Authors: Brian Lumley
—¿Por qué? —murmuró Thibor.
—Ya te he dicho por qué. —Faethor empezaba a impacientarse—. Quería saber más de ti. En vida, había sido tu amigo. Estabas en su sangre, en sus pulmones, en su corazón. Muerto, también te ha sido fiel, pues no reveló fácilmente sus secretos. Mira lo sueltas que están sus entrañas. ¡Ay, cómo tuve que estrujarlas para arrancarles su secreto!
Las piernas de Thibor perdieron toda su fuerza y el hombre quedó colgado de las cadenas como un crucificado.
—Si tengo que morir, mátame ahora —jadeó—. Acabemos de una vez.
Faethor se acercó más, más, hasta quedar a un par de palmos de él.
—El primer estado del ser, la condición primaria del wamphyri, no requiere la muerte. Puede que
pienses
que te estás muriendo, cuando la semilla introduzca sus pequeñas raíces en tu cerebro y éstas se alarguen a tientas por el tuétano de tu espina dorsal; pero no morirás. Después de eso… —y se encogió de hombros— la transición puede ser muy lenta o sumamente rápida; eso nunca se sabe. Pero una cosa es cierta: sucederá.
El ánimo de Thibor se manifestó por última vez. Todavía podía morir como un hombre.
—Entonces, si no quieres matarme limpiamente, ¡lo haré yo!
Apretó los dientes y tiró de las esposas hasta que la sangre fluyó de sus muñecas, y siguió tirando de ellas, para ahondar sus heridas. Un largo silbido de Faethor lo detuvo. Levantó la mirada de su obra de autodestrucción… y la fijó en el pozo, en el abismo.
La odiosa cara del Ferenczy, todavía más odiosa al retorcerse sus facciones en un tormento de pasión, estaba ahora tan cerca que Thibor podía sentir su aliento. Se abrieron las largas mandíbulas y una serpiente escarlata se agitó en la oscuridad, detrás de unos dientes que se habían convertido en puñales en la boca del monstruo.
—¿Te atreves a mostrarme tu sangre? ¿La sangre cálida de la juventud, la sangre que es vida?
Su garganta se contrajo en un súbito espasmo y Thibor pensó que Faethor iba a vomitar; pero no fue así. En lugar de ello, se llevó las manos al cuello y lo apretó, jadeó, se tambaleó un poco, y una vez hubo recobrado su aplomo, continuó:
—¡Ay, Thibor! Ahora, quieras o no, has hecho que no podamos dar marcha atrás. Es mi hora y la tuya. La hora de la semilla. ¡Mira! ¡Mira!
Abrió las fauces hasta que su boca fue como una caverna, y la lengua bífida y vibrante se encogió como un anzuelo en su garganta. Y como un anzuelo, enganchó algo y lo puso a la vista.
Thibor se encogió. Vio la semilla del vampiro en la lengua de Faethor: una gota translúcida, de un gris plateado, brillante como una perla, temblando unos segundos antes de… ¿ser sembrada?
—¡No! —dijo roncamente Thibor, rechazando aquel horror.
Pero era inútil. Miró a los ojos de Faethor, en busca de algún indicio de lo que iba a suceder; pero fue un terrible error. El hechizo y el hipnotismo eran las más grandes facultades del Ferenczy. Los ojos del vampiro eran amarillos como el oro y se agrandaban más y más a cada momento que pasaba.
Ay, hijo mío
, parecían decir aquellos ojos,
ven y recibe un beso de tu padre
.
Y entonces…
La gota perlada se volvió escarlata y Faethor apretó la boca sobre la de Thibor, que estaba abierta en un alarido que tal vez duraría para siempre…
La pausa de Harry Keogh duró varios segundos, pero Kyle y Quint estaban sentados allí, envueltos en sus mantas y en el horror del relato.
—Esto es lo más… —empezó a decir Kyle.
—Nunca en mi vida había oído… —dijo casi de forma simultánea Quint.
Tenemos que detenernos aquí
, los interrumpió Keogh, con cierta urgencia en su voz telepática.
Mi hijo va a ponerse difícil; va a despertarse para comer
.
—Dos mentes en un cuerpo —murmuró Quint, todavía pasmado por lo que acababa de oír—. Bueno, estoy hablando de ti, Harry. En cierto modo, no eres diferente de…
No lo digas
, lo interrumpió Keogh por segunda vez.
¡No puedo ser como aquello! Ni remotamente. Pero escuchad, tengo que darme prisa. ¿Tenéis algo que decirme?
Kyle dominó sus alborotados pensamientos y, tras un gran esfuerzo, volvió a la realidad, al presente.
—Mañana nos reuniremos con Krakovitch —dijo—. Pero estoy preocupado. Se presumía que sería un intercambio de ideas exclusivo sólo entre las dos organizaciones, una especie de
detente
PES, pero al menos hay un tipo de la KGB metido en esto.
¿Cómo lo sabéis?
—Tenemos a un pensador que trabaja para nosotros; pero se mantiene en segundo plano. En cambio el hombre de ellos está cerca.
El fantasma de Keogh pareció contrariado.
Esto no habría ocurrido en tiempos de Borowitz. ¡El los odiaba! Y, con franqueza, no comprendo qué sucede ahora. No hay coincidencia entre la clase de control mental de Andropov y la nuestra. Y cuando digo «nuestra», incluyo al aparato ruso. No dejes que degenere en un combate verbal, Alec. Tienes que trabajar con Krakovitch. Ofrécele nuestra ayuda
.
Kyle frunció el entrecejo.
—¿Para hacer qué?
El tiene suelo que limpiar. Tú conoces al menos uno de los lugares. Puedes ayudarle a hacerlo
.
—¿Suelo que limpiar? —Kyle se levantó de la cama, envolviéndose en la manta, y se acercó a la manifestación—. Harry, ¡todavía tenemos que limpiar nuestro propio suelo en Inglaterra! Mientras yo estoy aquí, en Italia, ¡Yulian Bodescu campa allí a sus anchas! Esto me inquieta. No dejo de pensar en lanzar mis hombres contra él y…
¡No!
Keogh se había alarmado.
No hasta que sepamos todo lo que hay que saber. No lo arriesgues. Precisamente ahora, él está en el centro de un nido muy pequeño; pero, si quisiera, podría extender esta cosa como una plaga
.
Kyle comprendió que tenía razón.
—Muy bien —dijo—, pero…
No puedo quedarme más tiempo
, lo interrumpió el otro.
El tirón es demasiado fuerte. El se está despertando. En este momento hace acopio de sus facultades, y parece incluirme a mí como una de ellas
.
Su imagen grabada en neón empezó a temblar, y a latir su resplandor azul.
—Pero ¿de qué «suelo» hablabas, Harry? —preguntó Kyle.
De la vieja Cosa enterrada
.
Keogh se encendía y se apagaba como una confusa señal de radio. El niño-holograma superpuesto a su diagrama se movía visiblemente, se estiraba.
Kyle pensó: «¡Ya habíamos tenido esta conversación!».
—Has dicho que conocemos al menos uno de los lugares. ¿Lugares? ¿Quieres decir la tumba de Thibor? Pero está muerto, ¿no?
Los montes cruciformes… estrellas de mar… enredaderas… cosas que se ocultan en la tierra
…
Kyle respiró hondo.
—¿Está todavía allí?
Keogh asintió con la cabeza, pero cambió de idea y luego negó. Trató de hablar; su imagen osciló y se desintegró; desapareció en una ráfaga de brillantes motas azules. Por un instante, Kyle pensó que su mente aún permanecía, pero no era más que Carl Quint que murmuraba:
—No, no es Thibor. Él no está aquí. No es él, ¡sino lo que dejó detrás!
Las once de la noche del primer viernes de septiembre de 1977. Alec Kyle y Carl Quint caminaban deprisa por los callejones empedrados de Génova, resbaladizos a causa de la lluvia, en dirección a una tasca llamada Frankie's Franchise.
Pero a más de mil kilómetros de allí, en Devon, Inglaterra, eran las diez de una bochornosa noche de verano. En Harkley House, Yulian Bodescu yacía desnudo, boca arriba, en la cama de su espaciosa habitación del ático, mientras sopesaba los acontecimientos de los últimos días. En muchos aspectos, habían sido muy satisfactorios, pero a la vez muy peligrosos. Antes no había sabido el alcance de su influencia, pues la gente del colegio, y más tarde Georgina, habían sido seres débiles que difícilmente podían servirle de patrón adecuado. Los Lake habían sido la verdadera prueba, y Yulian la había superado con muy pocas dificultades.
George Lake había sido el único verdadero obstáculo, pero su encuentro había sido accidental, cuando Yulian no estaba del todo preparado para él. El joven sonrió y se acarició el hombro. Sentía en él un dolor agudo, pero eso era todo. ¿Y dónde estaba ahora el «tío George»? Estaba en el sótano, con su esposa Anne. Era donde le correspondía estar, con
Vlad
de guardia en la puerta. Y no era que Yulian lo creyese absolutamente necesario; no era más que una precaución. En cuando al otro, había salido de su cuba y se había escondido en la tierra, donde el sótano estaba más oscuro.
La «madre» de Yulian, Georgina, estaba en su habitación, compadeciéndose, en su estado permanente de terror. Como lo había estado durante el último año, desde la vez en que él le había hecho aquello. Si no se hubiese cortado en la mano, tal vez no habría ocurrido nunca. Pero se había cortado y le había mostrado la sangre. Entonces, algo le había ocurrido a él, lo mismo que le sucedía cada vez que veía sangre, salvo que en esa ocasión había sido diferente, no había podido controlarlo. Cuando le había vendado la mano, había dejado deliberadamente que algo… algo de él mismo se vertiese en la herida. Georgina no lo había visto, pero lo había hecho.
Ella había estado enferma durante largo tiempo, y cuando se había recobrado… Bueno, en realidad no se había recobrado nunca. No del todo. Y Yulian había sabido que aquello había crecido en ella y que, ahora, él era su dueño. Ella lo había sabido también, y esto era lo que la aterrorizaba.
Su «madre», sí. En realidad, Yulian nunca la había considerado como tal. Había salido de ella, lo sabía muy bien, pero siempre había tenido la impresión de que era más hijo de un padre; pero no de un padre en el sentido ordinario de la palabra. Hijo de… de otra cosa. Por eso le había preguntado esa noche (como se lo había preguntado cien veces con anterioridad) por Ilya Bodescu y sobre la manera en que había muerto, y dónde había muerto. Y para asegurarse de saber toda la historia hasta en sus menores detalles, esta vez la había hipnotizado hasta sumirla en el trance más profundo.
Mientras Georgina le contaba cómo había ocurrido, su mente había sido atraída hacia el Este, sobre océanos y montañas y llanuras, sobre campos y ciudades y ríos, hasta un lugar que siempre había existido en lo más recóndito de su mente; un lugar de montes y bosques y… sí, un lugar de montes bajos y boscosos, en forma de cruz. Los montes cruciformes. Un lugar que tendría que visitar muy pronto…
Tendría que
hacerlo
, pues allí estaba la respuesta. Era un esclavo de aquel lugar, como el resto de los que estaban en la casa lo eran de él; es decir, totalmente. Y la fuerza de su seducción era igualmente grande. Era la fuerza de la que no se había dado cuenta hasta que había vuelto George. Hasta que había vuelto de su tumba en el cementerio de Blagdon, de entre los muertos. Al principio, le había causado una gran impresión; después, había despertado su curiosidad; por último, ¡había sido una revelación! Porque había dicho a Yulian quién era. No quién era, sino qué era. Y, por cierto, era más que un simple hijo de Ilya y Georgina Bodescu.
Yulian sabía que no era enteramente humano, que una gran parte de él era inhumana, y este conocimiento le daba escalofríos. Podía hipnotizar a la gente a voluntad, siempre que lo desease. Podía producir vida nueva, de cierta clase, tomándola de sí mismo. Podía cambiar seres vivos, personas, en criaturas como él. Oh, no tenían su fuerza, ni sus misteriosas facultades, pero esto era para bien. El cambio los convertía en sus esclavos; él era su dueño absoluto.
Más aún, era un nigromante: podía abrir los cuerpos de los muertos y averiguar los secretos de sus vidas. Sabía rondar como un gato, nadar como un pez, atacar como un perro. Incluso se le había ocurrido pensar que, si le diesen unas alas, podría volar… como un murciélago, ¡como un vampiro!
Cerca de él, en la mesita de noche, había un libro encuadernado en piel y titulado
El Vampiro en la realidad y en la ficción
. Ahora alargó una mano delgada para tocar su cubierta y reseguir la imagen de un murciélago, impresa en la negra encuadernación. Intrigante, desde luego; pero el título era falso, como lo era el texto. Mucho de la presunta ficción era realidad (Yulian era buena prueba de ello) y muchos de los presuntos hechos eran ficción.
Por ejemplo, la luz del sol. No mataba. Podía hacerlo, si él era alguna vez lo bastante imbécil para estar tumbado más de un par de minutos en una caleta resguardada en pleno verano. Debía de ser alguna especie de reacción química, pensó. La fotofobia era bastante común, incluso entre los hombres ordinarios. Los hongos crecen mejor bajo una cubierta de paja, en las noches nebulosas de finales de septiembre. Y había leído en alguna parte que, en Chipre, se podían encontrar especies comestibles, aunque nunca asomaban a la superficie. Empujaban la tierra reseca hasta que aparecía una grieta, que decía a los locales dónde habían de buscarlos. A los hongos no les molestaba mucho el sol, pero podía matarlos. No; a Yulian no le gustaba el sol, pero no le daba miedo. Era cuestión de andarse con cuidado, y nada más.
En cuanto a dormir durante todo el día en un ataúd lleno de tierra del país natal, ¡pura falacia! Él dormía en ocasiones durante el día, pero era porque, con frecuencia, pasaba buena parte de la noche sumido en sus reflexiones o rondando por la finca. Prefería la noche, eso sí, porque entonces, en la oscuridad o a la luz de la luna, se sentía más cerca de su origen, más cerca de comprender la verdadera naturaleza de su ser.
Además, estaba la sed de sangre del vampiro: falso, al menos en el caso de Yulian. La
vista
de la sangre lo excitaba, producía un efecto en su interior, le infundía una pasión; pero beberla de las venas de una víctima no era tan satisfactorio como se decía en las novelas. Sin embargo, le gustaba la carne cruda y en abundancia, y nunca le había gustado mucho la verdura. En cambio, la cosa que Yulian había criado en la cuba del sótano, ¡se había alimentado de sangre! De sangre, de carne, de cualquier cosa animada o que lo hubiese estado. De carne o del jugo rojo de la carne, viva o muerta. Yulian sabía que no necesitaba comer, pero que lo hacía si podía. Se habría tragado también a George, si él no hubiese estado allí para impedirlo.
El Otro…, Yulian se estremeció, encantado. Sabía que él era su dueño, pero ésta era la suma total de sus conocimientos. Lo había criado él mismo y recordaba cada detalle de cómo había sido.