Velodromo De Invierno (11 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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Él había aprendido a callar y a consolarla por espacio de un momento o de varias horas, pero nunca se le ocurrió inventarse fórmulas de alivio o de consuelo para sí porque nunca creyó merecerlas, y durante todo ese tiempo la espió en un silencio culpable, decidido a luchar contra el amor que lo doblegaba imponiéndole el castigo del remordimiento. Se recriminaba a sí mismo lo devastador de una querencia que dio al traste con todos los planes de su vida, se decía que era un necio y un enfermo, y un loco y un hijo de puta, prodigándose en privado el tipo de insultos que desde que lo alcanzaba su memoria se había cuidado siempre de emplear en público, un hijo de mala madre, enamorado como un colegial, a sus veinticinco años contantes y sonantes de adulto, de una niña que lo había perdido todo antes de emprender ese viaje que la condujo a través de toda Francia hasta la frontera de Roncesvalles donde él, provisto de mis instrucciones, los esperaba a ella y al hermano que no pudo acompañarla, y otro voluntario, también ex carlista, Fabricio Vergara, aguardaba a los demás niños sefardíes para conducirlos al tránsito de este piso de Madrid. Un hijo de puta, se repetía una y otra vez. Un hijo de puta o un loco. Alguien que ya no tenía redaños para rezarle al hijo de su Dios. Al hijo abandonado de su Dios.

Sólo que Ilse Landerman ya no era ninguna niña. En realidad, había empezado a dejar de serlo aquella madrugada del 16 de julio de 1942 en que fue arrancada de su cama, y obligada a bajar sin miramientos hasta la esquina donde esperaban, motor en marcha, varios pequeños
torpedos
policiales de la Renault que llevaron a los detenidos a comisarías y escuelas, hasta que amaneció y llegaron los autobuses municipales en busca de su carga de aterrados. En cualquier caso, en 1947 ya no lo era en modo alguno. Había empezado a pintarse los labios de un rojo violento, pero cuando advirtió en los cafés las resbaladizas miradas de los hombres sobre sus caderas volvió al piso de Sao Tomé, se encerró en el baño diminuto, y salió de allí con la cara refregada, y unas tijeras de cocina y mechones del pelo rubio que acababa de trasquilarse entre los dedos triunfales. «Así no me mira ya nadie», resolvió airada. Le arrancó el cigarrillo, se lo llevó la boca, lo aspiró y disfrazó como pudo las náuseas y el ataque de tos. Ésa fue la primera vez que la vio fumar, pero no se lo reprochó porque la estaba mirando, demudado y estupefacto, repitiéndose maravillado y dolorido que nunca la había visto tan bella, con su cráneo pelón y las sienes al aire y la barbilla temblándole desafiante, nunca le habían brillado tanto los ojos, jamás volvería a serle dado contemplarla así, inmune y tan vulnerable. «Quiero que sepas», le escribió muchos años después a la casa de San Juan que le animó a comprar, «que aquellos mechones de tu pelo que tiraste al cubo de la basura,
tacho
que lo llamas ahora, en esa otra lengua, o maneras de decir, que no nos separan, del mismo modo en que ya no pueden separarnos los continentes ni los años, yo los recogí apenas te diste la vuelta. Los metí en un sobre, nervioso como un ladrón principiante, y a la noche los lavé con tu jabón de entonces bajo el agua de aquel grifo torcido. Lo hice mientras tú dormías. Siempre estarán conmigo, dentro de ese sobre que el tiempo ha cuarteado. A veces los saco y los miro a trasluz y no creo, sé que te estoy viendo de verdad a ti, tal y como fuiste entonces, tal y como serás mañana. Si no me he vuelto loco, como el narrador de ese cuento de Maupassant que se llama «Una cabellera», es sin duda, querida mía, porque entonces no llevabas el pelo, que te cortaste con decisión de matarife, lo bastante largo. Por eso, y sólo por eso, no me veo condenado a vagar por ahí envuelto en los enredos de una melena. Menos mal que no naciste en esta época donde todos la llevan, la melena, de no ser porque empieza a escasearme el mío, hasta yo, Ilse, me uniría a esta moda de cabezas flotando al viento. Bromas aparte, en tu última carta me hablabas de ciertas inversiones que...». Herschel me leyó anteayer este y otros fragmentos elegidos al azar de entre los centenares de cartas que ahora son suyas. ¿Tal vez para que lo ayude, aportándole las piezas perdidas de algunas escenas, a encajar el rompecabezas de unas vidas, de su vida, de nuestras vidas al fin y al cabo? Me gustaría decirle que no hay rompecabezas. Y que sería bonito tener todavía rompecabezas... el mapa de las vidas, de su vida, de las
nuestras,
esparcido en fragmentos sobre el calor de una alfombra con jirafas (de niño yo
amaba
a esas jirafas que nunca había visto, y ahora sé que no veré nunca, porque las de los zoos no cuentan, como no contaban las de mis estampas de textos impresos en ese
soletreo o aljamiada
sefardí que hoy es rareza de curiosos y afán de lingüistas) tejidas sobre un paisaje de rombos y de dunas. Un cuarto infantil, una alfombra y encima las piezas a elegir... Con esta mano elimino penas primeras de amor, con la otra recompongo un futuro sin paradas en andenes donde a los presos nos insultan en alemán niños de la edad de los nuestros, un futuro, un futuro... con estos dedos desordeno el pasado y lo convierto en porvenir. Con estos dedos me deshago del mal. Sería bonito... El puzzle al completo, acabado y eterno, y nosotros, los vivos y los muertos, mirándolo...

Pero no lo es, Herschel. Porque tú y yo y todos, a fin de cuentas, somos sólo las piezas perdidas y olvidadas debajo de los rincones sin barrer de las casas que nos abandonaron, de los lugares que vamos abandonando.

El taxista suspiró aliviado, al fin salíamos del atasco monumental de las circunvalaciones, enfiló por la plaza de los Caídos en Cuba y Filipinas, le comenté algo al respecto, una nadería bienhumorada, y él se echó a reír.

«Ya ve,
man,
los gallegos a
turistear
por mi tierra y yo a buscármelas en su vieja metrópoli.»

Cruzamos unas callejas estrechas e irrumpimos en medio del destello de luces de la larga avenida de los Reyes Católicos.

—¿Conoces París, Herschel?

—Claro, esa ciudad me volvió loco... Fui con un grupo de amigos de mi segundo año en la Universidad de Syracusa, supongo que a ella no debió de hacerle ninguna gracia, pero no dijo nada, me dio el dinero de bolsillo que me faltaba, y hasta soportó mis cuentos sin fin sobre la
conciergerie,
el
Jeu de Paume
y la
Closerie des Lilas,
donde casi todos mis compañeros se disputaron la mesa de Lenin y yo elegí la de Blaise Cendrars, porque su novela
L'or
me fascinó a los trece años y me hizo querer emular su destino de aventurero. Más tarde supe que también él era extranjero, oriundo de Suiza, y que Cendrars era su nombre de letras y de guerra. Hasta entonces lo había creído francés. Me temo que yo sería un pésimo aventurero... Después he querido volver muchas veces a París, pero a Camilla de Europa sólo le gusta repetir Italia. Ama América Latina, por encima de todo. Bueno, en realidad Centroamérica, ya sabes que se dedica a las culturas amerindias. Volviendo a mi madre, me escuchó con mucha paciencia a mi regreso entusiástico de París... Únicamente no consintió en que le enseñase mis centenares de fotos, m\s cajas y cajas de diapositivas. Entonces no lo entendí, o me pareció una más de sus tantas excentricidades. Pero alguna vez me gustaría enseñarle París a Estelle.

—Te gustará enseñarle París a Estelle. No sé por qué nos pasamos media vida urdiendo planes en condicional.

—Bueno, tú tampoco fuiste a ese pueblo de San Martín. Y tú sí que no tienes excusas.

Me eché a reír con ganas.


Touché.

El taxista frenó ante la explanada de un palacete plateresco de marquesina reciente y sobrevolada por banderas mojadas, apagó la música y anunció, alegre:

—El hotel Colón, amigos. No se agiten, ya voy sacándoles las maletas. Ah, pero para que no me olviden, aquí tienen mis datos. A su servicio de por vida. La mía, la de mi coche y la de ustedes.

Me tendió una tarjeta con rapidez de prestidigitador y el nombre, inscrito en letras góticas sobre el papel cremoso, me hizo sonreír. LEONCIO ROUSSEAU PLANTÍO, leí para mis adentros, tratando de imaginar a la funcionaria del registro inquiriéndole, detrás de su ventanilla, a un sudoroso padre primerizo y feliz, «y óigame, compadre, mejor si me lo deletrea, ese segundo, con dos eses o con qué»... Uno sólo le pone un nombre semejante al hijo primero, me dije enchochecidamente, y enseguida reprobé mi estupidez, acaso Leoncio Rousseau fuese también otro hijo del misterio... Casi todos lo éramos, a fin de cuentas.

—Parece un sitio increíble —murmuró Herschel con respeto, la vista perdida sobre los ángeles amarillentos de los capiteles y las iracundas fauces expeliendo lluvia de las gárgolas.

—Al contrario, es un sitio bien creíble. Hermoso y verídico. Construido para perdurar. A mí ya sólo se me antojan increíbles los lugares de paso, los
Holyday Inn,
y en fin todos los de su calaña. Ven, ya viene
monsieur l'Émile,
vamos a pagarle. Estoy impaciente por arrastrarte a los peores tugurios de la ciudad de... —y qué extraño, tampoco yo podía decir con tranquila naturalidad
tu
padre
— ... Dalmases, por verte sucumbir a los encantos de su
antigua judería bajo esa luna que,
lástima, hoy no se encuentra entre nosotros...

—Vos sí que sos increíble, Miranda.

El sonido de su risa me reconfortó, pero no llegó a paliar la leve desazón invadiéndome con insidia de jaqueca, ni la estridencia de una voz interna que me porfiaba solapadamente que casi nada es verdad y casi todo es mentira en la estrategia desusada de las vidas. Unas vidas que creen ampararse en designios providenciales, o se escudan tras el escepticismo más ingrato de sobrellevar, y tan sólo a la hora de enfrentarse con el dilema de la muerte comprenden, aterradas, lo mucho que importaron aquella nana perdida, aquélla y no otras, porque ésa es la única que en medio del pavor alcanzamos a recordar, con rapidísima memoria de estudiante en un examen, de entre las muchas que debieron cantarnos, y el abrazo caluroso de un amigo, y esa mano de mujer, que nunca durmió ni dormirá a nuestro lado, posándose sobre las nuestras en un instante cualquiera de aquella tarde perdida en que coqueteamos engolados con la juvenil ilusión de la
pérdida
sobre un volumen recién leído de filosofía. Todo aquello desfiló por mi mente, por absurdo o ridículo que parezca, en medio de aquella fila seleccionadora de Auschwitz, instantes antes de armarme de valor y de anunciarle al tipo que me mandaba al despioje de los vivos, al tipo que me excluía del simple y rápido despojo de los muertos: «soy español, pero hablo alemán, fui estudiante en Alemania, hablo un montón de idiomas, y además
hablo alemán».
Absurdamente, se lo dije en francés... Al darme cuenta me enrevesé, y no sé si le repetí lo mismo, a gritos, pero ya, y muy nervioso, en alemán. Alguien me había dicho que estaban necesitados de intérpretes, que a los intérpretes los mataban más tarde...
Si hablas idiomas duras
más, es como lo de esa bruja del cuento de niños, que engordaba al pequeño dentro de una
jaula para, al comérselo después, disponer de más y de mejor carne...
Me lo había dicho un tipo durante el viaje...
Di que hablas alemán... A estos hijos de puta les gusta que sus víctimas
les supliquen en alemán... Donde yo estaba, en una fábrica francesa de suministros militares
enseguida requisada por ellos para su industria, trabajadores esenciales para el Reich,
comprendes, camarada, les fue bastante bien a los tipos que entendían algo de su maldita
mierda de alemán. Cuando se descubrieron los sabotajes, se limitaron a llevarlos a La Santé o
a Fresnes... pero no los fusilaron, como al resto. Ni los deportaron, como a mí, y a mis colegas.
Y entonces alguien chilló, en la penumbra sofocante del vagón: «¡Cierra ya la bocaza, tío! pero vas de mago de Oz o qué... si medio tren lo aprobamos con sobresalientes y notables, nuestro puto alemán del Bac
...»( Bac: Examen francés equivalente a la Selectividad, que se celebra al final del
Bachillerato.)

Me dije entonces y volví a repetírmelo, contra lo que siempre había mantenido y profesado, que a veces nuestras vidas las decide un golpe fortuito que lanza sobre el tapete de una manchada noche de gloria los dados buenos de una ventura sin trampas; no siempre somos dueños del manejo del timón, no siempre podemos presentir adonde iremos a parar, un solo instante de indecisión, de amedrentamiento, un cerrarse en banda en apariencia anodino solventan nuestra mala o buena suerte, nos arrastran por el lodo o nos alejan del exterminio, qué inútil resultaba pensar que
si
Arvid no le hubiese hecho caso a su mujer, que se imaginaba un Nuevo Mundo de cabanas inhabitables y cocodrilos gigantes, ni hubiera escuchado a su vieja querencia invocándolo a la tierra de pergamino de sus
Mio Cid
y
Doña Endrina...
Que
si
yo hubiese atendido al reclamo de esa voz del instinto que me urgía, cuando ya no existía la organización «Sefarad» (tras las deportaciones de noviembre del 42, París estaba casi «limpio» de
sefardims)
y yo ya había canalizado todas mis energías de rabioso en una unidad del FTP-MOI
(FTP-MOI: Movimiento de resistencia Franco-Tiradores y Partisanos-Mano de Obra Inmigrante.)
de la región parisiense, a seguir desconfiando de nuestro contacto
Jacquerie, y
a no acudir a esa cita de antemano sospechosa, en el 15, boulevard des Batignolles, un 11 de septiembre de 1943 a las cinco de la tarde, para llegar a una casa desmoblada donde sólo me esperaba la Gestapo... Y si... Siempre los malditos
síes
encima de las vidas: si hubiese tenido dinero con que pagar documentaciones falsas,
buenos papeles falsos,
mis hijos no serían una espuma de cenizas, dice alguien. Y otro añade que: «si mi mujer no hubiese estado enferma, ni yo sin un trabajo regular, hubiéramos salido a tiempo de París, y quién sabe, hoy la tendría conmigo, le gustaba ir a mi puesto de
Les Puces
los domingos, decía que entre los dos vendíamos más, que al público le gustaba ver mujeres voceando mercancías sobre la manta del muestrario, pero a mí qué mierda me importa lo que le guste a toda esa gente que pasa y mira y mira y ve y a veces compra, qué me importa a mí si compran o no compran, si ya no está conmigo mi Babette para meterles el género por los ojos con sus rimas... Qué me importa ningún género si ya no lo grita ella, los puños sobre sus caderas formidables y la falda de flores del Prisunic que le regalé al día siguiente de que se viniera conmigo a mi cuarto de St. Ouen».

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