Veinte años después (103 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Veinte años después
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—Y ahora —dijo Porthos—, ¿qué hemos de hacer?

—Ahora nos serviremos de nuestros hombros para abrir esa puerta, si está cerrada, querido Porthos: cada cosa a su tiempo; pero atranquemos primero en toda forma la entrada, y luego seguiremos a ese caballero.

Inmediatamente pusieron ambos amigos manos a la obra; y atrancaron la puerta con cuantos muebles había en la sala, operación que imposibilitaba enteramente el paso, porque la puerta sólo se abría hacia adentro.

—Perfectamente —dijo D’Artagnan—, ya estamos seguros de no ser sorprendidos por las espaldas: vamos adelante.

Marcharon hacia la puerta por donde había salido Mazarino, y la encontraron cerrada. En vano procuró D’Artagnan abrirla.

—Ahora es cuando vienen bien vuestros empujones —dijo D’Artagnan—. Empujad, amigo Porthos, pero sin meter ruido: no hagáis otra cosa que separar las dos hojas de la puerta.

Porthos apoyó los fuertes hombros en una de ellas y la dobló; entonces introdujo D’Artagnan la punta de la espada entre el pestillo y el hueco de la cerradura. El pestillo cortado en bisel cedió y la puerta quedó libre.

—Ya veis con cuánta razón os decía, amigo Porthos, que de las puertas y de las mujeres se hace lo que se quiere tratándolas con cierta blandura.

—Declaro —respondió Porthos— que sois un gran moralista.

—Entremos —dijo D’Artagnan.

Así lo hicieron. Entre cristales a la luz de la linterna del cardenal, colocada en el suelo en medio de la galería, se veían los naranjos y granados del castillo de Rueil formando con sus extensas filas una ancha calle en el medio y dos más estrechas a los costados.

—Aquí está la linterna —dijo D’Artagnan—, pero el cardenal no: ¿dónde diantres se ha metido?

Y poniéndose a examinar una de las calles laterales, haciendo seña a Porthos de que examinase la otra, vio de pronto a la izquierda un cajón separado de su fila, el cual dejaba al descubierto un ancho agujero. Trabajo hubiese costado a diez hombres juntos mover aquel cajón; pero un desconocido mecanismo le había hecho girar con la losa que le sostenía.

D’Artagnan vio, como hemos dicho, un agujero en el lugar correspondiente al árbol, y a su boca el principio de una escalera de caracol. Llamó a Porthos con una seña y le enseñó el agujero y los escalones.

Los dos amigos se miraron con asombro.

—Si fuese oro lo que buscáramos —dijo en voz baja D’Artagnan—, aquí teníamos más que el suficiente para hacernos ricos.

—¿Cómo así?

—¿No reflexionáis, Porthos, que al pie de esa escalera debe estar, según todas las probabilidades, el famoso tesoro del cardenal que tanto da que hablar, y que no tendríamos más que bajar, vaciar una caja, dejar encerrado al cardenal bajo llave, marcharnos con todo el oro que pudiésemos, y colocar este naranjo en su sitio, seguros de que nadie vendría, incluso el cardenal, a preguntarnos la procedencia de nuestro dinero?

—Excelente golpe sería ese para un villano —dijo Porthos—, pero me parece indigno de un caballero.

—Así pienso yo también, y por esto he dicho: si
fuera oro lo que buscáramos
, pero buscamos otra cosa.

Al decir estas palabras asomó D’Artagnan la cabeza a la cueva, a tiempo que llegó a sus oídos un sonido metálico y seco como el que produciría un saco lleno de oro al moverle; apartóse sobresaltado, mas poco después percibió ruido como de cerrar una puerta, y los resplandores de una luz iluminaron la escalera.

Mazarino había dejado su linterna en el invernadero a fin de dar a entender que se estaba paseando, pero tenía una bujía de cera para explorar su misterioso tesoro.

—¡Eh! —murmuró en italiano, mientras subía lentamente los escalones, examinando un repleto saco de reales—; ¡eh!, aquí hay para pagar cinco consejeros del Parlamento y dos generales de París. Yo también soy un gran general, mas hago la guerra a mi modo.

D’Artagnan y Porthos se habían ocultado en las calles laterales cada cual detrás de un cajón y esperaban su salida.

Mazarino se acercó a D’Artagnan, hasta que sólo le separaron de él tres pasos, y tocó un resorte disimulado en la pared. Giró la losa y el naranjo que sostenía volvió a ocupar su sitio.

Entonces apagó el cardenal la bujía; se la guardó en el bolsillo, y cogiendo la linterna:

—Vamos a ver al conde de la Fère —observó.

—Bien, ese es nuestro camino —pensó D’Artagnan—; iremos juntos. Pusiéronse los tres en marcha; Mazarino por la calle de en medio y Porthos y D’Artagnan por las laterales. Ambos amigos huían cuidadosamente el cuerpo a las prolongadas líneas luminosas que a cada paso trazaba entre los cajones la linterna del cardenal.

De este modo llegó éste hasta una puerta vidriera sin notar que le seguían, porque la arena embotaba el ruido de los pasos de sus dos compañeros.

Allí torció a la izquierda y entró en un corredor en que al ir a abrir la puerta se detuvo, pensativo.

—¡Ah, diablo! —dijo—. Me olvidaba del encargo de Comminges. He de traer a los soldados a apostarlos junto a esta puerta, si no quiero quedarme a merced de este demonio. Vamos.

Y con un movimiento de impaciencia se volvió para empezar a andar.

—No os incomodéis, señor —dijo D’Artagnan con un pie echado adelante, el sombrero en las manos y la sonrisa en los labios; hemos seguido a Vuestra Eminencia paso a paso y aquí nos tenéis.

—Sí, aquí nos tenéis —repitió Porthos.

Y repitió el atento saludo de su compañero.

Paseó Mazarino los espantados ojos de uno en otro, los conoció y dejó la linterna lanzando un sordo gemido.

D’Artagnan la recogió; por fortuna no se había apagado.

—¡Oh! Qué imprudencia, señor —dijo—, ved que no os conviene andar sin luz. Vuestra Eminencia pudiera tropezar con algún cajón o caer en algún agujero.

—¡D’Artagnan! —exclamó Mazarino sin poder volver de su asombro.

—Sí, señor, yo soy en persona, y tengo el honor de presentaros al señor Du-Vallon, mi excelente amigo, por quien en otro tiempo dignóse Vuestra Eminencia interesarse.

Y D’Artagnan dirigió la luz de la linterna sobre el risueño rostro de Porthos, el cual, empezando a comprender, se erguía con orgullo.

—Ibais a ver al conde de la Fère —continuó D’Artagnan—. No os incomodéis por nosotros, señor, tened la bondad de enseñarnos el camino y os seguiremos.

Mazarino se iba serenando poco a poco.

—¿Ha mucho que estáis en el invernadero, caballeros? —preguntó con trémula voz y el pensamiento fijo en la visita que acababa de hacer a su tesoro.

Abrió Porthos la boca para contestar, pero D’Artagnan le atajó con una seña, y la silenciosa boca de Porthos se fue cerrando otra vez gradualmente.

—Acabamos de llegar, señor —dijo D’Artagnan.

Mazarino respiró: ya no temía por su dinero, sino sólo por su persona. Una dudosa sonrisa vagó por sus labios.

—Bien —dijo—, me habéis cogido en el lazo, señores, y me declaro vencido. Supongo que me pediréis vuestra libertad. Os la doy.

—¡Oh señor —dijo D’Artagnan—, vuestra bondad es excesiva, pero nosotros ya estamos libres y preferiríamos solicitaros otra cosa!

—¿Estáis ya libres? —preguntó Mazarino, espantado.

—Sí tal: y por el contrario vos sois, monseñor, el que no lo está; y ahora, ¿qué deseáis? Tales son las leyes de la guerra; ahora os toca rescataros.

Mazarino sintió el frío del miedo hasta en el fondo de su corazón. Inútilmente se fijaron sus penetrantes miradas en la burlona faz del gascón y en el impasible rostro de Porthos. Ambos estaban ocultos entre la sombra, y la misma sibila de Cumas no hubiese descubierto sus pensamientos.

—¡Rescatarme! —dijo Mazarino.

—Sí, señor.

—¿Y cuánto me costaría, señor de D’Artagnan?

—¡Psé! Aún no lo sé, señor. Iremos a preguntárselo al señor conde de la Fère, con permiso de Vuestra Eminencia. Dígnese Vuestra Eminencia abrir la puerta que conduce a su habitación y dentro de diez minutos lo sabremos.

Se estremeció Mazarino.

—Señor —dijo D’Artagnan—, ya ve Vuestra Eminencia con cuántos miramientos le tratamos; sin embargo, fuerza nos es advertir que no tenemos tiempo que perder; abrid, pues, señor, y dignaos no olvidar que al menor movimiento que hagáis para huir, al menor grito que deis, siendo enteramente excepcional nuestra posición, no será extraño que cometamos algún exceso.

—Perded cuidado, señores —dijo Mazarino—, no haré la menor tentativa para escaparme, os doy mi palabra de honor.

D’Artagnan rogó por señas a Porthos que estuviese más alerta que nunca, y volviéndose a Mazarino, le contestó:

—Entremos, señor, si os parece.

Capítulo XC
La conferencia

Mazarino descorrió el cerrojo de una puerta de dos hojas a cuyo umbral estaba Athos pronto a recibir a su ilustre visitador, anunciado aquella tarde por Comminges.

Al ver a Mazarino se inclinó y dijo:

—Bien hubiese podido Vuestra Eminencia dispensarse de traer compañía; es sobrado grande el honor que recibo para olvidarme yo de él.

—Por esa misma razón, amigo mío —dijo D’Artagnan—, no quería Su Eminencia que viniésemos; pero Du-Vallon y yo hemos insistido, tal vez con poca cortesía: tal era el deseo que de veros sentíamos.

Aquella voz, aquel irónico acento y los ademanes que al acento y la voz acompañaban, hicieron a Athos temblar de sorpresa.

—¡D’Artagnan! ¡Porthos! —exclamó.

—En persona, amigo mío.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el conde.

—Esto quiere decir —contestó Mazarino, procurando como antes sonreírse y mordiéndose al mismo tiempo los labios—, esto quiere decir que se han cambiado los papeles, y que en vez de ser estos señores prisioneros míos, lo soy yo de ellos, de manera que me veo precisado a recibir la ley en vez de darla. Pero os prevengo, caballeros, que como no me matéis, no puede durar mucho vuestra victoria. Ya me llegará mi vez; vendrá gente y…

—¡Ah, señor! —dijo D’Artagnan—. No nos amenacéis, que es mal ejemplo. ¡Somos tan blandos, tan amables con Vuestra Eminencia! Ea, depongamos el mal humor, dejemos a un lado toda rencilla y hablemos pacíficamente.

—Es cuanto deseo, caballeros —respondió Mazarino—; pero puesto que de mi rescate se ha de tratar, no quiero que juzguéis vuestra posición mejor de lo que realmente es: me habéis cogido en el lazo, pero estáis conmigo en él. ¿Cómo saldréis de aquí? Ved las rejas, ved las puertas; ved, o, por mejor decir, adivinad los centinelas que permanecen detrás de esas puertas y de esas rejas, los soldados que llenan esos patios, y compongámonos. Os voy a probar la lealtad con que procedo.

—Bien —dijo para sí D’Artagnan—; alerta, que se propone hacernos alguna jugarreta.

—Os ofrecí la libertad —prosiguió el ministro—, y todavía os la ofrezco. ¿La queréis? Antes de una hora os veréis descubiertos, presos y precisados a matarme, lo cual sería un crimen terrible y enteramente indigno de caballeros como vosotros.

—Tiene razón —pensó Athos.

Esta reflexión, como todas las de aquel hombre, que sólo podía tener pensamientos generosos, se pintó en sus ojos.

—Por eso —dijo D’Artagnan, con objeto de desvanecer la esperanza que la tácita adhesión de Athos había infundido a Mazarino—, por eso no nos propasaremos a semejante violencia a no vernos en el último apuro.

—Si, por el contrario —continuó Mazarino—, me permitís marchar aceptando vuestra libertad…

—¿Cómo? —interrumpió D’Artagnan—, ¿cómo queréis que aceptemos la libertad cuando nos la podéis volver a quitar, según vos mismo decís, cinco minutos después de habérnosla dado? Y creed —repuso D’Artagnan— que os conozco lo bastante, monseñor, para dudar de que así lo hicierais.

—¡No, a fe de cardenal! ¿No me creéis?

—Señor, no creo en los cardenales que no son sacerdotes.

—Pues sea a fe de ministro.

—Ya no lo sois, señor; sois prisionero.

—Pues a fe de Mazarino.

—¡Hum! —exclamó D’Artagnan—. He oído hablar de cierto Mazarino que tenía muy poca religiosidad en sus juramentos, y me temo que fuese antecesor de Vuestra Eminencia.

—Señor D’Artagnan —dijo Mazarino—, tenéis muchísimo talento; siento muchísimo haberme indispuesto con vos.

—Reconciliémonos, señor; por mí lo estoy deseando.

—Enhorabuena —repuso Mazarino—; si yo os pusiera en libertad de un modo evidente, palpable…

—¡Ah! Eso es otra cosa —murmuró Porthos.

—Veamos —dijo Athos.

—Veamos —dijo D’Artagnan.

—Sepamos primero si aceptáis —añadió el cardenal.

—Explicadnos vuestro plan, señor, y veremos.

—Notad bien que estáis encerrados sin escape.

—No ignoráis señor —dijo D’Artagnan—, que siempre nos queda un recurso.

—¿Cuál?

—Morir con Vuestra Eminencia. Mazarino tembló de pies a cabeza.

—Escuchadme —continuó—. A la extremidad de ese corredor hay una puerta cuya llave tengo aquí: esa puerta da al parque. Marchaos con la llave. Sois listos, vigorosos y estáis armados. A cien pasos, volviendo a la izquierda, hallaréis la tapia del parque: saltadla, y en tres brincos os veréis libres en el camino real. Os conozco, y creo que aunque os ataquen no dejaréis de consumar vuestra fuga.

—Pardiez, señor —dijo D’Artagnan—, eso se llama hablar bien. ¿Dónde está la llave que os servís ofrecernos?

—Aquí.

—Supongo, señor —prosiguió D’Artagnan—, que nos acompañaréis hasta la puerta.

—Con mucho gusto —dijo el ministro—, si para tranquilizaros es menester.

Mazarino, que no esperaba salir tan bien librado, se dirigió radiante al corredor y abrió la puerta.

Era cierto que daba al parque; así lo advirtieron los fugitivos por el viento nocturno que entró en el corredor y les azotó con nieve el rostro.

—¡Diantre! —dijo D’Artagnan—. Hace una noche horrible, monseñor: no conocemos el terreno, y nos sería imposible encontrar el camino. Ya que Vuestra Eminencia ha venido hasta aquí, dé algunos pasos más y condúzcanos a la tapia.

—Perfectamente —dijo el cardenal.

Y echando a andar en línea recta, marchó rápidamente hacia la tapia, a cuyo pie llegaron en pocos instantes.

—¿Estáis satisfechos, caballeros? —preguntó Mazarino.

—Muy descontentadizos habíamos de ser para no estarlo. ¡Pardiez, qué honor! ¡Tres míseros caballeros escoltados por un príncipe de la Iglesia!… Y a propósito, señor, dijisteis hace poco que éramos valientes y listos y que estábamos armados.

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