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Authors: Juana Salabert

Velodromo De Invierno (3 page)

BOOK: Velodromo De Invierno
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—Te pareces a alguien —le había sonreído ella, dubitativa, poco antes de que Milita irrumpiese en la cocina blandiendo su llave de doméstica, al grito conminatorio de «ya viene tu bus por la Ashford, mi amor, lo vi de refilón al apearme de mi guagua, y si no te apuras te quedas a pie de escala en tu primer día de escuela»—. A alguien que tampoco fue nunca capaz de mentir...

Claro que entonces no hubiera podido saber que ese alguien sin nombre era su abuelo materno, mi amigo de juventud tan lejana, Arvid Landerman. Ilse no le habló nunca de su padre, ni de nada ni nadie del pasado, creída acaso de que su miedo y su silencio preservarían al hijo, nacido en el Nuevo Mundo de resultas del descuido de una noche inolvidable y ya olvidada, del fatal destino que devoró a tantos de los nuestros en las horas más atroces del continente que se juró fervorosamente no volver a pisar, mientras embarcaba en el puerto de Lisboa después de la guerra, a bordo del
Atlantic Princess,
y le dedicaba un último gesto de despedida a Javier Dalmases, y éste apartaba los ojos sobre el muelle cegado de sol porque ese breve ademán acababa de dinamitarle por dentro las ganas de seguir viviendo. Ni entonces ni después, porque ha tenido que aguardar a cumplir los años que ella tenía cuando lo trajo al mundo para recoger en un banco el manuscrito que su madre se decidió a escribir para él a los pocos días de verlo inscribir esa palabra, justamente ésa, en el espacio de una casilla escolar dejada ex profeso en blanco. Ha tenido que recibir la noticia de la muerte de un viejo cuyo apellido comparte y al que no llegó a conocer, y seguir al pie de la letra las instrucciones consulares, y tramitar a toda prisa un permiso sin sueldo en el laboratorio donde trabaja desde que abandonó Estados Unidos, y reservar un vuelo a España, y antes marcar un número para llegar hasta aquí. El mío.

Pero en verdad, yo no hubiese necesitado de su relato titubeante para, más que imaginarme, vislumbrar, al completo y sin fisuras, su recuerdo infantil de la escena que me contó ayer, mientras paseábamos con indolencia falsa por la Avenida de los Reyes Católicos de Finis, la ciudad que visité fugazmente antes de la guerra mundial, y a la que días atrás viajé con él, acompañándolo en calidad de su albacea testamentario, desde mi refugio madrileño de emigrado voluntario en posesión de un pasaporte estadounidense con visa, renovada cada tres meses gracias a mis breves e intermitentes estancias en Lisboa, de turista permanente y vocacional. Conozco ese gesto de orgullo y de no claudicación que llevó a mis antepasados a afrontar siglos de diáspora...

Soy viejo y conozco demasiado.

Así, muchas horas antes de que él pulsase el viejo timbre de campanillas de mi casa madrileña de la calle San Bernardo y entrecruzase con la mía una mirada desorientada por el cansancio de la noche en vela a bordo del vuelo transoceánico, mi mente ya había anticipado el dolor que invadió a la suya según fue avanzando aquella mañana en la lectura del relato materno, que colocó luego encima de la correspondencia guardada en el viejo baúl que Ilse y Javier compraron en una abarrotería de Lisboa, del que ella nunca se desprendió. Supongo que si se demoró un poco en adentrarse en sus páginas fue porque en cierta medida aún le temía al hecho de disipar totalmente la niebla de misterios con que ella había querido despistar la quiebra de su vida, y escudarlo a él del terror que marcaba la recurrencia de sus pesadillas con un estrépito de pasos sobre interminables escaleras que ningún somnífero, de entre los muchos que probó, desde la época en que los hurtaba a puñados de la farmacia de Konrad, consiguió nunca atajar por completo. Y que sólo pudo hacerlo luego de hallarla en su sueño a la misma edad que ella contaba cuando yo la conocí.

El hombre a quien abrí la puerta de la alquilada casa de tránsito que he elegido para terminar mis días no era exactamente un desconocido. Había visto a Herschel Dalmases Landerman en dos de las varias ocasiones en que fui a Puerto Rico a encontrarme con su madre. Pero entonces era un chico callado y pequeño que me saludó en inglés con educada desconfianza, y desapareció muy rápido hacia otro cuarto y la pantalla de un televisor. Cuando, ya en Finis, le pregunté si se acordaba sonrió y me contestó que sí, un poco, aunque no de mi nombre ni de mi rostro. Su madre apenas recibía visitas en las casas que habitaron hasta la compra de Villa Sirena, incluso allí siguió viviendo prácticamente como una enclaustrada. Nunca le prohibió, sin embargo, que invitase a sus compañeros de escuela, pero estaba seguro de que en su fuero interno debió de agradecer que prefiriese hacerlo pocas veces, casi siempre cuando ella estaba de viaje, a la búsqueda, por mercadillos y haciendas devastadas, de las artesanías indígenas y los objetos y pinturas coloniales que constituyeron el éxito de su pequeña almoneda del viejo San Juan. Por eso recordaba la visita de un extranjero, había oído su voz desde el recibidor, y por un momento fantaseó con que al fin iba a conocer a su padre. Entonces era muy pequeño, recalcó, y cuando su madre los presentó,
nos
presentó, y escuchó otro nombre distinto al esperado, se desinteresó del viajero y lo olvidó enseguida. No recordaba una segunda visita.

Estrechó mi mano y vaciló un poco cuando le indiqué que pasara, y por un instante creí que era ella y no su hijo quien se apoyaba cabizbaja en el quicio de una puerta. Durante un segundo la ilusión fue completa y volví a verla, tiritando en el calor del verano de París, con el pelo claro arremolinado en sucias guedejas sobre la cara, y la oscura chaquetilla de punto que ocultaba la estrella reveladora de su origen abrochada de arriba abajo sobre el vestido de algodón.

Dijo que había dejado su maleta en la recepción de un hotel de la Gran Vía, y que había acudido directamente a mi piso sin ni siquiera molestarse en subir al cuarto reservado al azar minutos antes de tomar su vuelo, agradecía sobremanera mi hospitalidad y mi ofrecimiento de alojarlo, pero no deseaba abusar de mi tiempo ni imponerme su presencia, y lamentaba, desde luego, lo intempestivo de su llegada a una hora tan temprana, pero lo cierto es que no se había sentido capaz de meterse en una habitación anónima, y por ello, y tras rellenar a vuelapluma su ficha de huésped, se lanzó impulsivamente a la calle en pos de otro taxista al que darle mis señas.

Estaba agotado y grandes ojeras circundaban el brillo febril de sus ojos. Sonreí, le aseguré que mi tiempo estaba ya muy lejos de cualquier posibilidad de abuso, y lo recriminé por no quedarse en mi casa.

Ofrecí café, y aceptó con aire de alivio, siguiéndome hasta la cocina, donde se empeñó en ayudarme a disponer las bandejas, moviéndose nervioso a mi alrededor, sin duda contento de que esos gestos anodinos cobrasen la virtud de retrasar, cual tregua momentánea, el cara a cara de las palabras que abren enigmas de vidas muertas como esas llaves herrumbrosas, conservadas, luego del
herém
de 1492, año 5252 según nuestro calendario, durante siglos de éxodo y generación tras generación, por las familias sefardíes entre las que transcurrió mi infancia, podrían aún hoy abrir puertas de casas ya demolidas, u ocupadas por los descendientes de quienes aplaudieron las expulsiones o las acataron convirtiéndose. Le sorprendió mi vieja cafetera de cobre, hallada en uno de esos comercios de lustroso mostrador antiguo de la calle Toledo que me gusta frecuentar, al filo de mis caminatas de desocupado, y en los que inevitablemente me acuerdo de Ilse y de sus pericias de rastreadora empeñada en arrebatarle al triturador del tiempo aquellos objetos, vanos o valiosos, que usaron desconocidos de otras épocas, y le expliqué que en ciertas ocasiones me complace mucho desafiar a los médicos volviendo a abusar del espeso café a la turca, cuyo aroma es el de las tardes de mi niñez en Salónica, y del tabaco sin filtro. Imagino las caras de los amigos del Beth Israel de Nueva York, o la de la joven doctora que me atiende aquí al lado, en la consulta del ICI
,(ICI: Hospital madrileño de la
calle San Bernardo, situado frente a la antigua universidad.)
sus ceños de reconvención, y vuelvo tontamente a sentirme un muchacho rebelde. Un inquieto muchacho lleno de
posibilidades.
Un muchacho seducido por una esfera terráquea... De todos modos, disponía también de una cafetera eléctrica, si su estómago lo prefería a la americana... No, no, le daba igual, no debía de tomarme tantas molestias por su culpa.

Culpa. El término pareció flotar suspendido sobre nuestras cabezas, y rememoré la proximidad de una piel aterida bajo las sábanas ásperas de un motel, y el castañeteo de sus dientes diminutos. «Siempre tengo miedo, miedo, miedo. Miedo a su miedo por mí al darse cuenta de que pasan las horas y yo no vuelvo, miedo a que me estén aguardando todavía, ahora y siempre, y miedo, también, a que hayan desistido de hacerlo.» Aquella única noche que pasamos juntos yo la había abrazado después del amor, levemente conmovido, y algo irritado porque el cansancio me doblaba en dos, y me costaba mantener abiertos los ojos; le rogué que dejara de castigarse por males imaginarios, y la insté a descansar, pero callé mi propio asombro de superviviente, los rostros de muertos que invadían, entonces como ahora, los insomnios de tantas de mis noches, y la súplica inalcanzable de sus ojos desorbitados. «Tú sí que puedes entenderme», había susurrado al inicio de esa noche, en aquel restaurante caribeño de lujo, cuya carta redactada en un francés bien peculiar nos predispuso el ánimo y nos encaminó sin duda hacia ese desenlace imprevisto, pero al cabo tan previsible, de anónima cama de amantes de paso, y sus dedos que aferraban mi mano disponiéndose a encenderle el pitillo subieron hasta el tatuaje del antebrazo y se quedaron allá, demorándose largo rato sobre los números serigrafiados.

Indiqué a su hijo, que me observaba, bandeja en mano, con la expresión alerta de un estudiante aplicado esperando instrucciones, el camino hacia la sala, y al instalarnos frente a frente, tras los cristales del mirador, supe que la súbita tristeza que esa y algunas otras mañanas enfriaba mi cuerpo de viejo venía de la muchas veces arrinconada certidumbre de saberme el último de los míos. Ya no quedaba sobre la tierra ningún Miranda, ni tampoco ningún Molina de Escalante, de los de aquella ruidosa tribu de Salónica que en días festivos asaba corderos churruscados de ajos, aceite y tomillo, ensartándolos en largos espetones en los patios encalados de sus casas de nostalgia, y nos educó en su dulce español antiguo de romancero y
consesas,
haciéndonos prometer, casi desde las cunas, que nunca olvidaríamos el idioma, amorosamente preservado por ellos y sus ancestros, conque más pronto que tarde regresaríamos a nuestra amada Sefarad, puesto que, aseguraban entre melancólicos y triunfantes, ninguna ofensa queda sin reparar en esta vida, ni siquiera la de esa Luzbel de Castilla, de huesos que ya para siempre envenenan y enrancian hasta el aire de la capilla granadina donde yace su alma inquisidora, y memoria fatídica que alimenta cuentos de miedo y lumbre en el alma de niños y viejos. No quedaba nadie que pudiera atestiguar que yo, el hombre de las mil máscaras y muchas identidades, había tenido una infancia. Nadie de mi familia, de la casi aldea que hoy es barrio afuerino de una ciudad tumultuosa y crecida a destiempo, ninguno de los muchachos con quienes compartí baños de mar, y meriendas de pulpa machacada de aceitunas sobre panes ázimos pringosos de aceite, antes de marcharme, empujado por la dulcemente adusta y corpulenta Grete, con becas de estudio conseguidas por ella a ese «extranjero» que enardecía mi imaginación de entonces; tampoco aquella niña de trenzas rojas que bordaba bolillos con su abuela a la puerta de la botica paterna, que despertaba mis noches de muchacho que se levanta al alba porque es hijo de confiteros, y a quien una vez dediqué un críptico poemita sin firma que mi mano sudorosa deslizó bajo su cabás escolar de mimbre... Cuando aquel día de un verano de tinieblas abrí, lleno de inquietud, la puerta que alguien golpeaba histéricamente, del garaje de la calle Varenne, y me topé con el rictus de pánico y agotamiento de Ilse, pensé en esa niña pelirroja, Olivia Francisca Espinosa se llamó, que trastornaba mis desvelos de muchacho, y nunca he sabido la razón, pues no se parecían en nada. «Monsieur Miranda», jadeó ella, «por Dios, monsieur Miranda, ayúdeme». Ver esa chaquetilla abotonada hasta el cuello en pleno mes de julio del París de la Ocupación era más que suficiente, o a mí me valió, en esas circunstancias, tanto como cualquier contraseña; la invité a pasar, o más bien la conminé a ello tirándola de un brazo, y dudó un instante, como años después lo hizo en Madrid su hijo Herschel, con la cara demudada por
jet-lag
por algo más, porque siempre hay algo más, turbias u olvidadas experiencias capaces de avivarnos los instintos y el miedo a sufrir o a saber demasiado. Dudó igual que si temiese que tras la puerta entornada estuvieran esperándola una trampa, nuevos horrores, gendarmes con pistola,
camelots
de vuelta de algún mitin, o alemanes de caras rasuradas y comportamiento frío y eficiente, inmersos en la tarea de registrar el interior repleto de carcasas de automóviles, neumáticos desinflados y cajas de herramientas. Apenas cerré la puerta a nuestras espaldas se aferró a mí con furia de náufrago y los ojos en blanco: «¿sabe usted lo que está pasando, monsieur Miranda? Tiene que saberlo, es mucha gente la que hay
allí dentro,
acordonaron por sorpresa distritos enteros y nos detuvieron a todos los no naturalizados, decían que por "algo" había que empezar, que nosotros los extranjeros íbamos primero, que meses después nos seguirían los judíos franceses, a quién quieren engañar si se dice que antes hubo otra redada después de un atentado, y que se llevaron a gente notable, como al hermano del ex presidente Blum y hasta a diputados franceses en plan castigo, a nosotros nos subieron a unos autobuses y nos condujeron al
Vel d'Hiv,
no hay agua ni comida, y nadie sabe qué va a suceder, pero todos sospechamos lo peor», hablaba a borbotones, me contaba la
razzia
de días atrás, de la que yo, como mucha otra gente, ya tenía noticias y datos escalofriantes, y que momentánea y milagrosamente no nos concernió a los sefardíes de París, con acento extraviado y mirada alarmantemente fija...

Tardé un buen rato en comprender que se trataba de la hija de Arvid...

—Señor... señor Miranda... este piso... quiero decir, ¿es el mismo piso? ¿El que usaban ustedes para...?

La luz, de una lividez de otoño madrileño, clareaba sus ojos, y en ellos yo advertía la miope dulzura de los de su abuelo, cuando era un chico muy joven, y se inclinaba sobre mi pupitre de la biblioteca de románicas de la universidad berlinesa donde nos hicimos amigos en ese primer curso en que a ninguno nos sedujeron los discursos
Vandervogel,
y él me pedía con un murmullo que «por favor, Bas, me escribas, y me transcribas fonéticamente ese romance que ayer nos cantaste borracho en donde Meg la inglesa», o algo por el estilo, y entonces yo solía mandarlo al carajo, porque me gustaba aparentar que sólo me interesaban de veras las rubias, los textos más provocadores de la
avant-garde,
el cine y la política, y él no se impacientaba, sabedor de que en algún momento, entre resaca y resaca, acto y acto y chica y chica, yo volvería al encierro del estudio, y entre refunfuños enternecidos le copiaría, en mi fúnebre y limpio cuarto de pensión, alguno de los cantares de ciegos con que mi madre acostumbraba a dormirnos, a mis dos hermanas y a mí, hasta que empezaron a salimos unos pechos y una barba que al principio se negó a advertir, para no saberse definitivamente relegada al rango de «mujer de edad y gobierno» a quien comienzan a rondar, y al poco visitan, las casamenteras, a la hora del tentempié de rosquillas y vino dulce. En el brillo de sus pupilas yo recuperaba visiones de antaño, otras miradas asomándose a la mía. Distinguí a Ilse temblando bajo el ciego empuje de mi cuerpo, y olí el humo de cigarrillos americanos del cuarto donde me aseveró después y de nuevo, desnuda sobre la colcha desflecada, que nunca podría perdonarse el tamaño y el alcance de su abandono, el cuarto con chillona moqueta naranja donde yo tomé sus manos entre las mías y le grité que dejara de complacerse en una supuesta desdicha que no fue sino una inmensa suerte, chillándole también que todos ellos, empezando por ese tipo con cara de búho y vocación de santón laico que la engendró, y del que yo, qué diablos, estaba bien autorizado para hablar puesto que había sido su amigo y confidente, al menos al principio de mi vida y de la suya, se hubieran alegrado de su destino no humeante, hubieran aplaudido, entusiastas y sin reservas, la audacia y el instinto que la abocaron a sobrevivir y a llegar hasta ese día de hoy que ya es ayer.

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