nunca como mi padre.

Caxton se dijo que entendía por qué decía eso.

—Muy bien. Siguiente pregunta: ¿cuándo hablaste con él por última vez?

—Ésa fue la última vez, cuando me pidió que robara los archivos. No he vuelto a saber nada de él.

Caxton asintió y tomó nota en su libreta.

—Aunque hablé con Malvern hace unos tres días.

A Caxton estuvo a punto de caérsele el boli.

Capítulo 42

—¿Con Malvern? ¿Estás en contacto con Malvern? —Caxton contuvo el aliento—. ¿Desde hace poco?

Simón sacudió la cabeza.

—Todo empezó hace años, antes de que apareciera usted. Durante mi primer año en la universidad, de hecho.

Caxton se mordió el labio.

—Eso fue hace... ¿qué, dos años? En aquella época Malvern aún estaba internada en un hospital medio abandonado. Era la única paciente. Vi el hospital. Estuve a punto de morir allí. La seguridad era bastante estricta, tu padre se encargó de ello. No es posible que te colaras y hablaras con ella, y sé que él nunca te habría permitido verla sin supervisión.

—Sí, bueno —dijo Simón—. En realidad no la vi nunca. Hablábamos por correo electrónico —añadió con una sonrisa—. Mi padre era muy bueno en muchas cosas, pero nunca llegó a pillarle el truco a los ordenadores. Y, por algún motivo, Malvern tenía un portátil...

—Sí —lo interrumpió Caxton—. Era la única forma que tenía de comunicarse con sus cuidadores. No puede hablar, está demasiado vieja y descompuesta, de modo que se expresa escribiendo sus mensajes con el portátil.

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