En principio, para siempre y en todas las cosas yo opinaba igual que mi patrón. No había hecho grandes progresos prácticos a lo largo de mi aperreada existencia, pero había aprendido, de todos modos, los principios adecuados de etiqueta propios de la servidumbre. Gracias a esas disposiciones, Baryton y yo nos habíamos hecho muy amigos en seguida, yo nunca le contrariaba, comía poco en la mesa. Un ayudante simpático, en una palabra, de lo más económico y nada ambicioso, nada amenazador.
Vigny-sur-Seine se presenta entre dos esclusas, entre sus dos oteros desprovistos de vegetación, es un pueblo que se transforma en suburbio. París va a absorberlo.
Pierde un jardín por mes. La publicidad, desde la entrada, lo vuelve abigarrado como un ballet ruso. La hija del ordenanza sabe hacer cócteles. Sólo el tranvía se empeña en pasar a la historia, no se irá sin revolución. La gente está inquieta, los hijos ya no tienen el mismo acento que sus padres. Te encuentras como incómodo, al pensarlo, de ser aún de Seine-et-Oise. Se está produciendo el milagro. El último parterre desapareció con la llegada de Laval al Ministerio y las asistentas cobran veinte céntimos más por hora desde las vacaciones. Se ha establecido un
bookmaker.
La empleada de la estafeta de correos compra novelas pederásticas e imagina otras mucho más realistas. El cura dice «mierda» cada dos por tres y da consejos sobre la Bolsa a los que son buenos. El Sena ha matado sus peces y se americaniza entre una fila doble de volquetes-tractores-remolcadores que le forman al ras de las riberas una terrible dentadura postiza de basuras y chatarra. Tres corredores de terrenos acaban de ir a la cárcel. Nos vamos organizando.
Esa transformación local del terreno no pasó inadvertida a Baryton. Lamentaba con amargura que no se le hubiera ocurrido comprar otros terrenos más en el valle contiguo veinte años antes, cuando aún te rogaban que te los quedaras por veinte céntimos el metro, como una tarta rancia. Los buenos tiempos pasados. Por fortuna, su Instituto Psicoterapéutico se defendía aún muy bien. Pero no sin problemas. Las insaciables familias no cesaban de reclamarle, de exigirle, una y mil veces sistemas más modernos de cura, más eléctricos, más misteriosos, más todo… Mecanismos más modernos sobre todo, aparatos más impresionantes y al minuto, además, y no le quedaba más remedio que adoptarlos, so pena de verse superado por la competencia… por esas casas similares emboscadas en los oquedales vecinos de Asniéres, Passy, Montretout, al acecho, también ellas, de todos los viejos chochos de lujo.
Se apresuraba, Baryton, guiado por Parapine, a adaptarse al gusto del momento, al mejor precio, por supuesto, en rebajas, en tiendas de ocasión, en saldos, pero sin cesar, a base de nuevos artefactos eléctricos, pneumáticos, hidráulicos, a fin de parecer así cada vez mejor equipado para correr tras las chifladuras de los quisquillosos y acaudalados internos. Gemía por verse obligado a utilizar esos aparatos inútiles… a granjearse el favor de los propios locos…
«Cuando abrí mi manicomio —me confiaba un día, desahogándose por sus pesares— era justo antes de la Exposición, la grande… Éramos, constituíamos, los alienistas, un número muy limitado de facultativos y mucho menos curiosos y depravados que hoy, ¡le ruego que me crea!… Ninguno de nosotros intentaba entonces estar tan loco como el cliente… Aun no había aparecido la moda de delirar con el pretexto de curar mejor, moda obscena, fíjese, como casi todo lo que nos llega del extranjero…
»En los tiempos en que me inicié, los médicos franceses, Ferdinand, ¡aún se respetaban! No se creían obligados a desatinar al mismo tiempo que sus enfermos… ¿Para ponerse a tono seguramente?… ¿Qué sé yo? ¡Complacerlos! ¿Adónde nos va a conducir eso?… ¡Dígame usted!… A fuerza de ser más astutos, más mórbidos, más perversos que los perseguidos más trastornados de nuestros manicomios, de revolearnos con una especie de nuevo orgullo fangoso en todas las insanias que nos presentan, ¿adónde vamos?… ¿Está usted en condiciones de tranquilizarme, Ferdinand, sobre la suerte de nuestra razón?… ¿E incluso del simple sentido común?… A este ritmo, ¿qué nos va a quedar del sentido común? ¡Nada! ¡Es de prever! ¡Absolutamente nada! Puedo predecírselo… Es evidente…
»En primer lugar, Ferdinand, ¿es que ante una inteligencia realmente moderna no acaba todo valiendo lo mismo? ¡Ya no hay blanco! ¡Ni negro tampoco! ¡Todo se deshilacha!… ¡Es el nuevo estilo! ¡La moda! ¿Por qué, entonces, no volvernos locos nosotros mismos?… ¡Al instante! ¡Para empezar! ¡Y jactarnos de ello, además! ¡Proclamar el gran pitote espiritual! ¡Hacernos publicidad con nuestra demencia! ¿Quién puede contenernos? ¡Dígame, Ferdinand! ¿Algunos escrúpulos humanos, supremos y superfluos?… ¿Y qué insípidas timideces más? ¿Eh?… Mire, Ferdinand, cuando escucho a algunos de nuestros colegas y, fíjese bien, algunos de los más estimados, los más buscados por la clientela y las Academias, ¡llego a preguntarme adónde nos conducen!… ¡Es infernal, la verdad! ¡Esos insensatos me desconciertan, me angustian, me demonizan y sobre todo me asquean! Sólo de oírlos comunicar, durante uno de esos congresos modernos, los resultados de sus investigaciones familiares, ¡soy presa de un terror pánico, Ferdinand! Mi razón me traiciona sólo de escucharlos… Poseídos, viciosos, capciosos y marrulleros, esos favoritos de la psiquiatría reciente, a fuerza de análisis superconscientes nos precipitan a los abismos… ¡A los abismos, sencillamente! Una mañana, si no reaccionan ustedes, los jóvenes, vamos a pasar, entiéndame bien, Ferdinand, vamos a pasar… a fuerza de estirarnos, de sublimarnos, de calentarnos el entendimiento… al otro lado de la inteligencia, al lado infernal, ¡al lado del que no se vuelve!… Por lo demás, ¡parece como si ya estuvieran encerrados, esos listillos, en el sótano de los condenados, a fuerza de masturbarse el caletre día y noche!
»Digo bien, día y noche, ¡porque ya sabe usted, Ferdinand, que ya ni siquiera por la noche cesan de fornicarse en todos los sueños, esos asquerosos!… ¡Con eso está dicho todo!… ¡Y venga devanarse el caletre! ¡Y venga dilatarlo! ¡Y venga tiranizármelo!… Y ya no hay, a su alrededor, sino una bazofia asquerosa de desechos orgánicos, una papilla de síntomas de delirios en compota, que les chorrea y gotea por todos lados… Tenemos las manos pringadas de lo que queda del espíritu, pegajosas, estamos grotescos, de desprecio, de hedor. Todo va a desplomarse, Ferdinand, todo se desploma, se lo predigo yo, el viejo Baryton, ¡y dentro de muy poco!… ¡Y ya verá usted, Ferdinand, la inmensa desbandada! ¡Porque usted es joven aún! ¡Ya la verá!… ¡Ah! ¡Prepárese para los goces! ¡Pasarán todos ustedes a casa del vecino! ¡Hala! ¡De un buen ataque de delirio más! ¡Uno de más! ¡Y brum! ¡Derechitos al manicomio! ¡Por fin! ¡Se verán liberados, como dicen! ¡Hace mucho que los ha tentado demasiado! ¡Una audacia de aúpa va a ser! Pero, cuando estén en el manicomio, amigos míos, ¡les aseguro que se quedarán en él!
»Recuerde bien esto, Ferdinand, ¡el comienzo del fin de todo es la desmesura! Yo estoy en buenas condiciones de contarle cómo empezó la gran desbandada… ¡Por las fantasías desmesuradas comenzó! ¡Por las exageraciones extranjeras! ¡Ni mesura ni fuerza ya! ¡Estaba escrito! Entonces, ¿a la nada todo el mundo? ¿Por qué no? ¿Todos? ¡Pues claro que sí! Por lo demás, no es que vayamos, ¡es que corremos hacia ella! ¡Una auténtica avalancha! ¡Yo lo he visto, Ferdinand, el espíritu, ceder poco a poco su equilibrio y después disolverse en la gran empresa de las ambiciones apocalípticas! Eso comenzó hacia 1900… ¡Ésa es la fecha! A partir de esa época, ya no hubo en el mundo en general y en la psiquiatría en particular sino una carrera frenética a ver quién se volvía más perverso, más salaz, más original, más repugnante, más creador, como dicen, que el compañero… ¡Bonito batiburrillo!… ¡A ver quién se encomendaría lo más pronto posible al monstruo, a la bestia sin corazón y sin comedimiento!… Nos comerá a todos, la bestia, Ferdinand, ¡está claro y lo apruebo!… ¿La bestia? ¡Una gran cabeza que avanza como quiere!… ¡Sus guerras y sus babas llamean ya hacia nosotros y desde todas partes!… ¡Ya estamos en pleno diluvio! ¡Sencillamente! ¡Ah, nos aburríamos, al parecer, en el consciente! ¡Ya no nos aburriremos más! Empezamos a darnos por culo, para variar… Y entonces nos pusimos al instante a sentir las “impresiones” y las “intuiciones”… ¡Como mujeres!…
»Por lo demás, ¿acaso es necesario aún, en el extremo a que hemos llegado, molestarse en utilizar término tan traicionero como el de “lógica”?… ¡Pues claro que no! Más bien es como un estorbo, la lógica, ante sabios psicólogos infinitamente sutiles como los que nuestra época produce, progresistas de verdad… ¡No me atribuya usted por ello desprecio de las mujeres! ¡Ni mucho menos! ¡Bien lo sabe usted! Pero, ¡no me gustan sus impresiones! Yo soy un animal de testículos, Ferdinand, y, cuando tengo un hecho, me cuesta soltarlo… Hombre, mire, el otro día me ocurrió una buena en ese sentido… Me pidieron que ingresara a un escritor… Desatinaba, el escritor… ¿Sabe usted lo que gritaba desde hacía más de un mes? “¡Se liquida!… ¡Se liquida!…” ¡Así vociferaba, por toda la casa! Ése sí que sí… No había duda… ¡Había pasado al otro lado de la inteligencia!… Pero es que precisamente le costaba lo indecible liquidar… Un antiguo estrechamiento lo intoxicaba con orina, le atrancaba la vejiga… Yo no acababa nunca de sondarlo, de descargarle gota a gota… La familia insistía en que eso le venía, pese a todo, de su genio… De nada servía que les explicara, a la familia, que era más bien la vejiga la que tenía enferma, el escritor, seguían en sus trece… Para ellos, había sucumbido a un momento de exceso de genio y se acabó… No me quedó más remedio que adherirme a su opinión al final. Sabe usted, ¿verdad?, lo que es una familia. Imposible hacer comprender a una familia que un hombre, pariente o no, no es, al fin y al cabo, sino podredumbre en suspenso… Se negaría a pagar por una podredumbre en suspenso.»
Desde hacía más de veinte años, Baryton no acababa nunca de satisfacerlas en sus vanidades puntillosas, a las familias. Le amargaban la vida. Pese a ser paciente y muy equilibrado, tal como yo lo conocí, conservaba en el corazón un antiguo resto de odio muy rancio hacia las familias… En el momento en que yo vivía junto a él, estaba harto e intentaba en secreto y con tesón liberarse, substraerse, de una vez por todas de la tiranía de las familias, de un modo o de otro… Cada cual tiene sus razones para evadirse de su miseria íntima y cada uno de nosotros, para conseguirlo, saca de sus circunstancias un camino ingenioso. ¡Felices aquellos que tienen bastante con el burdel!
Parapine, por su parte, parecía feliz de haber elegido el camino del silencio. En cambio, Baryton, hasta más adelante no lo comprendí, se preguntaba en conciencia si conseguiría alguna vez deshacerse de las familias, de su sujeción, de las mil trivialidades repugnantes de la psiquiatría alimentaria, de su estado, en una palabra. Tenía tal deseo de cosas absolutamente nuevas y diferentes, que estaba maduro en el fondo para la huida y la evasión, lo que explica seguramente sus peroratas críticas… Su egoísmo reventaba bajo las rutinas. Ya no podía sublimar nada, quería irse simplemente, llevarse su cuerpo a otra parte. No tenía nada de músico, Baryton, conque necesitaba derribar todo como un oso, para acabar de una vez.
Se liberó, él, que se creía razonable, mediante un escándalo de lo más lamentable. Más adelante intentaré contar, con detalle, cómo sucedió.
En lo que a mí respectaba, por el momento, el oficio de ayudante en su casa me parecía perfectamente aceptable.
Las rutinas del tratamiento no eran nada pesadas, si bien de vez en cuando era presa de cierto desasosiego, evidentemente; cuando, por ejemplo, había conversado demasiado tiempo con los internos, me arrastraba entonces como un vértigo, como si me hubieran llevado lejos de mi orilla habitual, los internos, consigo, como quien no quiere la cosa, de una frase corriente a otra, con palabras inocentes, hasta el centro mismo de su delirio. Me preguntaba, por un breve instante, cómo salir de él y si por ventura no estaba encerrado de una vez por todas con su locura, sin sospecharlo.
Me mantenía en el peligroso borde de los locos, en su lindero, por así decir, a fuerza de ser siempre amable con ellos, mi carácter. No zozobraba, pero me sentía todo el tiempo en peligro, como si me hubieran atraído solapadamente a los barrios de su ciudad desconocida. Una ciudad cuyas calles se volvían cada vez más difusas, a medida que avanzabas entre sus borrosas casas, las ventanas desdibujadas y mal cerradas, entre rumores ambiguos. Las puertas, el suelo en movimiento… Te daban ganas, de todos modos, de ir un poco más allá a fin de saber si tendrías fuerza para recuperar la razón, de todos modos, entre los escombros. No tarda en volverse vicio, la razón, como el buen humor y el sueño, en los neurasténicos. Ya no puedes pensar sino en tu razón. Ya todo va mal. Se acabó la diversión.
Todo iba, pues, así, de dudas en dudas, cuando llegamos a la fecha del 4 de mayo. Fecha famosa, aquel 4 de mayo. Me sentía por casualidad tan bien aquel día, que era como un milagro. Setenta y ocho pulsaciones. Como después de un buen almuerzo. ¡Cuando, mira por dónde, todo se puso a dar vueltas! Me agarré. Todo se volvía bilis. Las personas empezaron a poner caras muy extrañas. Me parecían haberse vuelto ásperas como limones y más malintencionadas aún que antes. Por haber trepado demasiado alto, seguramente, demasiado imprudente, a lo alto de la salud, había recaído ante el espejo, a mirarme envejecer, con pasión.
Son incontables los hastíos, las fatigas, cuando llegan esos días mierderos, acumulados entre la nariz y los ojos; hay sitio, en ellos, para años de varios hombres. Más que de sobra para un hombre.
Pensándolo bien, de repente habría preferido volver al instante al Tarapout. Sobre todo porque Parapine había dejado de hablarme, a mí también. Pero ya no tenía nada que hacer en el Tarapout. Es duro que el único consuelo material y espiritual que te quede sea tu patrón, sobre todo cuando es un alienista y no estás ya demasiado seguro de tu propia cabeza. Hay que resistir. No decir nada. Aún podíamos hablar de mujeres; era un tema inofensivo gracias al cual confiaba aún en poder divertirlo de vez en cuando. En ese sentido, concedía cierto crédito a mi experiencia, modesta y asquerosa competencia.
No era malo que Baryton me considerara en conjunto con algo de desprecio. Un patrón se siente siempre un poco tranquilizado por la ignominia de su personal. El esclavo debe ser, a toda costa, un poco despreciable e incluso mucho. Un conjunto de pequeñas taras crónicas, morales y físicas, justifica la suerte que lo abruma. La Tierra gira mejor así, ya que cada cual se encuentra en el lugar que merece.