—Mi más profunda gratitud —dijo, e hizo una elegante reverencia del tipo Cisne Moribundo, que ella no había visto en las Tierras de Invierno desde que los nobles reyes partieron siguiendo a los ejércitos reales en su retirada—. Soy Gareth de Magloshaldon, un viajero errante en estas tierras y deseo extenderos mis humildes expresiones de…
Jenny meneó la cabeza y lo hizo callar con una mano levantada.
—Esperad aquí. —Y se alejó.
El muchacho la siguió, curioso.
El primer bandido que la había atacado todavía yacía en el barro arcilloso del camino. La sangre había convertido el barro en un montón de ranuras rojas, salpicado de entrañas desgarradas; el olor era terrible. El hombre todavía gruñía débilmente. Contra la palidez mate de la mañana neblinosa, el rojo escarlata de la sangre parecía horrendamente brillante.
Jenny suspiró: de pronto se sentía fría y cansada y sucia, viendo lo que había hecho y sabiendo lo que todavía tenía que hacer. Se arrodilló junto al hombre moribundo y recogió de nuevo a su alrededor la quietud de su magia. Se dio cuenta de que llegaba Gareth, las botas vadeando con ruido a través de la enredadera mojada de rocío con un ritmo rápido que se quebró cuando tropezó sobre su espada. De repente se sintió furiosa; él era quien había provocado todo eso. Sin ese grito, ella y el pobre y vicioso bruto moribundo habrían seguido cada uno su camino…
Y sin duda el hombre habría matado a Gareth después de que ella se hubiera marchado. Y también a otros viajeros.
Hacía mucho que había dejado de intentar separar el mal del bien, el
debe
presente del
si
condicional futuro. Si había un esquema, un orden en todas las cosas, ya había dejado de pensar que era lo suficientemente simple como para que ella pudiera entenderlo. Y sin embargo, sentía su alma sucia mientras ponía las manos sobre las sienes grasientas, pegajosas del moribundo y trazaba las runas correctas mientras murmuraba los hechizos de muerte. Notó cómo la vida se iba de ese cuerpo y su boca se llenó de la bilis del desprecio y el odio hacia sí misma.
Detrás de ella, Gareth murmuró:
—Vos…, él…, está muerto.
Ella se puso de pie, mientras se sacudía el polvo de las faldas.
—No podía dejarlo para los zorros y las comadrejas —replicó, mientras empezaba a alejarse. Oía ya a los pequeños animales de carroña: se reunían sobre el borde de tierra, por encima del corte neblinoso del camino, atraídos por el olor de la sangre, y esperaban impacientes a que el asesino abandonara su presa. La voz de Jenny era brusca: siempre había odiado los hechizos de muerte. Había crecido en una tierra sin ley y había matado al primer hombre a los catorce años, y luego a seis más, sin contar los moribundos a los que había ayudado a abandonar la vida como única curadora y comadrona desde las Montañas Grises al mar. Nunca le parecía fácil.
Quería alejarse de ese lugar, pero el muchacho Gareth puso una mano sobre su brazo y la miró, luego al cadáver con una especie de fascinación nauseabunda. Nunca había visto la muerte, pensó ella. Al menos no de esta forma cruda y primitiva. El terciopelo verde pera de su jubón manchado por el viaje, el trabajo en oro de sus botas, el bordado apretado de su camisa fruncida y las crestas elaboradas y ligeras de su cabello de puntas verdes proclamaban que pertenecía a la corte. Todas las cosas, incluso la muerte, se hacían sin duda con cierto estilo en el lugar de donde venía.
Tragó saliva de pronto.
—Sois…, sois una bruja…
Un extremo de la boca de Jenny se movió apenas. Dijo:
—Sí.
Se apartó de ella con miedo, luego vaciló y se apoyó en un árbol joven para sostenerse. Jenny vio entonces que entre las cuchilladas decorativas de la manga del jubón tenía una abertura más fea y la camisa que se veía por debajo estaba húmeda y oscura.
—Estaré bien —protestó él con voz débil cuando vio que se acercaba para sostenerlo—. Lo único que necesito… —Hizo un esfuerzo vano por liberarse de la mano que ella le tendía y caminar. Los ojos miopes miraban con esfuerzo los remolinos de hojas sueltas, profundos hasta la rodilla, que cubrían el camino.
—Lo que necesitas es sentarte. —Lo llevó hasta un mojón roto y lo obligó a sentarse y le desabotonó los broches de diamante que mantenían la manga contra el cuerpo del jubón. La herida no parecía profunda, pero sangraba mucho. Jenny se soltó las tiras de cuero que sujetaban las guedejas negras de su cabello para hacer un torniquete. Él se quejó y jadeó y trató de desatarlo mientras ella arrancaba una tira del borde del vestido para usarla como vendaje. Le golpeó los dedos como a un niño. Al cabo de un momento, trató de levantarse.
—Tengo que encontrar…
—Yo los encontraré —dijo Jenny con firmeza, que ya sabía lo que él estaba buscando. Terminó de vendarle la herida y fue hasta los arbustos de avellanos en los que habían luchado Gareth y el bandido. La luz helada del día se reflejaba con fuerza entre las hojas. Encontró los anteojos, doblados y retorcidos, con el fondo de uno de los lentes redondos decorado con una rotura en forma de estrella. Les sacó el polvo y la humedad y se los llevó.
—Ahora —dijo, mientras Gareth trataba de ponérselos con las manos temblorosas de debilidad y espanto— es necesario que alguien mire ese brazo. Puedo llevarte…
—Señora, no tengo tiempo. —La miró, parpadeando un poco para defenderse del brillo cada vez mayor del cielo—. Estoy en medio de una búsqueda, una búsqueda de la mayor importancia.
—¿Es lo suficientemente importante como para que te arriesgues a perder el brazo si la herida se gangrena?
Como si algo así no pudiera pasarle y ella sólo necesitara una pizca de inteligencia para darse cuenta, continuó, ansioso y decidido:
—Estaré bien, seguro. Busco a lord Aversin, Vencedor de Dragones, barón de Alyn y señor de Wyr, el más grande de los caballeros que hayan cabalgado por las Tierras de Invierno. ¿Habéis oído hablar de él por aquí? Alto como un ángel, hermoso como una canción… Su fama ha llegado hasta el sur como se esparce el agua de las inundaciones en primavera, el más noble de los caballeros… Tengo que llegar a Alyn antes de que sea demasiado tarde.
Jenny suspiró, exasperada.
—Exactamente —dijo—. Es a Alyn adonde voy a llevarte.
Los ojos miopes se le saltaban de las órbitas y la boca se le abrió con asombro.
—¿A Alyn? ¿En serio? ¿Está cerca de aquí?
—Es el lugar más cercano en que podemos ver ese brazo —dijo ella—. ¿Puedes montar?
Aunque hubiera estado muriéndose, pensó Jenny, divertida, el muchacho habría saltado sobre sus pies como lo hizo.
—Sí, por supuesto. Yo…, ¿conocéis a lord Aversin, entonces?
Se quedó callada por un momento. Luego, dijo con suavidad:
—Sí, sí. Lo conozco.
Reunió los caballos, la alta y blanca Luna y el gran potro bayo, cuyo nombre, según Gareth, era Martillo de Batalla. A pesar del cansancio y el dolor de la herida mal vendada, Gareth avanzó para ofrecerle una ayuda totalmente innecesaria para montar. Mientras subían sobre las laderas rocosas y desgarradas para evitar el cadáver del bandido en las lagunas malolientes de barro, Gareth preguntó:
—Si…, si sois una hechicera, mi señora, ¿por qué no peleásteis con magia en lugar de usar un arma? No sé, arrojarles fuego o convertirlos en ranas o dejarlos ciegos…
Los había dejado ciegos en cierto modo, pensó Jenny con amargura, al menos hasta que él gritó.
Pero dijo solamente:
—Porque no puedo…
—¿Por razones de honor? —preguntó él dudoso—. Porque hay situaciones a las que el honor no se aplica…
—No. —Ella lo miró de reojo a través de la sorprendente mata de pelo suelto—. Es sólo que mi magia no es tan poderosa.
Y apresuró la yegua para entrar bajo las sombras vaporosas de las ramas colgantes, desnudas, de la selva.
Incluso después de todos esos años de admitirlo, todavía le oprimía la garganta cuando lo decía. Había aceptado su falta de belleza, pero nunca la falta de genio en la única cosa que siempre había deseado. Lo más que podía hacer era fingir que lo aceptaba, como ahora.
A ras de suelo, la niebla se enroscaba alrededor de los cascos de los caballos; a través de los vapores húmedos, las raíces de los árboles salían de las orillas del camino como brazos de cadáveres a medio enterrar. El aire era denso y olía a tierra y de vez en cuando, desde los bosques, por encima de ellos llegaba un crujido furtivo de hojas muertas, como si los árboles estuvieran tramando algo en la niebla.
—¿Lo visteis…, lo visteis matar el dragón? —preguntó Gareth, después de cabalgar en silencio durante unos minutos—. ¿Me lo contaríais? Aversin es el único Vencedor de Dragones vivo, el único hombre que haya matado a un dragón. Hay baladas sobre él en todas partes, sobre su coraje y sus nobles hazañas… Ese es mi pasatiempo, las baladas, quiero decir, las baladas sobre los Vencedores de Dragones, como Selkythar el Blanco en tiempos del reinado de Ennyta el Bueno y Antara Damaguerrera y su hermano durante las Guerras de Familia. Dicen que su hermano mató… —Por la forma en que se detuvo, Jenny adivinó que hubiera seguido hablando de los grandes Vencedores de Dragones del pasado durante horas, pero era evidente que alguien le había dicho que no aburriera a la gente con ese tema—. Siempre quise ver eso…, un verdadero Vencedor de Dragones, un combate glorioso. La fama de Aversin debe cubrirlo como un manto de oro.
Y para sorpresa de Jenny, empezó a cantar con voz de tenor, suave y oscilante:
Cabalgando en la ladera, brillante
como la llama de la luz del sol dorada y ardiente;
con la espada de acero fuerte en la mano,
rápidos como el viento sobre la tierra los cascos,
alto como un ángel, fuerte como un potro,
firme como un dios, brillante como el canto…
A la sombra del dragón, las muchachas lloraban,
pálidas como margaritas en la oscuridad guardadas.
—Lo reconozco de lejos: alto sin par,
sus plumas tan brillantes como la rabia del mar
—le dijo ella a su hermana—, no temas nada…
Jenny desvió la vista. Sentía que algo se revolvía dentro de su mente al pensar en el Dragón Dorado de Wyr.
Lo recordaba como si hubiera sucedido ayer y en realidad, a pesar de que ya habían transcurrido diez años del alto resplandor de oro en el cielo desmayado del norte, de la zambullida de fuego y sombra, de los muchachos y muchachas gritando sobre el suelo que se movía en Gran Toby. Sabía que eran recuerdos que deberían haber estado teñidos sólo de horror; sabía que debería haber sentido sólo alegría por la muerte del dragón. Pero el regusto de una pena y una desolación sin nombre volvía a ella, más fuerte que el horror, desde esos días, con el olor metálico de la sangre del dragón y la canción que parecía temblar en el aire conmovido…
El corazón le oprimía. Dijo con frialdad:
—En primer lugar, de los dos chicos que se llevó el dragón, John sólo logró salvar con vida al muchacho. Creo que la niña murió por los olores y los gases del nido del dragón. Era difícil decirlo por el estado del cuerpo. Y si no hubiera estado muerta, tampoco habría tenido fuerzas para hacer discursos sobre el aspecto de John, incluso en el caso de que John hubiera llegado realmente galopando por la colina, cosa que no hizo, con toda lógica.
—¿Ah, no? —Casi podía oír cómo se quebraba una imagen en la mente del muchacho.
—Claro que no. Si lo hubiera hecho, habría muerto inmediatamente.
—Entonces, ¿cómo…?
—De la única forma que se le ocurrió para luchar contra algo tan grande y tan bien armado. Me hizo fabricar el veneno más poderoso que conociera y empapó los arpones en él.
—
¿Veneno?
—Una vileza semejante desgarraba el corazón de Gareth, eso era evidente—.
¿Arpones?
¿Sin espada?
Jenny meneó la cabeza, sin saber si sentirse divertida por la expresión de desilusión del muchacho, exasperada por la forma en que hablaba de lo que para ella y cientos de otros había sido una época de horrores de pesadilla e insomnio, o compasiva como una hermana mayor por la inocencia de alguien que creía que se podía levantar una hoja de metal de un metro contra ocho metros de muerte, fuego y púas.
—No —dijo solamente—. John subió por el saliente del barranco en el que había anidado el dragón. No era una cueva, además, no hay cuevas tan grandes en estas colinas. Le golpeó las alas primero para que no pudiera volar y caer sobre él desde arriba. Usó arpones envenenados para hacerlo más lento, pero lo remató con un hacha.
—¿Un
hacha?
—exclamó Gareth, totalmente sorprendido—. Es…, es lo más horrible que he oído en mi vida. ¿Dónde está la gloria en algo así? ¿Dónde está el honor? ¡Es como lastimar al oponente en un duelo para dejarlo inválido! ¡Es hacer trampa!
—No estaba en un duelo —señaló Jenny—. Si un dragón vuela, el hombre está perdido.
—¡Pero no es honorable! —insistió el muchacho con pasión, como si con eso lo hubiera dicho todo.
—Tal vez si hubiera estado peleando con un hombre que lo hubiera desafiado con honor…, cosa que John no ha hecho nunca. Hasta cuando se pelea con bandidos es conveniente atacar por la espalda si ellos son más. Como único representante de la ley del rey en estas tierras, ellos siempre son más que él. Un dragón mide más de seis metros y puede matar a un hombre con un solo golpe de cola. Tú mismo dijiste —agregó ella con una sonrisa— que hay situaciones en las que el honor no puede tenerse en cuenta.
—¡Pero eso es diferente! —dijo el muchacho con pena y guardó un silencio desilusionado.
El suelo se elevaba bajo los cascos de los caballos; las paredes del túnel de niebla a través del cual cabalgaban empezaban a terminarse. Más allá, se podían ver vagamente las formas plateadas de las colinas redondas. Cuando salieron de entre los árboles, los vientos cayeron sobre ellos y limpiaron las nieblas y olieron las ropas y las caras como perros bien entrenados. Jenny se sacudió el cabello de los ojos y miró el rostro de Gareth que examinaba los páramos a su alrededor. Era una cara llena de sorpresa, desilusión y curiosidad, como si nunca hubiera esperado encontrar a su héroe en ese mundo triste sin huellas, ese mundo de musgo, agua y piedra.
En cuanto a Jenny, ese mundo desierto la conmovía extrañamente. El páramo se extendía cientos de kilómetros al norte hacia las orillas congeladas del océano; conocía cada uno de los recodos de ese paisaje de granito, cada turbera negra y cada hondonada donde crecían los brezos en los breves veranos de las alturas; había seguido las huellas de liebres, zorros y ratones de campo durante tres décadas de nieves de invierno. El viejo Caerdinn, medio loco por inclinarse sobre los libros y leyendas de los días de los reyes, recordaba el tiempo en que éstos habían retirado sus tropas y su protección de las Tierras de Invierno para pelear en guerras por la soberanía del sur; se había enojado con Jenny cuando ella habló de la belleza que veía en esas extensiones salvajes, plateadas, de roca y viento. Pero a veces, la amargura de Caerdinn se agitaba en la propia Jenny cuando trabajaba para salvar la vida de un niño de aldea cuya enfermedad estaba más allá de su diminuto poder y no había nada en ningún libro que hubiera leído que pudiera decirle cómo hacerlo, o cuando los Bandidos del Hielo llegaban deslizándose por los témpanos en los inviernos brutales y quemaban los graneros que tanto había costado levantar y mataban el ganado que sólo podía alimentarse con la poca paja que había en esos graneros. Sin embargo, esa misma falta de poder le había enseñado a disfrutar de las pequeñas alegrías y las bellezas duras, y de los esquemas simples, eternos de la vida y la muerte. No era algo que pudiera explicar; ni a Caerdinn, ni a ese muchacho, ni a nadie. Finalmente, dijo con suavidad: