—Ya lo veo.
—Su Eminencia tenía que manifestar una cosa a S. M., una cosa secreta y particular, una misión que sólo podía confiarse a un hombre seguro, y por eso me envía a San Germán. Conque, amigo Bernouin, si deseáis dar gusto a vuestro amo, decid a Su Majestad que estoy aquí y manifestadle el motivo que me trae.
Ya hablase seriamente, ora fuese su discurso una continua burla, siendo cierto que en aquellas circunstancias D’Artagnan era el único que podía terminar la inquietud de Ana de Austria, no tuvo Bernouin dificultad en ir a participarle esta singular embajada, y la reina le dio afectuosamente orden de que introdujera al instante a M. D’Artagnan.
Acercóse el mosquetero a la soberana con todas las manifestaciones del más profundo respeto. A tres pasos de distancia hincó una rodilla en tierra y le presentó la carta.
Ya hemos indicado su contenido; era una carta mitad de introducción, mitad de crédito. La reina leyóla; conoció perfectamente la letra del cardenal, aunque algo temblona, y como nada le refería de lo ocurrido, pidió pormenores.
D’Artagnan lo refirió con la ingenuidad y sencillez de que sabía revestirse cuando le era necesario.
Conforme iba hablando, mirábale la reina con un progresivo asombro; no comprendía cómo podía un hombre atreverse a concebir tal empresa, y mucho menos cómo tenía la audacia de contársela a una persona que estaba interesada y casi obligada a castigarle.
—¡Cómo, caballero! —exclamó la reina sonrojada de indignación—. ¡Y osáis confesarme vuestro crimen!, ¡a referirme vuestra traición!
—Perdonadme, señora, pero creo o que me he explicado mal, o que V. M. no me ha comprendido bien: en esto no hay traición ni crimen. El señor Mazarino nos tenía presos a Du-Vallon y a mí, porque no creímos que nos hubiera enviado a Inglaterra para ver tranquilamente decapitar al rey Carlos I, al cuñado de vuestro difunto esposo, al esposo de la señora Enriqueta, hermana y huésped vuestra, y porque hicimos lo posible a fin de salvar la vida al regio mártir. Estábamos, pues, convencidos mi amigo y yo de que éramos víctimas de algún error, y de que era necesaria una franca explicación entre nosotros y Su Eminencia. Mas como para que una explicación produzca buenos resultados se requiere que se haga tranquilamente, lejos de ruido y de curiosos, condujimos al señor cardenal a un castillo de mi amigo, y allí nos hemos explicado. Y era cierto, señora, lo que nos habíamos temido: mediaba un error. El señor cardenal pensaba que habíamos servido al general Cromwell en vez de servir al rey Carlos, vergüenza que hubiera recaído sobre él y sobre V. M.; cobardía que hubiese mancillado en su tronco la soberanía de vuestro ilustre hijo. Nosotros le hemos probado lo contario y estamos prontos a probárselo también a V. M., llamando a la augusta viuda que llora en ese Louvre donde le da habitación vuestra real munificencia. Tan satisfecho ha quedado; que en muestra de satisfacción me envía, como V. M. puede ver, a fin de tratar de las reparaciones que naturalmente se deben a unos caballeros mal apreciados y equivocadamente perseguidos.
—Os estoy escuchando y admirando, caballero —dijo Ana de Austria—. Por cierto que pocas veces he visto tal exceso de imprudencia.
—Veo también que V. M. se equivoca en cuanto a nuestras intenciones, como se equivocó el señor Mazarino.
—Os equivocáis, caballero; tan poco equivocada estoy, que dentro de diez minutos os hallaréis preso, y que dentro de una hora saldré de San Germán a la cabeza de mi ejército para libertar al señor ministro.
—Estoy cierto de que V. M. no cometerá semejante imprudencia —dijo D’Artagnan—, porque sería inútil, y porque produciría los más graves resultados. Antes de que le libertaran, perecería el señor cardenal, y tan persuadido está Su Eminencia de la verdad de lo que digo, que por el contrario me ha rogado, en caso de que estuviese V. M. predispuesta de ese modo, hiciera todo lo posible para desviarla de su propósito.
—Pues bien, me limitaré a mandar que os prendan.
—Tampoco, señora, porque el caso de mi arresto está tan previsto como el de la libertad del cardenal a mano armada. Si no vuelvo mañana a una hora señalada, pasado mañana será conducido el señor cardenal a París.
—Bien se conoce, caballero, que por vuestra posición vivís lejos de los hombres y de las cosas, porque de otro modo sabríais que el señor cardenal ha estado cinco o seis veces en París desde nuestra salida de la capital, que ha visto allí al señor de Beaufort, al señor de Bouillon, al señor coadjutor y Elbeuf, y que ninguno ha formado intención de prenderle.
—Perdonad, sé todo cuanto decís, y por esa misma razón no le entregarían al señor de Beaufort, ni al de Bouillon, ni al señor coadjutor, ni al señor de Elbeuf, en vista de que estos señores hacen la guerra por su propia cuenta, y a que el señor cardenal quedaría libre con solo concederles lo que pidiesen; pero le entregarían al Parlamento, y si bien es verdad que al Parlamento se le podría comprar al por menor, ni el mismo cardenal es bastante rico para pagarle en masa.
—Paréceme —dijo Ana de Austria clavando en D’Artagnan sus miradas, que desdeñosas en una mujer eran terribles en una reina—, paréceme que estáis amenazando a la madre de vuestro monarca.
—Si amenazo, señora, es porque me veo forzado a ello. Me engrandezco, porque necesito ponerme a la altura de los sucesos y de las personas. Pero estad muy convencida de una cosa, señora, por el corazón que late por vos en este pecho, os aseguro que habéis sido el ídolo constante de nuestra vida, arriesgada, como no ignoráis, más de veinte veces por V. M. ¡Y qué señora!, ¿no tendría V. M. piedad de sus servidores, que vegetan en la oscuridad, sin dejar traslucir por un solo suspiro los santos y solemnes secretos que tiene el honor de guardaros? Miradme, señora, a mí, que os hablo, a mí, a quien acusáis de levantar la voz y de expresarme en tono amenazador. ¿Quién soy? Un pobre oficial, sin fortuna, sin abrigo, sin porvenir, si las miradas de mi reina, que durante tanto tiempo he buscado, no se fijan en mí. Mirad al conde de la Fère, tipo de nobleza, flor de la caballería; ha tomado parte contra su reina, o mejor dicho, contra su ministro, sin la menor exigencia personal. Ved, en fin, a Du-Vallon, a esa alma fiel, a ese brazo de acero; veinte años ha que espera digáis una palabra que le haga por el blasón lo que es por sus sentimientos y por su valor. Ved, en fin, a vuestro pueblo, que debe suponer algo para una reina, a vuestro pueblo que os quiere y que, sin embargo, tiene hambre; que no desea otra cosa que bendeciros, y que, sin embargo, os… No, me equivoco, nunca os maldecirá vuestro pueblo señora… Pero pronunciad una palabra y terminará todo; y la paz sucederá a la guerra, la alegría a las lágrimas, la felicidad a las calamidades.
Ana de Austria miró con asombro el marcial semblante de D’Artagnan, revestido de una singular expresión de enternecimiento.
—¿Por qué no me manifestasteis eso antes de hacer lo que habéis hecho? —preguntó.
—Porque se trataba, señora, de probar a V. M. una cosa de que a mi parecer dudaba, esto es, que aún tenemos algún valor, y que es justo se haga algún caso de nosotros.
—Y según veo, semejante valor no retrocedería ante ningún obstáculo —dijo Ana de Austria.
—Hasta ahora así ha sucedido —respondió D’Artagnan—, ¿por qué había de retroceder en lo sucesivo?
—Y suponiendo una negativa, y por consiguiente una lucha, ¿llegaría ese valor hasta arrancarme de mi corte para entregarme a la Fronda como con mi ministro habéis hecho?
—Nunca hemos pensado en tal cosa, señora —dijo D’Artagnan con la jactancia gascona que le era habitual—; pero si entre los cuatro resolviéramos hacerlo, no dudo que lo conseguiríamos.
—Ya debía yo saberlo —murmuró Ana de Austria—; son hombres de hierro.
—¡Ah, señora! —exclamó D’Artagnan—. Eso me prueba que tenéis hace tiempo idea cabal de lo que valemos.
—¿Y si por ventura la tuviera? —preguntó Ana de Austria.
—V. M. nos haría justicia; y haciéndonos justicia, no nos tratará como a hombres vulgares, sino que verá en mí un embajador digno de los grandes intereses que tengo la misión de discutir.
—¿Dónde está el tratado?
—Aquí.
Ana de Austria pasó la vista por el tratado que D’Artagnan le presentaba.
—Aquí no veo más —dijo— que las condiciones generales. Los intereses de Conti, de Beaufort, de Bouillon, de Elbeuf y del señor coadjutor están a cubierto. Pero ¿y los vuestros?
—Sabemos hacernos justicia, señora, aunque también ponernos a la altura que nos corresponde. Hemos creído que nuestros nombres no eran dignos de figurar al lado de esos otros tan elevados.
—Pero supongo que no habréis renunciado a exponerme vuestras pretensiones de viva voz.
—Creo, señora, que sois una reina grande y poderosa, y que sería indigno de vuestra grandeza y poderío no recompensar dignamente a los que traigan a Su Eminencia a San Germán.
—Tal es mi intención —contestó la reina—: hablad.
—El que ha intervenido en el negocio (perdonad, señora, si empiezo por mí, mas me es forzoso darme la importancia, no que he tomado, sino que han tenido a bien concederme), el que ha intervenido en el negocio del rescate del señor cardenal, a nombrado, en mi concepto, para que la recompensa no sea inferior a V. M., jefe de guardias; una cosa así como coronel de mosqueteros.
—¿Me solicitáis el puesto del señor de Tréville?
—Hace un año que dejó su puesto el señor de Tréville, señora, y todavía no se ha provisto la vacante.
—Es uno de los principales cargos militares de la casa real.
—El señor de Tréville era un segundón de Gascuña, como yo, señora, y le ha desempeñado durante veinte años.
—Para todo tenéis respuesta —dijo Ana de Austria.
Y tomando de encima de la mesa un real despacho, le llenó y le firmó.
—Por cierto, señora —dijo D’Artagnan cogiendo el despacho e inclinándose—, que me dais una recompensa noble, pero en este mundo todo es inestable y el hombre que cayese en desgracia de V. M. perdería mañana su empleo.
—¿Pues qué queréis entonces? —preguntó la reina ruborizada de que penetrase sus intenciones aquel hombre de espíritu tan sutil como el suyo.
—Cien mil escudos para este pobre capitán de mosqueteros, pagaderos el día en que V. M. se canse de sus servicios.
Ana dudaba.
—¡Pensad —prosiguió D’Artagnan—, que los parisienses ofrecían el otro día por un decreto del Parlamento seiscientos mil escudos al que les entregará al cardenal vivo o muerto; vivo para ahorcarle; muerto, para arrastrarle a un muladar!
Vamos —dijo Ana de Austria—, os ponéis en la razón, ya que no pedís a una reina más que la sexta parte de lo que el Parlamento ofrece. Y firmó un recibo de cien mil escudos.
—¿Hay algo más?
—Señora, mi amigo Du-Vallon es rico y por consiguiente en cuanto a bienes de fortuna nada desea; pero si mal no recuerdo, ha tratado con el señor cardenal de erigir sus tierras en baronía, y aun me parece que éste se lo ha prometido así formalmente.
—¡Un hombre de su esfera! —dijo Ana de Austria—. Van a reírse de él.
—Puede ser —contestó D’Artagnan—, pero de una cosa estoy seguro: de que los que lo hagan en su presencia no se reirán dos veces.
—Pase la baronía —dijo Ana de Austria. Y firmóla.
—Ahora falta el caballero o el abate de Herblay, como guste V. M.
—¿Busca ser obispo?
—No, señora; una cosa más fácil.
—¿Cuál?
—Que se digne el monarca ser padrino del hijo de la señora de Longueville.
Sonrióse la reina.
—El señor de Longueville desciende de real raza —dijo D’Artagnan.
—Sí —repuso la reina—, pero ¿y su hijo?
—Su hijo, señora…, debe descender también, como el esposo de su madre.
—¿Y nada más pide vuestro amigo para la señora de Longueville?
—No, señora, pues supone que dignándose V. M. ser padrino del hijo, no puede hacer a la madre cuando salga a misa de parida un regalo menor de quinientas mil libras, conservando como es natural al padre en el gobierno de la Normandía.
—En cuanto al gobierno de la Normandía, no tengo dificultad —dijo la reina—; mas por lo que hace a las quinientas mil libras, el señor cardenal no se cansa de repetirme que no hay dinero en el erario.
—Lo buscaremos juntos, señora, si lo permite V. M., y ya hallaremos alguno.
—Adelante.
—¿Adelante decís?
—Sí.
—No hay más.
—¿Pues no tenéis otro amigo?
—Sí, señora, el señor conde de la Fère.
—¿Qué desea?
—Nada.
—¿Nada?
—No.
—¿Existe acaso un hombre que pudiendo pedir, no pida?
—Existe el conde de la Fère; pero el conde de la Fère no es hombre.
—¿Pues qué es?
—Un semidiós, señora.
—¿No tiene un hijo o un sobrino de quien me ha hablado Comminges con elogio, y que fue portador de las banderas de Lens en compañía del señor de Chatillon?
—Tiene un pupilo llamado el vizconde de Bragelonne.
—Si diésemos a ese joven un regimiento, ¿qué diría su tutor?
—Tal vez aceptaría.
—¿Tal vez?
—Sí, como V. M. se lo rogara.
—Tenéis razón, caballero, singular persona es el conde. Pues bien, reflexionaremos, y quizá nos decidamos a rogárselo. ¿Estáis satisfecho?
—Sí, señora, pero hay una cosa que no ha firmado V. M.
—¿Cuál?
—La más interesante.
—¿Mi conformidad con el tratado?
—Sí.
—¿Para qué? Mañana le firmo.
—Puedo afirmar a V. M. que si no firma ahora, luego no tendrá tiempo para hacerlo. Suplícola, por tanto, que se digne poner al pie de este programa escrito todo de puño y letra de Mazarino, lo siguiente:
«Consiento en ratificar el tratado propuesto por los parisienses». No había salida: la reina no podía retroceder y firmó. Mas apenas lo hubo hecho, cuando se suscitó en ella el orgullo con la fuerza de una tempestad, y rompió a llorar.
Conmovióse D’Artagnan al ver sus lágrimas. En aquel tiempo lloraban las reinas como las demás mujeres.
El gascón movió la cabeza. Parecía que el regio llanto le abrasaba el corazón.
—Señora —dijo arrodillándose—, mirad al desgraciado caballero que a vuestros pies está, y que os suplica creáis que todo será posible para él, mandándolo V. M. Tiene fe en sí mismo, en sus compañeros y también quiere tenerla en su reina, y en prueba de que nada teme y de que con nada especula, traerá al señor Mazarino y le entregará a V. M. sin condiciones. Aquí tenéis, señora, los documentos autorizados por la sagrada firma de V. M.; si os parece justo me los devolveréis; pero desde este instante a nada os comprometen.