Authors: Brian Lumley
Y eso fue lo que hizo. Cogió sus prismáticos y pasó algún tiempo contemplando Brixham al otro lado de la bahía, volvió en taxi a Harkley a eso de las doce y media y pagó al chófer. Había disfrutado de lo lindo con el largo paseo y la cerveza fría, y creía haber calculado con exactitud el tiempo para estar de vuelta a la hora de la comida.
Entonces, al subir por el paseo donde el trecho curvo enarenado pasaba más cerca del soto (un espeso bosquecillo de hayas, abedules y alisos, con un imponente cedro un poco separado) se tropezó con su coche, que tenía abiertas las portezuelas delanteras y las llaves todavía en el contacto. George lo miró, algo sorprendido, y recorrió un lento círculo con la mirada a su alrededor.
El soto tenía un serpenteante sendero cubierto de hierba que lo cruzaba y que estaba cercado por una valla blanca de tres barrotes, antaño muy elegante; parecía un bosque en un libro de cuentos de hadas. La valla estaba ahora inclinada y muy despintada, con tupidos matorrales a ambos lados. George miró en aquella dirección, pero no vio a nadie. Sólo hierbas altas y zarzas, las puntas de los postes de la cerca, árboles, y… ¿tal vez algo grande y negro que se movía furtivo en la espesura?
¿Vlad?
Era muy posible que Anne, Helen, Georgina y Yulian estuviesen juntos, de paseo por el bosquecillo; por cierto, haría fresco bajo las copas frondosas de los árboles. Pero ¿y si sólo estaban Yulian y el perro allí, o solamente el maldito perro…?
De pronto, se le ocurrió pensar que tanto miedo le daba el uno como el otro. Sí, los temía. Yulian no se parecía a ninguna de las personas a quienes conocía, y
Vlad
era diferente de todos los demás perros. Había algo anormal en ambos. Y en mitad de un tranquilo y cálido día de verano, George se estremeció.
Trató de sobreponerse. ¿Asustarse? ¿De un joven extraño y de un perro todavía no crecido del todo? ¡Ridículo!
Lanzó un fuerte «¡Holaaaa!»… y no obtuvo respuesta.
Ya irritado y desvanecido de pronto su anterior buen humor, se dirigió deprisa a la casa. Dentro… ¡no había nadie! Recorrió todo el viejo caserón, abrió y cerró puertas hasta que subió por fin al dormitorio de Anne y Helen. ¿Dónde diablos
estaban
todos? ¿Y por qué había dejado Anne su coche allí, de aquella manera? ¿Tendría que pasar solo todo el día?
Desde la ventana de su dormitorio podía ver la mayor parte del terreno de delante de la casa hasta la verja. El granero y las caballerizas dificultaban la vista del bosquecillo, pero…
La atención de George se vio de pronto atraída por una mancha de color entre las altas hierbas de este lado de la valla, donde circundaba el soto. Cambió de posición y trató de ver más allá de los remates salientes del viejo granero. No podía enfocar la mirada. Entonces se acordó de los prismáticos, que llevaba todavía colgados del cuello. Se los llevó rápidamente a los ojos y los ajustó.
El granero seguía molestándole, y había calculado mal la distancia. La mancha de color estaba todavía allí…, ¿un vestido? Pero algo de color carne se movía cerca de él. Se movía con insistencia. Con manos terriblemente impacientes, George enfocó por fin los gemelos y la imagen se acercó. La mancha de colores veraniegos era un vestido, sí. Y aquello de color carne era… ¡carne! Carne desnuda.
George contempló la escena con incredulidad. Estaban entre la hierba. No podía ver a Helen, al menos no podía verle la cara pues estaba boca abajo con el trasero al aire. Y Yulian la montaba, frenético, furioso, agarrándole la cintura con las manos. George empezó a temblar, sin poderse dominar. Helen participaba voluntariamente en esto; no podía ser de otra manera. Bueno, había dicho que era una mujer adulta, pero ¡Dios mío!, todo tenía sus límites.
Y allí estaba ella, de bruces sobre la hierba, desnuda como cuando era un bebé (¡la pequeña de George!), con el sombrero de paja y el vestido tirados a un lado, y la carne sonrosada ofreciéndose a ese… ¡a esa
babosa
! George ya no temía a Yulian, si le había temido alguna vez; ahora lo odiaba. ¡El extraño cabrón parecería todavía más raro cuando hubiese acabado con él!
Se arrancó los prismáticos del cuello y los arrojó sobre la cama, se volvió hacia la puerta… y de pronto se quedó rígido, boquiabierto. Algo que había visto, algo monstruoso, ardía en los ojos de su mente. Con manos temblorosas, tomó los gemelos y los enfocó de nuevo a la pareja que yacía entre las altas hierbas. Yulian había terminado y estaba ahora tendido al lado de su compañera. Pero George se fijó ahora más en el sombrero y el revuelto vestido. El sombrero de paja tenía la cinta negra. Era el de Anne. Y ahora que lo comprendió todo, vio que el vestido era también de Anne.
Los prismáticos resbalaron de los dedos de George. Se tambaleó, casi se cayó, se arrojó pesadamente sobre la cama. La cama de ellos, de Anne y de él.
Ella se entregaba voluntariamente… no podía ser de otra manera
. Estas palabras se repetían vertiginosamente en su cabeza. No podía creer lo que había visto, pero tenía que creerlo. No podía ser de otra manera.
No habría podido decir cuánto tiempo estuvo sentado allí, aturdido. ¿Cinco minutos? ¿Diez? Pero por fin salió de su estupor. Salió de su estupor, se sacudió, sabía lo que debía hacer. Todo lo que contaban del colegio de Yulian debía de ser verdad. ¡Aquel hijo de puta era un pervertido! Pero Anne, ¿qué decir de Anne?
¿Podía estar borracha? ¿O drogada? ¡Tenía que ser algo así! Yulian debía de haberle dado algo.
George se levantó. Ahora estaba frío, frío como el hielo. Su sangre hervía, pero su mente era un campo nevado, con el camino que había de seguir claramente dibujado en él. Miró sus manos y sintió en ellas la fuerza de Dios y la del diablo. Arrancaría los ojos negros y sin alma de aquel cerdo, ¡se comería su podrido corazón!
Bajó tambaleante la escalera, cruzó la casa vacía y caminó como un borracho, con rabia asesina, hacia el soto. Allí encontró el sombrero y el vestido de Anne, exactamente donde los había visto. Pero no a Anne, ni a Yulian. La sangre latía con fuerza en las sienes de George; el odio corroía su mente como un ácido, quitándole cuanto tenía de racional. Todavía tambaleándose, se abrió paso entre las zarzas bajas hasta el paseo enarenado, y miró con rabia la casa. Entonces algo le dijo que mirase atrás. Allí, junto a la verja, estaba vigilando
Vlad
, que enseguida empezó a avanzar con pasos indecisos.
George recobró un poco de su cordura. Ahora odiaba a Yulian y pretendía matarlo si podía, pero todavía temía al perro. Algo lo había indispuesto siempre con los perros, y, en particular, con éste. Corrió de nuevo hacia la casa y, al pasar alrededor de unos arbustos, vio a Yulian que, pasando entre los matorrales, se dirigía a la parte de atrás del edificio. Hacia la entrada del sótano.
—¡Yulian! —trató de gritar, pero se le atragantó la palabra.
No lo intentó de nuevo. ¿Por qué avisar al pervertido cabrón? Detrás de él,
Vlad
aceleró un poco, empezó a trotar.
En la esquina de la casa, George se detuvo un momento, aspiró aire desesperadamente. Estaba en malas condiciones. Entonces vio un herrumbroso azadón apoyado en la pared y lo agarró. Una mirada por encima del hombro le dijo que
Vlad
se acercaba, alargando los pasos, planas las orejas sobre la cabeza. George no perdió más tiempo, sino que se lanzó a través de los matorrales hacia la entrada del sótano. Y allí estaba plantado Yulian, ante la puerta abierta. Oyó que George se acercaba, volvió la cabeza y le dirigió una mirada sorprendida.
—¡Ah, George! —Esbozó una sonrisa forzada—. Precisamente me estaba preguntando si te gustaría ver los sótanos.
Entonces vio la expresión de George y el azadón que llevaba en las manos de blancos nudillos.
—¿Los sótanos? —jadeó George, enloquecido por el odio—. ¡Vaya si me gustaría!
Levantó el arma en forma de azadón. Yulian alzó un brazo para protegerse la cara y se volvió. La afilada y oxidada hoja de la pesada herramienta le alcanzó detrás del hombro derecho, pasó por debajo del omóplato y se hundió en la mitad del cuello.
Impulsado por el golpe, Yulian rodó por la rampa central, con el azadón todavía clavado. Mientras caía, exclamó «¡Oh! ¡Oh!» pero más que un grito era una expresión de sorpresa, de pasmo. George lo siguió, con los brazos estirados, mostrando los dientes, y mientras lo perseguía,
Vlad
lo perseguía a él.
Yulian yacía de bruces al pie de la escalera, junto a la puerta abierta del sótano. Gemía y se movía con torpeza. George apoyó un pie en mitad de su espalda y arrancó el azadón.
—¡Oh! ¡Oh! —repitió Yulian a su manera peculiar.
George levantó el azadón y oyó los gruñidos de
Vlad
detrás de él.
Se volvió y describió un arco mortal con la herramienta. El perro se detuvo en el aire al golpear el azadón un lado de su cabeza. Se derrumbó sobre el suelo de hormigón, gimiendo como un hombre. George jadeó roncamente, levantó de nuevo su arma, pero el animal estaba inconsciente. Respiraba, pero yacía inmóvil, con la lengua fuera. Parecía haberse apagado como una luz.
Ahora sólo quedaba Yulian.
George se volvió y vio que aquél entraba tambaleándose en la desconocida oscuridad del sótano. ¡Increíble! Con aquella herida, y el muy hijo de puta todavía podía andar. George lo siguió, visible la tambaleante figura de Yulian en la penumbra. El sótano era muy grande, con habitaciones y cámaras y pasillos oscuros, pero George no perdió un instante de vista a su presa. Entonces…, ¡una luz!
George vio, a través de una entrada en arco, una habitación débilmente iluminada. Una sola bombilla polvorienta y con pantalla pendía de un techo abovedado de piedra. Había perdido momentáneamente de vista a Yulian, en la oscuridad que rodeaba el cono de luz; pero entonces, el joven se tambaleó entre él y la lámpara, y George lo descubrió de nuevo y avanzó. Yulian lo vio y levantó, furioso, un brazo para romper la bombilla, pero falló, a causa de su lesión, haciendo bailar la lámpara y la pantalla pendiente del cordón.
Entonces, bajo aquella luz que giraba locamente, George vio el resto de la habitación. En ráfagas intermitentes de luz y oscuridad, captó en todo su detalle el infierno en el que había entrado.
Luz… y, en un rincón, un montón de tablas y una estantería cubierta de telarañas. Oscuridad… y Yulian, como una sombra todavía más oscura, agazapado vacilante en el centro de la habitación. Luz… y, junto a una de las paredes, Georgina, sentada en un viejo sillón de mimbre, con los ojos saltones pero vacíos, y la boca y las ventanas de la nariz abiertas como cavernas. Oscuridad… y un movimiento cerca de George, que pudo levantar el azadón para defenderse. Luz enloquecedora… y, a su derecha, una cuba grande de cobre, de un metro y medio de diámetro, sostenida por unas patas también de cobre; con Helen derrumbada en una silla a un lado de aquélla y con la espalda apoyada en la pared manchada de salitre, y Anne, desnuda y en la misma posición al otro lado. Con los brazos colgando dentro de la cuba, en la que parecía moverse algo continuamente, lanzando tiras de una materia pastosa hacia lo alto. Oscuridad vacilante…, de la que salía la risa de Yulian, la risa enfermiza de un loco irremediable. Entonces, de nuevo luz… Y George miró fijamente aquella cuba grande, o mejor dicho, a las mujeres. Y la escena se grabó indeleblemente en su cerebro.
La ropa de Helen rasgada de arriba abajo por delante y recogida hacia atrás, y la muchacha repantigada allí como una mujerzuela, con las piernas abiertas y mostrándolo todo. Y Anne, lo mismo; pero ambas hacían muecas, torcían horriblemente las caras, y mostraban alternativamente alegría y un horror total; con los brazos dentro de la cuba y aquel cieno indescriptible
trepando
por ellas hasta los hombros, ¡palpitando con una fuerza desconocida!
Oscuridad piadosa… y una idea en la mente aturdida de George: «¡Dios mío! Eso se alimenta de ellas, y las alimenta a su vez!». Y Yulian tan cerca ahora, que podía oír su ronca respiración. Luz de nuevo, mientras la lámpara bailaba más despacio y el azadón se desprendía de los dedos lacios de George y se alejaba de él. Y por fin, George frente a frente con el hombre a quien había pretendido matar y que ahora descubría que no era realmente un hombre, sino algo nacido de sus peores pesadillas.
Unos dedos de goma, con la fuerza de grapas de acero, lo agarraron por el hombro y lo empujaron sin esfuerzo, irresistiblemente, hacia la cuba.
—George —dijo la pesadilla, en tono casi de conversación normal—, quiero mostrarte algo…
Los nudillos de Alec Kyle estaban blancos al apretar con las manos el borde de su mesa.
—¡Cielo santo, Harry! —exclamó, mirando horrorizado la aparición de Keogh, atravesada por las suaves franjas luminosas que se filtraban en las persianas de la ventana—. ¿Estás tratando de espantarme antes de que empecemos realmente?
Te cuento lo que sé. Es lo que me pediste, ¿no?
, prosiguió Keogh, impertérrito.
Recuerda, Alec, que tú te enteras de segunda mano. Yo lo obtuve directamente de ellos, de los muertos. Lo sé de buena tinta, ¡y puedes creer que he suavizado el relato!
Kyle tragó saliva, sacudió la cabeza, se recuperó. Entonces recordó algo que había dicho Keogh.
—¿Te lo dijeron «ellos»? De pronto he tenido la impresión de que no te referías únicamente a Thibor Ferenczy y George Lake.
No, también he hablado con el reverendo Pollock. Del bautizo de Yulian
.
—¡Ah, sí! —Kyle se enjugó la frente—. Ahora lo comprendo. Desde luego.
¡Alec!
La suave voz de Keogh era ahora más fuerte.
Tenemos que darnos prisa. Harry empieza a moverse
.
Y no solamente la criatura real, que estaba a seiscientos cuarenta y siete kilómetros de distancia en Hartlepool, sino también su imagen etérea, que se volvió lánguidamente, superpuesta al diafragma de Keogh. También ésta se movía, se estiraba despacio en su posición fetal y abría la boca para bostezar. La manifestación de Keogh empezó a oscilar como humo, como la neblina que produce el calor del verano sobre una carretera.
—Antes de que te vayas. —Kyle estaba desesperado—. ¿Cómo tengo que empezar?
Le respondió el débil pero claro gemido de un niño al despertar. Keogh abrió los ojos de par en par. Trató de avanzar un paso en dirección a Kyle. Pero el resplandor azul se estaba descomponiendo, como una imagen televisada al interrumpirse la transmisión. Un momento después, se convirtió en una sola raya vertical, como un tubo de luz eléctrica, se redujo a un punto azul y cegador a la altura de los ojos, y se apagó.