Como ésa era obviamente la primera preocupación de Gareth, el muchacho explotó.
—¡Ésa no es la razón! Creo que habéis vivido como un lobo durante tanto tiempo que ya no confiáis en nada. No voy a andar por los bosques toda la noche sólo porque…
—De acuerdo —dijo Aversin, amargamente—. Entonces por mí puedes quedarte aquí, mierda.
—¡De acuerdo! ¡Adelante, abandonadme! ¿Vais a dispararme si trato de seguiros y escucháis crujir los matorrales?
—Tal vez.
—¡John! —La voz fría, grave de Jenny cortó las próximas palabras—. ¿Cuánto más podemos viajar sin luces de algún tipo? Las nubes vuelven. No va a llover pero no podrás ver ni a un metro de distancia en dos horas.
—
Tú
podrías —señaló. Él también sentía, pensó ella, esa sensación creciente que había empezado allá lejos atrás, en el camino; el sentimiento inquietante de que lo vigilaban.
—Sí —aceptó ella con tranquilidad—. Pero no tengo tu experiencia en los bosques. Y conozco esta parte del camino…, no hay ningún lugar mejor adelante. A mí tampoco me gusta esto, pero no estoy segura de que quedarnos aquí no sea más seguro que mostrar nuestra posición viajando con luces, incluso una luz mágica muy leve. Y hasta eso podría no mostrarnos las señales de peligro.
John miró a su alrededor en los bosques oscuros, ahora visibles apenas en la penumbra fría. El viento movía las ramas desnudas que se entrelazaban sobre sus cabezas, y en algún lugar frente a ellos en el claro, Jenny oía el murmullo de los helechos y la voz rápida del arroyo alimentado por la lluvia. Ninguna señal de peligro, pensó ella. ¿Por qué entonces inconscientemente miraba con su visión periférica…? ¿Por qué este prepararse todo el tiempo para escapar?
Aversin dijo con calma.
—Es demasiado bueno.
Gareth estalló:
—Primero no os gusta y luego decís que es demasiado bueno…
—De todas maneras, conocen todos los sitios para acampar —replicó Jenny con suavidad por encima de las palabras de Gar. Furioso, Gareth escupió:
—¿Quiénes?
—Los Meewinks, estúpido —ladró John en respuesta.
Gareth levantó las manos.
—Ah, bueno ¿Queréis decir que no os atrevéis a acampar aquí porque tenéis miedo de que un viejecito y una viejecita os ataquen?
—Y otros cincuenta de sus amigos, sí —replicó John—. Y una sola palabra más, héroe, y vas a ver cómo te estampo contra un árbol.
Fuera de sus casillas, Gareth le contestó con rabia:
—¡De acuerdo! ¡Probad lo listo que sois golpeando a alguien que no está de acuerdo con vos! Si tenéis miedo de que os ataquen una tropa de septuagenarios de sólo metro veinte…
Nunca vio moverse a Aversin. El Vencedor de Dragones tal vez no tenía el aspecto de un héroe, pensó Jenny, pero ciertamente sí los reflejos de uno. Gareth jadeó cuando una capa y un jubón lo levantaron del suelo y Jenny se acercó para asir el brazo agudo y poderoso. Con una suavidad tan definitiva como el paso de un asesino, dijo:
—¡Cállate! Y déjalo ir.
—¿No hay ningún acantilado a mano? —Pero ella sintió como el momento de rabia de John iba pasando. Después de una pausa el Vencedor de Dragones empujó, casi arrojó a Gareth, alejándolo de sí—. De acuerdo. —Detrás de su rabia, parecía avergonzado—. Gracias a nuestro héroe, ahora es demasiado tarde para seguir adelante. Jen, ¿puedes hacer algo con este lugar? ¿Encantarlo?
Jenny lo pensó durante un segundo, tratando de analizar su miedo.
—No contra los Meewinks, no —replicó al fin. Y agregó, con acidez—: Seguramente os han rastreado por vuestras voces, caballeros.
—No he sido yo el que…
—No he preguntado quién ha sido. —Tomó las riendas de los caballos y las mulas y los llevó hacia el claro, ansiosa por formar el campamento y rodearlo con los hechizos de guarda antes de que se los viera desde fuera. Gareth, un poco avergonzado por su estallido, la siguió cabizbajo, mirando el claro a su alrededor.
Con la voz del que trata de hacer olvidar algo con el método de comportarse como si nunca hubiera habido un desacuerdo, preguntó:
—¿Esta hondonada es buena para el fuego?
La irritación crujió en la voz de Aversin.
—Nada de fuego. Esta noche tenemos un campamento frío…, y tú harás la primera guardia, héroe.
Gareth resopló, protestando por ese cambio arbitrario. Desde que habían dejado el fuerte, Gareth siempre había hecho la última guardia, la guardia del amanecer, porque al final de un día entero sobre el caballo, lo único que quería hacer era acostarse y dormir; Jenny siempre había hecho la segunda y John, habituado a las costumbres de los lobos que cazan al comienzo de la noche, la primera. El muchacho empezó a decir algo.
—Pero yo… —Y Jenny se dio media vuelta para mirarlos a los dos en la penumbra sombría.
—Si cualquiera de los dos dice una sola palabra más, lo dejaré mudo con un hechizo.
John se sometió enseguida. Gareth empezó a hablar de nuevo, luego lo pensó mejor. Jenny sacó la soga de seguridad del lomo de la mula Clivy y la colgó de un árbol joven. A medias para sí misma, agregó:
—Aunque Dios sabe que eso no podría haceros más estúpidos de lo que ya sois.
Durante toda la cena frugal de carne seca, pasta de grano fría y manzanas, Gareth guardó un silencio ostentoso. Jenny casi no lo notó y John, al verla preocupada, apenas le habló porque no quería molestar su concentración. Ella no estaba segura de cuánto peligro sentía en los bosques que los rodeaban…, no estaba segura de cuánto de lo que sentía era parte de su propio cansancio. Pero puso toda su concentración, todas sus habilidades en el círculo encantado que había formado alrededor del campamento esa noche; hechizos de guardia que harían que su campamento no pudiera verse desde el exterior, que harían desviar el ojo de cualquiera que no estuviera dentro del círculo mismo. No ayudarían mucho contra los Meewinks, que sabrían dónde estaba el claro, pero tal vez les conseguiría un retraso para obtener algo de tiempo. A éstos, agregó hechizos contra otros peligros, hechizos que le había enseñado Caerdinn contra los diablos vampiros y los Murmuradores que vagaban por los bosques de Wyr, hechizos de cuya eficacia dudaba en privado porque sabía que a veces fallaban, pero los mejores, los únicos que conocía por ella misma o por boca de cualquier otra persona a la que hubiera hablado.
Sospechaba hacía ya mucho que los Linajes de magia estaban desapareciendo y que cada generación tenía un poco menos de la enseñanza de la magia que había llegado desde los tiempos antiguos, los tiempos anteriores a la unificación de todo el oeste bajo el gobierno del Reino de Belmarie y bajo la adoración brillante de los Doce Dioses. Caerdinn había sido uno de los más grandes del Linaje de Herne, pero cuando ella lo conoció a los catorce años, ya estaba muy viejo, débil y un poco loco. Le había enseñado, le había entrenado en los secretos del Linaje, pasados de maestro a discípulo durante una docena de generaciones. Pero desde su muerte, había descubierto dos casos en los que el conocimiento de su maestro era erróneo y había oído hechizos de los parientes del Linaje, los discípulos de los discípulos del maestro de Caerdinn, Spaeth Guardián del Cielo, que Caerdinn no se había preocupado en enseñarle o que tal vez ni siquiera conocía.
Esa noche durmió inquieta, con el cuerpo exhausto y preocupada por formas extrañas que parecían colarse hacia adentro de las grietas de sus sueños. Se sentía capaz de oír el murmullo y el silbido de los diablos vampiros mientras pasaban de árbol en árbol en los bosques pantanosos a través del arroyo y luego, por debajo de las ramas, el suspiro suave de los Murmuradores en la oscuridad al otro lado de la barrera de hechizos. Por dos veces, se arrancó con dolor de la oscuridad del sueño que quería absorberla, presintiendo un peligro, pero las dos veces vio sólo a Gareth sentado contra una pila de paquetes, cabeceando en la oscuridad neblinosa.
La tercera vez que se despertó, Gareth no estaba.
Lo que le había despertado era un sueño; el sueño de una mujer de pie, escondida entre los árboles. Tenía un velo, como las mujeres del sur; la puntilla del velo era como una manta de flores esparcida sobre sus rizos oscuros. Su risa suave sonaba como campanillas de plata, pero había una nota áspera en ella, como si no riera nunca a no ser que sintiera el placer de haber ganado algo. Extendía unas manos delgadas, pequeñas, y murmuraba el nombre de Gareth.
Las hojas y la suciedad estaban pisoteadas en el sitio en que el muchacho había cruzado las líneas temblorosas de los círculos de protección. Jenny se sentó, sacudiendo la mata gruesa de su cabello y tocó a John para despertarlo. Conjuró la luz mágica y la luz iluminó el campamento quieto, silencioso y brilló en los ojos de los caballos despiertos. La voz del arroyo se oía en el silencio.
Como John, Jenny había dormido sin desvestirse. Estiró la mano hacia su chaqueta de piel de oveja, la capa, las botas y el cinturón que yacían en un bulto a un lado de las mantas, sacó de su bolsillo el pequeño cristal adivinatorio y lo puso contra la luz mágica mientras John empezaba a ponerse las botas y el jubón de piel de lobo sin decir una sola palabra.
De los cuatro elementos, la tierra de lectura y adivinación, es decir, el cristal, era el más fácil y el más exacto, aunque antes había que hechizar el cristal. El fuego no necesitaba preparación alguna, pero mostraba lo que quería, no lo que uno estaba buscando; el agua podía mostrar tanto el futuro como el pasado, pero era una notoria mentirosa. Sólo los más grandes magos podían leer el viento.
El corazón del cristal de Caerdinn estaba oscuro. Ella aquietó sus miedos por la seguridad de Gareth, calmó su mente mientras invocaba las imágenes; éstas brillaron sobre las facetas, como si estuvieran reflejadas desde otro sitio. Vio una habitación de piedra, muy, muy pequeña, con la arquitectura de un lugar medio hundido en el suelo; los únicos muebles eran una cama y una especie de mesa formada por un bloque de piedra que se proyectaba desde la pared misma. Había una capa mojada sobre la mesa, con un charco de agua a medio secar a su alrededor…, malezas del pantano se aferraban a ella como gusanos oscuros, al lado había una espada larga muy enjoyada y sobre la capa, un par de anteojos. Los lentes redondos reflejaron las chispas de la luz amarilla y grasienta de la lámpara cuando se abrió la puerta.
Alguien en el corredor tenía la lámpara en alto. La luz mostraba formas pequeñas, encorvadas, amontonadas en el vestíbulo más allá. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, tal vez unos cuarenta, con caras blancas, caídas, llenas de verrugas y ojos redondos como los de los peces. Los primeros eran el viejo y la vieja, los Meewinks que John casi había matado esta tarde.
El viejo tenía una cuerda; la mujer, un gran cuchillo de carnicero.
La casa de los Meewinks estaba donde la tierra era baja, sobre una loma por encima de un lodazal sobre cuya superficie proyectaban sus sombras los árboles podridos como cadáveres en descomposición. Chata y cuadrada, era más grande de lo que parecía, detrás de ella las paredes mostraban un ala medio enterrada. A pesar del frío, el aire era fétido por el olor del pescado podrido y Jenny apretó con fuerza los dientes contra una sensación de náusea que la dominó al ver el lugar. Odiaba a los Meewinks desde que sabía lo que eran.
John se deslizó del lomo del moteado caballo de guerra, Osprey, y ató la rienda de Martillo de Batalla sobre la rama de un árbol joven. Tenía la cara tensa con una mezcla de odio y asco bajo la oscuridad lluviosa. Dos veces ya, familias de Meewinks habían tratado de instalarse cerca de Fuerte Alyn; las dos veces, apenas lo supo, John había reunido la poca milicia que tenía y había quemado sus casas para ahuyentarlos. Había matado a algunos en cada ocasión, pero no tenía hombres suficientes como para perseguirlos a través de las tierras salvajes y erradicarlos por completo. Jenny sabía que todavía tenía pesadillas sobre lo que había encontrado en sus bodegas.
Él murmuró:
—Escucha. —Y Jenny asintió. Desde la casa, podía oírse un leve rumor de voces, ensordecidas como si estuvieran casi bajo tierra, agudas y plañideras como el ladrido de las bestias. Jenny deslizó su alabarda del pomo de la montura de Luna y murmuró algo a los tres caballos para que guardaran silencio. Extendió sobre ellos los hechizos de guardia, para que el ojo fortuito no los viera, o pensara que eran otra cosa: un matorral de avellano, o la sombra extraña de un árbol. Esos mismos hechizos eran los que habían impedido que Gareth encontrara de nuevo el camino al campamento una vez que un Murmurador lo había apartado de él, y Jenny lo sabía.
John puso sus anteojos en un bolsillo interno.
—Correcto —murmuró—. Tú saca a Gar…, yo os cubriré a los dos.
Jenny asintió, fría por dentro, como cuando vaciaba su mente para hacer magia más allá de sus poderes; se endureció para lo que sabía que venía. Cuando cruzaron el patio sucio y el griterío extraño y sordo en la casa se hizo más fuerte, John la besó y se volvió para hundir su bota en la puertecita de la casa.
Pasaron por la puerta como bandidos que entran a robar en el infierno. Un olor caliente, húmedo golpeó a Jenny en la cara cuando atravesó el umbral tras los talones de John, el hedor fétido de la suciedad en que vivían los Meewinks y del pescado podrido que comían. Sobre todo, el aroma agudo, brillante como el de la sangre recién derramada. El ruido era un
pandemónium
de gritos plañideros; después de la oscuridad de afuera, hasta el brillo humeante del fuego en el hogar, desproporcionadamente grande, parecía cegador. Muchos cuerpos se unían como en un enjambre en una multitud alrededor de la pequeña puerta que quedaba del otro lado de la habitación; de vez en cuando el fulgor agudo de la luz brillaba sobre los cuchillos que empuñaban casi todas esas manos pequeñas.
Gareth estaba apoyado contra la puerta en medio de la multitud. Evidentemente había peleado para llegar hasta allí pero sabía que si bajaba al espacio abierto de la gran habitación, lo rodearían. Tenía el brazo izquierdo envuelto con colchas manchadas y sucias a modo de escudo protector, en la mano derecha tenía el cinturón y usaba la hebilla para golpear las caras de los Meewinks a su alrededor. Tenía el rostro cubierto de la sangre de los mordiscos y las cuchilladas…; mezclada con sudor, corría hacia abajo y le manchaba de carmesí la camisa como si le hubieran cortado el cuello. Los ojos grises y desnudos estaban abiertos en una mirada inundada de ese horror nauseabundo de las pesadillas.