—Sí.
—Os engañasteis; sólo estamos armados Du-Vallon y yo; el señor conde no lo está, y por si encontramos alguna patrulla, convendría que pudiéramos defendernos.
—Es muy justo.
—¿Pero dónde hemos de encontrar una espada? —preguntó Porthos.
—Su Eminencia —dijo D’Artagnan—, prestará al conde la suya, que le es inútil.
—De todo corazón —dijo el cardenal—, y ruego al señor conde que la guarde en memoria mía.
—¡Vamos, que no es poca galantería, conde! —añadió D’Artagnan.
—Prometo a monseñor —respondió galantemente Athos— no separarme jamás de ella.
—Bien —repuso D’Artagnan—; ¡qué tierna es esa reciprocidad de sentimientos!, ¿no os asoman las lágrimas a los ojos, Porthos?
—Sí —contestó éste—, pero no sé si me las arranca ese espectáculo o el viento. Yo creo que ha de ser lo segundo.
—Subid ahora, Athos —dijo Aramis—, y despachad inmediatamente.
Auxiliado el conde por Porthos, que le levantó como una pluma, llegó al borde de la tapia.
—Saltad ahora, Athos.
Saltó Athos y desapareció por la parte contraria.
—¿Estáis en el suelo? —preguntó D’Artagnan.
—Sí.
—¿Sin daño? —Sin daño.
—Porthos, vigilad al señor cardenal mientras yo subo; no, no os necesito, subiré yo solo. No le perdáis de vista.
—No le pierdo de vista —repuso Porthos—. ¿Lo veis?
—Tenéis razón: es más difícil de lo que parece. Poned un hombro, mas sin soltar al señor cardenal.
—No le suelto.
Presentó Porthos el hombro a D’Artagnan, el cual, merced a este apoyo, consiguió ponerse a caballo sobre la tapia.
Mazarino los contemplaba con una sonrisa.
—¿Estáis ya? —dijo Porthos.
—Sí, amigo mío, ahora…
—¿Qué?
—Echadme aquí al señor cardenal, y al menor grito que dé ahogadle.
Quiso Mazarino oponerse, pero Porthos le agarró con fuerza y le levantó hasta D’Artagnan, el cual le sujetó por el cuello de la ropilla y le sentó a su lado, diciéndole con amenazador acento:
—Saltad inmediatamente a ese otro lado donde se halla el conde de la Fère; si no, os mato, a fe de caballero.
—D’Artagnan —dijo Mazarino—, estáis faltando a la fe prometida.
—¿Yo? ¿Cuándo ni dónde os he prometido nada, señor?
Mazarino exhaló un gemido.
—Por mí sois libre —repuso—. Vuestra libertad era el precio de mi rescate.
—Enhorabuena; mas ¿y el rescate de ese inmenso tesoro que tenéis oculto en la galería en una cueva que se abre por medio de un resorte disimulado en la pared, el cual hace girar un cajón que deja en descubierto una escalera? ¿No merece ese tesoro que se hable de él? Decid, señor.
—¡Jesús! —exclamó Mazarino sofocado y juntando las manos—. ¡Jesús, Dios mío! Soy hombre perdido.
Sin pararse a oír sus quejas, D’Artagnan le cogió por debajo de los brazos y le pasó suavemente a manos de Athos, el cual permaneció impasible al pie de la tapia.
Volviéndose entonces a Porthos:
—Coged mi mano —murmuró D’Artagnan—, aquí estoy yo.
Hizo Porthos un esfuerzo que casi desquició la tapia y logró trepar por ella.
—No os había entendido del todo —dijo—, pero ahora que lo entiendo, conozco que es muy chistoso.
—¿De veras? —preguntó D’Artagnan—. Celebro que os agrade; pero para que lo sea enteramente no perdamos tiempo.
Y de un salto púsose en el suelo. Porthos le imitó.
—Acompañad al señor cardenal —dijo D’Artagnan—, yo iré descubriendo terreno.
El gascón desenvainó la espada y se puso a vanguardia.
—Señor —preguntó—, ¿por dónde hemos de ir para entrar en el camino real? Reflexionad bien antes de responder, porque si os equivocarais pudieran resultar serios inconvenientes, no sólo para nosotros, sino para Vuestra Eminencia.
—Seguid a lo largo de la tapia, caballero —dijo Mazarino—, y no os exponéis a perderos.
Apretaron el paso los tres compañeros, pero pasados algunos instantes tuvieron que acortarle, pues por grandes que fueran sus deseos, el cardenal no podía seguirles.
De pronto tropezó D’Artagnan con una cosa caliente que hizo un movimiento.
—¡Diantre! Un caballo —dijo—; he encontrado un caballo, señores.
—Y yo otro —dijo Athos.
—Y yo otro —dijo Porthos, quien, fiel a su consigna, no había soltado el brazo del cardenal.
—Esto se llama tener suerte, señor —dijo D’Artagnan—; justamente cuando Vuestra Eminencia se estaba quejando de ir a pie…
Pero al decir estas palabras, sintió sobre el pecho el cañón de una pistola, y oyó estas palabras gravemente pronunciadas:
—¡No tocar!
—Grimaud —murmuró D’Artagnan—, Grimaud, ¿qué haces aquí? ¿Te envía el cielo por ventura?
—No, señor —contestó el criado—, sino que el señor de Aramis me ha mandado que guarde los caballos.
—¿Está aquí Aramis?
—Sí, señor, desde ayer.
—¿Y qué hacéis?
—Observar.
—¡Cómo! ¿Se halla Aramis aquí? —repitió Athos.
—Junto a la puerta falsa del castillo. Allí le ha correspondido apostarse.
—¿Con que sois muchos?
—Sesenta.
—Haz que le avisen.
—Al momento, señor.
Y persuadido de que nadie desempeñaba mejor que él mismo la comisión, Grimaud arrancó a correr y dejó esperando a los tres amigos, llenos de alegría al verse otra vez reunidos.
De los que componían el grupo, sólo Mazarino estaba de mal humor.
Diez minutos habrían pasado cuando llegó Aramis acompañado de Grimaud y de ocho o diez caballeros. Grande fue su júbilo al abrazar a sus amigos.
—¡Ya estáis libres, hermanos, libres sin ayuda mía! ¡Y nada he podido hacer por vosotros a pesar de mis esfuerzos!
—No os aflijáis, lo que se difiere no se pierde. Si nada habéis podido hacer ahora, ya tendréis ocasión.
—Sin embargo, yo tenía bien tomadas todas mis precauciones —dijo Aramis—. El señor coadjutor me dio sesenta hombres; veinte guardan las tapias del parque, veinte el camino de Rueil a San Germán y el resto está diseminado por el bosque. En virtud de estas disposiciones estratégicas, he interceptado dos correos de Mazarino a la reina. Mazarino aplicó el oído.
—Supongo —dijo D’Artagnan— que los habréis devuelto al señor cardenal.
—¡Oh! —respondió Aramis—. No será con él con quien la eche yo de atento. En uno de los pliegos declaraba el cardenal a la reina que están vacías las arcas reales, y que S. M. carece de dinero; en otro anunciaba que iba a trasladar sus prisioneros a Melun por no parecerle Rueil punto bastante seguro. Ya conoceréis, amigo, las buenas esperanzas que me infundiría esta carta. Me embosqué con mis sesenta hombres, rodeé el castillo, mandé disponer caballos, confiándolos al inteligente Grimaud, y aguardé a que salierais. No esperaba que fuera hasta mañana por la mañana, no creía poder libertaros sin mediar alguna escaramuza. Estáis libres esta noche y sin combatir, tanto mejor. ¿Cómo habéis podido burlar la vigilancia de un ente como Mazarino? ¿Tenéis muchos motivos de queja contra él?
—No muchos —dijo D’Artagnan.
—¿Es cierto?
—Diré más, tenemos motivos para elogiarle.
—¡Imposible!
—Sí, por cierto, a él debemos nuestra libertad.
—¿A él?
—Sí; hizo que Bernouin, su ayuda de cámara, nos llevara al invernadero y desde allí pasamos en su compañía a visitar al conde de la Fère. Entonces nos ofreció la libertad; aceptamos y ha llevado su complacencia al extremo de enseñarnos el camino y guiarnos hasta la tapia del parque, que acabábamos de escalar con la mayor suerte cuando encontramos a Grimaud.
—Vamos —dijo Aramis—, eso me reconcilia con él; quisiera que estuviese aquí para decirle que no le suponía capaz de tan buena acción.
—Señor —dijo D’Artagnan sin poder contenerse más—, permitid que os presente al caballero de Herblay, que, como habéis podido oír, desea cumplimentar respetuosamente a Vuestra Eminencia.
Y retiróse dejando al confuso cardenal expuesto a las asombradas miradas de Aramis.
—¡Oh!… ¡Oh! —exclamó éste—. ¡El cardenal! ¡Excelente presa! ¡Hola!, ¡hola, amigos!, ¡los caballos!, ¡los caballos!
Acercáronse cuatro jinetes.
—¡Voto a!… —dijo Aramis—. Al fin seré útil para algo. Señor dígnese Vuestra Eminencia recibir todos mis homenajes. Apuesto a que ese san Cristóbal de Porthos es el autor de este golpe de mano. A propósito, se me olvidaba…
Y dio cierta orden en voz baja a uno de los jinetes.
—Creo que sería prudente echar a andar —dijo D’Artagnan.
—Sí, pero estoy aguardando a una persona…, a un amigo de Athos.
—¿A un amigo? —dijo el conde.
—Miradle, allí viene, a galope tendido, por entre la maleza.
—¡Señor conde! ¡Señor conde! —gritó una voz juvenil que hizo estremecer a Athos.
—¡Raúl! ¡Raúl! —exclamó el conde de la Fère.
El joven olvidó su habitual respeto por un instante, y arrojóse en brazos de su padre.
—Ved eso, señor cardenal, ¿no hubiera sido una lástima separar a personas que se quieren como nosotros? Señores —prosiguió Aramis volviéndose a los jinetes, que cada vez eran más numerosos—; señores, rodead a Su Eminencia y hacedle los honores; tiene a bien favorecernos con su compañía y espero que se lo agradeceréis. Porthos, no perdáis de vista al cardenal.
Dicho esto se reunió Aramis con D’Artagnan y Athos, que estaban deliberando, y entró en consejo con ellos.
—Ea —dijo D’Artagnan después de cinco minutos de conferencia—, partamos.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Porthos.
—A vuestra casa, amigo: a Pierrefonds; vuestro admirable castillo es digno de ofrecer su hospitalidad señorial a Su Eminencia; está muy bien situado, ni muy cerca ni muy lejos de París, y desde él se podrán establecer comunicaciones fáciles con la capital. Venid, señor, allí estaréis como lo que sois, como un príncipe.
—Príncipe caído —observó lastimosamente Mazarino.
—Señor, la guerra tiene sus altas y sus bajas —respondió Athos—; pero estad seguro de que no abusaremos.
—No, pero usaremos —replicó D’Artagnan.
El resto de la noche la pasaron los raptores corriendo con su antigua e infatigable rapidez: Mazarino, triste y pensativo, se dejaba arrastrar en aquella fantástica carrera.
Al amanecer habían andado doce leguas sin descanso; la mitad de la escolta estaba sin fuerzas; algunos caballos cayeron al suelo.
—Los caballos de estos tiempos no valen lo que los antiguos —observó Porthos—: todo degenera en este mundo.
—He enviado a Grimaud a Dammartin —le respondió Aramis—, a fin de que nos traiga cinco de refresco, destinando el uno a Su Eminencia y los cuatro a nosotros. Lo principal es qué no nos separemos de monseñor; luego se nos reunirá el resto de la escolta; pasando de San Dionisio nada hemos de temer.
Efectivamente, Grimaud llevó cinco caballos; la persona a quien se había dirigido era un amigo de Porthos, que no quiso venderlos, como se le propuso, sino que los regaló. Diez minutos después se detenía la cabalgata en Ermenonville, mas los cuatro amigos siguieron su carrera con nuevo ardor escoltando a Mazarino.
A las doce del día penetraban en la alameda del castillo de Porthos.
—¡Ah! —exclamó Mosquetón, que iba con D’Artagnan y que no había pronunciado una palabra en todo el camino—. ¡Ah! Que me creáis o no, os confieso, señor, que esta es la primera vez que respiro desde que salí de Pierrefonds.
Y puso su caballo a galope para anunciar a los otros criados la llegada de Du-Vallon y sus amigos.
—Somos cuatro —dijo D’Artagnan a los demás—; nos relevaremos para vigilar a Su Eminencia, y cada cual hará centinela tres horas. Athos reconocerá el edificio, pues se trata de hacerlo inconquistable en caso de asedio. Porthos cuidará de las provisiones y Aramis de la guarnición; esto es, que Athos será ingeniero general, Porthos proveedor y Aramis gobernador de la plaza.
Entretanto instalaron al cardenal en la mejor habitación de la casa.
—Caballeros —dijo éste después de su instalación—, supongo que no pensaréis tenerme aquí mucho tiempo de incógnito.
—No, señor —respondió D’Artagnan—; por el contrario, pensamos publicar muy en breve que estáis en nuestro poder.
—Entonces os sitiarán.
—Lo suponemos.
—¿Y qué haréis?
—Defendernos. Si viviese todavía el difunto señor cardenal de Richelieu, os contaría la historia de cierto baluarte de San Gervasio, en que los cuatro, con otros tantos lacayos y doce cadáveres, hicimos frente a un ejército entero.
—Semejantes proezas se hacen una vez, señores; pero no se repiten.
—Es que tampoco necesitamos ahora tanto heroísmo; mañana recibirá aviso el ejército parisiense; pasado mañana estará aquí, y en lugar de darse la batalla en San Dionisio o en Charenton, se dará hacia Compiegne o Villers-Cotterêts.
—El señor príncipe de Condé os derrotará como siempre.
—Es posible, señor, pero antes de la batalla trasladaremos a Vuestra Eminencia a otro castillo de nuestro amigo Du-Vallon, que tiene tres como éste. No queremos exponer a Vuestra Eminencia a los azares de la guerra.
—Vaya —dijo Mazarino—, ya veo que será necesario capitular.
—¿Antes del sitio?
—Sí; quizá así sean mejores las condiciones.
—¡Ah, monseñor! En cuanto a condiciones, ya veréis cuán poco exigentes somos.
—Pues decidlas.
—Descansad por ahora, señor, mientras reflexionamos nosotros.
—No necesito descansar, señores: necesito saber si estoy entre amigos o entre enemigos.
—¡Entre amigos, señor, entre amigos!
—Decidme, entonces, sin tardanza lo que queréis, para que yo vea si es posible algún acomodo. Hablad, señor conde de la Fère.
—Señor —dijo Athos—, para mí nada tengo que pedir; para Francia, tendría que pedir demasiado. Me abstengo, pues, y cedo la palabra al caballero de Herblay.
Y Athos hizo una reverencia, dio un paso atrás y se quedó en pie recostado en la chimenea, como mero espectador.
—Hablad vos, señor de Herblay —dijo el cardenal—. ¿Qué deseáis? No os andéis en rodeos y ambigüedades. Sed claro, breve y compendioso.
—Yo, señor, jugaré a cartas vistas.
—Descubrid, pues, vuestro juego.
—En el bolsillo traigo —dijo Aramis— el programa de las condiciones que anteayer os impuso en San Germán la comisión de que formé parte. Respetando los derechos de la antigüedad, nos concederéis lo que en ese programa se pedía.