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Authors: Juana Salabert
«Sé que me entiendes», resolvió entonces, aplastando su colilla sobre un cenicero absurdo y enorme, con la cara medio quemada del pato Donald sonriéndonos desde el centro de un corazón metálico, «y también sé que tienes razón. Pero eso no impide esta carga... esta carga idiota de un perdón que no llegará nunca. Nunca. Por mucho que lo implore». «Si olvidases un poco, oh, sólo un poco y a veces, únicamente de vez en cuando, Ilse, olvidarías menos y soportarías más», resolví, bostezando, sin saber ni muy bien qué estaba diciéndole a la hija de mi compañero de estudios, a la eterna mujer niña de mi amigo Javier Dalmases, a la criatura que se desplomó ante mí sobre un vacío bidón de gasolina, con una mano aferrada a la hilera de botones de esa chaquetilla barata que le tapaba la estrella...
A la mujer que me respondió con dureza: «sí, pero es que tú no tienes un hijo».
«No, yo ya no tengo a nadie», me dije, sirviéndole al suyo un poco más de crema de leche.
Los dedos me temblaban, como si hubiera bebido en exceso la noche anterior y en mis desvaríos le hubiese descubierto la cara al ángel de la muerte, pero él fingió no darse cuenta.
—Bueno, sí... y no. No es exactamente el mismo lugar. Los propietarios decidieron vendérselo hace un par de años a un grupo de decoradores jóvenes. Y ellos lo transformaron en tres apartamentos. Vendieron dos y a mí me alquilaron por recomendación suya el mejor, este del centro. Imagino que pensaron que un vejestorio como yo no duraría mucho. Los dueños fueron buena, muy buena, gente. Sólo que al final no tenían dinero para la residencia... Tuvieron que deshacerse del piso. Mis vecinos son jóvenes y tienen una pinta agradable. Aunque apenas si me he cruzado con ellos en el rellano o en el ascensor... De todos modos, tu madre no puso nunca el pie en esta casa. Cuando se creó la Heinrich Heine, en 1934, era muy niña y Arvid nunca la trajo consigo, o al menos eso creo. Y después no pasó por Madrid. Javier la llevó directamente de la frontera a Finis, y de ahí a Lisboa.
—Pero otros sí que aguardaron aquí. Sus papeles y sus visas.
Al hablar alzaba la mirada y la deslizaba sobre los altos techos con molduras y los muros desnudos como si esperase que en ellos surgieran de improviso rostros de fantasmas, o heterodoxas inscripciones similares a las que descifran todos los veranos en la sinagoga toledana del Tránsito determinados turistas llegados de Israel con un nudo en las gargantas. Viajeros que buscan, acaso, en el anónimo, e inusual, trazado de las letras hebraicas la huella perdurable de una mano antepasada volcando fervores y reflexiones sobre piedra de ley.
Sonreí, conmovido.
—Esos otros fueron tan pocos, Herschel... Gotas aisladas, sólo eso. No se pudo más contra el Leviatán de los hombres. Y por otra parte, aunque esto lo sabes de sobra, este país no nos era ni seguro ni propicio, con la salvedad de cuatro o cinco excepciones que desde ciertos consulados o puestecillos del poder hicieron lo imposible por algunos sefarditas, pero sólo por sefarditas, y siempre a título meramente individual. Franco era aliado de Hitler. Aliado convencido.
Dijo que no le había sido posible llegar a tiempo al entierro de Dalmases, que cuando fuéramos a Finis deseaba visitar su tumba. Le respondí que Javier le hubiese gustado. «Javier le gustaba a todo el mundo, incluidos los hijos de perra», añadí socarrón, como si no estuviera muerto y yo aún lograse verlo, acercándose a mí desde la luna trasera de un espejo de café, el pitillo colgándole de sus labios de galán cinematográfico que enamoraban hasta a las más adustas viragos, «era tan divertido que a veces, y muy a su pesar, resultaba más profundo que nadie».
—Lo sé. He leído el manuscrito de mi madre. Lo he leído hasta la saciedad, hasta volverme casi loco de... no sé, de pena y de rabia, o de todo a la vez. Y sigo sin siquiera... Dígame, Sebastián... quiero que... bueno,
dímelo
tú, por favor, ¿cómo era mi madre?
Me levanté y anduve unos pasos hacia el balconcillo. Vi en la calle a una chica que paraba a los transeúntes con ademanes ansiosos. Yo conocía a esa chica. De vista. Era una habitual de las calles del barrio que yo recordaba distinto, con jóvenes saliendo en tropel de la antigua facultad de filosofía y letras al mediodía. Sólo que no era una chica. De lejos, y a causa de su delgadez embutida en vaqueros rotos, y de su rígida melena lacia, podía confundírsela con una adolescente tenebrosa. Pero de cerca le descubrías la edad de los sin edad, esa que yo no podría olvidar ya nunca, y te sobrecogían sus ojos de gorgona, y la procacidad de sus insultos de pedigüeña, y la extraordinaria y trágica soledad de unos ojos que se abismaban iracundos en la soledad de las cuencas devoradas por la droga, la locura, la miseria. «Dame algo, tío, no seas cabronazo, que me arden las muelas y me va a salir un flemón, no tengo para el dentista, hijoputa, dame algo por tu madre, joder, pues anda y que la folie un pez, y a ti pues que te coma pronto la tierra.» «Dame algo, tío, que no das nunca ná, que eres un mierda, un tacaño, un usurero, un jodido
judío.»
Por un momento la distinguí, muy nítidamente, cercada de alambradas. Luego, la visión de su cuerpo pavoroso mordisqueado por perros oscuros sobre una nieve endurecida que cientos de palas golpeaban inútiles se desvaneció, y en la calle hubo de nuevo funcionarios judiciales saliendo a sus cafés, mensajeros, adolescentes saltándose horas de instituto, travestís a la caza de clientes madrugadores y amas de casa tirando de sus carritos de la compra.
No contesté. Dije que estábamos muy cerca de Hannukah, que en Gran Vía había una tienda de peluches, muñecos y juguetes que llevaba décadas encendiendo los deseos de los niños madrileños, y le pregunté si cuando decidiese retirarse a descansar a su hotel, después de todo tendría que dormir unas cuantas horas en algún momento, me permitiría acompañarlo a elegir un regalo para su hija Estelle, que pronto cumpliría los cuatro.
Horas después lo obligué a tumbarse un rato en mi :ama, indiferente a sus protestas; se había empeñado en continuar hablando, en insistir y en preguntar hasta que el aturdimiento le nubló la vista y lo derrumbó a medias sobre las tazas sucias. «Hablaremos esta noche, mientras cenamos», atajé, acompañándolo al cuartito donde duermo desde hace unos años y en el que aún sigue en pie, apoyado contra un muro, el escritorio de Magda Blume, la tenaz secretaria de la Heine muerta en plena sesión de cine, en uno de los primeros bombardeos de la guerra española sobre la capital... Delante de este mismo escritorio, y de las centelleantes gafas sin montura de Magda, volví a encontrarme con Arvid Landerman, su abuelo materno, un mediodía de octubre de 1935, tras más de siete años de no vernos. Estaba de espaldas, levemente inclinado sobre el escritorio de la atildada Frau Blume -que no me tenía demasiada simpatía, y sospechaba tal vez que lo que ella definía como mi «temperamental volubilidad mediterránea» celaba aficiones censurables y hábitos de crápula, o de anarquista amigo de las bombas arrojadas en teatros-, pero yo hubiera reconocido ese prematuro abatimiento de los hombros y el nervioso, casi un tic, masajeo de las sienes incluso en medio de una mascarada de carnaval. «De modo que al fin te llamó a su lado Menéndez Pidal, Arvid.» «¡Sebastián! Te hacía en Buenos Aires o en Palestina...» Estaba de paso, repuse, de cuando en cuando me gustaba darme una vuelta por la vieja e ingrata Sefarad, y él sonrió, y por un momento las disputas que ensombrecieron nuestra amistad y nos alejaron al uno del otro antes de que yo abandonase Berlín parecieron no haber ocurrido nunca. Pasamos juntos el resto del día, apurando las suaves y heladas cervezas españolas en bares estrechos, y así me enteré de que estaba casado y era padre de dos hijos, el pequeño no tenía ni los cuatro meses cumplidos cuando se fueron, desoyendo los consejos de los que consideraban a Hitler una simple tormenta de verano o un figurante con ínfulas de estrella a quien el mero sentido común, unido a las seguras presiones de las cancillerías occidentales, pronto devolverían a su correspondiente puesto de anonimato clownesco. Se ganaba la vida dando clases de alemán («tanto obsesionarme con Berceo y el
Mio Cid
para vérmelas ahora explicando el dativo y el acusativo a una pandilla de wagnerianos cincuentones, admiradores del viejo Bismarck, y a jovencitos que no se molestan en esconder su admiración por la
nueva Alemania»)
en la escuela oficial de idiomas, donde conoció a varios fundadores de la asociación a la que dedicaba muchas de sus tardes, y de no ser por la melancolía que se había apoderado últimamente de Annelies, que no conseguía aprender español -en el fondo lo había aliviado su tajante negativa a emigrar a Puerto Rico, aunque al imbécil de Konrad no le iba allí nada mal, estaba a punto, al cabo de varios años de empleado que ahorra hasta los últimos centavos de su sueldo de emigrante, de abrir su propia miscelánea de productos farmacéuticos-, ni adaptarse al clima ni a los, a su juicio «bárbaros», horarios de la ciudad, y se desesperaba, desbordada por la crianza de los niños, ante las pésimas noticias que les llegaban del Reich, hasta el punto de que había decidido empezar a ocultárselas, se hubiese sentido perfectamente a gusto en el país que lo enamoró desde que siendo aún un muchacho un pariente lejano le regaló una edición ilustrada del
Lazarillo de
Tormes.
Le conté que había tomado la costumbre de pasarme por los despachos de la Heinrich Heine con la remota esperanza de que alguno de sus miembros, o de esos visitantes esporádicos que acudían a cobijarse de su tristeza de expatriados al abrigo de una conferencia, de unas palabras proferidas y escuchadas en el idioma común -muchos de ellos, de entre los más viejos, exhibían sobre las pecheras las condecoraciones ganadas en el 14, como si el hecho de lucirlas atenuase un poco su reciente condición de proscritos-, supiera algo sobre el paradero de Klara Linen, y le asombró que desconociese su partida a Moscú. «¡Klara en Moscú! ¡Pero si Klara desconfiaba profundamente de los soviéticos, y al único que respetaba era a Trotsky!», silbé, conmocionado, y Arvid se encogió de hombros, creía que estaba al corriente de su lío con un tipo de la embajada rusa, después de todo fui yo quien la dejó plantada sin explicaciones, y no le escribió ni una sola línea contándole si pensaba regresar en los próximos veinte siglos...
Tuve entonces el presentimiento de que no volvería a ver a Klara Linen. Presagio que se cumplió; nada más firmarse el pacto germano-soviético que me apartó, como a tantos otros, de las filas comunistas, los estalinistas, en señal de «buena voluntad y disposición de apoyo», entregaron ignominiosamente a los nazis una serie de refugiados alemanes afincados en la URSS. Sus nombres, antes de disolverse en la numérica agonía concentracionaria, quedaron consignados en una lista de ignominia de la GPU
(GPU: Policía política de la dictadura estaliniana.
Antecesora del KGB.)
que sólo fue publicada en Rusia, y enseguida en el resto del mundo, al comienzo del deshielo... Y allí leí, al cabo de tantos lustros y tantos muertos, el nombre de Klara Linen, la chica de ojos bicolores y manos enguantadas de rojo que Arvid me presentó, en la esquina de una calle que sin duda ya no existe, una noche en la que yo había bebido demasiado y llevaba en el bolsillo del gabán, no el reloj de plata recibido en mi
bar mitzvah
y empeñado esa misma mañana, sino el telegrama avisándome de la muerte de mi madre en Salónica. Lloré y lloré su destino atroz como no he llegado a llorar ninguno de los golpes de mi vida. Recuerdo que en Nueva York empezaba el buen tiempo y que desde mi ventana estuve horas mirando las aceras maltratadas, el ir y venir de unos viandantes que acaso llevasen también dentro de sí el peso sulfuroso de muchas pérdidas quemándoles memoria y entrañas. Miraba la calle repitiéndome una y otra vez, con vana insistencia de alucinado, que ya nunca me sería otorgada la posibilidad remotísima de ese encuentro de azar con que fantaseé durante años, en esas solitarias madrugadas insomnes en que uno sucumbe al desánimo y se deja invadir por un delirante masoquismo no exento de infantiles complacencias. Klara Linen estaba muerta, jamás doblaría, intacta y no desmerecida por el paso sin ventura del tiempo, esquina alguna del callejero de mi vida que declinaba («huyes de la felicidad propia con artimañas de malhechor de folletín», me había acusado, riéndose sin alegría, una de las últimas noches que pasamos juntos, «pero algún día sabrás del precio altísimo de la traición propia. Y ese día vas a vértelas y, cara a cara, contigo mismo. No te arriendo la ganancia,
Avicena»),
y era como si en su muerte viniesen a resumirse todas las demás, la agria e infamante cosecha de muertes del siglo. Por primera vez lamenté haber sobrevivido, y me supe, o me acepté, definitivamente viejo.
Mi mente recuperó vívidamente la luz de esos ojos desiguales, la expresiva inquietud de su rostro de rasgos angulosos, cuando Herschel me comentó, con la timidez de quien se excusa tras un error de tacto, que de niño había lamentado, de modo casi
físico,
carecer de un anodino,
inocente,
álbum de retratos de familia. Ilse detestaba que la fotografiasen, pero él, que de pequeño soñó, y nunca llegó a tenerla, con la posesión de una de esas cámaras polaroids capaces de fijar al segundo la teatral mentira de un instante, se había comprado, con motivo del nacimiento de Estelle, una cámara digital, en sus primeras semanas de vida había filmado obsesivo todos sus gestos de bebé, hasta el punto de irritar a una Camilla que acaso empezaba ya a distanciársele... Tras la muerte de su madre (únicamente el orgullo, adujo, le impidió preguntarle al desabrido de Konrad luego del entierro si no guardaba, traídas de allá, algunas imágenes de
antes)
reparó en que nada más conservaba de ella aquel único retrato tomado en París, junto a un hombre que tal vez fuese Dalmases. Lo era, asentí sin palabras, en respuesta a la muda pregunta de sus ojos, y lo vi estremecerse, no sé si de alivio o de zozobra.
«No debieron ocultarme tantas cosas», me aseguró por la noche, «porque de alguna manera siempre me he sentido al margen, alguien aparte. Sin raíces y surgido de la nada. Otro hijo del misterio, qué carajo». «Las raíces son peligrosas», repliqué vagamente. Estábamos en uno de esos asadores de la Cava Baja alabados por las guías estadounidenses desde que Hemingway popularizó su favorito, pero ninguno de los dos prestaba atención al cordero enfriándose sobre nuestros platos.