La persona a la que utilizas debe ser vil, vulgar, condenada a la ruina, eso alivia; sobre todo porque nos pagaba muy mal, Baryton. En esos casos de avaricias agudas, los patronos se muestran siempre un poco recelosos e inquietos. Fracasado, degenerado, golfo, servicial, todo se explicaba, se justificaba y se armonizaba, en una palabra. No le habría desagradado, a Baryton, que me hubiera buscado un poco la policía. Eso es lo que te vuelve servicial.
Por lo demás, yo había renunciado, desde hacía mucho, a cualquier clase de amor propio. Ese sentimiento me había parecido siempre superior a mi condición, mil veces demasiado dispendioso para mis recursos. Me sentía muy bien por haberlo sacrificado de una vez por todas.
Ahora me bastaba con mantenerme en un equilibrio soportable, alimentario y físico. El resto, la verdad, ya no me importaba en absoluto. Pero, de todos modos, me costaba mucho trabajo surcar ciertas noches, sobre todo cuando el recuerdo de lo que había ocurrido en Toulouse venía a despertarme durante horas enteras.
Imaginaba entonces, no podía evitarlo, toda clase de continuaciones dramáticas de la caída de la tía Henrouille en su fosa de las momias y el miedo me subía desde los intestinos, me atenazaba el corazón y me lo mantenía, latiendo, hasta hacerme saltar fuera de la piltra para recorrer mi habitación en un sentido y luego en el otro hasta el fondo de la sombra y hasta la mañana. Durante esos ataques, llegaba a perder la esperanza de recuperar alguna vez bastante despreocupación como para poder quedarme dormido de nuevo. Así, pues, no creáis nunca de entrada en la desgracia de los hombres. Limitaos a preguntarles si aún pueden dormir… En caso de que sí, todo va bien. Con eso basta.
Yo no iba a conseguir nunca más dormir del todo. Había perdido, como de costumbre, esa confianza, la que hay que tener, realmente inmensa, para quedarse dormido del todo entre los hombres. Habría necesitado al menos una enfermedad, una fiebre, una catástrofe concreta, para poder recuperar un poco esa indiferencia, neutralizar mi inquietud y recuperar la tranquilidad idiota y divina. Los únicos días soportables que puedo recordar a lo largo de muchos años fueron los de una gripe con mucha fiebre.
Baryton no me preguntaba nunca por mi salud. Por lo demás, procuraba también no ocuparse de la suya. «¡La ciencia y la vida forman mezclas desastrosas, Ferdinand! Procure siempre no cuidarse, créame… Toda pregunta hecha al cuerpo se convierte en una brecha… Un comienzo de inquietud, una obsesión…» Tales eran sus principios biológicos simplistas y favoritos. En una palabra, se hacía el listo. «¡Con lo conocido tengo bastante!», decía también con frecuencia. Para deslumbrarme.
Nunca me hablaba de dinero, pero era para más pensar en él, en la intimidad.
Yo guardaba en la conciencia, sin comprenderlos aún del todo, los enredos de Robinson con la familia Henrouille y con frecuencia intentaba contarle aspectos y episodios de ellos a Baryton. Pero eso no le interesaba en absoluto. Prefería mis historias de África, sobre todo las relativas a los colegas que había conocido casi por todas partes, a sus prácticas médicas poco comunes, extrañas o equívocas.
De vez en cuando, en el manicomio, teníamos una alarma a causa de su hija, Aimée. De repente, a la hora de la cena no aparecía ni en el jardín ni en su habitación. Por mi parte, yo siempre me esperaba encontrarla un buen día descuartizada detrás de un bosquecillo. Con nuestros locos andando por todos lados, le podía suceder lo peor.
Por lo demás, había escapado por los pelos a la violación, muchas veces ya. Y entonces venían los gritos, las duchas, las aclaraciones interminables. De nada servía prohibirle que pasara por ciertas avenidas demasiado ocultas; volvía a ellas, aquella niña, sin remedio, a los recovecos. Su padre no dejaba de azotarla todas las veces y de modo memorable. De nada servía. Creo que le gustaba todo aquello.
Al cruzarnos con los locos por los pasillos, al adelantarlos, nosotros, el personal, teníamos que ir un poco en guardia. A los alienados les resulta aún más fácil matar que a los hombres normales. Conque se había vuelto como una costumbre colocarnos, para cruzarnos con ellos, con la espalda contra la pared, siempre listos para recibirlos con un patadón en el bajo vientre, al primer gesto. Te espiaban, pasaban. Locura aparte, nos comprendíamos perfectamente.
Baryton deploraba que ninguno de nosotros supiera jugar al ajedrez. Tuve que ponerme a aprender ese juego sólo por complacerlo.
Durante el día, se distinguía, Baryton, por una actividad fastidiosa y minúscula, que volvía la vida muy cansina a su alrededor. Todas las mañanas se le ocurría una idea de índole trivialmente práctica. Substituir el papel en rollos de los retretes por papel en folios desplegables nos obligó a pensar durante toda una semana, que desperdiciamos en resoluciones contradictorias. Por último, se decidió que esperaríamos al mes de los saldos para dar una vuelta por los almacenes. Después de eso, surgió otra preocupación ociosa, la de los chalecos de franela… ¿Había que llevarlos debajo?… ¿O encima de la camisa?… ¿Y la forma de administrar el sulfato de sodio?… Parapine eludía, mediante un silencio tenaz, esas controversias subintelectuales.
Estimulado por el aburrimiento, yo había acabado contando a Baryton muchas más aventuras que las que había conocido en todos mis viajes, ¡estaba agotado! Y entonces le tocó el turno a él de ocupar enteramente la conversación vacante sólo con sus propuestas y reticencias minúsculas. No había escapatoria. Me había podido por agotamiento. Y yo no disponía, como Parapine, de una indiferencia absoluta para defenderme. Al contrario, tenía que responderle a pesar mío. Ya no podía por menos de discutir por motivos fútiles, hasta el infinito, sobre los méritos comparativos del cacao y el café con leche… Me hechizaba a base de tontería.
Volvíamos a empezar a propósito de cualquier cosa, de las medias para varices, de la corriente farádica óptima, del tratamiento de las celulitis en la región del codo… Yo había llegado a farfullar exactamente de acuerdo con sus indicaciones y sus inclinaciones, a propósito de cualquier cosa, como un técnico de verdad. Me acompañaba, me precedía en ese paseo infinitamente meningítico, Baryton; me saturó la conversación para la eternidad. Parapine se reía con ganas para sus adentros, al oírnos desfilar entre nuestras porfías, que duraban lo que los tallarines, al tiempo que espurreaba el mantel con perdigones del burdeos del patrón.
Pero, ¡paz para el recuerdo del Sr. Baryton, el muy cabrón! Acabé, de todos modos, haciéndolo desaparecer. ¡Me hizo falta mucho genio!
Entre las clientas cuya custodia me habían confiado en especial, las más pejigueras me daban una lata que para qué. Sus duchas por aquí… Sus sondas por allá… Sus vicios, sevicias, y sus grandes agujeros, que había que tener siempre limpios… Una de las jóvenes pacientes era la causa de bastantes de las reprimendas que me echaba el patrón. Destruía el jardín arrancando las flores, era su manía, y a mí no me gustaban las reprimendas del patrón…
«La novia», como la llamábamos, una argentina, de físico no estaba nada mal, pero, en lo moral, sólo tenía una idea, la de casarse con su padre. Conque las flores iban todas, una tras otra, a parar, cosidas, al gran velo blanco que llevaba día y noche, a todas partes. Un caso del que su familia, religiosa fanática, se avergonzaba horriblemente. Ocultaban su hija al mundo y con ella su idea. Según Baryton, sucumbía a las inconsecuencias de una educación demasiado rígida, demasiado severa, de una moral absoluta, que, por así decir, le había estallado en la cabeza.
A la hora del crepúsculo, hacíamos regresar a todos, después de mucho llamarlos, y, además, pasábamos por las habitaciones sobre todo para impedirles, a los excitados, tocarse demasiado frenéticamente antes de dormirse. El sábado por la noche era muy importante moderarlos y prestar mucha atención, porque el domingo, cuando venían los parientes, les causaba muy mala impresión encontrarlos pálidos, a los pacientes, de tanto masturbarse.
Todo aquello me recordaba el caso de Bébert y el jarabe. En Vigny administraba grandes cantidades de aquel jarabe. Había conservado la fórmula. Había acabado creyendo en él.
La portera del manicomio tenía un pequeño comercio de caramelos, con su marido, auténtico cachas, al que recurríamos de vez en cuando, para los casos duros.
Así pasaban las cosas y los meses, bastante agradables, en resumen, y no habría habido demasiados motivos para quejarse, si a Baryton no se le hubiera ocurrido de pronto otra dichosa idea nueva.
Desde hacía mucho, seguramente, se preguntaba si no podría tal vez utilizarme más y mejor aún por el mismo precio. Conque había acabado encontrando el modo.
Un día, tras el almuerzo, sacó su idea. Primero hizo que nos sirvieran una fuente llena de mi postre favorito, fresas con nata. Aquello me pareció de lo más sospechoso. En efecto, apenas había acabado de jalarme su última fresa, cuando me abordó imperioso.
«Ferdinand —me dijo—, me pregunto si le parecería a usted bien dar unas lecciones de inglés a mi hijita Aimée… ¿Qué me dice usted?… Sé que tiene usted un acento excelente… Y en el inglés, verdad, ¡el acento es esencial!… Y, además, sin intención de halagarlo, es usted, Ferdinand, la complacencia en persona.»
«Pues, claro que sí, señor Baryton», le respondí, desprevenido.
Y quedamos, en el acto, en que daría a Aimée, la mañana siguiente, su primera lección de inglés. Y siguieron otras, así sucesivamente, durante semanas…
A partir de aquellas lecciones de inglés fue cuando entramos todos en un período absolutamente turbio, equívoco, durante el cual los acontecimientos se sucedieron a un ritmo que ya no era, ni mucho menos, el de la vida corriente.
Baryton quiso asistir a todas las lecciones que yo daba a su hija. Pese a toda mi solicitud inquieta, a la pobre Aimée no se le daba, a decir verdad, nada bien el inglés. En el fondo, no le importaba, a la pobre Aimée, saber lo que todas aquellas palabras nuevas querían decir. Se preguntaba incluso qué queríamos de ella todos, al insistir, viciosos, así para que retuviera realmente su significado. No lloraba, pero le faltaba muy poco. Habría preferido, Aimée, que la dejaran arreglárselas con el poquito francés que ya sabía, cuyas dificultades y facilidades le bastaban de sobra para ocupar su vida entera.
Pero su padre, por su parte, no lo veía así. «¡Tienes que llegar a ser una joven moderna, Aimée!… —la animaba, incansable, para consolarla—. Yo, tu padre, he sufrido mucho por no haber sabido bastante inglés para desenvolverme como Dios manda entre la clientela extranjera… ¡Anda! ¡No llores, querida!… Escucha al Sr. Bardamu, tan paciente, tan amable y, cuando sepas, a tu vez, pronunciar los
the
con la lengua como él te muestra, te regalaré, te lo prometo, una bonita bicicleta ni-que-la-da…»
Pero no tenía deseos de pronunciar los
the
ni los
enough,
Aimée, pero es que ninguno… Era él, el patrón, quien los pronunciaba por ella, los
the
y los
rough,
y hacía muchos otros progresos, pese a su acento de Burdeos y su manía por la lógica, gran obstáculo para el inglés. Durante un mes, dos meses así. A medida que se desarrollaba en el padre la pasión por aprender el inglés, Aimée tenía cada vez menos ocasión de forcejear con las vocales. Baryton me acaparaba, ya no me soltaba, me sorbía todo mi inglés. Como nuestras habitaciones eran contiguas, por la mañana podía oírlo, mientras se vestía, transformar ya su vida íntima en inglés.
The coffee is black… My shirt is white… The garden is green… How are you today Bardamu?,
gritaba a través del tabique. Muy pronto cogió gusto a las formas más elípticas de la lengua.
Con aquella perversión iba a llevarnos muy lejos… En cuanto hubo tomado contacto con la literatura importante, nos fue imposible parar… Tras ocho meses de progresos tan anormales, había llegado casi a reconstituirse enteramente en el plano anglosajón. Así consiguió al tiempo asquearme del todo, dos veces seguidas.
Poco a poco habíamos ido dejando a la pequeña Aimée fuera de las conversaciones y, por tanto, cada vez más tranquila. Volvió, apacible, entre sus nubes, sin pedir explicaciones. No iba a aprender el inglés, ¡y se acabó! ¡Todo para Baryton!
Volvió el invierno. Llegó la Navidad. En las agencias anunciaban billetes de ida y vuelta para Inglaterra a precio reducido… Al pasar por los bulevares con Parapine, cuando lo acompañaba al cine, los había visto yo, esos anuncios… Había entrado incluso en una de las agencias para informarme sobre los precios.
Y después en la mesa, entre otras cosas, dije dos palabras a Baryton sobre el asunto. Al principio no pareció interesarle, mi información. La dejó pasar. Yo estaba convencido incluso de que la había olvidado del todo, cuando una noche fue él mismo quien se puso a hablarme de ello para rogarme que le trajera los prospectos.
Entre sesión y sesión de literatura inglesa, jugábamos muchas veces al billar japonés y al chito en una de las celdas de aislamiento, bien provista de barrotes sólidos, situada justo encima del chiscón de la portera.
Baryton destacaba en los juegos de destreza. Parapine apostaba a menudo el aperitivo con él y lo perdía todas las veces. Pasábamos en aquella salita de juegos improvisada veladas enteras, sobre todo durante el invierno, cuando llovía, para no estropearle los salones al patrón. En ocasiones, si bien raras, colocaban, en aquella misma salita de juego, a un agitado en observación.
Mientras rivalizaban en destreza, Parapine y el patrón, jugando al chito sobre el tapiz o sobre el suelo, yo me divertía, si puedo expresarme así, intentando experimentar las mismas sensaciones que un preso en su celda. Era una sensación que me faltaba. Con voluntad puedes llegar a sentir amistad por los tipos raros que pasan por los barrios de los suburbios. Al final de la jornada sientes piedad ante la barahúnda que forman los tranvías al traer de París, a los empleados, de vuelta a casa en grupitos dóciles. Al primer desvío, después de la tienda de comestibles, se acabó su derrota. Van a derramarse despacio en la noche. Apenas te da tiempo a contarlos. Pero raras veces me dejaba Baryton soñar a gusto. En plena partida de chito seguía, petulante, con sus insólitas interrogaciones.
«How do yo say
“imposible” en
english,
Ferdinand?…»
En una palabra, nunca se cansaba de hacer progresos. Tendía con toda su estupidez hacia la perfección. Ni siquiera quería oír hablar de aproximaciones ni de concesiones. Por fortuna, una crisis me libró de él. Veamos lo esencial.