Authors: Brian Lumley
—Todavía estás delgado —dijo ella al fin, no muy inspirada—. ¿Qué te da de comer tía Georgina?
El sonrió y se volvió a George, saludó con la cabeza y le tendió la mano.
—¿Habéis tenido buen viaje, George? Estábamos un poco preocupados; aquí, en verano, hay un tráfico enorme en las carreteras.
«¡George!» gruñó éste para sus adentros. «Llamas a todos por el nombre de pila, como a tu mamaíta, ¿eh?» Sin embargo, habría sido peor que lo hubiese mandado a la mierda.
—El viaje ha sido bueno.
George sonrió forzadamente y observó a Yulian con disimulo. El joven era unos siete u ocho centímetros más alto que él. Con aquellos cabellos, todavía lo parecía más. Diecisiete años, y era ya un hombrón. Huesudo, en todo caso. Con seis o siete kilos más, estaría imponente. Al estrechar la mano, sus dedos largos parecían de hierro.
George se dio cuenta de pronto de sus propios cabellos ralos, su pequeña panza y su aspecto un poco rechoncho. «¡Pero al menos yo puedo tomar el sol!», pensó. La palidez de Yulian era algo que nunca cambiaba; incluso aquí se mantenía al abrigo de la vieja casa, como parte de su sombra.
Pero si los últimos dos años habían favorecido a Yulian, no habían sido tan buenos para su madre.
—¡Georgina! —Anne se había vuelto a su prima y la estaba abrazando. Y al hacerlo se daba cuenta de lo frágil y temblorosa que estaba. La pérdida de su marido, casi dieciocho años atrás, todavía la afligía—. Y… ¡qué buen aspecto tienes!
«¡Embustera!», no pudo dejar de pensar George. «¡Parece un reloj que está a punto de agotar la cuerda!»
Era verdad; Georgina parecía una autómata. Hablaba y se movía como si estuviese programada.
—Anne, George, Helen, ¡cuánto me
alegro
de veros de nuevo! De que aceptarais la invitación de Yulian. Pero entrad, entrad. Ya habréis adivinado lo que os hemos preparado. ¡Té con crema, naturalmente!
Pasó delante, ligera como el aire, y entró en la casa. Yulian se detuvo en la puerta, se volvió y dijo:
—Sí, pasad. Con toda libertad. Como si estuvieseis en vuestra casa. —Su manera de hablar, su tono un tanto ritual, hicieron que su bienvenida sonase un poco extraña. Y al ir a pasar George por su lado, añadió—: ¿Quieres que entre tu equipaje?
—Gracias —dijo George—. Vamos, te echaré una mano.
—No es necesario —dijo Yulian, sonriendo—. Dame solamente la llave.
Abrió el portaequipajes y sacó las maletas como si estuviesen vacías y no pesaran nada. George pudo ver que no era una simple exhibición. Yulian era muy vigoroso…
Lo siguió dentro de la casa; se sentía inútil, en cierto modo. De pronto se detuvo al oír un grave gruñido de advertencia que procedía de un armario abierto en un rincón del vestíbulo. Allí en la sombra, detrás del perchero de roble, se movió algo negro como el pecado y brillaron unos ojos amarillos. George miró más fijamente y dijo:
—¿Qué diab…?, —y el gruñido se hizo más fuerte.
Yulian, que estaba a mitad del pasillo en dirección a la escalera, se volvió y miró hacia atrás.
—Oh, no dejes que te intimide, George. Sus ladridos son peores que sus mordeduras, te lo aseguro. —Y en un tono de mando más duro—: Vamos, muchacho, sal a la luz para que podamos verte.
Un alsaciano negro, casi crecido del todo (¿era realmente este monstruo el cachorro de Yulian?), salió del armario, y mostró los dientes al pasar junto a George. Se dirigió directamente a Yulian y se quedó esperando. George advirtió que no meneaba la cola.
—Está bien, viejo amigo —murmuró el joven—. Ahora lárgate.
Tras lo cual, aquella criatura de cruel aspecto se adentró en la casa.
—¡Cielo santo! —exclamó George—. Menos mal que está bien adiestrado. ¿Cómo se llama?
—
Vlad
—respondió Yulian, volviéndose, con las maletas—. Creo que es un nombre rumano. Significa «príncipe» o algo parecido. O lo significó en la antigüedad…
Yulian se dejó ver poco durante los dos o tres días siguientes. Esta circunstancia no preocupó de modo especial a George; en todo caso, le sirvió de alivio. Anne pensó simplemente que era extraño que no anduviese por allí; Helen imaginó que la estaba esquivando y esto le molestó, pero no dio muestras de ello.
—¿Qué hace durante todo el día? —preguntó Anne a Georgina, por decir algo, una mañana que estaban solas las dos.
Los ojos de Georgina parecían siempre apagados, pero la mención de Yulian hacía que tomasen un brillo de sorpresa, casi de sobresalto. Anne lo había mencionado ahora y, desde luego, produjo aquel efecto.
—Oh, tiene sus aficiones… —Trató enseguida de cambiar de tema, hablando precipitadamente—. Estamos pensando en derruir las viejas caballerizas. Hay grandes sótanos debajo de ellas, antiguas bodegas que usaba mi abuelo, y Yulian cree que las cuadras pueden hundirse el día menos pensado. Si las hacemos demoler, venderemos la piedra. Es una piedra buena y tendría que alcanzar un precio decente.
—¿Sótanos? No sabía que los hubiese. ¿Y dices que Yulian baja a ellos?
—Para comprobar su estado —siguió farfullando Georgina—. Le preocupa su conservación…, podrían derrumbarse; hacen que la casa sea insegura…, no son más que antiguos corredores, casi como túneles, con cámaras que se abren a ellos. Llenas de salitre, de arañas, de viejos y estropeados toneles… Nada de interés.
Al ver su súbito… ¿frenesí?, Anne se levantó, se acercó a Georgina y apoyó una mano en su delicado hombro. La otra reaccionó como si la hubiese abofeteado, apartándose de Anne. La miró fijamente.
—Anne —dijo, en un murmullo tembloroso—, no preguntes sobre aquellos sótanos. ¡Y no bajes
nunca
allí! No es… un lugar seguro…
Los Lake habían venido de Londres el tercer jueves de agosto. El tiempo era muy cálido y no daba señales de refrescar. El lunes, Anne y Helen fueron a comprarse sombreros de paja en Paignton, a pocos kilómetros de distancia. Georgina estaba haciendo la siesta y Yulian no se veía en parte alguna.
George recordó que Anne había mencionado los sótanos: bodegas, según Georgina. Como no tenía nada mejor que hacer, salió de la casa, caminó hacia la parte de atrás de aquélla y se encontró delante de una pequeña barraca de piedra. La había advertido antes y había llegado a la conclusión de que debía de ser un retrete exterior que no había hecho falta para nada. Tenía un tejado inclinado y una puerta de espaldas a la casa. Había muchos matorrales a su alrededor. Los goznes estaban oxidados, pero George consiguió entreabrir la puerta. Deslizándose por ella, comprendió de inmediato que debía de ser una entrada de los presuntos sótanos. Una estrecha y empinada escalera de piedra descendía a cada lado de una rampa perfectamente adecuada para subir y bajar barriles por ella. En el patio de cualquier vieja taberna podían encontrarse puestos de carga y descarga parecidos a éste. Bajó con cuidado los peldaños, hasta una puerta que había en el fondo, y empezó a empujarla para abrirla.
¡
Vlad
estaba allí!
Su hocico apareció en un hueco de unos siete centímetros al empujar George la puerta. Un aullido de furor lo precedió una fracción de segundo, y este aullido y el hocico fueron los únicos avisos que recibió George. Impresionado, apartó las manos con el tiempo justo. Los dientes del alsaciano se clavaron en la jamba de la puerta donde habían estado sus dedos y arrancaron largas astillas. Con el corazón palpitante, George se apoyó en la puerta y la cerró. Había visto los ojos del perro y le habían parecido odiosos.
Pero ¿por qué estaba
Vlad
allí? George sólo pudo presumir que Yulian lo había encerrado en aquel lugar para mantenerlo apartado de los invitados. Una prudente medida, pues, evidentemente, ¡los ladridos de
Vlad no
eran tan malos como sus mordeduras! Tal vez Yulian estaba allá abajo con él. Bueno, formaban una pareja de la que podías prescindir de buen grado…
Impresionado, salió de la finca y caminó poco menos de un kilómetro por la carretera, hasta un bar que había en una encrucijada. Mientras andaba, rodeado de campos y veredas, del canto de los pájaros y del normal y agradable zumbido de los insectos en los setos, sus nervios se fueron tranquilizando poco a poco. El sol calentaba mucho y, cuando George llegó a su destino, necesitaba beber algo.
El local era antiguo, con techo de paja, vigas de roble y argollas para los caballos y un reloj de caja de suave «tictac» y un gato gordo y blanco que tenía silla propia. Después de
Vlad
, George podía soportar bastante bien los gatos. Pidió una cerveza y se sentó en un taburete.
Había otras personas en el bar: una pareja joven y elegante, sentada lejos de George a la mesa de un rincón, cerca de unas pequeñas ventanas, y que sin duda eran los dueños del coche deportivo que había visto aparcado en el patio; jóvenes del lugar en otro rincón, jugando al dominó, y dos viejos sumidos en profunda conversación delante de sus cañas de cerveza en una mesa próxima. Fue el tono bajo que empleaba esta última pareja lo que le llamó la atención. Mientras sorbía su bebida fría como el hielo después de que el hombre del bar hubiese pasado a otras tareas. George creyó oír la palabra «Harkley» y aguzó los oídos. Harkley House era la casa de Georgina.
—¿Ah, sí? Aquella de allá arriba, ¿eh? Un poco rara, me han dicho.
—Desde luego, no hay ninguna prueba, pero ella ha sido vista con él, sin duda alguna. Y fue hacia Sharkham Point, por el camino de Brixham. ¡Terrible!
Por lo visto, una tragedia local, pensó George. El Point era un acantilado que se adentraba en el mar. Miró a los dos ancianos, los saludó con la cabeza y fue correspondido, y volvió a su cerveza. Pero siguió escuchando la conversación. Uno de ellos era delgado, con cara de hurón; el otro, que llevaba la voz cantante, era gordo y colorado.
Ahora siguió diciendo:
—Embarazada, desde luego.
—¿Estaba preñada? —exclamó el delgado—. ¿Sospechas que era de él?
—Yo no sospecho nada —negó el primero—. Como ya he dicho, no hay pruebas. Y en todo caso, ella era rara. ¡Pero tan joven! Es una lástima.
—Una lastima, sí —convino el delgado—. Pero saltar de aquella manera… ¿Por qué crees que lo haría? Quiero decir que el hecho de ser soltera y estar embarazada no significa nada en la actualidad.
George vio por el rabillo del ojo que se acercaban más el uno al otro. Bajaron todavía más la voz y él tuvo que esforzarse para oír lo que decían.
—Supongo —dijo el gordo— que la naturaleza le dijo que aquello era anormal. ¿Sabes cómo expulsa una oveja un corderillo anormal? Algo así, pobre moza.
—¿Dices que no era normal? Entonces, ¿la rajaron?
—Bueno, sí, eso hicieron. La marea estaba baja y ella lo sabía. No iba a meterse en el agua. ¡Iba a despeñarse! Para estar segura. Bueno, confidencialmente entre tú y yo, ya sabes que mi hija Mary trabaja en el hospital. Dice que, cuando la ingresaron allí, estaba muerta. Pero le palparon la barriga, ¡y aquello pataleaba todavía…!
—¿La criatura? —dijo el otro después de una breve pausa.
—¿Qué otra cosa podía ser, viejo tonto? Por consiguiente la rajaron. Fue algo horrible, pero esto sólo lo saben unos pocos, por lo que no debe salir de aquí. Bueno, el médico echó un vistazo a aquello y lo pinchó con una aguja. Así acabó la cosa. Lo metieron en una bolsa de plástico y lo enviaron al horno del hospital. Y eso fue todo.
—Un ser deforme —dijo el delgado, asintiendo con la cabeza—. He oído hablar de ellos.
—Bueno, éste, más que ser deforme… ¡no estaba formado en absoluto! —declaró el colorado—. Era…, ¿cómo lo dijo mi Mary?, como una especie de tumor macizo dentro de ella. Un bulto horrible, carnoso y fibroso. Pero se presumió que habría sido un hijo, pues estaba la placenta y todo lo demás. ¡Seguro que estaba mejor muerto! Mi Mary dijo que los ojos no estaban donde debían estar, que tenía unas cosas como dientes, y que gimoteó de un modo terrible cuando le dio la luz.
George terminó su cerveza de un trago. Se abrió la puerta del bar y entró un grupo de jóvenes. Un momento más tarde, uno de ellos encontró un tocadiscos en un rincón oculto; la música rock lo invadió todo. El hombre del bar no paraba de servir cervezas.
George salió y se dirigió a casa por la carretera. A medio camino lo alcanzó su coche y Anne le gritó:
—Sube a la parte de atrás.
Llevaba un sombrero de paja con una ancha cinta negra, que contrastaba con el vestido de verano. El de Helen, sentada a su lado, tenía la cinta roja.
Cuando George se dejó caer en el asiento y cerró de golpe la portezuela, madre e hija inclinaron la cabeza con coquetería, exhibiendo sus sombreros.
—¿Qué te parece? —preguntó Anne, divertida—. ¿No parecemos un par de jóvenes pueblerinas que han salido a dar un paseo?
—Aquí —respondió misteriosamente George—, las jóvenes pueblerinas tienen que vigilar lo que hacen.
Pero no explicó lo que quería decir y, en todo caso, no habría mencionado Harkley junto con la historia que había oído en el bar. Supuso que había oído mal las primeras palabras. Pero, fuera lo que fuese, la impresión desagradable que le había producido aquello lo acompañó durante el resto del día.
El día siguiente, martes, George se levantó tarde. Anne le había ofrecido llevarle el desayuno a la cama, pero él había rehusado y se había dormido de nuevo. Se levantó a las diez y la casa estaba en silencio; se preparó un pequeño desayuno que encontró completamente insípido. Entonces halló la nota de Anne en el cuarto de estar:
«Querido:
»Yulian y Helen han salido para pasear a
Vlad
. Creo que llevaré a Georgina en el coche al pueblo y la invitaré a algo. Estaremos de vuelta para el almuerzo.
»Anne.»
George suspiró contrariado y se mordió el labio inferior. Esa mañana había pensado echar un vistazo a los sótanos, sólo por curiosidad. Tal vez Yulian se los habría mostrado. En cuanto al resto del día, había proyectado llevar a las mujeres a la playa en Salcombe; un día en la orilla del mar sentaría bien a Georgina. El aire salobre sería bueno también para Helen, que estaba un poco pálida. ¡Dar un paseo en coche, cuando acababan de salir de Londres! Era muy propio de Anne…
Bueno, tal vez tendrían tiempo por la tarde de ir a la playa. Pero ¿qué haría él esta mañana? ¿Ir quizás a Old Paignton, al puerto? Sería una larga caminata, pero siempre podía pararse en algún bar durante el camino, para beber una cerveza. Y más tarde, si estaba cansado o se le hacía tarde, podía volver en taxi.