Cuando no estás acostumbrado a los primores de la mesa y del bienestar, te embriagan fácilmente. La verdad pierde el culo para abandonarte. Basta con muy poquito siempre para que te deje libre. No te aferras a la verdad. En esa abundancia repentina de placeres, eres, antes de que te des cuenta, presa del delirio megalómano. Yo me puse a divagar, a mi vez, mientras hablaba de urticaria a la primita. Sales de las humillaciones cotidianas intentando, como Robinson, ponerte en consonancia con los ricos, mediante las mentiras, monedas del pobre. A todos nos da vergüenza nuestra carne mal presentada, nuestra osamenta deficitaria. No podía decidirme a mostrarles mi verdad; era indigna de ellos, como mi trasero. Tenía que causar, a toda costa, buena impresión.
A sus preguntas me puse a responder con ocurrencias, como antes Robinson al anciano señor. ¡Me sentí, a mi vez, embargado por la soberbia!… ¡Que si mi numerosa clientela!… ¡Que si el exceso de trabajo!… Que si mi amigo Robinson… el ingeniero, que me había ofrecido hospitalidad en su hotelito tolosano…
Y es que, además, cuando ha comido y bebido bien, el anfitrión es fácil de convencer. ¡Por fortuna! ¡Todo cuela! Robinson me había precedido en la dicha furtiva de las trolas improvisadas; seguirlo no exigía ya apenas esfuerzo.
Con las gafas ahumadas que llevaba, Robinson, no se podía apreciar bien el estado de sus ojos. Atribuimos, generosos, su desgracia a la guerra. Desde ese momento, nos vimos acomodados, realzados social y patrióticamente hasta la altura de ellos, nuestros anfitriones, sorprendidos un poco, al principio, por la fantasía del marido, el pintor, a quien su situación de artista mundano forzaba, de todos modos, a algunas acciones insólitas de vez en cuando… Se pusieron, los invitados, a considerarnos de verdad a los tres de lo más amables e interesantes.
En su calidad de prometida, Madelon tal vez no desempeñara su papel todo lo púdicamente que requería la ocasión; excitaba a todo el mundo, incluidas las mujeres, hasta el punto de que yo me preguntaba si no iría a acabar todo aquello en una orgía. No. La conversación fue languideciendo, rota por el esfuerzo baboso de ir más allá de las palabras. No ocurrió nada.
Seguíamos aferrados a las frases y clavados a los cojines, muy atontados por el intento común de hacernos felices, más profunda, más calurosamente y aún un poco más, unos a otros, con el cuerpo ahíto, con el espíritu exclusivamente, haciendo todo lo posible para mantener todo el placer del mundo en el presente, todo lo maravilloso que conocíamos en nosotros y en el mundo, para que el vecino empezara a disfrutarlo también y nos confesara, el vecino, que era eso, exacto, lo que buscaba, tan admirable, que sólo le faltaba esa dádiva nuestra precisamente, desde hacía tantos y tantos años, para ser por fin perfectamente feliz, ¡y para siempre! ¡Que por fin le habíamos revelado su propia razón de ser! Y que había que ir a decírselo a todo el mundo entonces, ¡que había encontrado su razón de ser! ¡Y que bebiéramos otra copa juntos para festejar y celebrar aquella delectación y que durase siempre así! ¡Que no cambiáramos nunca más de encanto! ¡Que sobre todo no volviéramos a los tiempos abominables, a los tiempos sin milagros, a los tiempos de antes de conocernos!… ¡Todos juntos en adelante! ¡Por fin! ¡Siempre!…
El patrón, por su parte, no pudo por menos de romper el encanto.
Tenía la manía de hablarnos de su pintura, que lo traía por la calle de la amargura, de sus cuadros, a todo trance y con cualquier motivo. Así, por su imbecilidad obstinada, aun ebrios, la trivialidad volvió a embargarnos, abrumadora. Vencido ya, fui a dirigirle algunos cumplidos muy sinceros y resplandecientes, al patrón, felicidad en frases para los artistas. Eso era lo que necesitaba. En cuanto los hubo recibido, mis cumplidos, fue como un coito. Se dejó caer en uno de los sofás hinchados de a bordo y se quedó dormido en seguida, muy a gusto, feliz evidentemente. Los invitados, entretanto, se acariciaban mutuamente las facciones con miradas plomizas y mutuamente fascinadas, indecisos entre el sueño casi invencible y las delicias de una digestión milagrosa.
Yo, por mi parte, economicé ese deseo de dormitar y me lo reservé para la noche. Los miedos, supervivientes de la jornada, alejan demasiado a menudo el sueño y, cuando tienes la potra de hacerte, mientras puedes, con una pequeña provisión de beatitud, habrías de ser muy imbécil para desperdiciarla en fútiles cabezadas previas. ¡Todo para la noche! ¡Es mi lema! Hay que pensar todo el tiempo en la noche. Y, además, que estábamos invitados también para la cena, era el momento de recuperar el apetito…
Aprovechamos el sopor reinante para escabullirnos. Realizamos los tres una salida de lo más discreta, evitando a los invitados adormecidos y agradablemente desparramados en torno al acordeón de la patrona. Los ojos de ésta, dulcificados por la música, pestañeaban en busca de la sombra. «Hasta luego», nos dijo, cuando pasamos junto a ella y su sonrisa se acabó en un sueño.
No fuimos demasiado lejos, los tres, sólo hasta el lugar que yo había descubierto, en que el río hacía un recodo entre dos filas de álamos, altos álamos muy puntiagudos. Se veía desde allí todo el valle e incluso el pueblecito, a lo lejos, en su hueco, arrugado en torno al campanario plantado como un claro en el rojo del cielo.
«¿A qué hora tenemos un tren para volver?», se inquietó al instante Madelon.
«¡No te preocupes! —la tranquilizó él—. Nos van a acompañar en coche, así hemos quedado… Lo ha dicho el patrón… Tienen coche…»
Madelon no volvió a insistir. Seguía ensimismada de placer. Una jornada de verdad excelente.
«Y tus ojos, Léon, ¿qué tal?», le preguntó entonces.
«Mucho mejor. No quería decirte nada aún, porque no estaba seguro, pero creo que sobre todo con el izquierdo empiezo a poder contar incluso las botellas sobre la mesa… He bebido de lo lindo, ¿te has fijado? ¡Y estaba bueno!…»
«El izquierdo es el lado del corazón», observó Madelon, dichosa. Estaba muy contenta, es comprensible, de que mejoraran los ojos de él.
«¡Bésame, entonces, y déjame besarte!» le propuso él. Yo empezaba a sentirme de sobra junto a sus efusiones. Sin embargo, me resultaba difícil alejarme, porque no sabía bien por dónde irme. Hice como que iba a hacer una necesidad detrás del árbol, en espera de que se les pasara. Eran cosas tiernas las que se decían. Yo los oía. Los diálogos de amor más insulsos son siempre, de todos modos, un poco graciosos, cuando conoces a las personas. Y, además, que nunca les había oído decir cosas así.
«¿Es verdad que me quieres?» le preguntaba ella.
«¡Tanto como a mis ojos!», le respondía él.
«¡No es poco lo que acabas de decir, Léon!… Pero, ¡aún no me has visto, Léon!… Tal vez cuando me veas con tus propios ojos y no sólo con los de los demás, ya no me quieras… Entonces volverás a ver a las otras mujeres y a lo mejor las amarás a todas… ¿Como tus amigos?…»
Esa observación, como quien no quiere la cosa, iba por mí. No me equivocaba yo… Creía que estaba lejos y no podía oírla… Así, que echó el resto… No perdía el tiempo… Él, el amigo, se puso a protestar. «Pero, ¡bueno!…», decía. ¡Y que si todo eso eran simples suposiciones! Calumnias…
«Yo, Madelon, ¡ni mucho menos! —se defendía—. ¡Yo no soy de ese estilo! ¿Qué es lo que te hace pensar que soy como él?… ¿Con lo buena que has sido conmigo, además?… ¡Yo me encariño! ¡Yo no soy un cabrón! Es para siempre, ya te lo he dicho, ¡sólo tengo una palabra! ¡Es para siempre! Tú eres bonita, ya lo sé, pero lo serás aún más cuando te haya visto… ¿Qué? ¿Estás contenta ahora? ¿Ya no lloras? ¡Más que eso no puedo decirte!»
«¡Eso sí que es bonito, Léon!», le respondía ella entonces, al tiempo que se apretaba contra él. Estaban haciéndose juramentos, ya no había quien los detuviese, el cielo no era ya bastante grande.
«Me gustaría que fueses siempre feliz conmigo… —le decía él, muy dulce, después—. Que no tuvieras nada que hacer y que tuvieses, sin embargo, todo lo que necesitaras…»
«¡Ah, qué bueno eres, Léon! Eres mejor de lo que pensaba… ¡Eres tierno! ¡Eres fiel! ¡Todo lo mejorcito!…»
«Es porque te adoro, cariñito mío…»
Y se excitaban aún más, con magreos. Y después, como para mantenerme alejado de su felicidad, volvían a dejarme como un trapo a mí.
Primero ella. «El doctor, tu amigo, es simpático, ¿verdad? —Volvía a la carga, como si no hubiera podido tragarme—. ¡Es simpático!… No quiero hablar mal de él, ya que es un amigo tuyo… Pero es un hombre que parece brutal, de todos modos, con las mujeres… No quiero hablar mal de él, porque creo que es verdad que te aprecia. Pero, en fin, no es mi estilo… Voy a decirte una cosa… No te enfadarás, ¿verdad? —No, no se enfadaba por nada, Léon—. Pues mira, me parece que le gustan, al doctor, como demasiado, las mujeres… Como los perros un poco, ¿me comprendes?… ¿No te parece a ti?… ¡Es como si les saltara encima, parece, siempre! Hace daño y se va… ¿No te parece? ¿Que es así?»
Le parecía, al cabronazo, le parecía todo lo que ella quisiese, le parecía incluso que lo que ella decía era de lo más exacto y gracioso. De lo más divertido. La animaba a continuar, se relamía de gusto.
«Sí, es muy cierto, eso que has notado en él, Madelon; es buena persona, Ferdinand, pero lo que se dice delicadeza no es que tenga, eso desde luego, y fidelidad tampoco, por cierto… ¡De eso estoy seguro!…»
«Has debido de conocerle amigas, ¿eh, Léon?»
Se informaba, la muy puta.
«¡La tira! —le respondió él, convencido—. Pero es que… mira… Para empezar… ¡No es exigente!…»
Había que sacar una conclusión de esas afirmaciones, de lo cual se encargó Madelon.
«Los médicos, ya es sabido, son todos unos guarros… La mayoría de las veces… Pero es que él, ¡me parece que es cosa mala en ese estilo!…»
«Ni que lo jures —aprobó él, mi buen, mi feliz amigo, y continuó—: Hasta tal punto, que muchas veces he pensado, de tan aficionado que lo he visto a eso, que tomaba drogas… Y, además, ¡es que tiene un aparato! ¡Si vieras qué tamaño! ¡No es natural…!»
«¡Ah, ah! —dijo Madelon, perpleja de pronto e intentando recordar mi aparato—. ¿Tú crees que tendrá enfermedades entonces?» Estaba muy inquieta, afligida de repente por esas informaciones íntimas.
«Eso no sé —se vio obligado a reconocer él, con pena—, no puedo asegurarlo… Pero no me extrañaría con la vida que lleva.»
«De todos modos, tienes razón, debe de tomar drogas… Debe de ser por eso por lo que es tan extraño a veces…»
Y de repente la cabecita de Madelon se puso a cavilar. Añadió: «En el futuro tendremos que desconfiar un poco de él…»
«¿No tendrás miedo, de todos modos? —le preguntó él—. No es nada tuyo, al menos… ¿No se te habrá insinuado?»
«Ah, eso no, vamos, ¡me habría negado! Pero nunca se sabe lo que se le puede ocurrir… Suponte, por ejemplo, que le da un ataque… ¡Les dan ataques, a esa gente que toma drogas!… Desde luego, ¡no sería yo quien fuera a su consulta!…»
«¡Yo tampoco, ahora que lo dices!», aprobó Robinson. Y más ternura y caricias…
«¡Cielito!… ¡Cielito mío!…» Lo acunaba…
«¡Mi niña!… ¡Mi niña!…», le respondía él. Y después silencios interrumpidos por arranques de besos.
«Dime en seguida que me quieres todas las veces que puedas, mientras te beso hasta el hombro…»
Empezaba en el cuello el jueguecito.
«¡Qué sofocada estoy!… —exclamaba ella resoplando—. ¡Me asfixio! ¡Dame aire!» Pero él no la dejaba respirar. Volvía a empezar. Yo, en el césped de al lado, intentaba ver lo que iba a ocurrir. Él le cogía los pezones entre los labios y jugueteaba con ellos. Jueguecitos, vamos. Yo también estaba sofocadísimo, embargado por un montón de emociones y maravillado, además, de mi indiscreción.
«Vamos a ser muy felices, ¿eh? Dime, Léon. Dime que estás bien seguro de que vamos a ser felices.»
Eso era el entreacto. Y después más proyectos para el futuro que no acababan nunca, como para rehacer todo un mundo con ellos, pero un mundo sólo para ellos dos, ¡ya lo creo! Fuera yo, sobre todo, de él. Parecía que no pudiesen acabar nunca de deshacerse de mí, de despejar su intimidad de mi asquerosa evocación.
«¿Hace mucho que sois amigos, Ferdinand y tú?»
Eso la inquietaba…
«Años, sí… Aquí… Allá… —respondió él—. Nos conocimos por casualidad, en los viajes… Él es un tipo al que le gusta conocer países… A mí también, en cierto sentido, conque es como si hubiéramos viajado juntos desde hace mucho… ¿Comprendes?…» Reducía así nuestra vida a trivialidades ínfimas.
«Bueno, pues, ¡vais a tener que dejar de ser tan amiguitos, cariño! ¡Y desde ahora, además!… —le respondió ella, muy decidida, rotunda—. ¡Esto se va a acabar!… ¿Verdad, cariño, que se va a acabar?… Conmigo solita vas a viajar tú ahora… ¿Me has entendido?… ¿Eh, cariño?…»
«Entonces, ¿estás celosa de él?», preguntó un poco desconcertado, de todos modos, el muy gilipollas.
«¡No! No estoy celosa de él, pero te quiero demasiado, verdad, Léon mío, quiero tenerte enterito para mí… No quiero compartirte con nadie… Y, además, es que ahora que yo te quiero, Léon mío, no es la clase de compañía que necesitas… Es demasiado vicioso… ¿Comprendes? ¡Dime que me adoras, Léon! ¡Y que me entiendes!»
«Te adoro.»
«Bien.»
Volvimos todos a Toulouse, aquella misma noche.
Dos días después se produjo el accidente. Tenía que marcharme, de todos modos, y, justo cuando estaba acabando la maleta para irme a la estación, oí a alguien gritar algo delante de la casa. Escuché… Tenía que bajar corriendo al panteón… Yo no veía a la persona que me llamaba así… Pero por el tono de voz debía de ser pero que muy urgente… Era urgente que acudiera, al parecer.
«¿No puedo esperar ni un minuto?», respondí, para no precipitarme… Debía de ser hacia las seis, justo antes de cenar íbamos a despedirnos en la estación, así habíamos quedado. Nos iba bien a todos así, porque la vieja tenía que volver un poco después a casa. Precisamente esa noche, por un grupo de peregrinos que esperaba en el panteón.
«¡Venga rápido, doctor!… —insistía la persona de la calle—. ¡Acaba de ocurrir una desgracia a la Sra. Henrouille!»
«¡Bueno, bueno!… —dije—. ¡Voy en seguida! ¡Entendido!… ¡Bajo ahora mismo!»
Pero para tener tiempo de serenarme un poco: «Vaya usted delante —añadí—. Dígales que ya llego… Que voy corriendo… El tiempo de ponerme los pantalones…»
«Pero, ¡es que es muy urgente! —insistía aún la persona—. ¡Le repito que ha perdido el conocimiento!… ¡Se ha abierto la cabeza, al parecer!… ¡Se ha caído por las escaleras del panteón!… ¡Rodando hasta abajo ha caído!…»