Authors: Brian Lumley
Pero Kyle percibió todavía, desde una distancia de un millón de kilómetros:
Ponte en contacto con Krakovitch. Dile lo que sabes. Al menos algo de ello. Vas a necesitar su ayuda
.
—¿De los rusos? Pero Harry…
Adiós, Alec. Volveré… a… ti
.
Y la habitación quedó en absoluto silencio; en cierto modo, pareció vacilar. La calefacción central dio un fuerte chasquido al apagarse automáticamente.
Kyle permaneció sentado allí un largo rato, sudando un poco, respirando hondo. Entonces advirtió que parpadeaban las luces en su tablero de comunicaciones y oyó una suave y casi tímida llamada a la puerta de su despacho.
—¿Alec? —preguntó una voz desde fuera. Era la de Carl Quint—. Se… se ha ido. Pero supongo que ya lo sabes. ¿Estás bien?
Kyle suspiró profundamente y pulsó un botón.
—Por ahora hemos terminado —dijo al desalentado hombre que esperaba—. Será mejor que vengáis todos a verme. Debemos celebrar una reunión antes de que demos por terminada la jornada. Hay cosas que querréis saber y cosas de las que hemos de hablar. —Soltó el botón y dijo para sí—: Quiero decir, de cosas «importantes».
La respuesta de los rusos fue inmediata, más rápida de lo que Kyle podía imaginar. No sabía que Leónidas Brezhnev querría pronto todas las respuestas y que a Félix Krakovitch le quedaban sólo cuatro meses del año de que disponía.
Los dos jefes de espionaje extrasensorial debían reunirse el primer viernes de septiembre, en terreno neutral. El lugar era Génova, Italia, y concretamente un sórdido bar llamado Frankie's Franchise, perdido en un laberinto de callejuelas del barrio bajo de la ciudad, a menos de doscientos metros del muelle.
Kyle y Quint llegaron el jueves por la tarde al sorprendentemente destartalado aeropuerto Cristóbal Colón; su enlace del Servicio Secreto Británico (al que no conocían, ni probablemente conocerían jamás) había llegado allí doce horas antes. No habían reservado habitaciones, pero no tuvieron dificultad en conseguir dos contiguas en el Hotel Genovese, donde se refrescaron y comieron antes de dirigirse al bar. Éste estaba casi exageradamente tranquilo, y media docena de italianos, dos hombres de negocios alemanes y un turista americano con su esposa, estaban sentados a pequeñas mesas o en el bar, consumiendo sus bebidas. Uno de los italianos, sentado aparte de los otros, no era en absoluto italiano; era ruso, de la KGB, pero Kyle y Quint no tenían manera de saberlo. No tenía dotes de PES, o Quint lo habría descubierto enseguida. Tampoco advirtieron que tomaba fotos de ellos con una cámara diminuta. Pero el ruso no había pasado enteramente inadvertido. Había sido visto más temprano, cuando entró al hotel y tomó una habitación.
Kyle y Quint estaban en una punta de la barra, con su tercer Vecchia Romagna y hablando en voz baja de su encuentro al día siguiente con Krakovitch, cuando sonó el teléfono.
—¡Para mí! —dijo enseguida Kyle, incorporándose en su banco.
Su facultad siempre le producía este efecto: lo sobresaltaba como una ligera descarga eléctrica.
El
barman
, se puso al aparato, levantó la cabeza y empezó a decir:
—Signor…
—¿Kyle? —dijo éste, alargando una mano.
El
barman
sonrió, asintió con la cabeza y le tendió el teléfono.
—Kyle —repitió éste, ahora al micro.
—Aquí Brown —dijo una voz suave—. Procure no parecer sorprendido, señor Kyle, y no mire a su alrededor ni adopte un aire furtivo. Uno de los que están en el bar es ruso. No se lo describiré, porque usted actuaría de un modo diferente y él se daría cuenta. Pero he estado en comunicación con Londres y lo hemos pasado por nuestro ordenador. Viste como un italiano, pero es un hombre de la KGB llamado Theo Dolgikh. Es un agente importante de Andropov. Pensé que le gustaría saberlo. No se preveía que estuviera ahí alguno de su calaña, ¿verdad?
—No —dijo Kyle—, no debía estar.
—¡Vaya! —dijo Brown—. Yo me mostraría un poco duro con su hombre, cuando se reúna mañana con él. En realidad, esto no me gusta. Y le diré, para su tranquilidad, que si algo le ocurriese a usted, cosa que considero improbable, Dolgikh sufriría la misma suerte.
—Muy tranquilizador —dijo, fríamente, Kyle.
Devolvió el teléfono al
barman
.
—¿Problemas? —preguntó Quint, arqueando una ceja.
—Termina tu copa y hablaremos de esto en nuestras habitaciones —dijo Kyle—. Actúa con naturalidad. Creo que nos enfocan con una cámara.
Sonrió, apuró de un trago su coñac y se levantó. Quint lo imitó; salieron sin darse prisa del bar y subieron a sus habitaciones; inspeccionaron la de Kyle, por si había algún micrófono oculto. Para esto, necesitaban tanto de su sensibilidad psíquica como de sus cinco sentidos corrientes; pero la habitación estaba limpia.
Kyle refirió a Quint su conversación telefónica en el bar. Quint era un hombre sumamente enjuto y fuerte, de unos treinta y cinco años, prematuramente calvo, de hablar suave pero a menudo agresivo, y de gran rapidez mental.
—Un comienzo no muy favorable —gruñó—. Sin embargo, supongo que teníamos que esperarlo. Según me han dicho, vuestros agentes secretos siempre se encuentran con estas cosas.
—¡Pero no está bien! —dijo, enojado, Kyle—. Se presumía que sería una conferencia de cerebros, no de músculos.
—¿Sabes cuál de ellos era? —preguntó Quint, con su sentido práctico—. Creo que puedo recordar todas sus caras. Reconocería a cualquiera de ellos si tropezásemos de nuevo con él.
—Olvídalo —dijo Kyle—. Brown no quiere enfrentamientos. Pero aseguró que actuaría si nos ocurriese algo.
—¡Delicioso! —exclamó Quint.
—Esa fue exactamente mi reacción —convino Kyle.
Entonces registraron la habitación de Quint y, al no encontrar ningún micrófono, dieron por terminada la jornada.
Kyle se duchó y se metió en la cama. Hacía mucho calor y arrojó las mantas al suelo. El aire era húmedo, sofocante. Parecía que iba a llover y, si estallaba una tormenta, sería una de las buenas, quizá. Kyle conocía Génova en otoño y sabía que descargaban en ella algunas de las más fuertes tormentas imaginables.
Dejó encendida la luz de la mesita de noche y se dispuso a dormir. Una puerta, no cerrada con llave, separaba las dos habitaciones. Quint estaba en la contigua, acaso ya dormido. El tráfico de la ciudad armaba un ruido terrible más allá de la persiana de la ventana. Londres era una tumba en comparación con esto. Una tumba no parecía un tema adecuado para pensar en él antes de dormir, pero… Kyle cerró los ojos; sintió que el sueño lo envolvía, suave como los brazos de una mujer; y sintió…
¡… que algo más lo despertaba!
La lámpara seguía encendida; su pantalla formaba un charco de luz amarilla sobre la mesita de caoba. Pero ahora había una segunda fuente de luz, ¡y ésta era azul! Kyle acabó de despertarse, se incorporó de un salto en la cama. Desde luego, era Harry Keogh.
Carl Quint entró de un salto por la puerta de comunicación. Llevaba sólo el pantalón del pijama. Se detuvo en seco; retrocedió un paso.
—¡Oh, Dios mío! —dijo, y se quedó boquiabierto.
La aparición Keogh (hombre, niño dormido y todo lo demás), giró noventa grados para enfrentarse a él.
No te alarmes
, dijo.
—¿Puedes verlo? —preguntó Kyle, todavía un poco adormilado.
—Cielo santo, sí —farfulló Quint, asintiendo con la cabeza—. Y también oírlo. Pero, aunque no pudiese, sabría que está aquí.
Sensibilidad psíquica
, dijo Keogh.
Bueno, será una ayuda
.
Kyle sacó las piernas de la cama y apagó la lámpara. Keogh destacaba mucho más en la oscuridad, como un holograma de hilos de neón infinitamente finos.
—Carl Quint —dijo Kyle; la piel le cosquilleaba ante aquel misterio al que nunca se había acostumbrado—. Te presento a Harry Keogh.
Quint se acercó tambaleándose a un sillón, cerca de la cama de Kyle, y se dejó caer en él. Kyle estaba ahora despierto por completo, dueño de sí. Se dio cuenta de lo insustancial y vulgar que debía parecer cuando preguntó:
—Harry, ¿qué has venido a hacer aquí?
Y Quint casi soltó una carcajada histérica cuando respondió la aparición:
He estado hablando con Thibor Ferenczy, y he empleado mi tiempo lo mejor posible, pues me queda poco y no puedo malgastarlo. Harry hijo se hace más fuerte a cada hora que pasa y yo soy cada vez más incapaz de resistirlo. Estoy siendo incluido en su cuerpo, incluso absorbido por él. Su pequeño cerebro se está llenando con su propio material y con lo que extrae del mío, o tal vez me condensa en él. Pronto tendré que dejarlo y, entonces, no sé si volveré nunca a ser corpóreo. Por consiguiente, al volver de hablar con Thibor, pensé que debía pasar a visitarte
.
Kyle casi pudo sentir que Quint estaba al borde de un ataque de histeria; le dirigió una mirada de advertencia a la luz del pálido resplandor azul.
—¿Has estado hablando con la vieja Cosa enterrada? —repitió—. Pero ¿por qué, Harry? ¿Qué quieres de él?
Es uno de ellos, un vampiro, o lo era. Los muertos se preocupan poco por él. Es un paria entre los muertos. Yo soy para él, bueno, si no un amigo, al menos alguien con quien hablar. Hacemos un intercambio: yo hablo con él, y él me dice cosas que quiero saber. Pero nada es fácil con Thibor Ferenczy. Incluso muerto, tiene una mentalidad maligna. Sabe que cuanto más lo alargue, más pronto volveré. Empleó la misma táctica con Dragosani, ¿te acuerdas?
—Oh, sí. —Kyle asintió con la cabeza—. Y también recuerdo lo que le ocurrió a Dragosani. Deberías andarte con cuidado, Harry.
Thibor está muerto, Alec
, le recordó Keogh.
No puede hacer más daño. Pero lo que dejó atrás podría
…
—¿Lo que dejó atrás? ¿Te refieres a Yulian Bodescu? Tengo hombres que vigilan la casa de Devon, hasta que esté preparado para ir en su busca. Cuando conozcamos bien sus costumbres, cuando hayamos comprobado todo lo que tú nos has dicho, entonces atacaremos.
No me refería exactamente a Yulian, aunque por cierto es parte de ello. Pero ¿me estás diciendo que has hecho intervenir espías en el asunto?
Keogh parecía alarmado.
¿Saben con qué tendrán que habérselas si los descubren? ¿Están bien enterados?
—Sí, lo están. Y muy bien. Además, están equipados. Pero, si podemos, queremos saber un poco más de ellos antes de actuar. A pesar de todo lo que nos has dicho, todavía sabemos muy poco.
¿Y sabéis algo de George Lake?
Kyle sintió un escalofrío en el cuero cabelludo. Quint, también. Y esta vez fue Quint quien respondió.
—Sabemos que ya no está en su tumba del cementerio de Blagdon, si es esto lo que quieres decir. Los médicos diagnosticaron un ataque cardíaco, y su esposa y los Bodescu asistieron a su entierro. Esto lo hemos comprobado. Pero también hemos estado allí y George Lake no estaba donde se debía hallar. Nos imaginamos que está de nuevo en la casa, con los otros.
La manifestación de Keogh asintió con la cabeza.
Esto es lo que quería decir. Ahora es un no-muerto. Y esto habrá aclarado a Yulian Bodescu lo que es exactamente él. O tal vez no exactamente. Pero, por ahora, debe de estar muy seguro de que es un vampiro. En realidad sólo es un semivampiro. En cambio, George es un vampiro real. Ha estado muerto; por consiguiente, lo que lleva dentro lo habrá dominado por completo
.
—¿Qué? —Kyle estaba aturdido—. Yo no…
Dejad que os cuente el resto de la historia de Thibor
, lo interrumpió Keogh.
Ved lo que podéis sacar de ella
.
Kyle sólo podía mostrar su asentimiento.
—Supongo que sabes lo que haces, Harry. —La habitación estaba ya más fresca. Kyle dio una sábana a Quint y se envolvió en otra—. Está bien, Harry —dijo—. El escenario es tuyo…
Lo último que recordaba haber visto Thibor era la cara bestial de Ferenczy, sus fauces abiertas en una risa feroz, que mostraba una lengua bífida carmesí y temblaba como la de una serpiente enfurecida. Recordaba esto y el hecho de que lo habían drogado. Entonces se había hundido en un irresistible torbellino, hasta unas negras profundidades de las que su resurgimiento había sido lento y lleno de pesadillas.
Había soñado con lobos de ojos amarillos; con una divisa blasfema con forma de cabeza de un demonio, con su lengua bífida muy parecida a la de Ferenczy, salvo que, en el blasón, goteaba sangre; con un castillo negro construido sobre una garganta en la montaña, y con su dueño, que no era humano. Y ahora, porque sabía que había soñado, supo también que debía de estar despierto. Y se le ocurrió una idea: ¿cuánto había de sueño y cuánto de realidad?
Thibor sintió un frío subterráneo, calambres en todos sus miembros, palpitaciones en sus sienes, como de un gong resonando en una gran caverna. Sintió las esposas en las muñecas y en los tobillos, la fría piedra pegajosa contra su espalda en el lugar donde había caído, el goteo de algo desde arriba, de algo que silbó junto a su oído y le salpicó el hueco de encima de la clavícula.
Encadenado desnudo en un sótano del castillo del Ferenczy, ya no hacía falta preguntarse cuánto de ello había sido sueño: todo era real.
Thibor volvió a la vida entre gruñidos, luchó con fuerza de gigante contra las cadenas que lo sujetaban, olvidó el trueno que retumbaba dentro de su cabeza y el dolor lacerante de los miembros y el cuerpo, para rugir en la oscuridad como un toro herido:
—¡Ferenczy!
¡Perro!
¡Traidor, monstruo, mal nacido…!
El señor de la guerra valaco dejó de gritar, escuchó cómo se extinguía el eco de sus maldiciones. Y algo más. Oyó que, en algún lugar de arriba, sus gritos eran respondidos por una puerta al cerrarse de golpe y por unas pisadas pausadas que descendían hacia él. Y con la piel de gallina y la nariz congestionada por rabia y por terror, se colgó de las cadenas y esperó.
La oscuridad era casi total; sólo las manchas de salitres resplandecían con fosforescencia química en las paredes; pero, como quiera que Thibor contenía el aliento y se acercaban pisadas, se produjo una vacilante iluminación. Procedía de un fuerte pero desigual resplandor amarillo a través de un arco de piedra en lo que, de no haber sido por él, habría sido una pared maciza de roca; y mientras Thibor observaba, respirando fatigosamente, las sombras de su celda, al hacerse más intensa la luz y más fuertes las pisadas, fueron rechazadas hacia atrás.