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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (16 page)

BOOK: Vespera
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Desapareció por una puerta y poco después volvió a salir por ella, llevando tres ampollas de vidrio en forma de petaca y un aparato que Rafael había visto usar a los cantantes, un pulverizador para humedecerse la garganta antes de cantar.

—Él me dijo que necesitaría otra de éstas —dijo bruscamente la boticaria—. Las instrucciones usuales. Lo cargaré en su cuenta.

La campanilla volvió a sonar pero Rafael no se volvió hasta que vio a un hombre grande vestido a la manera llamativa y exuberante del clan Xelestis y que llevaba una pesada bolsa sobre un hombro y una mangosta adiestrada en el otro. Tenía aires de capitán más que de marinero corriente... un prospector, se imaginó Rafael.

—¡Traigo maravillas de occidente! —proclamó, dejando caer la bolsa sobre el mostrador. La mangosta se sentó sobre sus patas traseras y sus ojos examinaron las estanterías.

—Se va a subir en las estanterías, Baido —dijo severamente la boticaria—, y tendrás que darme todas las maravillas de Occidente para pagarme los daños.

El capitán xelestis pareció ofenderse y alargó la mano para acariciarle la cabeza a la mangosta.

—Él no haría una cosa así. —Entonces el bicho le mordió, aunque sin llegar a hacerle sangre—. ¡Ay!

—Criatura perversa —dijo la boticaria, mientras envolvía las ampollas de Rafael en muselina y las ataba con un cordel—. A ver, ¿qué tienes para mí? ¿O sólo me merezco los restos esta vez?

—Tengo algunas cosas muy interesantes —dijo Baido, mientras Rafael se giraba, dándose cuenta de que el capitán estaba aguardando a que se marchara—. Para empezar, unas especies absolutamente nuevas de Xendrethus que encontré en las montañas. Ya he escrito a la Sociedad Botánica sobre ello...

Rafael le dio las gracias a la boticaria con un gesto, metió las medicinas de Silvanos en una bolsa y se fue, quedándose truncada la conversación al cerrarse la puerta. Si lo que pretendía el capitán era ser cauto, eso quería decir que la boticaria era una de esas personas que trafican con sustancias no autorizadas. ¿Quizá incluso una proveedora de venenos para Silvanos? En cualquier caso, Silvanos era un cliente habitual de la casa. Y un cliente valioso.

La segunda dirección no estaba lejos, dos calles más allá, pero esta vez se encontraba en el muelle orientado al norte, hacia la otra orilla del Averno y de la casa que Rafael había ido a investigar. La fachada estaba ocupada por un proveedor de buques, uno entre docenas (literalmente) en aquella parte de Vespera. Rafael era el único cliente. Miró alrededor y vio a un hombrecillo con una túnica raída encaramado en lo alto de una escalera, que estaba escondiendo algo en un hueco.

—Aquí estás —dijo Plautius, bajando de la escalera con un suspiro de alivio—. Odio hacer esto y tenemos un montón de trabajo por delante.

* * *

Leonata se frotó los ojos y tomó otro sorbo de café con cuidado de no derramarlo sobre los papeles. La antigua superficie del escritorio era oscura, con una mezcla de astillas y barniz que se había ido acumulando a lo largo de generaciones de líderes estarrin. Leonata se lo había subido a aquel estudio pequeño y sencillo en el primer piso de la sala, bastante más grande que la de abajo, porque allí al menos disponía de paz y tranquilidad para trabajar algunas horas. Y no había libros que la distrajeran.

No debería haberse permitido el lujo de quedarse hasta tan tarde, no cuando tenía una montaña de trabajo del clan y del Consejo que atender después de cinco días de ausencia, y una reunión del Consejo a mediodía para tratar más detalles interminables de la visita de Estado de Valentino. Normalmente, una visita como aquélla se habría preparado con semanas o meses de antelación, pero él les había sorprendido con ésta, con un aviso de sólo dos días.

En esos momentos Valentino estaría dándose otro baño de multitudes. No, eso sería por la tarde. Leonata sacó el papel con el programa del día, escrito a mano por algún burócrata. ¡A mano! ¡Ni siquiera habían tenido tiempo de imprimirlo! Esa mañana, Valentino se reuniría con ciudadanos del nuevo imperio residentes en la ciudad, un bonito acto para esconder la suciedad bajo la alfombra. Y dentro de cuatro días se celebraría un gran baile de disfraces, lo que implicaba que habría que reprogramar o cancelar cientos de cosas. Al menos, ella no era una de las encargadas de organizar aquello.

Lo que Leonata necesitaba eran seis buenas horas de descanso, y lo único que había conseguido era tener sueños crudos y funestos, en los que era perseguida por una bestia que nunca acababa de ver, pero que tenía grandes y oscuras alas como las de un arrendajo y un rostro extrañamente felino. Últimamente Leonata estaba teniendo muchos sueños como aquél.

Sin embargo, no había nada que pudiera hacer al respecto y tenía un asunto más apremiante con el que lidiar: la expedición botánica al borde de la Desolación. Dos de sus capitanes le rogaban poder ir antes de que Xelestis llegara allí, pero una expedición tan lejos hacia el sur significaría una inversión considerablemente mayor que un viaje normal y menor probabilidad de beneficio. La mayoría de las islas de allí abajo eran yermas y pedregosas, y el hallazgo de nuevas plantas o medicinas era poco probable.

Aunque, por lo que ella sabía, nunca habían sido exploradas...

Llamaron dos veces a la puerta con complicidad. Flavia sabía muy bien lo irritable que se ponía Leonata cuando la interrumpían, pero ella
había dejado
instrucciones.

—Adelante.

Flavia abrió la puerta, dejando entrar todo el ruido y bullicio del palacio estarrin procedente del extremo final del pasillo. Leonata había reformado aquella torre al principio de su mandato, precisamente por hallarse un poco apartada del barullo.

—El príncipe de Imbria quiere verte —dijo Flavia.

—Le recibiré en el salón.

—Insistió en que no te molestaría mucho tiempo, dijo que no quería interrumpir tu trabajo matinal.

—Envíalo aquí, pues —dijo ella, dejando la pluma y acercándose al grupo de sillas de madera preparadas para las reuniones en aquella sala. Estaban hermosamente labradas, pero eran tremendamente incómodas, algo absolutamente deliberado.

—Leonata —dijo Petroz, momentos después, mientras Flavia cerraba la puerta tras él discretamente—. Siento molestarte.

No, Petroz no era ninguna molestia, era un buen amigo y alguien para el que siempre disponía de tiempo. Y ahora que su esposa había muerto, tras un feliz matrimonio, aunque sin hijos, no había nadie en Imbria en quien pudiera confiar completamente.

—Puedes ahorrarte las disculpas —le dijo ella, haciéndole un gesto para que tomara asiento. Por supuesto, él aguardó a que se sentara ella primero. Formaba parte de sus maneras—. Algo te inquieta.

Petroz vestía formalmente, con ropa fresca, el blanco y verde oscuro de Salassa, y se dobló la túnica meticulosamente al sentarse. En todos los detalles, su aspecto era el de un venerable estadista, pero no el de un estadista feliz en aquel momento. Leonata sintió una breve punzada de alarma y se preguntó si se encontraría enfermo, pero se esfumó cuando Petroz se sacó del bolsillo una bolsa de hule manchada y se puso su contenido en la palma de la mano, antes de tendérselo a ella desde el otro lado de la mesita de madera.

—Esto me fue entregado con una carta anónima hace dos días. Parece una invitación oficial, pero no pudimos seguir la pista al mensajero.

Era un anillo nupcial dorado, de una clase muy específica. La clase que significaba una alianza entre dos clanes y una boda. Solamente los empleaban unos pocos clanes de los más antiguos y tradicionalistas, aquéllos con thalassarcatos hereditarios. Leonata no era capaz de recordar ningún matrimonio de esas características desde la Anarquía.

—¿Puedo?

Petroz asintió con la cabeza y ella cogió el anillo y lo alzó para verlo a la luz que entraba a raudales a través de la alta y estrecha ventana. El trabajo era excelente, pero... Su aliento se le paralizó en la garganta cuando reconoció el emblema grabado en la gema púrpura oscuro.

—Es el anillo de boda de mi hermana.

Por un instante, Leonata se sintió confundida e intentó hacer memoria, aunque advirtió que Petroz había percibido su lapsus momentáneo.

—A todo el mundo le pasa —dijo Petroz—.
«Damnatio memoriae

Era una vieja fórmula legal, un rasgo de la historia thetiana de las primeras épocas. Cuando una persona o un clan caían en desgracia, porque eran culpables de traición, se borraba toda mención a su nombre y existencia de los registros de los edificios de la ciudad. Y así negaban que ellos hubieran vivido alguna vez, que alguna vez tuviera lugar su crimen.

Leonata lo odiaba. Pretender que el pasado no hubiera tenido lugar era una impostura, una farsa. No se consiguió nada con ella y en su palacio estaba prohibida.

Al haber pertenecido su palacio al aliado más próximo del hombre representado por este emblema, se trataba de algo más que una banalidad.

—Claudia —dijo Leonata—. Tu hermana mayor, no la menor.

Ella depositó el anillo en la mesita. Era un anillo encargado por Ruthelo Azrian para su prometida, Claudia Salassa, hacía casi cincuenta años. Para la alianza de dos grandes clanes en los vertiginosos días después de que Palatina II sucediera a Aetius el Tirano y las sombras parecieran haberse disipado.

—¿De dónde viene, Leonata? —dijo Petroz—. ¿Quién pudo enviármelo? ¿Qué significa después de todos estos años?

El príncipe de Imbria estaba inquieto, pero había algo más en su expresión. Miedo o algo cercano a la culpa, y Leonata notó en la piel una sensación de picor. Claudia y sus hijos fueron asesinados durante la Anarquía, tras la derrota y muerte de Ruthelo y ya que, técnicamente, no se consideró un crimen, nunca nadie admitió su responsabilidad. ¿Quería Petroz saber lo que significaba o estaba buscando el perdón por un crimen que había cometido muchos años atrás? ¿Se trataba de un aviso de venganza?

Leonata tuvo la impresión de estar pisando terreno peligroso, pero no podía permitir que Petroz se diera cuenta. Ella no quería creer que Petroz hubiera asesinado a su propia hermana y sus hijos, ni siquiera que hubiera sido capaz de hacer una cosa así. Pero muchas personas habían hecho cosas durante la Anarquía que nunca se les hubieran pasado por la cabeza durante épocas más civilizadas. Si lo único que él quería era saber la verdad y ella se lo impedía, Leonata estaría siendo gravemente injusta con él, pero si se trataba de algo más oscuro, la vida de ella y las de su clan estarían en peligro.

—¿Estás seguro de que es el anillo de Claudia y no una falsificación?

—Si es una falsificación, ellos disponen del original para copiarlo. Pero sería una falsificación difícil y cara —dijo él, pareciendo recuperar un poco su compostura, la máscara social que siempre llevaba.

Leonata necesitaba descubrir qué estaba pasando y no dejarse intoxicar por las sospechas. Pero ¿podría ella perdonar, si sus temores resultaran fundados?

—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella.

—Si encontraras alguna pista de ella o de sus hijos, noticias... Si te enteras de lo que pudo haberles pasado, házmelo saber. Que esto ocurra en estos momentos no es una coincidencia.

En eso, Leonata estuvo de acuerdo. Pero ¿quería él enterarse de lo que había ocurrido o más bien de quién lo sabía para hacerlo callar?

* * *

—No —dijo Plautius—, no vas a ir.

—¿Y tienen tus hombres suficiente experiencia en el norte para reconocer algo extraño cuando lo vean? —preguntó Rafael, mientras la obstinación de Plautius daba paso a su frustración. El palacio jharissa y su complejo de
horrea
relucían al otro lado del agua, mientras las antorchas de los muros exteriores proyectaban dedos alargados sobre el oscuro Averno. En algún lugar de la cercana orilla, un grupo de marineros cantaban a su manera todas las baladas conocidas por el hombre, algunas ocasiones, dos o tres veces seguidas y algunas otras en un tanethano verdaderamente atroz.

—Me traen sin cuidado tus conocimientos sobre el norte —dijo Plautius, meneando un dedo bajo la nariz de Rafael—. Los hombres que voy a enviar buscarán cosas prácticas como ladrones o infiltrados. Si son capturados, podemos negar cualquier relación con ellos. Iolani sabrá que no es verdad, todo el mundo sabrá que no es verdad, pero ella no podrá hacer nada. Si vas tú y te capturan, tendremos grandes problemas. Un gran problema. Ah, y no es necesario mencionar que después de diez minutos de actividad física intensa, tú empiezas a resollar como un búfalo de agua enfermo.

—¿Has considerado alguna vez ejercer de maestro? —le preguntó Rafael. Plautius tenía razón en ambas cosas, aunque él odiara admitirlo. Rafael no podía acompañar a los hombres para introducirse en los almacenes de Iolani, situados justo al otro lado del Averno, desde la habitación superior en la que se habían reunido. Se trataba de una casa anónima que ni siquiera disponía de un patio y que se había convertido en el centro de operaciones de Silvanos para espiar a Jharissa.

Pero había sido un largo día para Rafael, leyendo informes, familiarizándose con todo lo que la red de Silvanos sabía —o estaba en condiciones de revelar— sobre Jharissa y la situación en Vespera, y planeando el asalto a sus almacenes.

Todo ello había hecho imposible que Rafael se encontrara con Leonata o que siguiera alguna de las pistas que él no se atrevía a contar a Plautius o a sus cómplices.

—¿Has pensado alguna vez que es posible que no seas un buen espía? —le devolvió el golpe Plautius.

Rafael podía seguirle perfectamente el juego, pero era muy consciente de la alta dependencia que tenía de la red de Silvanos, una red que él podía usar sólo mientras Plautius y su tío se lo permitieran. Ellos le habían expuesto sus planes y habían tenido la cortesía de hacerle partícipe, pero lo cierto es que habían relegado a Rafael a la condición de mirón y esto era algo que detestaba.

—Ya es hora de que nos marchemos —dijo el otro hombre que había en la habitación. Matteozzo vestía una túnica ordinaria, monótona y oscura y, gracias a las atenciones de uno de los esteticistas privados de Silvanos, no se parecía en nada al hombre con quien se había encontrado Rafael aquella mañana. Los otros tres miembros de su equipo habían sufrido una transformación similar. Él parecía tranquilo, pese a que era muy probable que Jharissa le matara (y con tormentos) si le atrapaban infiltrándose en sus
horrea
.

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