Authors: Brian Lumley
Sabía, desde luego, que alguien de allí, probablemente el joven, poseía dotes metapsíquicas. Esto se había evidenciado durante los últimos cuatro días, desde que Clarke y los otros había empezado a observar el lugar. Para cualquier persona algo sensible, el viejo caserón olía a algo extraño, extraño y maligno también. Hoy, al hacerse de noche, Clarke había sentido que se hacían más fuertes las oscuras emanaciones que brotaban de la casa como basura mental. Hasta ahora, habían pasado junto a él sin tocarlo; pero, al colocarse la oscura figura detrás de la rendija de las cortinas y enfocarla él con sus gemelos, algo…
Algo había estado allí, en su cabeza, tocando su mente. Un talento al menos tan fuerte como el suyo, ¡sondeando sus pensamientos! Pero no era el talento lo que le sorprendía (éste era un juego que había practicado antes con sus colegas del PES, donde lo hacían de forma constante para penetrar en los pensamientos del otro), sino la desenfrenada animosidad animal que le hizo ahogar una exclamación, echarse un poco atrás y cerrar de golpe las puertas de su conciencia dotada de PES. El rumoroso y negro torbellino de la mente invasora.
Y como había montado sus defensas, no detectó ninguna amenaza física, la orden que había dado Yulian a su alsaciano negro. Había fallado, pero su talento primordial, el que nadie comprendía aún, no iba a fallarle. Eran las once de la noche y sus instrucciones eran claras: tenía que volver a la sede provisional en un hotel de Paignton, y presentar su informe. La vigilancia de la casa empezaría de nuevo a las seis de la mañana, cuando uno de sus colegas se hiciese cargo de ella. Tiró el cigarrillo, lo aplastó con el pie y se guardó los prismáticos.
El coche de Clarke estaba en un área de aparcamiento a veinticinco metros carretera abajo. Él estaba en la parte interior del seto. Apoyó la mano en el barrote más alto de la cerca, dispuesto a saltar a la carretera. Sin embargo, lo pensó mejor. Aunque no lo sabía, su talento oculto se había puesto en marcha. En vez de saltar la valla, caminó deprisa entre las altas hierbas del borde del campo, en dirección al coche. La hierba que azotaba sus pantalones estaba mojada, pero no le importó. De esta manera ahorraba tiempo, y ahora tenía prisa, estaba ansioso por alejarse del lugar. Pensó que era natural, teniendo en cuenta lo que acababa de aprender. Y casi no se dio cuenta de que, cuando llegó a su coche, estaba casi corriendo.
Fue en ese momento, mientras hacía girar la llave de la cerradura, cuando oyó que algo más corría: el débil ruido de unos pies elásticos sobre la carretera, el chasquido de las uñas de algo pesado al saltar la valla en el lugar donde él había estado. Se metió en el coche y cerró de golpe la portezuela. Cuando se volvió para mirar en la noche, abrió mucho los ojos y le palpitó el corazón.
Dos segundos más tarde,
Vlad
chocó contra el vehículo.
Golpeó tan fuerte con las patas delanteras, el hombro y la cabeza, que el cristal de la ventanilla de Clarke se astilló en un dibujo como de telaraña. El impacto había sonado como un martillazo, y Clarke comprendió que otra embestida como aquélla rompería en pedazos el cristal y lo privaría de toda protección. Pero había visto lo que era su atacante y no pensaba permanecer inmóvil esperando a que ocurriese.
Hizo girar la llave del encendido y puso la marcha atrás para librar el capó de unas ramas colgantes. El segundo salto de
Vlad
, dirigido de nuevo contra la ventanilla, hizo que el perro cayese sobre el capó, delante del parabrisas. Y ahora se dio cuenta el joven espía de la suerte que había tenido. Allí, en campo abierto, ¡poco habría podido hacer contra aquello!
La cara de
Vlad
era como una máscara negra de odio, una cara enloquecida, contraída, gruñidora, salpicada de saliva. Unos ojos amarillos, de pupilas carmesí, miraron a Clarke a través del cristal, con tal intensidad que casi se imaginó que podía sentir su calor. Entonces metió la primera y salió a la carretera. Al arrancar bruscamente el coche, el perro resbaló, cayó de costado sobre el capó y fue despedido hacia la oscuridad del seto, mientras Clarke corregía la dirección y rodaba por la carretera. Por el espejo retrovisor pudo ver que el perro salía del seto y se sacudía, mirando con furia al coche que se alejaba deprisa. Entonces Clarke dobló una curva y
Vlad
se perdió de vista.
No lo lamentó en absoluto. En realidad, todavía temblaba cuando paró el motor del automóvil en el aparcamiento del hotel de Paignton. Después de lo cual, se retrepó en su asiento y encendió cansadamente un cigarrillo, que apuró hasta el filtro antes de cerrar el coche y dirigirse a presentar su informe…
Frankie's Franchise era un lugar absolutamente sórdido, frecuentado por la canalla del puerto: prostitutas y sus proxenetas, «camellos» y, en general, gente de mal vivir. Era muy ruidoso. Una vieja máquina tocadiscos americana, puesta de nuevo de moda, atronaba el salón principal con un estruendoso «Tutti Frutti» de Little Richard. No había un pequeño rincón en el lugar que se librase del fragor musical. Pero, en cualquiera de la media docena de compartimentos separados, uno podía oír al menos sus propios pensamientos. Por eso Frankie's era un lugar tan ideal: por más que te concentraras lo bastante para oír a los demás, era imposible.
Alec Kyle y Carl Quint, Félix Krakovitch y Sergei Gulhárov, estaban sentados a una mesita cuadrada, de espaldas a las paredes protectoras del compartimento. El Este y el Oeste se enfrentaban mientras bebían. Curiosamente, Kyle y Quint bebían vodka, mientras que Krakovitch y Gulhárov sorbían cerveza americana.
Identificarse los unos a los otros había sido lo más fácil del mundo; en Frankie's Franchise, nadie más tenía el aspecto adecuado. Pero la apariencia personal no era el único patrón; pues, naturalmente, incluso con aquel vocerío, los tres hombres extrasensibles podían detectar sus recíprocas auras psíquicas. Se habían saludado con sendos movimientos de cabeza y encaminado, con sus bebidas, desde el bar hasta un compartimento vacío. Algunos parroquianos del lugar les habían dirigido miradas de curiosidad: los «duros» fruncieron los párpados con cierto recelo; las prostitutas, con miradas especuladoras. Ellos no les habían correspondido.
Después de unos momentos, Krakovitch inició la discusión.
—Supongo que no hablará mi idioma —dijo, con fuerte acento aunque no desagradable—, pero yo hablo el suyo. No muy bien, por cierto. Éste es mi amigo Sergei. —Inclinó un poco la cabeza a un lado, para indicar a su compañero—. El conoce un poco, muy poco, el inglés. No tiene PES.
Kyle y Quint miraron, obedientes, a Gulhárov. Vieron a un joven bastante apuesto, de cabellos rubios cortados a cepillo, ojos grises y vigorosas manos cruzadas flojamente sobre la mesa, alrededor de su vaso. Parecía incómodo en su moderno traje occidental, que no era exactamente de su medida.
—Es verdad. —Quint entrecerró los ojos y se volvió de nuevo a Krakovitch—. Carece de esto, pero estoy seguro de que posee otras facultades envidiables.
Krakovitch esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza. Parecía un poco amargado.
Kyle se había entretenido en estudiar a Krakovitch y grabar cada detalle en su memoria. El jefe del espionaje ruso tenía menos de cuarenta años, ralos cabellos negros, ojos verdes penetrantes y una cara torva, casi demacrada. Era de mediana estatura y complexión delgada. «Un conejo despellejado», pensó Kyle. Pero sus finos y pálidos labios eran delicados y la alta cúpula del cráneo revelaba una rara inteligencia.
La impresión producida por Kyle en Krakovitch era bastante parecida: un hombre de pocos años menos que él, inteligente, bien dotado. Sólo el aspecto físico de Kyle era diferente, pero esto no importaba. Los cabellos de Kyle eran ondulados, tupidos y castaños. Estaba algo entrado en carnes, quizás un poco gordo, pero lo disimulaba con su estatura. Los ojos eran castaños como el cabello; los dientes, iguales y blancos, en una boca demasiado grande, un poco inclinada hacia abajo de izquierda a derecha. En otra cara, esta expresión habría podido ser tomada por cinismo, pero no en la de Kyle, pensó Krakovitch.
Por otra parte, Quint era más agresivo, pero tal vez tenía un gran dominio de sí mismo. Sacaba rápidas conclusiones, acertadas o erróneas, y probablemente actuaba de acuerdo con ellas. Pues lo hacía en la convicción de efectuar lo adecuado, aunque si no era sí, no se sentía culpable. Tampoco era muy emocional. Todo esto se revelaba en su semblante, en su figura, según Krakovitch, que se enorgullecía de leer los caracteres. Quint era ágil como un gato. En modo alguno corpulento, parecía llevar un muelle enrollado en su interior. Sin tensiones nerviosas, tenía una habilidad natural para pensar y actuar deprisa. Sus ojos ingenuos y azules lo captaban todo; tenía una nariz fina y regular, y la frente arrugada de tanto fruncirla. De unos treinta y cinco años, cabellos ralos y facciones serias. Tenía talento. Krakovitch estuvo seguro de que tenía un PES extraordinario. Era un buen observador.
—Oh, Sergei Gulhárov ha sido bien adiestrado —respondió al fin Krakovitch—, como mi guardaespaldas. Pero no en el arte de ustedes o mío. No tiene la misma clase de mente. Estoy seguro de que es el único hombre «normal» de nosotros cuatro. Lo cual es una lástima —añadió, mientras dirigía una mirada acusadora a Kyle—, pues se presumía que usted y yo nos encontraríamos en igualdad de condiciones, sin… ¿ayudas?
En aquel momento una balada italiana sustituyó al rock y el ambiente se suavizó.
—Krakovitch —dijo Kyle, con mirada dura y manteniendo baja la voz—, será mejor que pongamos esto en claro. Tiene razón en que la reunión tenía que ser entre los dos. Cada uno podía traer un segundo. Pero no telépatas. Diremos lo que tengamos que decir, sin que nadie espíe nuestros pensamientos. Quint es un buen observador, pero no un telépata. Por lo tanto, no hacemos trampa. En cuanto a su hombre aquí presente… Gulhárov, ¿no…?, Quint dice que está limpio, por lo que tampoco usted hace trampa. O parece no hacerla, pero su tercer hombre es otra cosa…
—¿Mi
tercer
hombre? —Krakovitch se irguió en su silla y pareció realmente sorprendido—. Yo no…
—¡Oh, sí! —lo interrumpió Quint—. De la KGB. Lo hemos visto. Lo cierto es que ahora mismo está aquí, en Frankie's Franchise.
Esto era nuevo para Kyle. Miró a Quint.
—¿Estás seguro?
Quint asintió con la cabeza.
—No mires, pero está sentado en el rincón con una puta genovesa. Ha cambiado de ropa y parece que acaba de desembarcar. El disfraz no está mal, pero lo he reconocido en el momento en que entramos.
Krakovitch miró por el rabillo del ojo y sacudió despacio la cabeza.
—No lo conozco —dijo—. Pero no es extraño. No conozco a ninguno de ellos. Esto me disgusta… ¡mucho! Pero… ¿está seguro?, ¿cómo puede estarlo?
A Kyle lo habría pillado desprevenido, pero no a Quint.
—Hacemos el mismo trabajo que ustedes, camarada —dijo, lisa y llanamente—. Pero tenemos una ventaja: somos mejores. Es de la KGB, no hay duda.
La indignación de Krakovitch era evidente. No contra Quint, sino por la posición en que se encontraba.
—¡Intolerable! —saltó—. El propio jefe del Partido me dio su…
Medio se levantó y se volvió a medias hacia el hombre indicado, un hombre como un tonel, con traje de confección y camisa desabrochada. Su cuello debía de ser al menos tan grueso como el muslo de Krakovitch. Por fortuna, el hombre miraba hacia otro lado, hablando con la prostituta.
Antes de que Krakovitch siguiese adelante, Kyle le dijo:
—Le creo; creo que usted no lo conoce. Lo han hecho a sus espaldas. Siéntese y actúe con naturalidad. De todas maneras, es evidente que no podemos hablar aquí. Aparte de que nos están observando, es un sitio demasiado ruidoso. Y, Jesús!, por lo que sabemos, incluso podría haber alguien escuchándonos.
Krakovitch se sentó de golpe. Parecía sorprendido; dirigió una mirada nerviosa a su alrededor.
—¿Micrófonos ocultos?
Recordó lo aficionado que era su antiguo jefe, Borowitz, a la vigilancia electrónica.
—Podría ser —dijo Quint, asintiendo vivamente con la cabeza—. O ése lo siguió hasta aquí o sabía de antemano dónde teníamos que encontrarnos.
Krakovitch lanzó un bufido.
—Esto se está poniendo difícil. Yo no soy bueno en estas cosas. ¿Qué hacemos ahora?
Kyle miró a Krakovitch y supo que no fingía. Sonrió.
—Tampoco yo soy bueno en esto. Mire, soy como usted, Félix. Pronostico. No sé cómo lo dicen ustedes. ¿Prever el futuro? En ocasiones, tengo imágenes bastante exactas de lo que va a ocurrir. ¿Me entiende?
—Desde luego —dijo Krakovitch—. A mí me ocurre casi exactamente igual. Salvo que, por lo general, recibo avisos. ¿Y bien?
—Yo preveo que vamos a salir juntos de aquí. ¿Y usted?
Krakovitch lanzó un suspiro de alivio.
—Yo también. —Se encogió de hombros—. Al menos, no he recibido ningún mal aviso. —Al ruso se le agotaba el tiempo, y había cosas que necesitaba desesperadamente saber, preguntas que tenían que ser respondidas. Y ese inglés era tal vez el único que podía contestarlas—. Bien, ¿qué hacemos?
—Espere —dijo Quint. Se levantó, fue hasta la barra y pidió otras consumiciones. También habló con el hombre del bar. Después volvió, con las bebidas en una bandeja—. Cuando el tipo que está detrás del mostrador nos haga una seña con la cabeza, nos iremos pitando de aquí —dijo.
—¿Eh? —dijo Kyle, intrigado.
—Un taxi —dijo, sonriendo, Quint—. He pedido uno. Iremos… al aeropuerto. ¿Por qué no? Podremos hablar por el camino. Y en el aeropuerto encontraremos un sitio caliente y cómodo en el salón de llegadas, y podremos continuar la conversación. Aunque nuestro amigo consiga seguirnos, no podrá acercarse demasiado. Y si lo hace, tomaremos otro taxi para ir a otra parte.
—¡Muy bien! —dijo Krakovitch.
Cinco minutos más tarde, llegó el taxi y salieron los tres a toda prisa. Kyle fue el último en hacerlo. Miró hacia atrás y vio que el hombre de la KGB se ponía trabajosamente en pie y que su cara se contraía de rabia y frustración.
Hablaron en el taxi, y en el aeropuerto. Empezaron unos veinte minutos antes de la medianoche y terminaron a las dos y media de la madrugada. Kyle llevó la voz cantante, ayudado por Quint. Krakovitch escuchaba con atención y sólo lo interrumpía de vez en cuando, para confirmar o pedir una explicación de algo que se había dicho.