—Has dicho que sería un mal invierno, amor. Me parece que uno de nosotros dos debería estar aquí.
Tenía razón y ella lo sabía. Hasta el pelo de sus gatos era más espeso ese otoño. Hacía un mes se había preocupado al ver cómo se iban los pájaros, temprano y con rapidez, ansiosos por estar lejos. Las señales hablaban de hambre y aguanieve, y después, vendrían los ataques de los bárbaros desde el mar del norte, atenazado de hielo.
Y sin embargo…, sin embargo… ¿Era ésa la debilidad de una mujer que no quiere que la separen del hombre que ama, o era algo más? Caerdinn habría dicho que el amor confundía los instintos de un mago.
—Creo que debo ir contigo.
—¿Crees que no puedo arreglármelas con el dragón yo solo? —Su voz estaba llena de indignación fingida.
—Sí —dijo Jenny con sinceridad y sintió que las costillas de él vibraban de risa—. No sé en qué circunstancias te vas a enfrentar con él —continuó—. Y hay más.
La voz de él sonó pensativa pero no sorprendida en la oscuridad.
—A ti también te da esa impresión, ¿verdad?
Había algo que la gente tendía a pasar por alto con respecto a John. Detrás de su fachada de bárbaro amistoso, detrás de su fascinación frívola por el conocimiento popular, las canciones de las abuelas y el modo en que se fabricaban los relojes, había una mente ágil y una sensibilidad casi femenina ante los matices de las situaciones y su relación. No se le escapaba nada.
—Nuestro héroe habló de rebelión y de traición en el sur —dijo ella—. El dragón arruinará la cosecha y la situación empeorará cuando suba el precio del pan. Creo que necesitas a alguien en quien puedas confiar.
—Yo también lo he pensado —replicó él con suavidad—. Pero, ¿qué te hace pensar que no pueda confiar en Gar? Dudo que me traicione porque la mercancía no era corno decía la propaganda.
Jenny rodó sobre sus codos y el cabello negro cayó como un torrente sobre su pecho.
—No —dijo con lentitud, y trató de poner el dedo en lo que le molestaba del ansioso muchacho flaco que había rescatado en las ruinas de la vieja ciudad. Finalmente, dijo—: Mi instinto me dice que en el fondo podemos confiar en él. Pero está mintiendo con respecto a algo. No sé qué. Creo que debería ir contigo al sur.
John sonrió y la apretó contra él de nuevo.
—La última vez que fui en contra de tus instintos, después lo lamenté —dijo—. Me siento desgarrado porque puedo oler que habrá peligro aquí este invierno.
Pero creo que tienes razón. No entiendo por qué el rey dio su palabra y su sello a alguien como nuestro joven héroe, que por lo que parece nunca ha hecho otra cosa excepto coleccionar baladas, y no a un guerrero renombrado. Pero si el rey dio su palabra para ayudarnos, entonces sería un tonto si no aceptara la posibilidad de dar la mía. El hecho mismo de que sólo estemos nosotros dos, Jen, demuestra lo cerca de la oscuridad que está esta tierra. Además —agregó con la voz preocupada de pronto—, tienes que venir.
Con la cabeza concentrada en sus malos presentimientos, en imágenes amenazadoras sin nombre, Jenny se volvió con rapidez.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Necesitamos a alguien que cocine.
Con la agilidad de un gato, Jenny trepó sobre él y lo ahogó con la almohada mientras reía. Pelearon, riendo, y la lucha se transformó en sexo. Más tarde, agradablemente extenuados, ella murmuró:
—Me haces reír en los momentos más extraños.
Él la besó y se durmió, pero Jenny no pasó de las fronteras inquietas del duermevela. Se vio de nuevo de pie sobre el borde del barranco, con el calor que venía de abajo golpeándole el rostro, el veneno ardiendo en sus pulmones. En los vapores que corrían más abajo, la gran forma todavía se movía, levantando las alas desgarradas o tratando de atacar con los muñones de sus patas delanteras a la pequeña figura que se apretaba como un pájaro carpintero exhausto sobre su cuello, con un hacha en las manos llenas de ampollas. Vio que John se movía mecánicamente, medio asfixiado por los humos y débil por la pérdida de sangre que brillaba pegajosa en la armadura. El pequeño arroyo del barranco iba lleno y rojo por la sangre del dragón; pedazos de carne lo obstruían; las piedras estaban negras por el fuego. El dragón seguía levantando la cabeza húmeda y tratando de morder a John; hasta en su sueño, Jenny sentía vibrar el aire con una música que quedaba más allá de su mente y de sus oídos.
La canción se hizo más fuerte y su sueño más profundo. Vio de nuevo contra la oscuridad de un cielo de terciopelo el disco ardiente y blanco de una luna llena, su propio presagio de poder, y frente a ella, el brillo sedoso y plateado de unas alas membranosas.
Se despertó a altas horas de la noche. La lluvia golpeaba contra las paredes del fuerte, un torrente furioso en la oscuridad. Junto a ella dormía John, y vio en la negrura lo que había notado esa mañana a la luz del día: que a pesar de sus treinta y cuatro años, las canas ya asomaban en su rizado cabello castaño.
Un pensamiento cruzó su mente. Lo rechazó con firmeza y con la misma firmeza volvió. No era un pensamiento diurno, sino el murmullo que viene sólo en las horas oscuras, después de sueños inquietos. No seas tonta, se dijo a sí misma; cada vez que lo has hecho, te has arrepentido.
Pero la idea, la tentación, no quería desaparecer.
Finalmente se levantó con cuidado para no despertar al hombre que dormía junto a ella. Se envolvió en la vieja bata a cuadros de John y salió del dormitorio. El suelo gastado parecía hielo suave bajo sus pies pequeños y desnudos.
El estudio estaba aún más oscuro que el dormitorio, el fuego no era más que una línea brillante de color rosado sobre un banco de nieve de ceniza. La sombra pasó como la mano de un fantasma sobre la forma curvada del arpa y tembló en una astilla de brillo leve sobre el borde de la flauta. Al final del estudio, Jenny levantó una pesada cortina y pasó a una pequeña habitación, casi un nicho en la pared gruesa del fuerte. No mucho más ancha que su ventana, de día era fresca y luminosa, pero ahora el vidrio pesado como el ojo de un buey estaba negro como la tinta y la luz de magia que convocó sobre su cabeza brilló fría sobre la lluvia torrencial del exterior.
El fulgor fosforescente de la habitación trazó la forma de una mesa angosta y tres pequeños estantes. Sostenían cosas que habían pertenecido a la madre de John, esa hechicera de ojos fríos, o a Caerdinn. Cosas simples: unos cuencos, una raíz de forma extraña, unos pocos cristales como fragmentos de estrellas rotas enviados allí para su reparación. Jenny se reajustó la bata y sacó un cuenco de cerámica de su sitio, era tan viejo que los dibujos que alguna vez adornaron su superficie habían desaparecido hacía ya mucho bajo las manos de los magos. Lo hundió en el recipiente de piedra con agua que había en un rincón y lo colocó sobre la mesa. Luego, acercó una silla alta, de patas delgadas.
Se quedó un rato sentada allí mirando el agua. Reflejos de fuego bailaban en la superficie negra; a medida que acompasaba su respiración Jenny se hizo consciente de cada sonido desde el rugido de las ráfagas de lluvia contra las paredes de la torre, hasta la gota más pequeña en los aleros. El mantel gastado era como el vidrio frío entre sus dedos; sentía el aliento frío contra sus propios labios. Durante unos momentos, fue consciente de los pequeños movimientos y burbujas en el reflejo de la superficie interna del cuenco; luego se hundió más, mirando los colores que parecían girar en las profundidades infinitas. Parecía moverse hacia la oscuridad absoluta, y el agua era como tinta, opaca; no le daba nada.
Una niebla gris giró en las profundidades, luego se aclaró como si el viento se la hubiera llevado y Jenny vio la oscuridad en un lugar vasto, tocada por los puntos estrellados de la luz de las velas. Un lugar abierto de piedras negras yacía frente a ella, suave como agua estancada; había un bosque alrededor, no de árboles, sino de columnas de piedra. Algunas eran delgadas como la seda, otras más gruesas que el más viejo de los robles, y sobre ellas se amacaban las sombras de los bailarines sobre una pista abierta. Aunque la imagen era silenciosa, ella podía sentir el ritmo que seguían arriba, gnomos, los brazos largos rozando el suelo al agacharse; las enormes melenas rubias atrapaban los rayos de la luz del fuego como una puesta de sol vista a través de una cortina de humo. Bailaban alrededor de un altar de piedra deforme las lentas danzas prohibidas a los ojos de los hijos de los hombres.
El sueño cambió. Jenny vio una desolación de ruinas quebradas y chamuscadas bajo el flanco oscuro de una montaña cubierta de árboles. El cielo de la noche se arqueaba sobre ella, sin viento y tan hermoso que el corazón le dolía al verlo. La luna de cera era como una moneda brillante; su luz tocaba con fríos dedos blancos el suelo roto de la plaza vacía bajo la colina donde Jenny estaba de pie, mirando los huesos abandonados que humeaban en lagunas de barro caliente. Algo brilló un segundo en la sombra aterciopelada de la montaña y Jenny vio al dragón. La luz de las estrellas refulgía como el aceite sobre los flancos negros, delgados; el largo de esas alas enormes se extendió un momento como los brazos de un esqueleto para abrazar el rostro duro de la luna. La música parecía vagar en la noche, una hilera de notas como una tonada truncada, y por un instante el corazón de Jenny saltó hacia esa belleza peligrosa, callada, quieta, solitaria y llena de gracia en la magia secreta de su vuelo silencioso.
Entonces, vio otra escena a la luz baja de un fuego que moría. Le pareció que era el mismo lugar, sobre una colina mirando la desolación de la ciudad destruida frente a las puertas de la Gruta. Era el momento frío en que baja la marea, unas horas antes del amanecer. John estaba junto al fuego, y la sangre negra le brotaba de las grietas desgarradas de la armadura. La cara era una masa de heridas bajo una capa de suciedad y sudor; estaba solo y el fuego se estaba apagando. Su luz brilló con un resto de rojo en los eslabones rotos de su cota de malla y relampagueó sobre la palma abierta y sucia de una mano llagada. El fuego murió, y por un momento sólo la luz de las estrellas brilló sobre el charco de sangre y delineó la forma de su nariz y sus labios contra la oscuridad.
Jenny estaba de nuevo bajo tierra, en el lugar en que habían bailado los gnomos. Ahora estaba vacío, pero los silenciosos huecos y subterráneos parecían llenos de un murmullo, un sonido sin forma, como si la piedra del altar susurrara para sí misma en la oscuridad.
Luego, vio sólo las pequeñas grietas en el barniz del cuenco, y la superficie oscura y aceitosa del agua. La luz de la magia había desaparecido hacía ya mucho y ahora le dolía la cabeza como siempre que le pedía demasiado a su poder. Sentía el cuerpo frío hasta los huesos, pero sabía que por un tiempo estaría demasiado cansada para moverse. Miró frente a ella a la oscuridad, escuchando el repiqueteo firme de la lluvia que le lastimaba el alma y deseó no haber hecho lo que acababa de hacer.
Toda adivinación es arriesgada, se dijo, y el agua es la más peligrosa de todas. No había razón para creer que lo que había visto pasaría realmente.
Se lo repitió una y otra vez, pero no le ayudó. Un rato después, bajó la cabeza, la apoyó sobre las manos y lloró.
Partieron dos días después y cabalgaron hacia el sur a través de un remolino de viento y agua.
En tiempos de los reyes, el Gran Camino del Norte se había extendido desde Bel misma hacia el norte como una serpiente de piedra gris, a través del valle del río Salvaje y de las tierras de granjas y bosques de Wyr, uniendo la capital sureña con la frontera norte y protegiendo las minas de plata de Tralchet. Pero las minas se agotaron y los reyes empezaron a discutir con sus hermanos y primos por el poder en el sur. Las tropas que guardaban los fuertes de las Tierras de Invierno se replegaron…, temporalmente, decían, para unirse a las fuerzas de uno u otro de los rivales. Nunca regresaron. La serpiente gris de piedra se estaba desintegrando lentamente, como una piel vieja de víbora; los hombres habían quebrado sus piedras para fortalecer las paredes de las casas y protegerlas de los ataques de bandidos y bárbaros; sus zanjas estaban ahogadas bajo décadas de basura y hasta sus cimientos, rotos por la presión de las raíces de los árboles de la selva de Wyr. Las Tierras de Invierno la habían destruido como destruían todo.
Viajar hacia el sur sobre lo que quedaba del camino era lento, porque con las tormentas de otoño los riachuelos del hielo de las colinas crecían hasta convertirse en torrentes de dientes blancos y las hondonadas llenas de árboles quedaban reducidas a pantanos húmedos, sin nombre. Bajo la fuerza del viento, Gareth ya no podía insistir con la idea de que el barco que lo había traído al norte todavía los estaría esperando en Eldsbouch para llevarlos al sur con relativa comodidad y rapidez, pero Jenny sospechaba que todavía sentía en su corazón que así debería haber sido y la culpaba a ella de lo que había pasado, sin lógica alguna.
Cabalgaron en silencio la mayor parte del tiempo. A veces, cuando se detenían, cosa que hacían con frecuencia para que John explorara las rocas caídas o los nudos espesos de bosques que quedaban por delante, Jenny miraba al muchacho y lo veía observar a su alrededor, en una especie de dolor asombrado, la desolación por la que cabalgaban: los vallecitos desiertos con sus líneas de muros rotos llenos de brotes y plantas; las viejas piedras que marcaban los límites, deformes y como derretidas, igual que los muñecos de nieve en primavera; y los pantanos malolientes o los altos peñascos desnudos con sus pocos árboles retorcidos, bolas gigantes de muérdago que colgaban misteriosamente de sus ramas desnudas contra un cielo triste. Era una tierra que ya no recordaba la ley ni la prosperidad de la vida ordenada que viene con ésta, y a veces Jenny lo veía luchar con la comprensión de lo que John quería comprar con su vida.
Pero por lo general, era obvio que Gareth se sentía molesto cuando se detenían.
—Nunca llegaremos a este ritmo —se quejó cuando John salió de detrás de una grisácea maraña de brezos secos que cubría los flancos bajos de un promontorio que ocultaba el camino. Antes había habido allí una torre de observación, pero ahora se reducía a un círculo de ruinas carcomidas sobre la cima de la colina. John había trepado la cuesta para inspeccionarla y ver el camino más adelante y ahora se sacudía el barro y la humedad de la capa—. Hace veinte días que vino el dragón —agregó Gareth con resentimiento—. Puede haber pasado cualquier cosa.