Luego que se hallaron lejos del campamento, le preguntó Athos:
—¿Por qué os adelantasteis tanto en la línea de batalla, amigo mío? No creo que fuese aquel vuestro sitio, yendo tan mal armado.
—Es verdad; hoy no debía batirme. Me habían confiado una misión para el cardenal y me dirigía a Rueil, dando al ver cargar a Chatillon, me dieron tentaciones de pelear a su lado. Entonces me dijo que me buscaban dos señores del ejército parisiense y me nombró al conde de la Fère.
—¡Cómo! ¿Sabíais que estábamos aquí y queríais matar a vuestro amigo el caballero?
—Con la armadura no le conocí —dijo Raúl turbándose—, pero hubiera debido conocerle por su destreza y serenidad.
—Gracias por el cumplido, amiguito —respondió Aramis—: bien se nota de quién habéis tomado lecciones de cortesanía. Pero ¿decís que ibais a Rueil?
—Sí.
—¿A visitar al cardenal?
—Justamente. Soy portador de un pliego del príncipe de Condé para Su Eminencia.
—Es menester que le llevéis —dijo Athos.
—¡Oh! Poco a poco; no entendáis mal la generosidad, conde. ¡Qué diantre! Nuestra suerte, y lo que es más importante, la de nuestros amigos, depende tal vez de este pliego.
—Pero no es justo que este joven falte a su deber —dijo Athos.
—Tened presente, conde, que este joven está prisionero, y que las acciones de esta índole son de buena guerra. Además, los vencidos no deben pararse mucho en la elección de medios. Dadnos ese pliego Raúl. Raúl miró vacilante a Athos, cual si buscara en sus ojos la norma de su conducta.
—Entregadle el pliego, Raúl —dijo Athos—; sois prisionero del señor de Herblay.
Cedió Raúl con alguna repugnancia, y Aramis, menos escrupuloso que el conde de la Fère, tomó con afán el pliego, le recorrió con la vista, y dándoselo a Athos, dijo:
—Vos que sois creyente, leed, reflexionad, y deducid de esa carta una importante circunstancia que Dios nos revela.
Tomó Athos la carta frunciendo sus bien perfiladas cejas; mas la idea de que en ella se trataba de D’Artagnan, le movió a vencer el disgusto que el leerla le causaba.
La carta decía lo siguiente:
Monseñor: Esta tarde enviaré a Vuestra Eminencia los diez hombres que me pide para reforzar la tropa de Comminges. Son buenos soldados y muy a propósito para guardar a los dos indómitos enemigos, cuya destreza y resolución teme Vuestra
Eminencia
.
—¡Oh! —exclamó Athos.
—Vamos —preguntó Aramis—, ¿qué decís de los dos enemigos que necesitan que los guarden diez soldados, además de la tropa de Comminges? ¿No se parecen como dos gotas de agua a D’Artagnan y Porthos?
—Pasaremos el día haciendo pesquisas en París —contestó Athos—, y si esta noche no tenemos noticias, emprenderemos la marcha, camino de Picardía. De la imaginación de D’Artagnan es de suponer que no tardemos mucho en hallar indicaciones que desvanezcan nuestras dudas.
—Sí, busquemos en París y tomemos informes, especialmente de Planchet, por si ha oído hablar de su antiguo amo.
—¡Pobre Planchet! Dais por supuesto el verle, Aramis, cuando sin duda habrá perecido. Es más que probable que hayan salido al campo todos estos belicosos ciudadanos, y que sus contrarios hayan hecho en ellos la más horrible carnicería.
Como esta suposición llevaba visos de ser verdadera, nuestros amigos entraron con bastante inquietud en París por la puerta del Temple y se dirigieron a la Plaza Real, donde pensaban tener noticias de la pobre tropa urbana. Mas grande fue su asombro al encontrársela bebiendo y chanceándose con su capitán, siempre acampada en la plaza, ínterin sus familias, que oían los cañonazos de Charenton y creían que se hallasen los paisanos en la pelea, los daban por muertos.
Athos y Aramis preguntaron de nuevo a Planchet por su amo, pero nada sabía de D’Artagnan. Desearon llevársele, mas él les declaró que no podía abandonar su puesto sin orden superior.
Hasta las cinco de la tarde no se retiraron y entonces entraron en sus casas diciendo que regresaban de la batalla, aunque no habían perdido de vista el caballo de bronce de Luis XIII:
—¡Mala bomba! —exclamó Planchet al entrar en su tienda de la calle de Lombardos—; bien nos han sentado las costuras. ¡Jamás olvidaré esta derrota!…
Bien sabían Athos y Aramis que así que pusieran el pie fuera de París, a la seguridad que en él disfrutaban acontecerían los mayores peligros; pero ya saben nuestros lectores cuán poco cosa era una cuestión de peligro para hombres de su temple. Conocían además que se acercaba el desenlace de aquella segunda Odisea, y que sólo faltaba un golpe para poner fin a la obra.
Por lo demás, ni el mismo París se hallaba tranquilo: empezaban a escasear los víveres, y cuando un general de Conti deseaba acrecentar su influencia, promovía un pequeño motín, le tranquilizaba y adquiría por algunos momentos cierta superioridad sobre sus colegas.
En uno de esos motines había mandado Beaufort saquear la casa y biblioteca de Mazarino, a fin de dar, según dijo, algo que roer al pobre pueblo.
Athos y Aramis salieron de París, cuando se verificaba este golpe de Estado, que se verificó la misma tarde del día en que fueron batidos los parisienses en Charenton.
Ambos dejaron a París entregado a la indigencia, muy próximo al hambre, agitado por el temor y desgarrado por las facciones. Parisienses y frondistas esperaban encontrar en el campamento enemigo la misma miseria, los mismos temores y las mismas intrigas. Grande fue, por consiguiente, su sorpresa, cuando al pasar por San Dionisio supieron que en San Germán no se hacía otra cosa que reír, cantar y vivir muy alegremente.
Los dos caballeros encaminándose por sendas extraviadas para no caer al principio en manos de los partidarios de Mazarino, diseminados por la isla de Francia, y luego en las de los frondistas que ocupaban la Normandía, y que no hubiesen dejado de conducirlos a presencia de Longueville, a fin de que éste los conociera, bien por amigos, bien por enemigos. Luego que se vieron libres de estos peligros, entraron en el camino de Boulogne a Abbeville y le siguieron paso a paso.
Algún tiempo, sin embargo, estuvieron indecisos; ya habían visitado dos o tres posadas, e interrogado dos o tres posaderos, sin que un solo indicio diera luz a sus dudas o los guiase en sus investigaciones, cuando en Montreuil advirtió Athos que la mesa de la posada tenía cierta cosa áspera al contacto de sus delicados dedos. Levantó el mantel y leyó estos jeroglíficos profundamente grabados en la madera con un cuchillo:
Por… —Art… —2 febrero.
—Muy bien —dijo Athos, enseñando la inscripción a Aramis—; pensábamos dormir aquí pero es inútil; vámonos más lejos.
Montaron otra vez a caballo y llegaron a Abbeville, donde se detuvieron perplejos por la multitud de sus hosterías, pues ni era posible visitarlas todas, ni adivinar en cuál hubieran parado las personas que buscaban.
—Creedme, Athos —dijo Aramis—, no penséis hablar nada en Abbeville. Por el mismo apuro en que nos vemos habrán pasado también nuestros compañeros. Si Porthos viniera solo, es claro que hubiera ido a alojarse a la fonda de la Ostentación, y sólo con preguntar las señas de ésta tendríamos seguridad de hallar huellas de su paso. Pero D’Artagnan es inflexible; aunque le haya hecho presente Porthos que se moría de hambre, habrá proseguido adelante, inexorable como el destino. Busquémosle por otro sitio.
Continuaron, pues, su camino; pero sin, encontrar nada. Trabajo penoso, y sobre todo pesado, habían tomado a su cargo Athos y Aramis, y sin el triple móvil del honor, de la amistad y del reconocimiento, encrustado en su alma, mil veces hubieran renunciado a examinar la arena, a interrogar a los transeúntes, a comentar toda seña, a espiar todo semblante.
Así anduvieron hasta Perona.
Athos empezaba a perder la esperanza; cediendo a su noble e interesante carácter, se echaba la culpa de la oscuridad en que él y Aramis se hallaban: sin duda no habían buscado bien; sin duda no habían tenido en sus preguntas toda la perspicacia; ni en sus investigaciones toda la persistencia precisa. Iban ya a volver atrás, cuando al atravesar el arrabal que conducía a las puertas de la ciudad, vio Athos en una tapia blanca y en la esquina de una calle que extendíase alrededor de la muralla, un dibujo hecho con piedra negra, que representaba con toda la sencillez de los primeros ensayos del lápiz de un niño, a dos jinetes galopando desesperadamente; uno de ellos llevaba en la mano un tarjetón en que se leían escritas en español estas palabras: «Nos siguen».
—¡Oh! —exclamó Athos—, esto es evidente como la luz del día. Aunque perseguido, D’Artagnan se ha parado aquí cinco minutos, prueba de que no le seguirían muy de cerca. Ta vez haya logrado escapar. Aramis movió la cabeza.
—Si se hubiese escapado ya le hubiéramos visto, u oído cuando menos hablar de él.
—Es verdad, Aramis; continuemos.
Pintar la inquietud y la impaciencia de los dos caballeros sería imposible. La inquietud era peculiar al tierno y amante corazón de Athos, la impaciencia al ánimo nervioso e irritable de Aramis. Los dos galoparon por espacio de tres o cuatro horas con el frenesí de los dos caballeros de la tapia. De pronto hallaron el camino casi enteramente cortado por una enorme piedra colocada en un estrecho paso entre dos eminencias. Estaba marcado su primitivo lugar en una de éstas, y la especie de alveolo que de resultas de la extracción quedaba en hueco probaba que la piedra no podía haber rodado sola abajo, mientras que su peso demostraba que para moverla había sido necesario el brazo de un Encelado o de un Briareo.
Aramis se paró.
—¡Oh! —murmuró mirando la piedra—. O Ayax, Telamon o Porthos, han andado aquí. Apeémonos y examinemos ese peñasco. Entrambos se apearon. Era evidente que la piedra había sido colocada allí con el fin de cortar el paso a la gente de caballería. Se conocía que la habían puesto a lo ancho del camino y que encontrando luego aquel obstáculo los que detrás iban, le habían separado.
Examinaron los dos amigos la piedra por todas las partes expuestas a la luz, pero no presentaba nada de particular. Entonces llamaron a Blasois y a Grimaud, y entre los cuatro lograron volver del otro lado el peñasco. En la parte que tocaba a la tierra estaba escrito lo siguiente:
«Nos persiguen soldados de caballería ligera. Si llegamos hasta Compiegne, nos pararemos en el
Pavo real coronado
: el hostelero es amigo».
—Esto ya es positivo —dijo Athos—, y en todo caso sabemos a qué atenernos. Vamos, pues, al Pavo
real coronado
.
—Sí —dijo Aramis—, pero para llegar es preciso que demos algún respiro a los caballos, que casi están en las boqueadas.
Tenía razón Aramis. Nuestros hombres se pararon en el primer ventorrillo; mandaron dar a cada caballo dos raciones de avena empapada en vino, los dejaron descansar tres horas y echaron nuevamente a andar. También ellos iban fatigados, pero los sostenía la esperanza.
Seis horas después entraban Athos y Aramis en Compiegne y preguntaron por el
Pavo real coronado
. Enseñáronles una muestra que representaba al dios Pan con una corona en la cabeza.
Echaron pie a tierra sin hacer alto en las pretensiones de la muestra, que en cualquier otra ocasión hubiera criticado mucho Aramis. El hostelero era un buen hombre, calvo y barrigudo como una figura chinesca; al preguntarle si tuvo alojada a alguna persona que fuese huyendo de una tropa de caballería, se dirigió sin decir palabra a un cofre y sacó la mitad de la hoja de una espada.
—¿Conocéis esto? —dijo.
Athos no necesitó echar más que una ojeada al acero para decir:
—Sí; es la espada de D’Artagnan.
—¿Del alto o del bajo? —preguntó el patrón.
—Del bajo —contestó Athos.
—Ya veo que sois amigos de esos señores.
—Decidnos, pues, qué les ha sucedido.
—Que entraron en el corral con caballos casi muertos y antes de que tuviesen tiempo para cerrar la puerta se colaron tras ellos ocho soldados de caballería ligera que los iban persiguiendo.
—¡Ocho! —dijo Aramis—. Mucho me asombra que dos valientes del temple de D’Artagnan y Porthos, se hayan dejado prender por ocho hombres.
—Tenéis razón, y no lo hubieran éstos logrado si no hubiesen reclutado en la población otros veinte del regimiento real italiano que guarnece la ciudad; de manera que vuestros dos amigos han tenido que sucumbir literalmente al número.
—¿De modo que los han apresado? —dijo Athos—. ¿Y se sabe por qué?
—No, señor, se los llevaron inmediatamente y no tuvieron tiempo para decirme una sola palabra; pero luego que se fueron, encontré este pedazo de espada en el campo de batalla al ayudar a recoger dos muertos y unos seis heridos.
—¿Y ellos —preguntó Aramis—, recibieron algún golpe?
—Me parece que no, caballero.
—Siempre es un consuelo —repuso Aramis.
—¿Sabéis adónde los han conducido? —preguntó Athos.
—Hacia Louvres.
—Dejemos aquí a Blasois y a Grimaud a fin de que mañana se vuelvan a París con los caballos, que hoy nos dejarían plantados en el camino, y tomemos la posta.
—Tomemos la posta —repitió Aramis.
Mientras tanto iban a buscar los caballos, nuestros amigos comieron apresuradamente, pues se proponían no pararse en Louvres si encontraban allí nuevos datos.
Llegaron a Louvres, donde sólo había una posada en que se servía un licor que ha conservado su reputación hasta nuestros días, y que ya se fabricaba en aquel tiempo.
—Detengámonos aquí —dijo Athos—: D’Artagnan no habrá dejado pasar esta ocasión, no de beber, sino de suministrarnos un indicio más.
Entraron con esto, y aproximándose al mostrador pidieron dos vasos de vino, como debieron haber hecho a su vez D’Artagnan y Porthos. El mostrador sobre el cual se acostumbraba a beber, se hallaba cubierto con una placa de estaño, y en ella se veía escrito con la punta de un alfiler gordo:
«Rueil. A.»
—En Rueil están —dijo Aramis, que fue el primero que reparó en la inscripción.
—Vamos, pues, a Rueil —contestó Athos.
—Es lo mismo que meternos en la boca del lobo —repuso Aramis.
—Si yo hubiera sido amigo de Jonás como lo soy de D’Artagnan —dijo Athos—, le hubiera seguido hasta el vientre de la ballena, y vos hubierais hecho lo mismo, Aramis.