Viaje al fin de la noche (47 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Cháchara, vamos, y, además, sobre simples apariencias. Emociones. Siempre lo mismo. Pero eso me reanimó a mí, me devolvió la cara dura. Me llevé a Henrouille hija a un rincón y le puse francamente las cartas boca arriba, porque veía que el único hombre allí capaz de sacarlos del apuro era de nuevo mi menda, a fin de cuentas. «¡Un anticipo! —fui y le dije a la hija—. Y ahora mismo, ¡mi anticipo!» Cuando ya se ha perdido la confianza, no hay razón para andarse con rodeos, como se suele decir. Comprendió y me puso un billete de mil francos en toda la mano y otro más para mayor seguridad. Me había impuesto con autoridad. Entonces me puse a convencerlo, a Robinson, ya que estaba. Tenía que resignarse a marchar al Mediodía.

Traicionar, se dice pronto. Pero es que hay que aprovechar la ocasión. Es como abrir una ventana en una cárcel, traicionar. Todo el mundo lo desea, pero es raro que se consiga.

Una vez que Robinson se hubo marchado de Rancy, estuve convencido de que la vida iba a cambiar, de que tendría, por ejemplo, unos pocos más enfermos que de costumbre, y resulta que no. Primero, sobrevino el paro, la crisis, en la vecindad y eso es lo peor. Y, además, el tiempo se volvió, pese al invierno, suave y seco, mientras que el húmedo y frío es el que necesitamos para la medicina. Epidemias tampoco; en fin, una estación contraria, un buen fracaso.

Vi incluso a colegas que iban a hacer sus visitas a pie, con eso está dicho todo, divertidos en apariencia con el paseo, pero muy molestos, en realidad, y sólo por no sacar los autos, por economía. Por mi parte, yo sólo tenía un impermeable para salir. ¿Sería por eso por lo que pesqué un catarro tan tenaz? ¿O era que me había acostumbrado de verdad a comer demasiado poco? Todo era posible. ¿Sería que me habían vuelto las fiebres? En fin, el caso es que, por haber cogido un poco de frío, justo antes de la primavera, me puse a toser sin parar, más enfermo que la leche. Un desastre. Una mañana me resultó del todo imposible levantarme. Justo entonces pasaba por delante de mi puerta la tía de Bébert. La mandé llamar. Subió. La envié al instante a cobrar una pequeña cantidad que aún me debían en el barrio. La única, la última. Esa suma recuperada a medias me duró diez días, en cama.

Se tiene tiempo de pensar, durante diez días tumbado.

En cuanto me encontrara mejor, me iría de Rancy, eso era lo que había decidido. Dos mensualidades atrasadas ya, por cierto… ¡Adiós, pues, a mis cuatro muebles! Sin decir nada a nadie, por supuesto, me largaría, a hurtadillas, y no me volverían a ver nunca en La Garenne-Rancy. Me marcharía sin dejar rastro ni dirección. Cuando te acosa la fiera hedionda de la miseria, ¿para qué discutir? Un tunela no dice nada y se da el piro.

Con mi título podía establecerme en cualquier parte, cierto… Pero no iba a ser ni más agradable ni peor… Un poco mejor, el sitio, al comienzo, lógicamente, porque siempre hace falta un poco de tiempo para que la gente llegue a conocerte y para que se ponga manos a la obra y encuentre el truco con el que hacerte daño. Mientras aún te buscan el punto más flaco, disfrutas de un poco de tranquilidad, pero, en cuanto lo han encontrado, vuelve a ser la misma historia de siempre, como en todas partes. En una palabra, el corto período durante el que eres desconocido en cada sitio nuevo es el más agradable. Después, vuelta a empezar con la misma mala leche. Son así. Lo importante es no esperar demasiado a que te hayan descubierto, pero bien, la debilidad, los gachos. Hay que aplastar las chinches antes de que se hayan metido en sus agujeros, ¿no?

En cuanto a los enfermos, los clientes, no me hacía ilusiones al respecto… No iban a ser en otro barrio ni menos rapaces, ni menos burros, ni menos cobardes que los de aquí. La misma priva, el mismo cine, los mismos chismes deportivos, la misma sumisión entusiasta a las necesidades naturales, de jalar y quilar, los convertirían, allá como aquí, en la misma horda embrutecida, cateta, titubeante de una trola a otra, farolera siempre, chapucera, mal intencionada, agresiva entre dos pánicos.

Pero, ya que el enfermo, por su parte, no deja de cambiar de costado en su cama, en la vida tenemos también derecho a pasar de un flanco a otro, es lo único que podemos hacer y la única defensa que hemos descubierto contra el propio Destino. Hay que abandonar la esperanza de dejar la pena en algún sitio por el camino. Es como una mujer horrorosa, la pena, y con la que te hubieras casado. ¿No será mejor tal vez acabar amándola un poco que agotarse azotándola toda la vida, puesto que no te la puedes cargar?

El caso es que me largué a hurtadillas de mi entresuelo de Rancy. Estaban en corro en torno al vino de mesa y las castañas, la portera y compañía, cuando pasé por delante de su chiscón por última vez. Ni visto ni oído. Ella se rascaba y él, inclinado sobre la estufa, abotargado por el calor, estaba ya tan bebido, que se le cerraban los ojos.

Para aquella gente, yo me colaba en lo desconocido como en un gran túnel sin fin. Da gusto, tres personas menos que te conocen y, por tanto, tres menos para espiarte y hacerte daño, que ni siquiera saben en absoluto qué ha sido de ti. ¡Qué bien! Tres, porque cuento también a su hija, su hija Thérèse, que se hacía heridas hasta supurar de forúnculos, de tanto como le picaban pulgas y chinches. Es cierto que picaban tanto, en su casa, que, al entrar en su chiscón, tenías la sensación de penetrar poco a poco en un cepillo.

El largo dedo del gas en la entrada, crudo y silbante, se apoyaba sobre los transeúntes al borde de la acera y los convertía, de golpe, en fantasmas extraviados en el negro marco del portal. A continuación iban a buscarse un poco de calor, los transeúntes, aquí y allá, delante de las otras ventanas y las farolas y al final se perdían como yo en la noche, negros y difusos.

Ni siquiera estabas obligado a reconocerlos, a los transeúntes. Y, sin embargo, me habría gustado detenerlos en su vago deambular, un segundito, el tiempo justo para decirles, de una vez por todas, que me iba a perderme, al diablo, que me marchaba, pero tan lejos, que ya podían darles por culo y que ya no podían hacerme nada, ni unos ni otros, intentar nada…

Al llegar al Boulevard de la Liberté, los camiones de legumbres subían temblando hacia París. Seguí su ruta. En una palabra, ya casi me había marchado del todo de Rancy. Hacía bastante fresco. Conque, para calentarme, di un pequeño rodeo hasta el chiscón de la tía de Bébert. Su lámpara era un puntito de luz al fondo del pasillo. «Para acabar —me dije— tengo que decirle “adiós” a la tía.»

Estaba en su silla, como de costumbre, entre los olores del chiscón, y la estufita calentando todo aquello y su vieja figura ahora siempre lista para llorar desde que Bébert había muerto y, además, en la pared, por encima de la caja de costura, una gran foto escolar de Bébert, con su delantal, una boina y la cruz. Era una «ampliación» conseguida con los cupones del café. La desperté.

«Hola, doctor —dijo sobresaltada. Aún recuerdo muy bien lo que me dijo—. ¡Tiene usted mala cara! —observó en seguida—. Siéntese… Yo tampoco me encuentro demasiado bien…»

«He salido a dar un paseo», respondí, para despistar.

«Es muy tarde —dijo— para dar un paseo, sobre todo si va usted hacia la Place Clichy… ¡A esta hora sopla un viento muy frío por la avenida!»

Entonces se levantó y, tropezando por aquí y por allá, se puso a hacernos un ponche y a hablar en seguida de todo al mismo tiempo y de los Henrouille y de Bébert, como es lógico.

No había forma de impedirle hablar de Bébert y eso que le causaba pena y la hacía sufrir y, además, lo sabía. Yo la escuchaba sin interrumpirla en ningún momento, estaba como embotado. Ella intentaba recordarme todas las buenas cualidades que había tenido Bébert y las exponía con mucho esfuerzo, porque no había que olvidar ninguna de sus cualidades, y volvía a empezar y después, cuando me había contado todas las circunstancias de su cría con biberón, recordaba otra cualidad más de Bébert que había que añadir a las demás, conque volvía a empezar la historia desde el principio y, sin embargo, se le olvidaban algunas, de todos modos, y al final no le quedaba más remedio que lloriquear un poco, de impotencia. Se equivocaba de cansancio. Se quedaba dormida sollozando. Ya no le quedaban fuerzas para sacar de la sombra el recuerdo del pequeño Bébert, al que tanto había querido. La nada estaba siempre cerca de ella y sobre ella ya un poco. Un poco de ponche y de fatiga y ya estaba, se dormía roncando como un avioncito lejano que se llevan las nubes. Ya no le quedaba nadie en la tierra.

Mientras estaba así, desplomada entre los olores, yo pensaba que me iba y que seguramente no volvería a verla nunca, a la tía de Bébert, que Bébert se había ido, por su parte, sin remilgos y para siempre, que también ella, la tía, se marcharía para seguirlo y dentro de poco tiempo. Para empezar, su corazón estaba enfermo y muy viejo. Bombeaba sangre como podía, su corazón, en sus arterias, le costaba subir por las venas. Se iría al gran cementerio de al lado, la tía, donde los muertos son como una multitud que espera. Allí era donde llevaba a jugar a Bébert, antes de que cayese enfermo, al cementerio. Y después de eso se habría acabado para siempre. Vendrían a pintar de nuevo su chiscón y se podría decir que nos habíamos reunido de nuevo todos, como las bolas del juego, que temblequean un poco al borde del agujero, que hacen remilgos antes de acabar de una vez.

Salen muy violentas y gruñonas, las bolas también, y no van nunca a ninguna parte, en definitiva. Nosotros tampoco y toda la tierra no sirve sino para eso, para hacer que nos reencontremos todos. Ya no le faltaba mucho, a la tía de Bébert, ahora, ya no le quedaba casi empuje. No podemos reencontrarnos mientras estamos en la vida. Hay demasiados colores que nos distraen y demasiada gente que se mueve alrededor. Sólo nos reencontramos en el silencio, cuando es demasiado tarde, como los muertos. Yo también tenía que moverme de nuevo y marcharme a otro sitio. De nada me servía hacer, saber… No podía quedarme allí con la tía.

Mi diploma en el bolsillo abultaba mucho, mucho más que el dinero y los documentos de identidad. Delante del puesto de policía, el agente de guardia esperaba el relevo de medianoche y escupía también de lo lindo. Nos dimos las buenas noches.

Después de la gasolinera, en la esquina del bulevar, venía la oficina de arbitrios y sus encargados, verdosos en su jaula de cristal. Los tranvías ya no circulaban. Era el mejor momento para hablarles de la vida, a los encargados, de la vida, cada vez más difícil, más cara. Eran dos allí, un joven y un viejo, con caspa los dos, inclinados sobre registros así de grandes. A través de su cristal, podían verse las grandes sombras de las fortificaciones del malecón, que se alzaban en la noche para esperar barcos procedentes de tan lejos, navíos tan nobles, que nunca se verán barcos así. Seguro. Los esperan.

Conque charlamos un rato, los encargados de arbitrios y yo, y hasta tomamos un cafelito que se calentaba en el cazo. Me preguntaron si me marchaba de vacaciones por casualidad, en broma, así, de noche, con mi paquetito en la mano. «Exacto», les respondí. Era inútil explicarles cosas poco comunes a los encargados de arbitrios. No podían ayudarme a comprender. Y un poco ofendido por su observación, me dieron ganas, de todos modos, de hacerme el interesante, de asombrarles, y me puse a hablar como un cohete, como si tal cosa, de la campaña de 1816, en la que los cosacos llegaron precisamente hasta el lugar en que nos encontrábamos, hasta el fielato, pisando los talones a Napoleón.

Evocado, todo ello, con desenvoltura, por supuesto. Tras haberlos convencido con pocas palabras, a aquellos dos sórdidos, de mi superioridad cultural, de mi espontánea erudición, cogí y me marché sosegado hacia la Place Clichy por la avenida que sube.

Habréis notado que siempre hay dos prostitutas esperando en la esquina de la Rue des Dames. Ocupan las pocas horas consumidas que separan la medianoche del amanecer. Gracias a ellas, la vida continúa a través de las sombras. Hacen de enlace con el bolso atestado de recetas, pañuelos para todo uso y fotos de hijos en el campo. Cuando te acercas a ellas en la sombra, has de tener cuidado, porque casi no existen, esas mujeres, de tan especializadas que están, vivas lo justo para responder a dos o tres frases que resumen todo lo que se puede hacer con ellas. Son espíritus de insectos dentro de botines con botones.

No hay que decirles nada, acercarse lo menos posible. Son malas. Me sobraba espacio. Eché a correr entre los raíles. La avenida es larga.

Al fondo se encuentra la estatua del mariscal Moncey. Sigue defendiendo la Place Clichy desde 1816 contra recuerdos y olvido,
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contra nada, con una corona de perlas baratas. Llegué yo también cerca de él corriendo con ciento doce años de retraso por la avenida tan vacía. Ni rusos ya, ni batallas, ni cosacos, ni soldados, nada que tomar ya en la plaza sino un reborde del pedestal bajo la corona. Y el fuego de un pequeño brasero con tres ateridos en torno a los que el apestoso fuego hacía bizquear. No daban ganas de quedarse.

Algunos autos escapaban a toda velocidad, mientras podían, hacia las salidas.

En casos de urgencia recuerdas los grandes bulevares como un lugar menos frío que otros. Mi cabeza ya sólo funcionaba a fuerza de voluntad, por la fiebre. Sostenido por el ponche de la tía, bajé huyendo delante del viento, menos frío cuando lo recibes por detrás. Una anciana con gorrito, cerca del metro Saint-Georges, lloraba por la suerte de su nieta enferma en el hospital, de meningitis, según decía. Aprovechaba para pedir limosna. Conmigo iba dada.

Le ofrecí unas palabras. Le hablé también yo del pequeño Bébert y de otra niña que había tratado en la ciudad, siendo estudiante, y que había muerto, de meningitis también. Tres semanas había durado su agonía y su madre, en la cama de al lado, ya no podía dormir de pena, conque se masturbaba, su madre, todo el tiempo durante las tres semanas de agonía y hasta después, cuando todo hubo acabado, ya no había forma de detenerla.

Eso demuestra que no se puede existir sin placer, ni siquiera un segundo, y que es muy difícil tener pena de verdad. Así es la existencia.

Nos despedimos, la anciana apenada y yo, delante de las Galerías. Tenía que descargar zanahorias por Les Halles. Seguía el camino de las legumbres, como yo, el mismo.

Pero el Tarapout me atrajo. Está situado sobre el bulevar como un gran pastel de luz. Y la gente acude a él de todas partes y a toda prisa, como larvas. Sale de la noche circundante, la gente, con ojos desorbitados ya para ir a llenárselos de imágenes. Es que no cesa, el éxtasis. Son los mismos del metro de por la mañana. Pero ahí, delante del Tarapout, están contentos, como en Nueva York, se rascan el vientre delante de la caja, apoquinan un poco de dinero y ahí van al instante muy decididos y se precipitan alegres a los agujeros de la luz. Estábamos como desvestidos por la luz, de tanta como había sobre la gente, los movimientos, las cosas, guirnaldas y lámparas y más lámparas. No se habría podido hablar de un asunto personal en aquella entrada, era como todo lo contrario de la noche.

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