—Si pusiéramos juntos a esos tres hombres, señor de Comminges —repuso Mazarino—, necesitaríamos doblar la guardia, y no somos tan ricos con defensores que podamos malgastarlos así.
Sonrióse Comminges. Notólo Mazarino, y le comprendió.
—Vos no los conocéis, señor de Comminges; pero yo sí tanto directamente como por tradición. Les encargué que fuesen a socorrer al rey Carlos, y por salvarle han hecho milagros, siendo forzosa toda la inflexibilidad del destino para que el monarca no se haya puesto a salvo entre nosotros.
—¿Pues si tan bien han servido a Vuestra Eminencia, por qué los ha puesto en prisión?
—¡En prisión! —dijo Mazarino—. ¿Y de cuándo acá es prisión el castillo de Rueil?
—Desde que encierra prisioneros —contestó Comminges.
—Esos caballeros no están en clase de prisioneros, Comminges —insistió Mazarino con maliciosa sonrisa—, sino de huéspedes; huéspedes tan preciosos, que he ordenado poner rejas en las ventanas y cerrojos en las puertas de los aposentos que habitan: ¡tanto miedo tengo de que se cansen de hacerme compañía! Pero lo cierto es que, por más que a primera vista parezca que es que deseo hacer una visita al conde de la Fère, y tener con él una conversación a solas. Para que no nos incomoden en ello le conduciréis, como ya os he manifestado al pabellón del invernadero; ya sabéis que suelo pasearme por allí; de camino entraré a verle y hablaremos. Suponen que es mi enemigo; pero me inspira simpatías; y si es prudente puede que nos arreglemos.
Inclinóse Comminges y volvió adonde estaba Athos esperando con aparente calma, mas con secreta inquietud, el resultado de la conferencia.
—¿Qué ha dicho? —preguntó al teniente de guardias.
—Caballero —contestó Comminges—, parece que es imposible.
—Señor de Comminges —repuso Athos—, toda mi vida he sido soldado y sé lo que es una consigna; pero sin quebrantarla, podéis hacerme un obsequio.
—Con mucho gusto lo haré, caballero —respondió Comminges—; sabedor de quien sois y de los servicios que en otro tiempo habéis prestado a Su Majestad; sabedor del interés que os inspira el joven que tan valerosamente me socorrió el día del arresto de ese tunante de Broussel, me declaro todo vuestro, salva, sin embargo, la consigna.
—Gracias, caballero; no deseo más y voy a solicitaros una cosa que no os compromete en modo alguno.
—Aunque me comprometa un poco —repuso Comminges sonriéndose—, no os detengáis en pedirla; Mazarino no me infunde mucho más cariño que vos; sirvo a la reina y naturalmente me veo obligado a servir al cardenal; pero a la una la sirvo con placer, y al otro contra todo mi gusto. Suplícoos, pues, que habléis; yo espero y escucho.
—Puesto que no hay inconveniente —dijo Athos—, en que yo sepa que D’Artagnan permanece aquí, tampoco lo habrá, según presumo, en que a él se le comunique mi presencia en este sitio.
—Relativamente a ese punto no he recibido instrucción ninguna, caballero.
—Pues bien, hacedme el obsequio de saludarle en mi nombre y decirle que soy vecino suyo. Le manifestaréis al mismo tiempo lo que a mí me estabais manifestando hace poco, es decir, que el señor Mazarino me ha alojado en el pabellón del invernadero para poder visitarme, y añadiréis, que me aprovecharé de la honra que Su Eminencia tiene a bien dispensarme, para obtener que se alivie en lo posible nuestro cautiverio.
—El cual no puede durar —repuso Comminges—; el mismo señor cardenal lo estaba diciendo: aquí no hay prisiones.
—Pero sí calabozos subterráneos —repuso Athos sonriéndose.
—¡Oh! eso es otra cosa —murmuró Comminges—; sí por cierto; ya sé que la tradición lo refiere, pero un hombre de inferior cuna como el cardenal, un italiano que ha venido a buscar fortuna a Francia, no ha de propasarse a semejantes excesos con personas como nosotros; eso sería una atrocidad. Eso sería bueno para el otro cardenal, que descendía de elevada alcurnia, pero monseñor Mazarino, ¡poco a poco! Los calabozos subterráneos son instrumentos de regias venganzas, a las cuales no puede apelar un ente como él. Ya es público vuestro arresto, pronto se sabrá el de vuestros amigos, y toda la nobleza de Francia le pedirá cuenta de vuestra desaparición. No, no tranquilizaos: diez años hace que los calabozos subterráneos de Rueil son tradiciones propias sólo para asustar niños. Descuidad sobre este punto. Por mi parte avisaré al señor D’Artagnan de que estáis aquí. ¡Quién sabe si antes de quince días podréis hacerme algún favor semejante!
—¿Yo?
—Ciertamente, ¿no puedo yo caer en manos del señor coadjutor?
—Si así fuera —dijo Athos inclinándose— tened seguro que me esforzaría en serviros.
—¿Me hacéis el obsequio de cenar conmigo, señor conde? —preguntó Comminges.
—Mil gracias, estoy de mal humor, y os daría una mala noche. Lo aprecio infinito.
Con esto condujo Comminges al conde a un aposento del piso bajo del pabellón inmediato al invernadero y construido al nivel de éste. Llegábase a dicho invernadero atravesando un gran patio lleno de sol dados y cortesanos. Este patio en forma de herradura, tenía en el centro los cuartos habitados por Mazarino, y en las dos alas el pabellón de caza, en que estaba D’Artagnan, y el pabellón del invernadero donde acababa Athos de entrar. Más allá de la extremidad de estas dos alas extendíase el parque.
Luego que entró Athos en el aposento que debía habitar, vio a través de los fuertes barrotes de su ventana tapias y tejados.
—¿Qué edificio es ése? —dijo.
—Es la parte trasera del pabellón de caza en que están detenidos vuestros amigos —dijo Comminges—. Por desgracia en otro tiempo del cardenal tapiáronse las ventanas de este lado, pues ya han servido de prisión más de una vez, entrambos edificios, y al encerrarse en ellos el cardenal, no hace más que devolverles su primitivo destino. Si no estuviesen tapiadas, como digo, las ventanas, tendríais el consuelo de hablar por señas con vuestros amigos.
—¿Y estáis seguro, señor de Comminges —preguntó Athos—, de que el cardenal me hará el honor de visitarme?
—Al menos así lo ha prometido.
Athos suspiró mirando a los hierros de la ventana.
—Es verdad —dijo Comminges—; esto es casi una prisión nada le falta, ni las rejas. Pero también, ¿qué maldita idea os ha dado a vos, que sois la flor de la nobleza, de ir a arriesgar vuestro valor y vuestra felicidad, en medio de todas esas plantas parásitas de la Fronda? Por cierto, conde, que si yo hubiera creído alguna vez tener un amigo en las filas del ejército realista, en vos hubiese pensado. ¡Frondista vos! ¡El conde de la Fère pertenecer al mismo partido que Broussel, que Blancmesnil, que Violé! Fuera semejante idea. Casi haría creer eso que vuestra señora madre era de familia de golillas. ¡Frondista vos!
—Bien mirado —añadió Athos—, era preciso ser mazarino o frondista. Largo tiempo vacilé repitiendo en mis adentros estos dos nombres, y al cabo me decidí por el último, que siquiera era francés. Además soy frondista, no con Broussel, Blancmesnil y Violé, sino con Beaufort, Bouillon y Elbeuf, con príncipes y no con presidentes, consejeros y golillas. ¡Buenos resultados además produce el servir al señor cardenal! Mirad estas paredes sin balcones, señor de Comminges, y ellas os manifestarán cumplidamente el agradecimiento de Mazarino.
—Sí, por cierto —repuso Comminges sonriéndose—, sobre todo si repiten todas las maldiciones que les ha echado D’Artagnan de ocho días a esta parte.
—¡Desgraciado D’Artagnan! —dijo Athos con agradable melancolía, que era uno de los distintivos de su carácter—. ¡Un hombre tan valiente, tan bueno, tan terrible para los que no aprecian a las personas que estima él! Peligrosos prisioneros son los que guardáis, señor de Comminges, y os compadezco si están bajo vuestra responsabilidad dos personas de tan indómito carácter.
—¡Indómito! —repitió Comminges sonriéndose—. Vamos, sin duda queréis asustarme. El primer día de prisión el señor de D’Artagnan insultó a todos los soldados y oficiales subalternos, con objeto, según se refiere, de que le diesen una espada; duró esto todo el día siguiente y aun prolongóse hasta el tercero; pero después se quedó sereno y manso como un cordero. Ahora se entretiene en entonar canciones gasconas que a todos nos hacen desternillar de risa.
—¿Y el señor Du-Vallon? —dijo Athos.
—¡Ah! Eso es otra cosa. Confieso que es persona terrible. El primer día echó abajo todas las puertas a empujones, y yo temía verle salir de Rueil, como Sansón de Gaza. Mas su juicio ha seguido la misma marcha que el de su compañero D’Artagnan. Ahora no sólo está acostumbrado a su cautiverio, sino que hablan de él chanceándose.
—Más vale así —dijo Athos.
—¿Esperabais que hiciesen otra cosa? —preguntó Comminges, quien compaginando lo que había dicho Mazarino de sus prisioneros, con lo que entonces añadía el conde de la Fère, empezaba a sentir alguna inquietud.
Athos reflexionó por su parte que la variación de carácter de sus amigos debía provenir de algún plan fraguado por D’Artagnan, y no quiso perjudicarlos por ensalzarles demasiado.
—No —dijo—; tienen muy inflamable la cabeza: el uno es gascón y el otro picardo: ambos se alborotan fácilmente, pero al momento se aplacan; por experiencia lo habéis visto, y eso que me acabáis de referir corrobora lo que digo.
Tal era también la opinión de Comminges; de modo que se retiró más tranquilo, y Athos quedó solo en el vasto aposento, donde según las órdenes del cardenal, se le trató con las atenciones debidas a un caballero.
A pesar de esto, para formar una idea exacta de su situación, esperó a que llegase el momento de la famosa visita ofrecida por el cardenal en persona.
Ahora trasladémonos del invernadero al pabellón de caza.
Al fondo del patio, en que tras de un pórtico hecho con columnas jónicas se descubrían las perreras, alzábase un edificio oblongo que parecía extenderse como un brazo delante de otro brazo formado por el pabellón del invernadero, en cuyo semicírculo se comprendía el patio de honor.
En el piso bajo de este pabellón estaban encerrados Porthos y D’Artagnan, sufriendo a medias el peso de una cautividad insoportable a sus dos temperamentos.
Se paseaba D’Artagnan como un tigre, fijos los ojos y rugiendo a veces sordamente, junto a los barrotes de una ancha ventana que caía al patio de servicio.
Porthos digería silenciosamente una excelente comida, cuyos restos acababan de recoger.
El uno parecía hallarse privado de razón y meditaba; el otro parecía estar meditando y dormía; mas su sueño era una pesadilla, según podía deducirse del modo incoherente y cortado como roncaba.
—Ya va descendiendo el sol —dijo D’Artagnan—. Deben de ser las cuatro. Pronto hará ciento ochenta y tres horas que permanecemos aquí.
—¡Hum! —murmuró Porthos, por aparentar que respondía.
—¿Lo oís o estáis durmiendo como siempre? —dijo D’Artagnan irritado de que otros durmiesen de día cuando él a duras penas podía hacerlo de noche.
—¿Qué? —contestó Porthos.
—Lo que digo.
—¿Qué decís?
—Digo —repuso D’Artagnan—, que ya hace ciento ochenta y tres horas que permanecemos aquí.
—Vos tenéis la culpa —contestó Porthos.
—¡Cómo que yo tengo la culpa!
—Sí, os propuse que partiésemos.
—¿Arrancando un barrote y echando abajo una puerta?
—Efectivamente.
—Porthos, hombres como nosotros no se escapan tan fácilmente.
—Pues yo —dijo Porthos—, me iría con toda esa lisura y llaneza, que a mi entender menospreciáis demasiado.
Se encogió D’Artagnan de hombros.
—Además —añadió—, no consiste todo en salir de esta habitación.
—Porque no teniendo armas, ni sabiendo el santo y seña, no andaríamos cincuenta pasos en el patio sin tropezar con un centinela.
—Le dejaríamos tieso de un puñetazo —contestó Porthos—, y nos apoderaríamos de sus armas.
—Sí, pero antes de dejarle enteramente tieso, pues un suizo tiene siete vidas, daría un grito o cuando menos un gemido que haría salir a toda la guardia; nos cercarían y nos cogerían como zorras, a nosotros que somos leones; inmediatamente nos meterían en lo profundo de algún foso, donde ni siquiera tendríamos el consuelo de ver este horrible cielo ceniciento de Rueil, que tanto se parece al de Tarbes como la luna al sol. ¡Voto a bríos!… Si contásemos aquí dentro con alguno que nos suministrase noticias de la topografía moral y física de este castillo, de eso que llamaba César costumbres y lugares, según me parece haber oído… ¡Pensar que en veinte años en que no he sabido qué hacerme no me ha ocurrido la idea de emplear una hora viniendo a estudiar a Rueil!
—¿Qué importa eso? —dijo Porthos: arrostrémoslo todo y escapemos.
—Amigo —añadió D’Artagnan—, ¿sabéis por qué no trabajan nunca los maestros pasteleros en sus pasteles?
—No, pero desearía saberlo.
—Pues es porque temen hacer delante de sus discípulos algún pastel demasiado tostado o alguna crema no sazonada.
—¿Y por qué temen eso?
—Porque se burlarían de ellos y no conviene que nadie se mofe de los maestros pasteleros.
—¿Y por qué los sacáis a colación en este momento?
—Porque en cuestión de aventuras, no debemos salir mal de ninguna, ni dar que reír. En Inglaterra nos sucedió una vez; nos vencieron y nuestra reputación padeció.
—¿Quién nos ha vencido? —dijo Porthos.
—Mordaunt.
—Sí, pero al fin le ahogamos.
—Es verdad, y eso nos rehabilitará algo en concepto de la posteridad, si la posteridad se acuerda de nosotros. Pero escuchadme, Porthos: aun cuando Mordaunt no era persona despreciable, Mazarino es, a mi parecer, mucho más fuerte y no tan fácil de ahogar. Estudiemos, pues, nuestros actos y no nos distraigamos un momento; porque —añadió D’Artagnan— nosotros dos valemos tal vez por otros hombres cualesquiera, pero no por los cuatro que sabéis.
—Es muy cierto —dijo Porthos respondiendo con otro suspiro al suspiro de D’Artagnan.
—Pues bien, Porthos, imitadme, paseaos de arriba abajo hasta que tengamos alguna noticia de nuestros amigos o nos ocurra un buen pensamiento; pero no durmáis tanto; no hay cosa que más embote el espíritu que el sueño. En cuanto a la suerte que nos espera, tal vez sea menos grave que lo que a primera vista parece. No creo que Mazarino trate de cortarnos la cabeza, porque no nos la cortaría sin proceder formación de causa, y la causa haría ruido, y el ruido llegaría hasta nuestros íntimos, y éstos no dejarían a Mazarino libertad para obrar.