—En lo mismo estaba pensando —respondió Mazarino—, y celebro que Vuestra Majestad me dé una orden que yo iba a solicitar. Esos espadachines que preceptúan en nuestra época las tradiciones del anterior reinado, nos hacen muy mala obra, y ya que tenemos a dos a buen recaudo, tratemos de hacer lo mismo con el tercero.
No había conseguido la reina engañar completamente a Athos, pues su acento al hacerle una promesa parecía que le amenazaba, lo cual le sorprendiera un poco. Pero no era Athos hombre que cediera a una simple sospecha, mucho menos habiéndosele dicho claramente que iba a volver a ver a sus amigos. Aguardó, pues, en una pieza contigua al gabinete en que le había dado audiencia, a que le llevaran allí a D’Artagnan y Porthos, o a que fuesen a buscarle para conducirle adonde estaban.
Aproximóse con esta esperanza a la ventana y miró maquinalmente al patio. Entonces vio entrar a la comisión de los parisienses que iban a ponerse de acuerdo en cuanto al sitio definitivo en que habían de verificarse las conferencias, y a saludar a la reina. Componíase de consejeros del Parlamento, de presidentes, de abogados y de algunos militares perdidos entre ellos. Una imponente escolta les aguardaba fuera de las verjas.
Estábalos Athos contemplando con atención, pues entre ellos se le figuraba ver una cara conocida, cuando sintió que le daban un golpecito en el hombro.
Volvió la cabeza y exclamó:
—¡Comminges!
—Sí, señor conde, yo soy y vengo a desempeñar una orden, para la cual os pido con respeto la venia.
—¿Qué orden es esa, caballero? —preguntó Athos.
—Tened la bondad de darme vuestra espada.
Sonrióse Athos, y abriendo la ventana, gritó:
—¡Aramis!
Un caballero, el mismo a quien había creído conocer Athos, volvió la cabeza; era Aramis, el cual saludó al conde.
—Me van a prender —exclamó Athos.
—Bien —respondió flemáticamente Aramis.
—Caballero —continuó Athos volviéndose hacia Comminges y presentándole políticamente la espada por la empuñadura—; aquí está mi espada; tened la bondad de guardarla con cuidado para devolvérmela luego que salga de la prisión. La tengo cariño, porque Francisco I se la dio a mi abuelo. En aquel tiempo armaban a los caballeros, no los desarmaban. Sepamos ahora adónde vais a conducirme.
—Por lo pronto a mi aposento —dijo Comminges—. La reina señalará el lugar de vuestra residencia para en adelante.
Athos siguió a Comminges sin decir la menor palabra.
El inesperado arresto de Athos no dio ruido, no produjo ningún escándalo, y casi nadie lo supo. En nada se opuso por lo tanto a la marcha de los sucesos, y la diputación enviada por la ciudad de París recibió tan sólo aviso de que iba a comparecer ante la reina.
Recibióla Ana de Austria silenciosa y altanera como siempre; oyó las lamentaciones y ruegos de los diputados, y cuando terminaron su discurso nadie hubiera conocido que les hubiera oído; tan indiferente era la expresión de su rostro.
En cambio Mazarino, que permanecía delante, oía perfectamente las pretensiones de los diputados, reducidas a pedir en términos claros y precisos, pura y sencillamente, que se le destituyera.
Concluidos los discursos, y como continuase la reina en su silencio:
—Señores —dijo Mazarino—, yo uno mi voz a las vuestras para rogar a la reina que ponga fin a los males que sus súbditos padecen. He hecho cuanto he podido para aminorarlos, y sin embargo, es pública opinión, según decís, que proceden de mí, pobre extranjero que no he tenido la fortuna de agradar a los franceses. ¡Ay! No me han comprendido, y es cosa muy natural; soy sucesor del hombre más sublime que ha sostenido hasta ahora el cetro de los reyes de Francia. Abrúmanme los recuerdos de Richelieu. En vano lucharía contra ellos si fuera ambicioso; pero no lo soy y quiero probároslo. Me declaro vencido. Haré lo que el público desea. Si hay algunos motivos de queja contra los parisienses, ¿y contra quién no los hay, señores? bastante castigado está París; bastante sangre ha corrido; bastante pobreza pesa sobre una ciudad privada de su rey y de la justicia. No me compete a mí, persona sin importancia, quererme abrogar la necesaria para separar a una reina de su reino. Puesto que pedís que me retire… me retiraré.
—Entonces —dijo Aramis al oído al que más cerca tenía—, está hecha la paz y son inútiles las conferencias. Resta solamente enviar con una buena escolta a Mazarino a la frontera más distante, y cuidar de que no vuelva a entrar por ella ni por ninguna otra.
—Un instante, caballero —respondió el togado a quien se dirigía—: ¡pardiez!, ¡qué prisa os dais! Bien se conoce que sois militar. Falta arreglar el capítulo de recompensas e indemnizaciones.
—Señor canciller —repuso la reina volviéndose al mismo Seguier, nuestro antiguo conocido—, vos abriréis las conferencias, y éstas se verificarán en Rueil. El señor cardenal ha dicho cosas que me han conmovido mucho; por eso no respondo más largamente. Y en cuanto a irse o quedarse, profeso sobrado agradecimiento al señor cardenal para no dejarle que obre con plena libertad. El señor cardenal hará lo que le plazca.
Una fugitiva palidez cubrió el expresivo rostro del primer ministro. Miró con inquietud a la reina; pero era tal la impasibilidad de ésta, que para él, como para los demás concurrentes, permaneció oculto lo que en su corazón pasaba.
—Pero —añadió la reina—, mientras se decide Mazarino, os ruego que no penséis más que en el rey.
Inclináronse los diputados, y marcháronse.
—¡Cómo! —dijo la reina luego que desapareció el último diputado—, ¿cederéis a esos golillas?
—No hay sacrificio que no esté dispuesto a hacer —contestó Mazarino fijando en la reina sus penetrantes ojos—, si en algo interesa a la dicha de Vuestra Majestad.
Bajó Ana la cabeza y cayó en una de esas meditaciones que le eran tan habituales. Despertóse en su mente el recuerdo de Athos. El atrevido comportamiento del caballero, sus firmes palabras, los fantasmas que con una palabra había evocado, le recordaban toda una época ya pasada de embriagadora poesía; la juventud, la hermosura, el encanto de los amores de veinte años, los combates de sus sostenedores, el sangriento fin de Buckingham, único hombre a quien había amado de veras, y el heroísmo de sus oscuros defensores que habíanle salvado a la par del odio de Richelieu y del rey.
Mirábala Mazarino, y como que ya se creía sola la reina y no temía que la espiase la turba de sus enemigos, le era fácil adivinar sus pensamientos por su semblante, así como en los transparentes lagos se ven pasar las nubes reflejadas desde el cielo, de donde también vienen los pensamientos.
—¿Conque será necesario —murmuró Ana de Austria— ceder a la tempestad, comprar la paz y esperar con paciencia y fe mejores tiempos?
Sonrióse tristemente Mazarino al oír esta proposición, que revelaba que la reina había tomado por lo serio la suya.
Ana de Austria tenía inclinada la cabeza y no vio esta sonrisa; mas como nadie respondía a su pregunta, miró a Mazarino y dijo:
—¿No respondéis, cardenal? ¿Qué os parece?
—Creo, señora, que ese insolente caballero a quien acaba de prender Comminges por orden vuestra, aludía a Buckingham, a quien dejasteis asesinar; a la señora de Chevreuse, a quien dejasteis desterrar, y al duque de Beaufort, a quien ordenasteis encarcelar. Pero si aludía a mí, sería por ignorar los lazos que con vos me unen.
Tembló Ana de Austria, como le sucedía siempre que ofendían su orgullo; se ruborizó, y por no contestar se clavó las aceradas uñas en sus hermosas manos.
—Es hombre de acertados consejos, de honor y de talento, además de ser hombre de resolución. No debéis ignorarlo, señora. Yo por mi parte deseo decirle, haciéndole un favor personal, que se ha equivocado respecto a mí. Porque, bien mirado, lo que se me propone es una abdicación, y una abdicación merece que en ella se reflexione.
—¡Una abdicación! —dijo Ana—. Yo creía, señor cardenal, que sólo podían abdicar los reyes.
—Y aun siendo así —añadió Mazarino—, ¿no soy yo casi un rey y rey de Francia? Os aseguro, señora, que mi ropón de ministro, tirado a los pies de un lecho real, se parece mucho de noche al manto de un rey.
Era esta una de las humillaciones que con más frecuencia le imponía Mazarino, y bajo las cuales doblaba siempre Ana la cabeza. Sólo Isabel de Inglaterra y Catalina II consiguieron ser a la par amadas y reinas de sus amantes.
Ana de Austria miró, pues, con cierto terror la amenazadora fisonomía del cardenal, que en aquellos momentos no carecía de alguna grandeza.
—Señor cardenal —le contestó—, ¿no he dicho y no me habéis oído decir a esa gente que haríais lo que os acomodara?
—En ese caso —añadió el señor Mazarino—, creo que me debe acomodar quedarme, no tan sólo porque está en mis intereses, sino porque también me atrevo a añadir que en ello estriba vuestra salvación.
—Quedaos, pues, no deseo otra cosa; mas no consintáis que me insulten.
—¿Habláis por las pretensiones de los revoltosos y por el tono en que las expresan? ¡Paciencia! Han elegido un terreno en que soy más diestro general que ellos: las conferencias. Sólo con contemporizar nos batiremos. Ya tienen hambre; peor será dentro de ocho días.
—Sí, por Dios, no ignoro que en eso hemos de venir a parar. Pero no se trata solamente de ellos, pues no son ellos los que me hacen las más ofensivas injurias.
—¡Ah! Os comprendo. Os referís a los recuerdos que perpetuamente evocan en vos esos tres o cuatro caballeros. Pero los tenemos presos, y son lo bastante culpables para prolongar su cautiverio todo el tiempo que nos convenga. Sólo uno está aún fuera de nuestro poder y arrastra nuestro enojo. Pero ¡qué diantre! tarde o temprano conseguiremos reunirle con sus compañeros. Cosas más difíciles hemos hecho que esas, según supongo. Por vía de precaución ya he mandado encerrar a los dos indómitos en Rueil; es decir, cerca de mí, bajo mi vigilancia, al alcance de mi potestad. Hoy mismo les agregaremos el tercero.
—Mientras se encuentren encarcelados —dijo Ana de Austria—. está bien; pero algún día saldrán.
—Sí, por cierto, si les pone en libertad Vuestra Majestad.
—¡Ah! —prosiguió Ana de Austria siguiendo el hilo de sus secretos pensamientos—. Aquí es donde se echa de menos a París.
—¿Y por qué?
—Por la Bastilla, que tan fuerte y prudente es.
—Señora, con las conferencias lograremos la paz, la paz nos dará a París, y París a la Bastilla, donde se pudrirán estos cuatro espadachines.
Ana de Austria arrugó levemente el entrecejo mientras que Mazarino le besaba la mano despidiéndose.
Después de este acto, en que entraba tanta humildad como galantería, salió del cuarto. Siguióle Ana de Austria con la vista, y conforme se alejaba, asomaba a sus labios una desdeñosa sonrisa.
—En otro tiempo —dijo—, desprecié el amor de un cardenal que nunca decía «Haré» sino «He hecho». Aquel sí que conocía encierros más seguros que Rueil, más silenciosos aún que la Bastilla. ¡Oh!, ¡cómo degenera el mundo…!
Cuando Mazarino se separó de Ana de Austria, encaminóse a Rueil, donde tenía situada su casa. En aquellos revueltos tiempos siempre llevaba el cardenal buena compañía, y a veces iba disfrazado. Ya hemos dicho que el traje de caballero le sentaba admirablemente.
Subió a su carruaje en el patio del antiguo castillo y atravesó por Chatou el Sena. El príncipe de Condé habíale dado cincuenta ligeros de a caballo por escolta, no tanto en verdad para guardarle como para demostrar a los diputados con cuánta facilidad disponían los generales de la reina de sus tropas, y las podían distribuir a su antojo.
Athos seguía al cardenal a caballo, sin espada, guardado por Comminges, y sin decir una palabra. Grimaud, a quien dejara su amo a la puerta del castillo, oyó la noticia de su arresto cuando Athos se lo dijo a Aramis, y obedeciendo a una seña del conde, se marchó sin chistar a colocarse junto a Herblay, cual si tal cosa no hubiese pasado.
Verdad es que Grimaud había visto a su amo salir de tantos apuros en los veintidós años que llevaba sirviéndole, que ya por nada se inquietaba.
Luego que concluyó su audiencia tomaron los diputados el camino de París, precediendo al cardenal unos quinientos pasos. Podía por consiguiente Athos, mirando, delante, ver la espada de Aramis, cuyo dorado cinturón y altanero porte fijaban sus miradas entre aquella multitud, tanto como la esperanza de libertarse que en él había puesto, la costumbre, al trato y la atracción que de toda amistad resulta.
Aramis, por el contrario, no se cuidaba al parecer en lo más mínimo de si le seguía o no Athos; sólo una vez volvió la cabeza; es verdad que fue al llegar al castillo. Suponía que Mazarino dejase quizá a su nuevo prisionero en el pequeño fuerte que defendía como un centinela el puente, y que tenía por gobernador a un capitán en nombre de la reina. Pero no sucedió así, y Athos pasó por Chatou en pos del cardenal.
En el puente en que se divide el camino de París a Rueil, miró Aramis atrás. Aquella vez no le habían engañado sus previsiones. Mazarino torció a la derecha y Aramis pudo ver al prisionero desaparecer por entre los árboles. En el mismo momento, y movido por un pensamiento idéntico, Athos volvió también la cabeza. Los dos amigos se hicieron tan sólo una seña, y Aramis se llevó un dedo al sombrero como saludando. Athos conoció que ya rondaba una idea en la cabeza de su compañero.
Diez minutos después entraba Mazarino con su comitiva en el parque del castillo que el cardenal, su predecesor, había ordenado disponer para él en Rueil.
En el momento de apearse en el peristilo, se le acercó Comminges y le preguntó:
—Señor, ¿dónde manda Vuestra Eminencia que alojemos al conde de la Fère?
—En el pabellón del invernadero, frente al que ocupa el cuerpo de guardia. Aunque el conde de la Fère sea prisionero de Su Majestad la reina, deseo tratarle con toda la consideración debida a su clase.
—Señor —repuso Comminges—, el conde pide el favor de que se le reúna con D’Artagnan, que ocupa, como previno Vuestra Eminencia, el pabellón de caza frente al del invernadero.
Mazarino quedóse silencioso. Comminges conoció que reflexionaba.
—Es un sitio muy fuerte —añadió—; le custodian cuarenta hombres seguros y acrisolados, casi todos alemanes, y que, por consiguiente, no tienen la menor relación con los frondistas ni el menor interés en favor de la Fronda.