De nada servía que yo intentara calmarlo; una vez lanzado a la locuacidad, no se apeaba de su fórmula ni cesaba de predecirme el más magnífico de los porvenires, una espléndida carrera médica, como él decía. Yo ya no podía interrumpirlo.
Con mucha dificultad, volvimos, de todos modos, a las cosas serias, a aquella ciudad de Toulouse precisamente, de la que había llegado, él, la víspera. Por supuesto, le dejé contar, a su vez, todo lo qué sabía. Incluso aparenté asombro, estupefacción, cuando me contó el accidente que había tenido la vieja.
«¿Cómo? ¿Cómo? —lo interrumpía yo—. ¿Que ha muerto?… Pero, bueno, ¿cuándo ha sido?»
Conque punto por punto tuvo que soltar la historia entera.
Sin decirme claramente que había sido Robinson quien la había empujado, por la escalera, a la vieja, no me impidió, de todos modos, suponerlo… No había tenido tiempo de decir ni pío, al parecer. Nos comprendimos… Buen trabajo, primoroso… La segunda vez que lo había intentado no había fallado.
Por fortuna, en el barrio, en Toulouse, creían que Robinson estaba del todo ciego aún. Conque lo habían considerado un simple accidente, muy trágico, desde luego, pero, de todos modos, explicable, pensándolo bien, todo, las circunstancias, la edad de la anciana, y también que había sido al final de una jornada, la fatiga… Yo no quería saber más de momento. Ya había recibido más de la cuenta, de confidencias así.
Aun así, me costó trabajo hacerlo cambiar de conversación, al padre. Le obsesionaba, su historia. Volvía a ella una y mil veces, con la esperanza seguramente de hacerme picar, de comprometerme, parecía… ¡Estaba guapo!… Podía esperar sentado… Conque renunció, de todos modos, y se contentó con hablarme de Robinson, de su salud… De sus ojos… Por ese lado, iba mucho mejor… Pero seguía tan desanimado como siempre. ¡Pero que muy bajo de moral, la verdad! Y ello a pesar de la solicitud, del afecto que no cesaban las dos mujeres de prodigarle… Y, sin embargo, no cesaba de quejarse, de su suerte y de su vida.
A mí no me sorprendía oírle decir todo aquello al cura. Me lo conocía, a Robinson, yo. Tristes, ingratas disposiciones tenía. Pero desconfiaba aún más del cura, mucho más aún… Yo no decía esta boca es mía, mientras me hablaba. Conque perdía el tiempo con sus confidencias.
«Su amigo, doctor, pese a su vida material ahora agradable, fácil, y a las perspectivas, por otra parte, de un próximo matrimonio feliz, defrauda todas nuestras esperanzas, debo confesárselo… ¡Pues no le ha dado de nuevo por las funestas escapadas, por las golferías, como cuando usted lo conoció en otro tiempo!… ¿Qué le parecen a usted esas disposiciones, mi querido doctor?»
Así, pues, no pensaba allí, en una palabra, sino en dejar todo plantado, Robinson, me parecía entender; la novia y su madre se sentían ofendidas, primero, y, después, sentían toda la pena que era fácil imaginar. Eso era lo que había venido a contarme el padre Protiste. Todo eso era muy inquietante, desde luego, y, por mi parte, yo estaba decidido a callarme, a no intervenir, a ningún precio, en los asuntos de aquella familia… Abortada la conversación, nos separamos, el cura y yo, en el tranvía, con bastante frialdad, en una palabra. Al volver al manicomio, yo no las tenía todas conmigo.
Poco después de aquella visita fue cuando recibimos, de Inglaterra, las primeras noticias de Baryton. Algunas postales. Nos deseaba a todos «salud y suerte». Nos escribió también algunas líneas insignificantes, de aquí y de allá. Por una postal sin texto nos enteramos de que había pasado a Noruega y, unas semanas después, un telegrama vino a tranquilizarnos un poco: «¡Feliz travesía!», desde Copenhague…
Como habíamos previsto, la ausencia del patrón se comentó con la peor intención en el propio Vigny y en los alrededores. Más valía, para el futuro del Instituto, que diéramos en adelante, sobre los motivos de esa ausencia, explicaciones mínimas, tanto ante nuestros enfermos como a los colegas de los alrededores.
Meses pasaron, meses de gran prudencia, apagados, silenciosos. Acabamos evitando del todo el recuerdo mismo de Baryton entre nosotros. Por lo demás, su recuerdo nos daba a todos un poco de vergüenza.
Y después volvió el verano. No podíamos quedarnos todo el tiempo en el jardín vigilando a los enfermos. Para probarnos a nosotros mismos que éramos, a pesar de todo, un poco libres, nos aventurábamos hasta las orillas del Sena, por salir un poco.
Tras el terraplén de la otra orilla, empieza la gran llanura de Gennevilliers, una extensión muy bella, gris y blanca, donde las chimeneas se perfilan suaves entre el polvo y la bruma. Muy cerca del camino de sirga se encuentra la tasca de los barqueros, guarda la entrada del canal. La corriente amarilla va a precipitarse en la esclusa.
Nosotros la mirábamos, a vista de pájaro, durante horas, y, al lado, esa especie de larga ciénaga, cuyo olor vuelve, solapado, hasta la carretera de los coches. Te acostumbras. Ya no tenía color, aquel barro, de tan viejo y fatigado que estaba por las crecidas. Hacia la noche, en verano, se volvía a veces suave, el barro, cuando el cielo, en rosa, se ponía sentimental. Allí, sobre el puente, íbamos a escuchar el acordeón, el de las gabarras, mientras esperaban delante de la puerta que la noche acabara pasando al río. Sobre todo las que bajaban de Bélgica eran musicales, todas pintadas, de verde y amarillo, y con las cuerdas llenas de ropa secándose y combinaciones de color frambuesa que el viento infla al saltarles dentro a bocanadas.
Yo iba con frecuencia al café de los barqueros, solo, en la hora muerta que sigue al almuerzo, cuando el gato del patrón está muy tranquilo, entre las cuatro paredes, como encerrado en un cielo de esmalte azul para él solito.
Allí también yo, somnoliento al comienzo de una tarde, esperando, bien olvidado, pensaba, a que pasara.
Vi a alguien llegar de lejos, alguien que subía por la carretera. No tardé mucho en comprender. Ya por el puente lo había reconocido. Era mi Robinson en persona. ¡No había la menor duda! «¡Viene por aquí a buscarme!… —me dije al instante—. ¡El cura debe de haberle dado mi dirección!… ¡Tengo que deshacerme de él en seguida!»
En aquel momento me pareció abominable que me molestara justo cuando empezaba a recuperar, egoísta, un poco de tranquilidad. Desconfiamos de lo que llega por las carreteras y con razón. Ya estaba muy cerca de la tasca. Salí. Se sorprendió al verme. «¿De dónde vienes ahora?», le pregunté, así, sin amabilidad. «De la Garenne…», me respondió. «¡Bueno, vale! ¿Has comido? —le pregunté. No parecía que hubiera comido, pero no quería presentarse, nada más llegar, como un muerto de hambre—. ¿Otra vez en danza?», añadí. Porque, puedo asegurarlo ahora, no me alegraba lo más mínimo volver a verlo. Malditas las ganas.
Parapine llegaba también por el lado del canal, a mi encuentro. Muy oportuno. Estaba cansado, Parapine, de quedarse tanto tiempo de guardia en el manicomio. Es cierto que yo me tomaba el servicio un poco a la ligera. En primer lugar, respecto a la situación, habríamos dado cualquier cosa con gusto, uno y otro, por saber con certeza cuándo iba a volver Baryton. Esperábamos que pronto dejaría de darse garbeos por ahí para volver a hacerse cargo de su leonera en persona. Era demasiado para nosotros. No éramos ambiciosos, ni uno ni otro, y nos la traían floja las posibilidades del futuro. En lo que nos equivocábamos, por cierto.
Hay que reconocer una cosa buena de Parapine y es que nunca hacía preguntas sobre la gerencia comercial del manicomio, sobre mi forma de tratar a los clientes; yo lo informaba, de todos modos, a su pesar, por así decir, conque hablaba yo solo. Respecto a Robinson, era importante ponerlo al corriente.
«Ya te he hablado de Robinson, ¿verdad? —le pregunté a modo de introducción—. Ya sabes, mi amigo de la guerra… ¿Recuerdas?»
Me las había oído contar cien veces, las historias de la guerra y las de África también y cien veces de formas diferentes. Era mi estilo.
«Bueno, pues —continué—, aquí lo tenemos, a Robinson, en carne y hueso, procedente de Toulouse… Vamos a comer juntos en casa.» En realidad, al tomar la iniciativa así, en nombre de la casa, yo me sentía un poco violento. Cometía como una indiscreción. Habría necesitado, para el caso, tener una autoridad flexible, atractiva, de la que carecía por completo. Y, además, que Robinson no me facilitaba las cosas. Por el camino del pueblo, se mostraba ya muy curioso e inquieto, sobre todo respecto a Parapine, cuya larga y pálida figura junto a nosotros le intrigaba. Al principio había creído que era un loco también, Parapine. Desde que sabía que vivíamos en Vigny, veía locos por todas partes. Lo tranquilicé.
«Y tú —le pregunté—, ¿has encontrado al menos algún currelo desde que estás de vuelta?»
«Voy a buscar…», se contentó con responderme.
«Pero, ¿tienes los ojos ya curados? ¿Ves bien ahora?»
«Sí, veo casi como antes…»
«Entonces, ¿estarás contento?», le dije.
No, no estaba contento. Tenía otras cosas en que pensar. Me abstuve de hablarle de Madelon en seguida. Era un tema que seguía siendo delicado entre nosotros. Pasamos un buen rato ante el aperitivo y aproveché para ponerlo al corriente de muchas cosas del manicomio y de otros detalles más. Nunca he podido dejar de charlar por los codos. Bastante parecido, a fin de cuentas, a Baryton.
La cena acabó en plena cordialidad. Después, no podía, la verdad, enviarlo así, a la calle, a Robinson Léon. Decidí al instante montarle en el comedor una cama plegable de momento. Parapine seguía sin dar su opinión. «¡Mira, Léon! —le dije—. Puedes vivir aquí mientras buscas un sitio…» «Gracias», respondió simplemente. Y desde aquel momento todas las mañanas se iba en el tranvía a París en busca, según decía, de un empleo de representante.
Estaba harto de la fábrica, decía, quería «representar». Tal vez se esforzara por encontrar una representación, hay que ser justos, pero el caso es que no la encontró.
Una tarde volvió de París más temprano que de costumbre. Yo estaba aún en el jardín, vigilando las inmediaciones del gran estanque. Vino a buscarme para decirme dos palabras.
«¡Escucha!», empezó.
«Escucho», respondí.
«¿No podrías darme tú un empleillo aquí mismo?… No encuentro nada…»
«¿Has buscado bien?»
«Sí, he buscado bien…»
«¿Quieres un empleo en la casa? Pero, ¿para qué? Conque, ¿no encuentras un empleillo cualquiera en París? ¿Quieres que preguntemos Parapine y yo a la gente que conocemos?»
Le molestaba que le propusiera ayudarlo a buscar un empleo.
«No es que no se encuentre absolutamente nada —prosiguió entonces—. Se podría encontrar tal vez… Alguna cosilla… Pero a ver si me comprendes… Necesito absolutamente parecer estar mal de la cabeza… Es urgente e indispensable que parezca estar mal de la cabeza…»
«¡Vale! —dije yo entonces—. ¡No me digas más!…»
«Sí, sí, Ferdinand, al contrario, tengo que decirte mucho más —insistía—. Quiero que me comprendas bien…
Y, además, como te conozco, porque tú eres lento para comprender y para decidirte…»
«Anda, venga —dije resignado—, cuenta…»
«Como no parezca yo un loco, la cosa va ir mal, te lo garantizo… Se va a armar una buena… Ella es capaz de hacer que me detengan… ¿Me comprendes ahora?»
«¿Te refieres a Madelon?»
«¡Sí, claro!»
«¡Pues vaya!»
«Ni que lo digas…»
«¿Os habéis enfadado del todo, entonces?»
«Ya lo ves…»
«¡Ven por aquí, si me quieres dar más detalles! —lo interrumpí entonces y me lo llevé aparte—. Será más prudente, por los locos… Pueden comprender también algunas cosas y contar otras aún más extrañas… con todo lo locos que están…»
Subimos a una de las celdas de aislamiento y, una vez allí, no tardó demasiado en exponerme toda la situación, sobre todo porque yo ya estaba más que al corriente de sus capacidades y, además, que el padre Protiste me había hecho suponer el resto…
En la segunda ocasión, no había fallado. ¡No se podía decir que hubiera sido un maleta! ¡Eso sí que no! Ni mucho menos. Había que reconocerlo.
«Compréndelo, la vieja me perseguía cada vez más… Sobre todo desde que empecé a mejorar un poco de los ojos, es decir, cuando empecé a poder ir solo por la calle… Volví a ver cosas desde aquel momento… Y volví a ver también a la vieja… Es más, ¡sólo la veía a ella!… ¡La tenía todo el tiempo ahí, ante mí!… ¡Era como si me hubiese cerrado la existencia!… Estoy seguro de que lo hacía a propósito… Sólo para fastidiarme… Si no, ¡no se explica!… Y después en la casa, donde estábamos todos, ya la conoces, ¿eh?, la casa, no era difícil pelearse… ¡Ya viste lo pequeña que era!… ¡Como sardinas en lata! ¡Es la pura verdad!»
«Y los escalones del panteón, no eran muy resistentes, ¿eh?»
Yo mismo había notado lo peligrosa que era, la escalera, al visitarla la primera vez con Madelon, que ya se movían, los escalones.
«No, con eso estaba chupado», reconoció, con toda franqueza.
«¿Y la gente de por allí? —volví a preguntarle—. ¿Los vecinos, los curas, los periodistas?… ¿No hicieron comentarios, cuando ocurrió?…»
«No, hay que ver… Además, es que no me creían capaz… Me tomaban por un rajado… Un ciego… ¿Comprendes?…»
«En fin, puedes agradecer tu buena suerte, porque si no… ¿Y Madelon? ¿Qué tenía que ver en todo aquello? ¿Estaba de acuerdo?»
«No del todo… Pero un poco, de todos modos, lógicamente, ya que el panteón, verdad, iba a pasar a nuestra propiedad, cuando la vieja muriera… Estaba previsto así… íbamos a hacernos cargo nosotros del negocio…»
«Entonces, ¿por qué no pudisteis seguir juntos después de eso?»
«Mira, eso es difícil de explicar…»
«¿Ya no te quería?»
«Sí, hombre, al contrario, me quería mucho y, además, estaba muy interesada por el matrimonio… Su madre también lo deseaba y mucho más aún que antes y que se hiciera en seguida, por las momias de la tía Henrouille que nos correspondían, conque teníamos de sobra para vivir, los tres, en adelante, tranquilos…»
«¿Qué ocurrió, entonces, entre vosotros?»
«Pues, mira, ¡yo quería que me dejaran en paz de una puta vez! Sencillamente… La madre y la hija…»
«¡Oye, Léon!… —lo interrumpí de repente al oírle decir eso—. Escúchame… Eso no es serio tampoco de tu parte… Ponte en su lugar, de Madelon y su madre… ¿Es que habría sido plato de gusto para ti? ¡Vamos, hombre! Al llegar allí ibas casi descalzo, no tenías dónde caerte muerto, no parabas de protestar todo el santo día, que si la vieja se quedaba con toda tu pasta y que si patatín y que si patatán… Va y deja el campo libre, mejor dicho, la quitas de en medio tú… Y empiezas a poner mala cara otra vez, a pesar de todo… Ponte en el lugar de esas dos mujeres, ¡ponte en su lugar, hombre!… ¡Es insoportable!… Yo que ellas, ¡menudo si te habría mandado a tomar por saco!… Te lo merecías cien veces, ¡que te mandaran al trullo! ¡Ya lo sabes!»