Veinte años después (52 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Veinte años después
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—¿Qué decís a esto? —preguntó Aramis.

—Que es casi un sacrilegio, amigo Herblay, dudar de la Providencia teniendo tales amigos. Repartámonos los doblones de Porthos como los luises de D’Artagnan.

Hecha la distribución a la luz de la cerilla de Bazin, emprendieron su marcha los dos amigos.

Un cuarto de hora después estaban en la puerta de San Dionisio, donde les aguardaba Winter.

Capítulo XLVI
La primera idea es siempre la más excelente

Emprendieron los tres caballeros el camino de Picardía, que tan familiar les era y que recordaba a Athos y Aramis algunas de las más agradables escenas de su juventud.

—Si viniese con nosotros Mosquetón —dijo Athos al llegar al lugar de su disputa con los trabajadores—, ¡cómo temblaría al pasar por aquí! ¿Os acordáis, Aramis? Aquí recibió aquel famoso balazo.

—No le reñiría por eso, porque a mí también me hace estremecer el recuerdo; justamente detrás de ese árbol fue donde caí, dándome casi por muerto.

Prosiguieron adelante, y a poco tiempo Grimaud fue quien evocó sus recuerdos al llegar al frente de la posada, y enseñándole el respiradero de la cueva, dijo secamente:

—Salchichones.

Rióse Athos, y aquella calaverada juvenil le pareció tan graciosa como si no fuera él su héroe y como si se la refiriera a otro.

Finalmente, después de dos días y una noche de marcha, llegaron a la mitad de una magnífica tarde a Boulogne, ciudad casi desierta entonces y construida enteramente en las alturas, pues no existía entonces lo que se llama
ciudad baja
. Boulogne era una posición temible.

Al llegar a las puertas, dijo Winter:

—Señores, hagamos aquí lo que en París; separémonos para evitar sospechas. Yo conozco una posada no muy concurrida, cuyo dueño es persona de toda mi confianza. Voy allá, porque tengo que recoger unas cartas que deben haber llegado para mí. Dirigíos a la primera fonda de la ciudad; a la
Espada del Gran Enrique
, pongo por caso, descansad, y dentro de dos horas estad en el muelle, donde nos esperará una barca.

Convenidos en esto, lord de Winter prosiguió su camino dando vuelta a los baluartes exteriores para entrar por otra puerta, en tanto que los dos amigos lo hacían por la que tenían delante, encontrando la fonda designada a unos doscientos pasos.

Ordenaron dar un pienso a los caballos sin quitarles la silla: los lacayos comieron, porque ya empezaba a hacerse tarde, y los amos, llenos de impaciencia por embarcarse, les citaron en el muelle, con orden expresa de no conversar con nadie. Esta advertencia se dirigía únicamente a Blasois, porque para Grimaud era inútil hacía mucho tiempo. Athos y Aramis bajaron hacia el puerto.

Su empolvado traje y el desenfado natural a todo hombre acostumbrado a viajar, llamaron la atención de algunas personas que se estaban paseando.

En uno, especialmente, causó bastante impresión su llegada. Aquel desconocido, en quien repararon primero por la misma causa que atraía sobre sus personas las miradas de los demás, iba y venía entristecido por el muelle, y así que les vio, no apartó de ellos los ojos, manifestando grandes deseos de dirigirles la palabra.

Era bastante joven y pálido; el azul de sus ojos era tan vago que, como los del tigre, parecía que se matizaban según los colores que veían; a pesar de la lentitud e indecisión de su andar, iba muy derecho y con cierta altanería; iba vestido de negro y ceñía con bastante gracia un largo espadón.

Cuando llegaron al muelle detuviéronse Athos y Aramis a examinar una pequeña barca amarrada a una estaca y aviada para marchar.

—Indudablemente es la nuestra —dijo Athos.

—Sí —respondió Aramis—, y la corbeta que está aparejando allá fuera, debe ser la que ha de conducirnos a nuestro destino. No falta más sino que nos haga esperar Winter. Es bastante pesado el esperar aquí.

—Silencio —dijo Athos—, nos estaban escuchando.

En efecto, el joven de quien hemos hablado, y que durante el diálogo de entrambos amigos había pasado varias veces por detrás de ellos, paróse al oír el nombre de Winter; pero como no manifestó la menor alteración en su rostro, podía creerse que sólo por casualidad se había detenido.

—Caballeros —les dijo saludándoles con soltura y cortesía—, perdonad mi curiosidad, pero veo que venís de París, por lo menos que sois forasteros.

—Sí, señor, de París venimos —contestó Athos con igual cortesanía—. ¿Tenéis algo que mandarnos?

—¿Tendréis la amabilidad de decirme si es cierto que el señor cardenal Mazarino ha dejado de ser ministro?

—Lo es y no lo es —respondió Athos—; es decir, que la mitad de los franceses le rechazan, y él, con intrigas y promesas, hace que le sostenga la otra mitad. Y veis que esto puede durar así mucho tiempo.

—Es decir, caballero —repuso el desconocido—, que no anda fugado ni está encerrado.

—No, señor.

—Mil gracias, señores —dijo el joven alejándose.

—¿Qué os parece de este amigo? —preguntó Aramis.

—Que debe ser algún señorito aburrido o quizás algún espía.

—¿Y le habéis respondido así?

—No podía hacerlo de distinto modo. Me ha hablado con cortesía y he respondido lo mismo.

—Sin embargo, si fuese un espía…

—¿Qué habíamos de hacer? Ya pasaron los tiempos de Richelieu, que por una simple sospecha mandaba cerrar los puertos.

—No importa, no habéis andado muy cuerdo en contestarle de ese modo —dijo Aramis, siguiendo con la vista al joven, que desaparecía entre los peñascos.

—Y vos —respondió Athos—, olvidáis que habéis cometido una indiscreción mayor pronunciando el nombre de lord de Winter. Al oírle fue cuando se paró.

—Razón de más para decirle que se fuera con mil demonios cuando os dirigió la palabra.

—¿Armar una riña?

—¿De cuándo acá os causa miedo?

—Siempre me lo ha causado cuando me aguardan en una parte y la riña puede impedirme acudir. Además, os confesaré que yo también quería ver de cerca a ese joven.

—¿Por qué?

—Aramis, os vais a burlar de mí; vais a decir que estoy siempre pensando en lo mismo, y me vais a llamar el visionario más cobarde…

—Adelante.

—¿A quién creéis que se parece este joven?

—¿En lo feo o en lo bonito? —preguntó Aramis riéndose.

—En lo feo y en cuanto puede parecerse un hombre a una mujer.

—¡Pardiez! Pues me hacéis pensar… ¡No! ¡Pardiez! No sois visionario, amigo mío, y ahora que lo reflexiono digo que tenéis razón. Esos labios delgados y fruncidos, esos ojos que parecen estar a las órdenes de la cabeza y nunca a las del corazón… Debe ser algún hijo de Milady.

—¿Os reís, Aramis?

—Por costumbre, pero declaro que me haría tan poca gracia como vos el encontrar esa serpiente en el camino.

—Ahí viene Winter.

—Sí, y sentiría que ahora tuviésemos que esperar a los lacayos.

—No —dijo Athos—, allí los veo a veinte pasos detrás de nuestro amigo. Reconozco a Grimaud por lo empinada que lleva la cabeza y por la longitud de sus piernas. Tomy trae las carabinas.

—Vamos a embarcarnos de noche —repuso Aramis dirigiendo una mirada al Occidente, donde ya no presentaba el sol más que una nube de oro que se iba apagando poco a poco, a medida que se sumergía en el mar.

—Es probable —dijo Athos.

—¡Diantre! —respondió Aramis—. Poco me gusta el mar de día, pero menos de noche; el ruido de las olas, el silbido del viento, el temible balanceo del buque… Prefiero el convento de Noisy.

Athos sonrió tristemente, pues escuchaba a su amigo pensando en otra cosa, y se dirigió hacia Winter. Aramis siguióle.

—¿Qué tendrá nuestro buen inglés? —preguntó el último—. Se parece a los condenados del Dante cuando les disloca Satanás el pescuezo y les obliga a mirarse los talones. ¿Por qué tendrá la cabeza hacia atrás?

Cuando lo vio Winter, apresuró el paso y se acercó a ellos con gran rapidez.

—¿Qué tenéis, milord? —preguntó Athos—. ¿Por qué venís tan sofocado?

—Por nada —respondió el inglés—, por nada. Al pasar junto a los peñascos me ha parecido…

Y volvió otra vez la cabeza.

Athos miró a Aramis.

—Pero vámonos —prosiguió Winter—, vámonos, ya debe estarnos esperando la barca y allí veo anclada la corbeta. ¿La distinguís? Ya quisiera estar a bordo.

Y volvió la cabeza otra vez.

—¿Qué es eso? —preguntó Aramis—. ¿Se os olvida algo?

—No, es que estoy distraído.

—Le ha visto —dijo Athos a Aramis.

Habían llegado a la escalera que conducía a la barca; Winter mandó a los lacayos que pasasen delante con las armas, hizo que les siguiesen los mozos con el equipaje y empezó a descender tras ellos.

En aquel momento vio Athos a un hombre que costeaba el mar paralelamente al muelle, acelerando el paso como para presenciar el embarque desde la otra parte del puerto, que apenas distaba veinte pasos.

En medio de las sombras que comenzaban a extenderse, creyó ver en él al joven que antes le había preguntado.

—¡Hola! —dijo entre sí—. ¿Será realmente espía? ¿Pretenderá estorbar nuestro embarque?

Pero como ya era algo tarde para que pudiese ejecutarse este proyecto, caso de que el desconocido lo intentara, bajó Athos también la escalera, aunque sin perderlo de vista.

El joven para acabar más pronto situóse sobre una esclusa.

—Algo piensa contra nosotros —repuso Athos—, pero en embarcándonos y estando en alta mar que venga.

Y saltó a la barca, la cual se apartó al momento de la orilla y comenzó a internarse obedeciendo a los esfuerzos de cuatro vigorosos remeros.

Entonces se puso el desconocido a seguir, esto es, a preceder la barca. Tenía ésta que pasar por entre la punta del muelle en que campeaba el fanal acabado de encender y un peñón muy inclinado sobre el mar. Viose al joven desde lejos subir por el peñasco situándose de modo que pudiera dominar a la embarcación cuando pasase.

—Pues, señor —dijo Aramis a Athos—, indudablemente es espía ese hombre.

—¿Qué hombre? —preguntó Winter volviéndose.

—Uno que nos ha seguido, que nos ha hablado y que nos ha aguardado allá abajo; miradle.

Winter siguió con la vista la dirección del dedo de Aramis. Inundaba el faro con su luz el estrecho que iban a pasar y el peñón en que se mostraba de piel el joven con la cabeza descubierta y los brazos cruzados.

—¡Él es! —dijo lord de Winter asiendo el brazo de Athos—. Él es, no me había equivocado cuando creí reconocerle.

—¿Y quién es él? —preguntó Aramis.

—El hijo de Milady —respondió Athos.

—¡El fraile! —exclamó Grimaud.

El joven oyó estas palabras; parecía que iba a precipitarse al agua; tan inclinado estaba en la extremidad del peñasco.

—Sí, yo soy, tío; el hijo de Milady; yo, el fraile; yo, el secretario y amigo de Cromwell, y os conozco a vos y a vuestros compañeros. Hallábanse en aquella barca tres hombres animosos, de cuyo valor nadie se hubiera atrevido a dudar seguramente; con todo, un escalofrío de terror circuló por sus venas, al ver aquel ademán, al oír aquella voz, aquel tono.

Grimaud tenía erizados los cabellos y la frente bañada en sudor.

—¡Hola! —dijo Aramis—. ¿Conque ese es el sobrino, el religioso, el hijo de Milady, como él mismo dice?

—Sí —murmuró Winter.

—Pues aguardad un momento.

Y con la sangre fría que le era propia en las ocasiones críticas, cogió Aramis uno de los mosquetes que llevaba Tora, le preparó y apuntó al joven que continuaba de pie sobre el peñón, amenazándole con su mano y sus miradas como el ángel exterminador.

—¡Fuego! —gritó Grimaud, fuera de sí.

Athos arrojóse sobre el cañón de la carabina y detuvo el tiro que ya iba a disparar Aramis.

—¡El diablo os lleve! —dijo éste—. Le tenía perfectamente apuntado: en medio del mismo pecho le hubiese dado el balazo.

—Basta con haber muerto a la madre —dijo sordamente Athos.

—La madre era un ser perverso que nos había agraviado a todos en nuestras propias personas, o en las que más queríamos.

—Sí, pero el hijo nada nos ha hecho.

Grimaud, que se había incorporado para observar el efecto del tiro, cayó otra vez sobre su asiento dando una palmada de ira.

El joven soltó la carcajada y dijo:

—¡Muy bien! Vosotros sois, ahora acabo de conoceros.

Su sonora risa y sus terribles palabras pasaron sobre la barca en alas de la brisa, y fueron a perderse en la inmensidad del horizonte. Aramis estremecióse.

—Serenidad —dijo Athos—. ¡Qué diablos! ¿No somos hombres?

—Sí —respondió Aramis—, pero él es un diablo. Preguntad al tío si hubiera hecho mal en librarle de su pariente.

Winter contestó con un suspiro.

—Todo se hubiera acabado —continuó Aramis—. Mucho me temo, Athos, que vuestra discreción me haya hecho cometer una locura.

Athos cogió una mano a Winter y, para mudar de conversación, le preguntó:

—¿Cuándo llegaremos a Inglaterra?

Mas el inglés no le oyó ni dio contestación a sus palabras.

—Mirad, Athos —dijo Aramis—, acaso sea tiempo todavía. Todavía permanece en el mismo sitio.

Athos hizo un esfuerzo para volverse, porque evidentemente le repugnaba la vista de aquel hombre.

Seguía efectivamente el joven de pie sobre el peñón, y el faro formaba en torno suyo una especie de aureola de luz.

—¿Pero qué hará en Boulogne? —preguntó Athos, que como hombre de corazón, indagaba el porqué de todo, cuidándose poco de los efectos.

—Me seguía, me seguía —dijo Winter oyendo entonces la voz del conde porque correspondía con sus pensamientos.

—Para seguiros, amigo, hubiera necesitado saber vuestro viaje, y es probable, por el contrario, que nos haya precedido.

—Entonces no lo entiendo —dijo el inglés, moviendo la cabeza como hombre convencido de que es inútil luchar contra una fuerza sobrenatural.

—Ahora creo, Aramis —dijo Athos—, que he hecho mal en no dejaros disparar.

—Callad —respondió Aramis—; sería cosa de hacerme llorar si yo pudiera verter lágrimas.

Grimaud exhaló un gruñido sordo, igual al ruido lejano de un león.

En aquel momento les hablaron desde la corbeta. Contestó el timonel, y la barca se acercó al buque.

En un momento se trasbordaron los equipajes, los viajeros y sus lacayos. El capitán, que sólo aguardaba a los pasajeros para levar anclas, dio orden de enderezar el rumbo hacia Hastings, punto del desembarque.

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