Los tres amigos dirigieron en aquel momento una mirada involuntaria al peñón en que todavía se destacaba visiblemente la amenazadora sombra que les perseguía.
Poco después llegaba a sus oídos una voz que les decía:
—¡Hasta la vista, señores, en Inglaterra!…
Todo el movimiento notado por la reina Enriqueta, y cuya causa en vano había procurado indagar, provenía de la noticia de la victoria de Lens, cuyo mensajero fue el duque de Chatillon, que había tenido gran parte en ella, y el cual llevaba además la misión de colocar en las bóvedas de Nuestra Señora veintidós banderas cogidas a los loreneses y españoles.
La noticia era decisiva y decidía el pleito entablado contra el Parlamento en favor de la corte. Todos los impuestos, a que se oponía el primero, estaban fundados en la necesidad de sostener la honra de Francia y en la azarosa esperanza de batir al enemigo. Y como desde la batalla de Nordlingen sólo se habían sufrido reveses, tenía el Parlamento ancho campo para interpelar a Mazarino sobre aquellas victorias siempre prometidas y siempre aplazadas; pero por fin se había llegado a las manos y lográndose un triunfo que debía llamarse completo. Así fue que nadie dejó de ver que la corte había conseguido dos victorias; una en el exterior y otra en el interior; y hasta el rey exclamó al saber la noticia:
—Ahora veremos lo que dicen a eso los señores del Parlamento. Oído lo cual, abrazó tiernamente la reina a su hijo, cuyos altivos e impetuosos sentimientos armonizaban tanto con los suyos propios. Aquella misma tarde se celebró un consejo, al cual asistieron el mariscal de la Meilleraie y el señor de Villeroy como mazarinos, Chavigny y Seguier como enemigos del Parlamento. Y Guitaut y Comminges como partidarios de la reina.
No supo nada el público de lo que en aquella junta se dispuso. Súpose únicamente que el domingo próximo debía cantarse un
Te Deum
en Nuestra Señora de París, en celebridad de la victoria de Lens.
Los parisienses despertaron el día señalado en medio de la mayor alegría; pues un
Te Deum
era en aquella época un negocio grave. Aún no se había abusado de esta ceremonia, y así es que producía efecto. El sol apareció radiante como si tomara parte en la festividad, y doraba las sombrías torres del templo metropolitano, lleno ya de un inmenso número de personas del pueblo, hasta las más solitarias calles de la Cité estaban engalanadas, y en toda la extensión de los muelles se veían largas filas de honrados artesanos, mujeres y niños, yendo hacia Nuestra Señora.
Todas las tiendas estaban desiertas y todas las casas cerradas, pues reinaba un deseo general de ver al rey con su madre y al famoso cardenal Mazarino, tan aborrecido que nadie quería privarse de su presencia.
Por lo demás, entre aquel crecido pueblo reinaba la mayor libertad; expresábanse abiertamente toda clase de opiniones, tocando a rebato, en tanto que las mil campanas de las iglesias de París tocaban a
Te-Deum
, y como la policía estaba nombrada por la misma ciudad, ninguna demostración amenazadora turbaba la manifestación del odio general, ni contenía las palabras en aquellas maldicientes bocas.
A las ocho de la mañana fue el regimiento de guardias de la reina, al mando de Guitaut, cuyo segundo era Comminges, su sobrino, a escalonarse con sus tambores y cornetas a la cabeza, desde el Palacio Real hasta Nuestra Señora; maniobra que vieron tranquilamente los parisienses, siempre aficionados a oír música militar y a ver uniformes brillantes.
Friquet habíase puesto la ropa de los domingos, y a pretexto de una fluxión que fingió momentáneamente, introduciéndose en la boca gran número de huesos de cereza, consiguió de su superior Bazin venia para ir de paseo. El bedel se negó al principio a concedérsela, porque estaba de mal humor por dos motivos; primero, por el viaje de Aramis, el cual se había marchado sin decirle dónde iba, y segundo, por tener que ayudar una misa en celebridad de una victoria que no estaba en armonía con sus opiniones. Recordará el lector que Bazin era frondista, y si hubiese podido el bedel ausentarse en semejante solemnidad como un simple monaguillo, no hubiera dejado de hacer al arzobispo la misma petición que la que a él le hacían. Resistióse, por tanto, como hemos dicho a conceder toda licencia; pero tanto se desarrolló la fluxión de Friquet en presencia del mismo Bazin, que éste cedió por fin refunfuñando, por honor del cuerpo de escolanos, a quienes podía comprometer semejante deformidad. A la puerta escupió Friquet su fluxión, acompañando este acto con un gesto dirigido al bedel, de esos que eternizarán la superioridad del pilluelo de París sobre los demás del mundo; en cuanto a la taberna se excusó naturalmente, diciendo que ayudaba a misa en Nuestra Señora.
Gozaba, pues, Friquet de completa libertad, y como hemos dicho se había vestido su más escogido traje, llevando principalmente por notable adorno uno de esos indescriptibles gorros que forman el punto de transacción entre el birrete de la Edad Media y el sombrero de Luis XIII. Le había fabricado su madre aquel curioso gorro, y fuese por capricho o por falta de tela uniforme, no demostró el mayor esmero en combinar los colores; de suerte que la obra maestra del arte gorreril en el siglo xvii era amarilla y verde por un lado, y blanca y colorada por el otro. Pero Friquet, que siempre había sido aficionado a la diversidad de tonos, no se manifestaba por eso menos triunfante y orgulloso.
Cuando salió de casa de Bazin se dirigió el monaguillo a todo correr hacia el Palacio Real, al cual llegó precisamente en el instante en que salía el regimiento de guardias, y como no deseaba otra cosa que disfrutar de su vista y aprovecharse de su música, se colocó a la cabeza tocando el tambor con dos pizarras, y pasando de este ejercicio al de corneta, que remedaba con la boca con tal perfección, que mereció más de una vez los elogios de los amantes de la armonía imitativa.
Duró esta diversión desde la barrera de Sergents hasta la plaza de Nuestra Señora, produciendo no poca satisfacción a Friquet; pero cuando hizo alto el regimiento y penetraron las compañías hasta el centro de la Cité, situándose en la extremidad de la calle de San Cristóbal, cerca de la Casatrix, en que vivía Broussel, recordó el escolano que no había almorzado, y calculando hacia qué parte podría dirigir sus pasos para realizar este importante acto, resolvió después de una madura deliberación, que el consejero Broussel hiciese el gasto.
En consecuencia, se plantó de una rápida carrera en casa del consejero, y llamó con fuerza a la puerta.
Salió a abrirle su madre, la vieja criada de Broussel.
—¿A qué vienes, tunante? —le dijo—. ¿Por qué no estás en la iglesia?
—Allí estaba madre —respondió Friquet ; pero he visto que pasan algunas cosas que debe saber el señor Broussel, y he venido a hablarle con el permiso del señor Bazin; ya sabéis quién es, madre, el señor Bazin, el bedel.
—Está bien, pero ¿qué tienes tú que decir al señor Broussel, buena pieza?
—Quiero hablarle en persona.
—No puede ser, está trabajando.
—Entonces, aguardaré —contestó Friquet, a quien convenía aquella espera, durante la cual se proponía no perder el tiempo.
Y subió rápidamente la escalera seguido con más lentitud por la buena Nanette.
—Pero por fin, ¿qué es lo que quieres del señor Broussel?
—Decirle —contestó Friquet gritando con todas sus fuerzas— que el regimiento de guardias viene hacia este lado, y como se suena que en la corte reinan prevenciones malignas contra el señor consejero, se lo aviso para que esté alerta.
Broussel escuchó las palabras del solapado muchacho, y agradeciendo su excesivo celo bajó al primer piso; porque en efecto, se hallaba trabajando en su gabinete; sito en el segundo.
—¡Eh, amigo! —le dijo—. ¿Qué nos importa el regimiento de guardias? ¿Estás loco para armar semejante estrépito? ¿No sabes que es costumbre de esos señores hacer lo que han hecho, y que este regimiento forma siempre en batalla por donde pasa el rey?
Fingió el escolano grande admiración, y dijo dando vueltas entre las manos a su gorro nuevo:
—No es extraño que vos sepáis eso, señor Broussel, porque vos lo sabéis todo; pero confieso francamente que lo ignoraba, y creía haceros un favor avisándoos. No os enfadéis, señor Broussel.
—Al contrario, hijo mío, al contrario; tu celo me es grato. Señora Nanette, a ver si andan por ahí esos albaricoques que ayer me envió de Noisy la señora de Longueville; dad media docena al muchacho con un pedazo de pan tierno.
—Gracias, señor Broussel, muchas gracias —contestó Friquet ; justamente me gustan en extremo los albaricoques.
Broussel marchó al cuarto de su mujer y pidió el almuerzo. Eran las nueve y media. El consejero asomóse al balcón. La calle estaba enteramente desierta; pero a lo lejos se oía, como el ruido de la marea creciente, el inmenso mugido de las olas populares que se iban aglomerando en derredor de Nuestra Señora.
Este ruido se aumentó cuando D’Artagnan fue a situarse con una compañía de mosqueteros a las puertas del templo para que se llevase a término debidamente el servicio divino. Había aconsejado a Porthos que aprovechase la ocasión de ver la ceremonia, y éste iba montado en su mejor caballo y vestido de gala, haciendo de mosquetero honorario como tantas veces lo había hecho D’Artagnan en otro tiempo. El sargento de la compañía, veterano de las guerras de España, reconoció a Porthos por antiguo camarada y no tardó en poner al corriente a cuantos servían bajo sus órdenes de las hazañas de aquel gigante, honor de los antiguos mosqueteros de Tréville.
No sólo fue bien recibido Porthos en la compañía, sino que hasta produjo una especie de admiración.
A las diez anunciaron los cañones del Louvre la salida del rey. Un movimiento igual al de los árboles, cuyas copas encorva y sacude el viento de la tempestad, circuló por entre la multitud, la cual se agitó por detrás de los mosquetes de los guardias. Por fin apareció el rey con su madre en una carroza enteramente dorada. Seguíanle otros dos carruajes, en que iban las damas de honor, los dignatarios de la casa real y toda la corte.
—¡Viva el rey! —prorrumpió la multitud.
El joven monarca asomó gravemente la cabeza por la portezuela, hizo un gesto de agradecimiento, y aun saludó ligeramente, con lo cual redoblaron los vivan de los circunstantes.
Avanzó la comitiva lentamente, y empleó cerca de media hora en atravesar el espacio que separa al Louvre de la plaza de Nuestra Señora. Luego que llegó a ella, dirigióse poco a poco a la inmensa bóveda de la sombría metrópoli, y empezó el servicio divino.
Al tomar sitio la corte salió un carruaje con las armas de Comminges de la fila de coches, y se colocó lentamente en la extremidad de la calle de San Cristóbal, completamente desierta. Cuatro guardias y un oficial que le escoltaban subieron entonces a la pesada máquina, cerraron las portezuelas, y recatándose para no ser visto el oficial, se puso en acecho mirando hacia la calle Cocatrix como si aguardase a alguien.
Entretenida la gente con la ceremonia, no reparó en el carruaje ni en las precauciones de que se rodeaban los que le ocupaban. Friquet, cuya vigilante vista era la única que podía observarlos, habíase marchado a saborear sus albaricoques sobre la cornisa de una casa del atrio de Nuestra Señora, desde donde veía al rey, a la reina y a Mazarino, y oía misa como si la ayudara.
Al terminar el divino oficio, viendo la reina que Comminges esperaba en pie a su lado la confirmación de una orden que le había dado antes de salir del Louvre, le dijo a media voz:
—Id, Comminges, y el Cielo os dé su ayuda.
Comminges partió al instante, salió de la iglesia y entró en la calle de San Cristóbal.
Friquet, que vio a aquel apuesto jefe marchar seguido de dos guardias, se entretuvo en seguirle, con tanto más motivo, cuanto que había acabado la ceremonia y el rey estaba subiendo otra vez al coche. Apenas divisó el oficial a Comminges en la esquina de la calle de Cocatrix, dijo una palabra al cochero, el cual puso inmediatamente en movimiento su máquina y la condujo a la puerta de Broussel.
Comminges llamaba a esta puerta cuando llegó el carruaje.
Friquet esperaba a que abriesen detrás de Comminges.
—¿Qué haces ahí, pilluelo? —le preguntó éste.
—Estoy esperando para entrar en casa de maese Broussel, señor militar —dijo Friquet con el zalamero tono que tan bien sabe adoptar el pilluelo de París cuando le place.
—¿Conque ésta es efectivamente su casa?
—Sí, señor.
—¿En qué piso vive?
—La casa es suya y la ocupa toda.
—¿Pero dónde está generalmente?
—Para trabajar en el piso segundo, y para comer en el principal; como ahora son las doce, debe estar en éste.
—Bien —contestó Comminges.
En aquel momento se abrió la puerta. El oficial interrogó al lacayo y supo que Broussel estaba en casa, y se hallaba efectivamente comiendo. Comminges subió en pos del lacayo y Friquet le siguió.
Broussel se hallaba sentado a la mesa, con su mujer enfrente; sus dos hijas a los lados y más allá su hijo Louvieres, a quien ya vimos aparecer cuando el atropello que había dado al consejero tanta cele bridad. El buen hombre, que ya estaba completamente restablecido, saboreaba con placer la hermosa fruta que le había regalado la señora de Longueville.
Sujetando el brazo del lacayo que iba a abrir la puerta para anunciarle, Comminges la abrió en persona, y se encontró con este cuadro de familia.
La presencia del militar dejó algo perplejo a Broussel, mas viendo que le saludaba con política, se levantó y contestó a su saludo.
A pesar de esta recíproca cortesanía, las mujeres se inmutaron y Louvieres, poniéndose más pálido, aguardó con impaciencia a que el oficial se explicara.
—Caballero —dijo Comminges—, soy portador de una orden del rey.
—Está bien —respondió Broussel—. ¿Qué orden es ésa?
Y alargó la mano.
—Vengo comisionado para apoderarme de vuestra persona —contestó Comminges con el mismo tono de voz y la misma política—, y os aconsejaría que os ahorraseis la molestia de leer este prolijo documento y que me siguieseis.
Un rayo que hubiese caído en medio de aquella familia tan pacíficamente reunida, no hubiera producido en ella más efecto. Broussel retrocedió temblando. En aquella época era cosa espantosa ser encarcelado por enemistad del rey. Louvieres hizo un movimiento para arrojarse sobre su espada, que estaba en un rincón sobre una silla, pero una mirada de su padre, que conservaba alguna tranquilidad, evitó aquel acto de desesperación. La señora Broussel, separada de su marido por la mesa, se deshacía en lágrimas, y sus hijas tenían abrazado al consejero.