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Authors: Juana Salabert

Velodromo De Invierno (7 page)

BOOK: Velodromo De Invierno
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Por qué estoy yo, con Escalona y Devidas, amigos que tampoco regresaron, un 6 de enero de 1942, en la sede parisiense de unas oficinas españolas de «import-export», de mobiliario de lujo que huele a mercado negro, y a «requisiciones» practicadas en pisos desertados por afortunados propietarios en fuga, delante de ese loco, y entusiasta fascista convencido, de Faustino Lagranja; di con él a través de viejos conocidos berlineses que despacharon mis peticiones de ayuda con un vago: «estamos en guerra, qué podríamos hacer nosotros ni por ti ni por los tuyos, a menos que le salgan bien las cosas a ese tipo, Lagranja, que es más nazi que ninguno, Pero que se interesa, en esos teóricos estudios suyos de antropólogo sin títulos de relevancia con los que importuna a todas horas a sus amigos alemanes, por la suerte que vais a correr vosotros, los sefardíes...». Era un hombre, descubrí casi antes de informarme sobre sus actividades, y de que acudiésemos a aquella cita ofensiva, que mataba la gandulería de sus jornadas al ritmo de una rutina de coñacs apurados codo a codo con
gesta-pistas
y maleantes diversos, y le soltaba sin preámbulos a todo tipo de interlocutores la fanfarria de unos discursos que apestaban a repugnante misericordia «imperial». Estoy, estamos los tres, en ese día de reyes de los católicos, escuchando, boquiabiertos y horrorizados, al tipo cirrótico que perecerá, un año más tarde, de resultas de un oscuro ajuste de cuentas (sin duda a manos de viejos traficantes de arte «degenerado» que no cobraron su soldada, o de esos delincuentes sacados sin amnistía de las cárceles marsellesas y elevados enseguida al rango de «soplones» de la chusma policial Reich-Vichy que alborotaban, merced a sus pases «Ausweise», las noches de la ocupación en los cabarets «amigos» y a las puertas de los cines donde se proyectaban documentales de Riefenstahl,
El judío Süss,
o
El peligro judío,
que tanto gustó a esa hiena de Lucien Rebatet), y negamos con las cabezas, incrédulos y llenos de asco ante sus «propuestas», sin ni siquiera haber tenido que consultárnoslas. Ya le ha insinuado, dice, algo del asunto que se trae entre manos a su amigo Sézille, el director del aberrante Instituto de Estudios Judíos, organizador de exposiciones, en su sede de la calle Boétie, de un antisemitismo barroco, y firmante, en
Je Suis
Partout,
de artículos que reclamaban «higiénicas y firmes medidas que nos libren de esa lacra judaico-cosmopolita pavoneándose por todas las calles de la patria», cierto que éste no le ha prestado mucha atención, que se lo ha sacudido de encima con esa impaciencia cortés de los gabachos, pero quien algo quiere... «Yo no madrugo para amanecer temprano», se burla de sus afanes refraneros un Escalona de repente pálido de furia, «no hemos atravesado cinco siglos de diáspora para renegar ahora. Justamente ahora».Pero es que, vuelve a insistimos, engolada pero también acobardadamente, si prosperasen sus «tesis»... esas locas disertaciones que ha enviado a diestro y siniestro por todos los ámbitos universitarios berlineses (y a mí se me encoge el estómago al oírle, y es que
no quiero pensar
en Klara Linen diciéndome: «sabes que al principio tenías fama de gigoló, decían que en primero de carrera, antes de meterte a
soviet y a
espartaquista
de las aulas solía ir a buscarte después de las clases una vieja estrafalaria, con ojos de drogada y un perrito chino en los brazos»; no quiero pensar en nada ni en nadie de «antes»), donde pretende demostrar, al filo de su prosa henchida y de una retórica disparatada, que los sefardíes no somos «racialmente judíos», sino las víctimas de un error histórico, el producto de un absurdo
empecinamiento religioso,
de esa trágica negativa
política
a reconocer la legitimidad del hijo del dios verdadero, a que en mala hora fueron inducidos nuestros ilusos antepasados por sus gerifaltes de entonces; «similares, señores míos, a quienes han estado a punto no hace ni un trienio, de no mediar la Falange y su Caudillo, de romper la sagrada unidad de la patria española con la creación de mil y un reinos de taifa donde ya no se hablase la lengua del Cid, sino la jerigonza alevosa y chequista de los ateos de Moscú, o ese catalán segador de tantas bienaventuranzas...». Él mismo, Eugenio Lagranja Montesinos, «el que ahora les habla a pecho descubierto», tenía el sagrado deber de convencernos, y de convencer a Sézille, y al mismísimo Hitler si «hace falta», de que nosotros, descendientes de nacidos en España, no teníamos «nada» que ver con esa odiosa turba judía «europea», venida de Dios sabía dónde, que en los últimos dos siglos se había dedicado a invadir por doquier universidades y fábricas, cámaras parlamentarias y consejos de administraciones de los bancos, cómo no nos dábamos cuenta, pero
«hombre,
si basta con fijarse un segundo en esas narices perfiladas de prestamistas, y en esa lujuria suya de pornógrafos recitadores del
Cantar de los cantares»,
él era más antisemita que nadie, que ninguno se llamase a engaño. Su libro de cabecera, «exceptuando a nuestros clásicos gloriosos», no era otro que el de los sagaces
Protocolos de los sabios de
Sión.
Aplaudía las medidas tomadas en ese sentido por el probo mariscal francés a instancias del fino salvador de Europa, cuya perspicacia visionaria sería muy pronto loada en los manuales de Historia, de la misma forma en que nuestra época se arrodillaba sin ambages -incluso enemigos seculares, como esa Inglaterra ducha en el arte de nombrar caballeros de su reino a corsarios de tres al cuarto a quienes mejor les hubiese caído el toisón corredizo de las horcas, se veían reducidos al silencio en lo tocante a esos episodios de una gloria sin ocasos- ante el genio estadista de Carlos V de Alemania y de España... Las aplaudía y aprobaba sin reservas, dijo, con entusiasmo de germanófilo temprano —¿cuándo cojones iba a decidirse España a intervenir en el «teatro europeo» sin mariconerías, a olvidar esos resabios supuestos de neutralidades que la encorsetaban en el poco glorioso papel de mero socio pusilánime?—, de íntimo de Serrano Suñer destinado, de momento, al mundo de los negocios, en patriótico detrimento de su auténtica naturaleza combativa... «No, caballeros, no, ustedes no han de pagar por una antigua traición a lo más auténtico y sagrado, obra única de la malicia y de la estulta maldad de ciertos de sus antepasados, eso sería como... como si dentro de cinco o de diez o de quince siglos alguien le acusase de seguir siendo "rojos" a los descendientes de quienes hoy se redimen en las cárceles de España del pecado nefando y reciente de sus crímenes al servicio de Moscú, de su estupidez analfabeta de seguidores de falsarios que regalaron el oro honrado de la patria a potencias ateas y enemigas de Dios, a nuevos y astutos Abravaneles...». Y enfatizaba la arrobada fatuidad de sus palabras con volátiles movimientos de manos sobre el escritorio Luis XV: «baso mi exhaustiva argumentación en datos científicos, he incluido en mi estudio análisis de grupos sanguíneos y hasta mediciones
craneales,
porque se trata de demostrar que ustedes, los sefarditas, no son exactamente... judíos, digo bien y muy alto, como lo son toda esta gentuza, del barón de Rothschild para abajo. Naturalmente ayudaría mucho a la cuestión, porque de momento no les oculto que ni los alemanes ni Sézille me han hecho todavía caso, un gesto de buena voluntad por su parte, unas cuantas conversiones que ya me encargaría yo de airear en la prensa». Qué hago, qué pinto yo allí, contagiándole una risa loca y furiosa a Devidas, que apenas logra articular un «y este
descubrimiento
tan sagaz es el regalo de la epifanía de usted, verdad, la sorpresa de su roscón cocido en el horno de sus caridades», ese gigantón que fue portuario en Salónica antes de emigrar a Francia huyendo de su fama de huelguista pendenciero llora, al igual que yo, de risa, sobre el sillón Louis-Philippe; el tipo nos observa, perplejo, está a punto de echarse a reír él también sin saber de qué cuando el puñetazo de Escalona sobre el «bureau» corta en seco la histeria de nuestras carcajadas
judías y
tensa su cuerpo de mastodonte. Por un segundo me anticipo al gesto de sus dedos velludos que se tienden ya hacia el auricular del teléfono mientras él oye, todos la oímos dentro del anómalo silencio del cuarto en que ha enmudecido hasta la radio lejana donde alguna secretaria sintonizaba, al llegar nosotros, una emisora de canciones alemanas, con absoluta y pavorosa nitidez, la voz de Gabriel Escalona gritándole: «¡Es usted un hijo de puta!» La mano se aparta, reticente, del aparato, Elias Devidas retrocede hacia la puerta como si empuñase una pistola sin balas y nosotros dos tiramos de Gabriel y lo arrastramos en volandas, lejos del tipo estupefacto que no se levanta de su trono Regencia y nos mira condolido, como desde una tristeza de payaso reducido a montar sus últimos números de alcoholizado a la puerta de los cafés, fuera del despacho con muebles y tapicerías llegados de la rapiña.

Y de pronto estoy, vuelvo a estar, andando muy deprisa por una acera de la calle Rívoli con el sudoroso Devidas casi corriendo a mi vera, y el pobre Gabriel Escalona, al que detendrán muy pronto, mucho antes de la redada que el 5 de noviembre del 42 despobló a París de sus habitantes griego-sefardíes, porque tiene una mancha de antojo en mitad de la cara y a los dermatólogos del Reich les interesan mucho ésa, y otras clases, de anomalías pigmentarias para sus experimentos de ignorantes, marcándonos los pasos fugitivos con una letanía de insultos en griego y en español. Vuelvo a estar, en el interior de una tasca de République, donde el vino es barato y el patrón, Jérôme Dassiou, fue asiduo asistente de los mítines a favor de la España republicana que se celebraban cada dos por tres en el
Vel d'Hiv,
y cotizante desde el principio del Socorro Rojo Internacional, y de los múltiples comités de ayuda que se formaron en contra de la no-intervención.
Ballon rouge,
Jérôme, digo sin escucharlo apenas, algo comenta acerca del traspaso de un garaje, acaba de aceptárselo a un antiguo vecino de Limoges que ha decidido esconderse o partir; «me da que a la
campagne,
y eso que no es judío como usted,
capitaine
Miranda, ni un
coco
como yo, pero su hijo fue de los que cruzaron el canal para irse tempranamente con De Gaulle, quién sabe si alguna de esas benditas bombas que nos tiran desde Le Havre hasta Marsella no las estará echando él, usted me entiende», pero yo no le otorgo mucha atención, estoy más atento al miedo de Gabriel, que ahora se arrepiente de su conato de ira e imagina represalias de todo tipo, desde reclusiones en el Drancy de nuestras pesadillas a la aterradora posibilidad de que a su familia le quiten la cartilla alimentaria, y se recuesta sobre la barra de zinc con expresión arrepentida.

«¿Pero ese tipo Lagranja hablaba de veras así, de un modo tan... ridículo...? en serio, no, no te creo, con razón mi madre te llama en su relato un nuevo Pimpinela», se reía, está riéndose aún a mi lado (porque a mi edad uno desdeña a conciencia las concordancias de la gramática y el discurrir de la lógica, y elige instalarse en un presente perpetuo donde todo, el ayer con su humeante cisco de años, y el levantarse de hace unas horas, y la visita al reumatólogo que se apuntó para el día de mañana, se mezcla en un magma de baba de tontos, y por eso yo puedo vadear el río cenagoso de mi tiempo y seguir teniendo conmigo al hijo de Ilse), a la salida del aeropuerto de Finis, Herschel Dalmases Landerman; confesó durante el vuelo que le aterraban esos pequeños aviones de hélice, y entonces lo distraje con esa tonta anécdota, rescatada al vuelo del miedo más, por fortuna, inconsecuente... Igual que las madres rescatan a sus niños de las pesadillas de brujos improvisándoles, por encima de cunas balancín en desorden, algún cuento feliz sobre divertidos duendes domésticos y un canturreo de estrofas del Rabbí Dom Sem Tob para adormecer pesares y acallar el presentir de la desgracia. «Claro que ese cretino de Lagranja, para quien no existía más escritor que Gabriele d'Annunzio ni otro escultor que Arno Brecker, hablaba así, todos ellos hablaban así, siguieron haciéndolo así durante generaciones, en las libretas escolares, y en los NODOS del cine donde su jefe supremo pescaba salmones, inauguraba pantanos y bendecía basílicas. Javier Dalmases odiaba esas voces de eunucos, esa oratoria tirana de cobardes, y también los dos nos partíamos de risa si las escuchábamos en algún televisor de bar, en uno de esos pueblos del interior a los que yo viajaba desde América al principio de los sesenta, para alquilar simples habitaciones encaladas, con tragaluces, aguamaniles y armarios gigantes, que alejasen de mí la realidad de esas costas invadidas por bloques de hormigón del "desarrollismo hotelero", a las que él iba a buscarme con nostalgia conspiradora de personaje de alguna película prohibida. Nos partíamos de la risa, pero las nuestras no eran carcajadas de alegría, sino de hartazgo y exasperación. Y en cuanto a esa locura acerca del carácter no "realmente" judío de los sefardíes... te diré que para mi asombro supe mucho después de la guerra que Lagranja no había sido el único en irle a los nazis, y al mismísimo Laval, con similares delirios. Hubo otro par de "profesores" franceses que hicieron ciertas visitas aquí y allá, prometiendo elaborar unos memorándums... a cambio de varios centenares de miles de francos. Otros dirigentes, como Arditti, Rodrigues, Ezrathi, y el doctor Modiano se negaron también, al igual que nosotros, a dejarse arrastrar por semejantes lodos.»

Faustino Lagranja está muerto ahora, y ya lo estaba para nosotros, que tenemos en el recuento de las pobres vanaglorias sobre las que nadie escribe el orgullo de haber rechazado tonterías conducentes a la peor claudicación propia, cuando, al entrechocar, en el bar de un Jérôme que cambiaba de negocio no del modo en que tantos miserables cambiaron de bandos, nuestros vasos de extranjeros que no las tenían todas consigo (cómo me insultaba yo para mis adentros por haber aceptado ese encuentro con un antisemita notable y sin interés para nuestra causa), dijo Devidas en francés, con acento asombrado: «pero cómo seguimos siendo para
ellos,
los conversos, digo, cómo nos siguen percibiendo ellos... si de nosotros sólo advierten la carroña de sus miserias y la suerte bien pensante de sus culpas, si no saben siquiera que
existimos,
por miedo a haber podido, vueltas de tuerca del azar de la historia de la que sólo conocen el alcance de sus castigos y el mérito de esa sumisión que heredaron, llegar a ser nosotros. Piensan en nosotros y los agosta el miedo. No sé si Lagranja, ese criminal, ese hijo de diablos, viene de conversos... sólo sé que se comporta como me contó mi madre que se portaron
ellos,
en abril y en mayo y en junio y en julio de 1492, sólo sé que ese mierda nos ha pedido, en el fondo, que nos volvamos como él, que nos convirtamos en él. No en hijos del "hijo" de su dios, crucificado, como fueron crucificados otros cientos de rebeldes de los que nadie habla, en esa época. Quiere que nos volvamos él para ahorrarle la vergüenza y la indignidad. Que de nuevo le pidamos perdón, hijo de perra, mala corriente lo arrastre. Eso quiere, que nos arrodillemos como renegados, Para que sus muertos duerman al fin tranquilos en sus tumbas después de cinco siglos». «No te nos pongas bachiller», lo recriminé, sintiendo cómo de nuevo me sacudía la risa, «nadie va a rezarles
selilah
a sus difuntos por lo que hicieron... Como dijo Escalona, aquí le hacemos todos ascos a su roscón de mierda, quién quiere parecerse a esos vendidos de la UGIF, allá se pudran en sus despachos de la maldita calle Bienfaisance».

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