Vampiros (28 page)

Read Vampiros Online

Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
2.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Yulian hizo acopio de fuerza y lo apartó; George, incapaz de controlar las funciones de sus miembros, cayó sobre el montón de carbón. Antes de que pudiese levantarse de nuevo, Yulian miró a su alrededor, en la penumbra, y fue a coger el azadón.

—¡Yulian! ¡Yulian! —se interpuso Anne.

—¡Apártate de mi camino! —gritó él, y la empujó a un lado.

Prescindió de George que, alargando unas manos como garfios, se arrastraba tras él, y se dirigió a la entrada en arco donde las paredes de madera eran más gruesas. Allí, sin detenerse, golpeó la piedra con el mango del azadón. El mango de madera dura se rompió en diagonal y la herrumbrosa pala cayó al suelo y repicó en la oscuridad. Las manos de Yulian quedaron entumecidas al agarrar una estaca casi perfecta: medio metro de madera dura, que se estrechaba hasta formar una punta afilada, desigual pero mortal.

Bueno, había tenido la intención de descubrir hasta dónde llegaba la vitalidad de un vampiro, ¿no?

George, de algún modo había conseguido ponerse en pie. Con ojos fosforescentes en la casi total oscuridad, iba detrás de Yulian como un robot diabólico.

Yulian observó el suelo. Había gruesas losas, un poco levantadas en algunos sitios por algo que empujaba desde abajo —el Otro, desde luego, en su insensata excavación—. George se había acercado, se tambaleaba espasmódicamente y emitía sonidos espesos y flemáticos, irreconocibles como palabras. Yulian esperó a que el maltrecho vampiro diese otro paso en su dirección y, entonces, avanzó y le clavó la estaca en el pecho, ligeramente a la izquierda del centro.

La punta de madera dura perforó la mortaja y se introdujo entre las costillas, desprendiendo astillas mientras penetraba. Traspasó su corazón y casi lo arrancó. George boqueó como un pez atravesado por un arpón mientras trataba de asir la estaca con manos impotentes. No tenía manera de arrancarla. Yulian lo observó, plantado allí, tambaleándose; lo observó con incredulidad, asombro y una especie de admiración, y se preguntó: «¿Costaría tanto matarme a mí?». Dedujo que sí. A fin de cuentas, George lo había intentado más de una vez.

Dio una patada a las flojas piernas de George, para que cediese bajo su peso, y fue en busca de la pala. Cuando regresó, al cabo de un momento, George aún se retorcía y boqueaba y luchaba con la estaca clavada en su pecho. Yulian lo cogió de una pierna y lo arrastró hasta un lugar donde se veía negro el suelo entre las losas separadas. Se puso de rodillas, a su lado, y empleó la pala del azadón como martillo para golpear la estaca, acabar de atravesarlo y clavarla en el suelo. Por último, la estaca se encalló entre dos losas. George quedó clavado en el suelo como un escarabajo exótico en una tabla. Solamente sobresalían del pecho unos pocos centímetros de estaca, pero se veía poca sangre. Los ojos seguían abiertos, de par en par, y salía una espuma blanca de sus labios, aunque él ya no se movía.

Yulian se levantó, se enjugó las manos en los pantalones y fue en busca de Anne. La encontró acurrucada en un rincón oscuro; gemía y temblaba, con todo el aspecto de una muñeca tirada. La arrastró hasta el cuarto del horno y le indicó una pala.

—Alimenta el fuego —le ordenó—. Quiero que eso esté más caliente que el infierno, y si no sabes cómo es el infierno, ¡yo te lo mostraré! Quiero que el hierro se ponga al rojo y, hagas lo que hagas, no te acerques a George. Déjalo completamente solo. ¿Lo entiendes?

Ella asintió con la cabeza, gimoteó, y luego se apartó de él.

—Volveré —le dijo él.

La dejó junto al horno, que ya empezaba a rugir y, al salir, le ordenó a
Vlad:

—Quédate aquí y vigila.

Volvió a la casa. En el piso alto, al pasar por delante de la habitación de su madre, oyó a alguien moverse en ella. Se asomó a mirar y vio a Georgina que paseaba arriba y abajo; se retorcía las manos y sollozaba. Ella también lo vio.

—¿Yulian? —dijo, con voz temblorosa—. Oh, Yulian, ¿qué va a ser de ti? ¿Y qué será de mí?

—Lo que
tenía
que ser ya ha sido —respondió con frialdad él, sin la menor emoción—. ¿Puedo confiar todavía en ti, Georgina?

—Yo… no sé si confío en mí misma —respondió ella.

—Madre —empleó el término sin pensar—, ¿quieres ser como George?

—¡Oh, Dios mío! Por favor, Yulian, no digas…

—Porque si quieres —la interrumpió él—, podemos arreglarlo. No lo olvides.

La dejó y se encaminó a su cuarto. Helen lo oyó llegar. Lanzó una exclamación al percibir las suaves y regulares pisadas, y se arrojó sobre la cama de él. Al verlo entrar, se levantó el vestido para mostrar la mitad inferior de su cuerpo. No llevaba nada debajo del vestido. El la vio, y vio los gestos de su cara: tratando de sonreír a través de una máscara de puro terror. Era como si alguien hubiese arrojado yeso en polvo en el rostro de un payaso.

—¡Tápate, marrana! —le ordenó él.

—Creía que te gustaba así —gimió ella—. Oh, Yulian, no me castigues. Por favor, no me hagas daño.

Vio que se dirigía a una cómoda, sacaba una llave y abría el cajón de arriba. Cuando se volvió hacia ella, tenía en el semblante aquella sonrisa cruel y en la mano llevaba una cuchilla nueva y brillante. Tenía una hoja de un palmo y era pesada como una pequeña hacha.

—¡Yulian! —jadeó Helen, con la boca seca como si tuviese serrín en ella. Saltó de la cama y se apartó de él—. Yulian, yo…

Él sacudió la cabeza y lanzó una carcajada extraña, gangosa. Entonces, su cara volvió a ser inexpresiva.

—No —le dijo—, no es para ti. Estarás a salvo mientras me seas…
útil
. Y lo eres. Habría tenido que pagar mucho dinero para encontrar una moza tan dulce y fresca como tú. Y ni siquiera entonces, como con todas las mujeres, habría valido la pena.

Salió y cerró la puerta a sus espaldas.

Abajo, al salir de nuevo de la casa, observó la columna de humo azul que brotaba de la chimenea de la parte trasera. Sonrió para sí y asintió con la cabeza. Anne estaba trabajando bien. Pero, mientras estudiaba el humo, las esponjosas nubes de septiembre se abrieron un poco y dejaron pasar unos rayos de sol. Brillantes, cálidos, ¡abrasadores!

La sonrisa se extinguió en la cara de Yulian y se convirtió en una mueca. Había dejado su sombrero dentro de la casa. Aun así, el sol no hubiese debido quemarle tanto. Sintió su carne casi escaldada. Y sin embargo, al mirar sus antebrazos desnudos, no pudo ver ampollas, ni señales de quemaduras.

Sospechó el significado del suceso: el cambio se había acelerado en él y estaba empezando su metamorfosis definitiva. Se apartó del sol y, con los dientes apretados para no gritar al aumentar el dolor, corrió hacia el sótano.

Abajo, Anne estaba frente al horno. Sus pechos y sus nalgas estaban brillantes de sudor y tiznados de mugre. Yulian la miró y se maravilló de que aquello hubiese sido «una dama». Al acercarse, ella soltó la pala y se apartó. Yulian dejó la cuchilla en el suelo, con cuidado para no mellar su filo, y avanzó hacia Anne. La visión de ésta, desnuda y sudorosa y llena de miedo, había provocado su lujuria.

La poseyó sobre un montón de carbón, llenándola con lo que había de vampiro en él, hasta que ella manifestó a gritos su inconmensurable horror (¿su indecible placer?), al surgir dentro de ella la extraña protocarne…

Cuando hubo terminado, la dejó despatarrada, agotada y molida sobre el carbón, y fue a inspeccionar a George.

Pero encontró también al Otro inspeccionándolo a él. De los huecos entre las losas levantadas había surgido carne protoplásmica, en blandos pliegues y tendones, y habían atraído a George Lake hacia el suelo. Aquella cosa no tenía curiosidad real, ni odio, ni miedo (salvo, tal vez, un temor instintivo al menor rayo de luz), pero sí hambre. Incluso la ameba, que «sabe» muy poco, sabe que tiene que comer. Y si Yulian no hubiese regresado cuando lo hizo, el Otro sin duda habría devorado a George, lo habría absorbido. Pues nadie podía negar que era comida.

Yulian miró ceñudo los flaccidos seudópodos del Otro, que se movían a tientas, y sus bocas temblorosas y sus ojos vacíos.
¡No!
, gritó en su mente, y esto fue como un taladro en las terminaciones nerviosas de la criatura.
¡Déjalo! ¡Vete!
Y aunque comprendiese poco más, el Otro lo entendió.

Como alcanzados por una llamarada, los seudópodos y otras anomalías se agitaron, se encogieron y desaparecieron bajo tierra con un ruido sordo. Tardaron un minuto o dos, nada más, en hacerlo; pero aquello había sido sólo parte del Otro. Yulian se preguntó lo que habría crecido hasta ahora, la parte de tierra que ocupaba debajo de la casa…

Yulian tomó su cuchilla, se colocó al lado de George, y apoyó la mano sobre el diafragma de aquél, justo debajo de la estaca. De inmediato, algo se movió de forma convulsa en su interior. Yulian sintió que se enroscaba como una oruga. George podía parecer muerto, debería
estar
muerto, pero no lo estaba. Era un no-muerto. La cosa que vivía en él (que había sido de Yulian, pero que había crecido y controlaba ahora la mente y el cuerpo de George) se limitaba a esperar. La estaca no había sido suficiente por sí sola. Pero esto no era una verdadera sorpresa; Yulian no había estado nunca seguro de que lo sería.

Tomó su cuchilla y limpió la reluciente hoja con la manga enrollada de la camisa. Y los ojos amarillos, en la cara gris y mutilada de George, se movieron en las sanguinolentas cuencas, para seguir sus movimientos. No sólo estaba el cuerpo del vampiro en el de George, sino también la mente de aquél en su mente, pegada a ella, como una sanguijuela. ¡Bien!

Yulian golpeó tres veces, deprisa: unos golpes duros y cortantes sobre el cuello de George, que hendieron la carne y el hueso con absoluta facilidad. Al cabo de un momento, la cabeza se desprendió del tronco.

Yulian agarró la cabeza cortada por los cabellos y miró fijamente dentro del cuello. Algo moteado de verde y de gris se perdió de vista entre las mucosas fibrosas. Nada de lo que podía ver Yulian parecía normal. La parte hombre de aquella cosa era una simple envoltura de carne, una cáscara o un disfraz para proteger a la criatura que había dentro. A semejanza del cuerpo, cuando Yulian empujó el tronco sin cabeza con la rodilla, algo sinuoso se encogió rápidamente dentro del cuello y la tráquea ensangrentada.

Tal vez partido en dos moriría, en definitiva; pero aún no estaba muerto. Así pues, quedaba un solo procedimiento seguro, una manera comprobada y cierta de matar. El fuego.

Yulian dio una patada a la cabeza en dirección al horno. Aquélla rodó por delante de Anne, que yacía agotada, casi inconsciente en su tremendo terror: había visto todo lo que había hecho Yulian. La cabeza chocó contra la base del horno, rebotó y se detuvo. Yulian arrastró el cuerpo y abrió la puerta del horno. Dentro todo era un resplandor anaranjado y amarillo. Salió una llamarada, y otra llamarada ascendió rugiendo por la chimenea.

Sin perder un instante, tomó la cabeza y la arrojó dentro, lo más lejos que pudo; luego levantó el cuerpo contra la puerta abierta y lo empujó también dentro de aquel infierno. Lo último en entrar en él fueron las piernas y los pies, que empezaban ya a patalear. Necesitó de toda su fuerza para controlar aquellos miembros agitados e introducirlos al fin sobre el borde de la puerta y cerrarla de golpe. Pero volvió a abrirse enseguida, impulsada por un pie en carne viva y humeante. Empujó de nuevo aquel miembro, volvió a cerrar y esta vez corrió el cerrojo. Durante largos segundos, los rugidos del fuego en el interior del horno fueron acompañados de golpes y vibraciones.

Sin embargo, al poco rato los ruidos cesaron. Después sólo hubo un largo y continuo silbido, y por último, sólo pudo oírse el chisporroteo del fuego.

Yulian se quedó plantado allí durante largo tiempo, con sus propios pensamientos secretos, antes de dar media vuelta y alejarse definitivamente…

A las once de la noche de aquel mismo sábado, Alec Kyle, Carl Quint, Félix Krakovitch y Sergei Gulhárov estaban en un vuelo nocturno de Alitalia con destino a Bucarest, donde llegarían poco después de la medianoche.

De los cuatro, Krakovitch había sido el que había tenido el día más atareado, pues había hecho todos los trámites para la entrada de dos ingleses en un país satélite de la Unión Soviética. Lo había hecho de la manera más fácil: a través del teléfono. Había llamado a su segundo en el mando del
château
Bronnitsy, un tal Ivan Gerenko, «deflector» de raro talento, y le había pedido que transmitiera los detalles a su poderoso intermediario en el personal de Brezhnev. También que arreglara las cosas de manera que, en caso necesario, pudiese tener la máxima ayuda de los «camaradas» de la URSS en «el títere Rumania». Rumania era todavía una nación aparte, y nunca se podía estar del todo seguro de la colaboración de los rumanos… Así pues, Krakovitch había empleado la tarde en hacer y responder llamadas entre Génova y Moscú, hasta que todo quedó arreglado.

Ni una sola vez había mencionado el nombre de Theo Dolgikh. De ordinario, habría llevado su queja a la cima, al propio Brezhnev, como había ordenado el jefe del Partido; pero no en las presentes circunstancias. Sólo tenía la palabra de Kyle de que Dolgikh había sido detenido temporalmente y no de forma permanente. Mientras siguiese ignorando de modo ostensible la intervención del agente de la KGB, todo iría bien. Y si Dolgikh estaba de verdad a salvo y sólo «detenido» momentáneamente…, más tarde habría tiempo de formular acusaciones de interferencia contra Yuri Andropov. Sin embargo, se maravillaba de que la KGB se hubiese enterado tan pronto de esa misión, presuntamente secreta, en Italia. Esto hacía que se preguntara si los agentes de espionaje estaban
siempre
bajo la vigilancia de la KGB.

En cuanto a Alec Kyle, había hecho también una llamada internacional al oficial de guardia de INTPES. Esto había ocurrido ya avanzada la tarde, cuando estuvo lo bastante seguro de que Quint y él acompañarían a los dos rusos a Rumania.

—¿Eres Grieve? ¿Cómo van las cosas, John? —había preguntado.

—¿Alec? —había sido la respuesta—. Estaba esperando que nos llamaras.

John Grieve tenía dos facultades; una de ellas era una manera «astuta» de hablar para compensar una capacidad de PES todavía no desarrollada del todo; y la otra, muy notable y posiblemente única. La primera era el don de previsión; era una bola de cristal humana. La única dificultad era que debía saber exactamente qué buscaba y dónde; de otro modo, nada podía ver. Su talento no funcionaba a la buena de Dios, sino que tenía que ser dirigido: debía tener un blanco bien definido.

Other books

A Wolf's Pride by Jennifer T. Alli
What the Heart Wants by Jeanell Bolton
Gone Too Far by Suzanne Brockmann
The Overlords of War by Gerard Klein
The Two-Income Trap by Elizabeth Warren; Amelia Warren Tyagi
When the Starrs Align by Marie Harte