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Authors: Juana Salabert

Velodromo De Invierno (12 page)

BOOK: Velodromo De Invierno
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Si, si, si,
sacudí la cabeza y vi a Herschel parándose, un poco confuso, ante las puertas giratorias y los galones del portero con su uniforme ridículo de oficial austrohúngaro que no llegó a saber de la derrota de su imperio. Y
si
Dalmases se hubiera atrevido a besar
entonces
esos labios con pintura fugaz de una boca inocente que se afirma culpable, y si Klara Linen continuara acechando mis idas y venidas en lunas de cafés y en las mesas corridas de esas cervecerías donde apoya aún, más allá del aburrimiento de la espera, sus manos enguantadas hasta el codo para que yo llegue, alguna vez, media vida o una hora después, a retirárselos despacio, dedo a dedo, tras de esas reuniones que a ella le fastidian, y que a Arvid se le antojan peligrosas, porque en ellas, me asevera desde su rara lucidez de estudioso que a ratos se asoma al ingrato espectáculo del mundo, nos distraemos peligrosamente columbrando cómo vengar el asesinato de Rosa Luxemburgo y entretanto esos chulos sanguinarios e iletrados, esos camisas pardas a quienes ya se recibe en ciertos salones, se adueñan no sólo de las calles, sino del alma de las gentes... De esas gentes que votan. Que
también
votan o votarán mañana, me insistía, golpeándose las prematuras gafas de leer con la punta de su lapicero romo y mordisqueado. Esas gentes que votaron.

Nada se cumple realmente en el ensueño fatídico de los
a posteriori,
me dije, saliendo del coche con esa prudencia de achacoso que aún seguía, y sigue, extrañándome, porque sospecho que la vejez nunca va a dejar de antojárseme una de las muchas novedades a que no me habitúo. Pero tal vez sea ése el único territorio donde nos esté permitido a los vivos aceptar las manos que nos tendieron los muertos. Para que nunca fuésemos de veras esa frialdad de números que tantos quisieron para nosotros había que seguir viajando hacia el
si
perdido de los muertos más allá de su alfabético sucederse en las listas criminales en que fueron hacinados, hacia el
si
desesperado de los supervivientes, el
si,
aún lejano de porvenires, de los hijos. De los hijos nuestros, los hijos de todos nosotros, entendí de súbito.

—Vamos, Sebastián. Ya subieron los bultos a las habitaciones. Descansaremos un rato antes de irnos a esos tugurios tuyos.

Me tomó del brazo con delicadeza extraña, una delicadeza de
hijo de todos,
pensé, agotado y contento...

Mienten los folletos turísticos de un país que sigo pisando en sueños según avanzo hacia una boca de pozo sin brocal que tapan maderámenes podridos bajo una cúpula amenazadora de zarzales, mienten los libros de texto donde todos los muertos se tornan, no espuma de cenizas sino sobresalto de números, miente la sonoridad de los nombres que nadie ha vuelto a requerir fuera de la distancia gélida del listado donde se les preavisó su muerte, del mismo modo en que mentían, sin lugar a dudas, esas fotos y diapositivas tomadas durante un viaje estudiantil a París donde tú, Herschel, te encontraste con otros, contigo en medio de los otros, y empezaste a abandonar tus impedimentos de solitario crecido en la tierra de nadie que tu madre organizó a través de ese delirio de máscaras rituales, escribanías coloniales, fetiches de esclavos africanos y casullas ribeteadas por mordiscos de polillas al paso feroz de las mariposas de las ciénagas, con que se agazapó del mundo en su almoneda para seguir rogándole eternamente perdón a su pasado. Mienten los calendarios, y nos mienten los objetos que vamos aprovisionando con el tiempo, esos billetes de metro o de avión que conservamos durante meses al fondo de una cartera luego de un viaje en que fuimos vaga, o precisa y descuidadamente felices. Mienten los recuerdos y esas escenas que transformamos, culpables o vanos, en el atanor de una memoria donde rebullen, sedicentes, culpas y caprichos eligiendo de entre el cúmulo monstruoso atesorado en su basurero de lustros. Mentimos, tantas veces, a otros, a esos que nos acompañan y afirman querernos, por mor de las convivencias o de las conveniencias, del
debe y el haber
de las costumbres, al dictado de esas leyes no escritas, y sin embargo obedecidas durante siglos con la fe ciega de los seguidores de un hijo, al fin triunfante en su dolor de rebelde, que proclamó un viento de palabras y desdeñó escribirlas, dejándoles, al revés de los nuestros, esa tarea a unos cuantos
discípulos.
Mienten nuestros cuerpos, a la hora de la vejez, y mienten los espejos en que la eludimos, y seguimos buscando al joven que fuimos o creímos ser, mienten los espejos que de nosotros no reflejan quiebras de las vidas sino ensayadas voluntades sin misterio, y mienten los retratos donde posábamos de niños, a lomo de un triste balancín de alquiler, o ante prestadas tormentas de yesos coloreados en relieve de los que gustaban, y hacían furor, en Salónica...

—¿Te notas mal?

Me aferraba a su brazo, de camino hacia los ascensores, sobre los guijarros del patio de armas de otro tiempo, boqueando como un pez,
oh Dios, justamente un pez no,
pensé ahogándome de la risa al recordar esos peces simbólicos pintados en las catacumbas de los primeros cristianos perseguidos,
estáte seguro de que no
creo en ti, que de algún modo eres mi hermano querido que marchó, abandonándonos. Estáte seguro, tú que ya no puedes oírme y hubieses podido entenderme, de que soy cualquier cosa menos un converso.

—Invítame a un malta en el bar o en tu cuarto y estaré como nuevo —traté de bromear.

Pero en verdad me doblaban unas náuseas que me costaba esconder, en verdad me repetía, incesante:

«Mienten los retratos, Herschel, niño del misterio que dijiste, y no grita la verdad en esa foto única del Velódromo de Invierno donde Dalmases, y luego tú, buscasteis a tu madre, y acaso tú la sigas buscando mucho después de tus treinta y tres años, los mismos que ella tenía cuando te tuvo, sabedores los dos de que buscabais, el uno el amor de una niña escapada de la condena que la abocaba a no llegar a hacerse mujer, y el otro el amor de una niña espantada por haber llegado a
poder
convertirse en mujer lejos de la mirada de los suyos reducidos a cenizas... No estalla del todo la verdad en esa foto, Herschel, a quien agobia llevar un nombre de muerto porque no discierne aún en sus heredadas sílabas el intento, y la promesa, de una vida a la que no seguir dándole la espalda. Escapa a la única verdad la instantánea donde se agazapan las niñas, y se protege el vientre, como de la presentida inmediatez de un golpe, la mujer sola y embarazada que está de pie sobre la pista, por delante del gendarme que reviste el uniforme francés de la vergüenza, y donde extiende las piernas la mujer rubia del vestido de manga corta, ajustado por el cinturón de moda; ¿tal vez su mejor pertenencia, acaso endosó, antes del alba, en un pisito de Belleville, en su cuartucho de Le Marais, el
Plitzen
como se le conoce en
yiddish,
o en la calle Citeaux, del distrito XII, casi enteramente habitada por judíos alemanes, ese traje para causarles, por última vez, una buena impresión a los extraños, para gustarse a sí misma en las pupilas del verdugo, y al hacerlo reconocerse en nuestro digno desdén de siglos? Recuerdo ahora aquella calle Citeaux llena de niños, a la que seguramente fueron más de una vez tus abuelos a visitar a algún conocido de antes del exilio. Una calle de pisos en alquiler propiedad de una inmobiliaria... Los dueños de esa inmobiliaria fueron, cargados de flores y regalos, en aquella primavera del 45, a esperar día tras día el regreso de unos cuantos, eso esperaban al menos, de entre sus ciento y pico inquilinos arrancados de sus casas al amanecer del
jeudi noir
de 1942. Y sólo volvieron
dos,
Herschel. Dos hombres, y uno de ellos porque no fue apresado durante la redada, días antes lo habían escondido unos amigos protestantes en su casa de St. Germain-en-Laye... Tampoco del n.° 22 de la calle des Ecouffes volvió nadie luego de ese jueves negro,
jeudi
noir
o, y en
yiddish, Der fintzerer Donerstig,
como lo llamaron, al mismo día siguiente, ciertas organizaciones clandestinas en sus panfletos ciclostilados casi al minuto de los arrestos. Nadie. Ni uno sólo de los casi cuarenta niños que alborotaron sus rellanos y compartieron deberes y meriendas, llamándose de ventana a ventana.

Nuestras verdades son las más anticas,
decía mi madre, si de repente la atemorizaba el susto de que a sus hijos nos convenciese alguno de entre los muchos, y por lo común amables, predicantes que difundían por los caminos de la nueva Grecia la cristiana y férrea seducción del hijo, sobre las ruinas de la medio olvidada y disoluta severidad otomana de antaño;
ellos fizieron
sus llamadas herejías, no nosotros,
ultimaba ufana, por encima de su labor de bolillos,
ellos nos
abandonaron para luego akusarnís, y despedirnos como a canes de la rabia. Ellos fizieron que
non siguiéramos juntos...

Se queda corta en el negativo la tragedia que se ensañó sobre esos rostros que no miraron en sus días últimos a la cámara de su espanto. Porque ningún objetivo, ni ése siquiera, revela enteramente el miedo, la esperanza abortada en un segundo o en una infernal carrera de los días, la estricta inmovilidad de quien espera noticias y teme tener que oírlas, en el interior cerrado a cal y canto de un recinto deportivo donde la única prueba de resistencia consiste en aguantar el paso de las horas sin pan ni agua, y la de la velocidad entraña el difícil «récord» de no volverse loco bajo la gran vidriera ardiente, y entre sus muros custodiados por hombres armados que les gritan a los niños que saltan de los asientos de madera mojada por pises del encierro de tantos días. Les gritan, y les ordenan
volver
a sus sitios. A sus sitios, Dios.
Volved a vuestros sitios-,
les gritaron a los niños.
Que vuelvan a sus sitios,
les gritaron a sus madres. Que vuelvan a sus sitios o dispararán. Tienen órdenes al respecto. Si se portan mal, si desobedecen, dispararán.
Harán
uso de sus armas.

En verdad quise, quiero decirte, Herschel, que no nos alcanzan las palabras para asilar en ellas tamaños horrores, y que se nos quedan muy duramente parcos los testimonios pronunciados ante los taquígrafos de un tribunal en que todos, desde el fiscal a los jurados, se ahogan, sin embargo, de miedo en el aire de una sala donde quien ha sobrevivido cuenta de aquellos que perdió en salas cerradas sin más aire que el del gas siseante sobre el lloro de los niños, los lloros y los rezos de las mujeres y los hombres elegidos no «válidos» para la inmediata extenuación en tareas de esclavitud. No llegaban a ser «verdaderas» las imágenes tomadas por los jovencísimos soldados soviéticos y americanos que liberaron campos y lloraron al vernos, agazapados tras de las alambradas con hosca inmovilidad ultraterrena, porque en ese duro enero de. 1945 en Auschwitz, y a pesar de las revueltas y de la huida a tiros de las SS, no acertábamos a creer del todo que estábamos a punto de volver a ser «libres». Por eso, y más, mucho más que por el hambre, el tifus o las torturas recientes, seguimos mirando al frente en esas fotos de la hora primera de la liberación con una terca quietud de muertos. Llevábamos demasiado tiempo fingiendo que ya no nos importaba vivir. Demasiado tiempo temiendo que se nos notase al fondo de las cuencas hundidas la voluntad de sobrevivirles. Al precio que fuese.

«Por qué no estuve yo allí», me dijiste en Madrid, Herschel. E insististe, era medianoche y caminábamos por una de esas calles de provinciana quietud de un Madrid de lunas frías y edificios torcidos con comercios ruinosos en los bajos, y bares con el cierre a medio echar donde apuran eternos la «penúltima» parroquianos de espaldas a un televisor vociferante al que nadie atiende, «yo
debía
de haber estado allí». Supongo que esperabas que te respondiese «suerte de haber caído en la buena época», o algo por el estilo. Pero no lo hice. Cómo voy a hacerlo, chico. No puedo hacerlo, aunque debería... Dios sabe que debería. Pero ya vale de darle gusto y coba a Dios.

No voy a confesarte que cuando nos metimos en la caja del ascensor con sus banquillas de terciopelo sin estrenar temí estar a punto de morirme de una muerte absurda. Un infarto en el ascensor de un hotel, qué ridiculez a estas alturas, me reproché. El ascensorista me miraba de reojo (y tú
también
me escrutabas desde el espejo, con un gesto entre incrédulo y asustado), y de repente te preguntó, de un modo tan indiscreta, pero deliciosamente
español:
«¿su señor padre se encuentra bien? Miren que está muy pálido y que el hotel les puede mandar un médico a las habitaciones. Gratis. La visita es gratis. Siempre me digo que al precio que cobran por los cuartos ya pueden ir de samaritanos, vaya».

—Estoy muy bien, no se preocupe. Una ducha y una siesta de media hora, y ya verás, Herschel.

Pensé en mis pastillas para la tensión y esperé haberlas guardado bien a mano dentro del maletín mientras alguien me acostaba sobre una colcha crujiente... «Va, deja para mañana tus actividades de cicerone perverso», reía el hijo de Ilse, «llevamos demasiados días pateándonos los alrededores de Madrid, sus cercanas ciudades de la gloria, Toledo y Segovia y Ávila, a excepción de ese desconocido pueblo tuyo. Llevamos días de mucho caminar y de apenas dormir».

Miente casi todo, y no engaña nunca nada, quise decir, decirte, Herschie. Mienten nuestros nombres, mienten nuestras biografías resumidas en papel de estado, mienten nuestros rostros congelados en el blanco y negro o el color de una foto, mienten, pero no del todo, nuestras palabras que intentan apurar, o capturar, la intensa alegría, la tremenda desdicha de un momento.

Mentimos nosotros y mienten nuestros cuerpos, pero no engañan los desastres ni los rompecabezas imposibles, y faltos de tantas piezas, de nuestras vidas, susurré. Y no sé si llegó a oírme. Una cobija muy suave se deslizó sobre mis hombros, y sentí unos dedos tímidos acomodándome la ropa de cama.

—Oh, Herschel, Herschie,
mazel tov.

Alguien bostezaba, contento de que otro ser lo arremetiese entre las sábanas de un hotel de lujo que antes fue sede inquisitorial, y después y durante la última guerra civil, sede miliciana de anarquistas que embadurnaron de proclamas las volutas de sus techos y convirtieron sus cocinas en un perpetuo festín de la escasez. Javier Dalmases amaba ese hotel, iba allí tarde tras tarde a la hora del café, a dejar morir las horas en su mesa de costumbre, frente a los altos miradores de vidrios y hierros emplomados sobre la playa llovida donde jugaban al fútbol, en invierno y en verano, grupos de chicos muy jóvenes. Tal vez era allí donde le escribía a ella, con su tinta verde de excéntrico oculto y vergonzante, sus cartas invariables, esas cuartillas sin márgenes que le fue enviando a lo largo y la distancia de toda una vida...

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