Al apearme en Toulouse, me encontré ante la estación bastante indeciso. Una cerveza en la cantina y ya me veía, de todos modos, deambulando por las calles. ¡Es divertido ir por ciudades desconocidas! Es el momento y el lugar en que puedes suponer que toda la gente que encuentras es amable. Es el momento del sueño. Puedes aprovechar que es el sueño para ir a matar un poco de tiempo al jardín público. Sin embargo, pasada cierta edad, a menos que haya razones familiares excelentes, tienes apariencia, como Parapine, de buscar a las niñas en el jardín público, has de andarte con ojo. Es preferible la pastelería, justo antes de cruzar la verja del jardín, bello establecimiento de la esquina decorado como un burdel con pajaritos que cubren los espejos de amplios biseles. Te ves en él comiendo, pensativo, infinitas garrapiñadas. Refugio para serafines. Las señoritas del establecimiento charlan a hurtadillas de sus asuntos del corazón así:
«Entonces le dije que podía venir a buscarme el domingo… Mi tía me oyó y me hizo una escena a causa de mi padre…»
«Pero, ¿no se volvió a casar tu padre?», la interrumpió la amiga.
«¿Qué tiene que ver que volviera a casarse?… Tiene derecho, de todos modos, a saber con quién sale su hija, ¿no?…»
Ésa era también la opinión de la otra señorita de la tienda. Lo que produjo una controversia apasionada entre todas las dependientas. En vano me mantenía yo en mi rincón, para no molestarlas, atiborrándome, sin interrumpirlas, de pastas y trozos de tarta, que, por cierto, no pagué, con la esperanza de que consiguieran resolver antes aquellos delicados problemas de precedencias familiares, seguían igual. Nada aclaraban. Su impotencia especulativa las hacía limitarse a odiar en plena confusión. Reventaban de irracionalidad, vanidad e ignorancia, las señoritas del establecimiento, y echaban chispas susurrándose mil injurias.
Pese a todo, me quedé fascinado con su cochina miseria. Me lancé por los borrachos. Ya es que ni los contaba. Ellas tampoco. Esperaba no tener que irme antes de que hubieran llegado a una conclusión… Pero la pasión las volvía sordas y luego mudas, a mi lado.
Agotada la hiel, se contenían, crispadas, al abrigo del mostrador de los pasteles, cada una de ellas invencible, cerrada, reprimida, cavilando el modo de sacarlo a relucir en otra ocasión, con mayor mala leche, de soltar, a la primera de cambio y con rabia, las memeces rabiosas e hirientes que supiesen de su compañera. Ocasión que, por cierto, no tardaría en presentarse, que provocarían… Desechos de argumentos al asalto de nada en absoluto. Había acabado sentándome para que me aturdieran mejor con el ruido incesante de las palabras, de los abortos de pensamiento, como en una orilla en que las olitas de pasiones incesantes nunca llegaran a organizarse. Escuchas, esperas, confías, aquí, allá, en el tren, en el café, en la calle, en el salón, en la portería, escuchas, esperas que la mala leche se organice, como en la guerra, pero se limita a agitarse y nunca ocurre nada, ni en el caso de esas pobres señoritas ni en los demás tampoco. Nadie viene a ayudarte. Una cháchara inmensa se extiende, gris y monótona, por encima de la vida como un espejismo de lo más desalentador. Dos damas entraron entonces y se rompió el deslucido encanto creado entre las señoritas y yo por la ineficaz conversación. Las clientas fueron objeto de la diligencia inmediata de todo el personal. Se adelantaban a servirles antes de que pidieran. Eligieron, aquí y allá, picaron pastas y tartas para llevar. En el momento de pagar aún se deshacían en cumplidos y pretendieron invitarse mutuamente a hojaldres «para tomar».
Una de ellas rehusó dando mil veces las gracias y explicando por los codos y en confianza, a las otras damas, muy interesadas, que su médico le había prohibido toda clase de dulces, que era maravilloso, su médico, que ya había hecho milagros con el estreñimiento en la ciudad y en otros lugares y que estaba curándola, a ella, entre otras, de una retención de caca que padecía desde hacía más de diez años, gracias a un régimen de lo más especial, gracias también a un medicamento maravilloso conocido sólo por él. Las damas no estaban dispuestas a dejarse superar tan fácilmente en el terreno del estreñimiento. Padecían más que nadie de estreñimiento. Protestaban. Exigían pruebas. La dama en tela de juicio se limitó a añadir que ahora hacía unas ventosidades, al ir al retrete, que eran como fuegos artificiales… que con sus nuevas deposiciones, todas muy bien construidas, muy resistentes, había de tener más cautela… A veces eran tan duras, las nuevas deposiciones maravillosas, que sentía un daño atroz en el trasero… Se le desgarraba… Conque se veía obligada a ponerse vaselina antes de ir al retrete. Era irrefutable.
Así salieron totalmente convencidas, aquellas clientas tan charlatanas, acompañadas hasta la puerta de la pastelería «Aux Petits Oiseaux» por todas las sonrisas del establecimiento.
El jardín público de enfrente me pareció apropiado para hacer un alto, en actitud de recogimiento, el tiempo justo de recobrar el ánimo antes de salir en busca de mi amigo Robinson.
En los parques provinciales los bancos permanecen casi todo el tiempo vacíos durante las mañanas laborables, junto a macizos repletos de cañacoros y margaritas. Cerca de los grutescos, sobre aguas totalmente cautivas, una barquita de zinc, rodeada de cenizas ligeras, se mantenía sujeta a la orilla con una cuerda enmohecida. El esquife navegaba el domingo, estaba anunciado en un cartel y el precio de la vuelta al lago también: «Dos francos.»
¿Cuántos años? ¿Estudiantes? ¿Fantasmas?
En todos los rincones de los jardines públicos hay, olvidados así, montones de sepulcritos cubiertos con las flores del ideal, bosquecillos llenos de promesas y pañuelos llenos de todo. Nada es serio.
De todos modos, ¡basta de quimeras! En marcha, me dije, en busca de Robinson y su iglesia de Sainte-Eponime y de ese panteón cuyas momias guardaba junto con la vieja. Yo había ido a ver todo aquello, tenía que decidirme.
Con un simón empecé a dar vueltas al trote, por el hueco de las umbrosas calles del casco antiguo, donde el día se queda enredado entre los tejados. Armábamos mucho escándalo con las ruedas tras el caballo, todo pezuña, de calzadas a pasarelas. Hace mucho que no se queman ciudades en el Mediodía. Nunca habían sido tan antiguas. Las guerras ya no pasan por allí.
Llegamos ante la iglesia de Sainte-Eponime, cuando daban las doce. El panteón estaba un poco más lejos, bajo un calvario. Me indicaron su emplazamiento en el centro de un jardincillo muy seco. Se entraba a aquella cripta por una especie de agujero con parapeto. De lejos divisé a la guardiana del panteón, una chica joven. Me apresuré a preguntarle por mi amigo Robinson. Estaba cerrando la puerta, aquella muchacha. Me sonrió muy amable para responderme y al instante me dio noticias y buenas.
Con la claridad del mediodía, desde el lugar donde nos encontrábamos, todo se volvía rosa a nuestro alrededor y las piedras desgastadas subían hacia el cielo a lo largo de la iglesia, como dispuestas a ir a fundirse en el aire, por fin, a su vez.
Debía de tener unos veinte años, la amiguita de Robinson, piernas muy firmes y prietas, busto chiquito de lo más agradable y cabecita menuda encima, bien dibujada, preciosa, de ojos tal vez demasiado negros y atentos, para mi gusto. De estilo nada soñador. Ella era quien escribía las cartas de Robinson, las que yo recibía. Me precedió con sus andares seguros hacia el panteón, pies, tobillos bien dibujados y también ligamentos de cachonda que debía de arquearse bien en el momento culminante. Manos breves, duras, firmes, manos de obrera ambiciosa. Giró la llave con un gestito seco. El calor bailaba a nuestro alrededor y temblaba por encima del piso. Hablamos de esto y aquello y después, abierta la puerta, se decidió, de todos modos, a enseñarme el panteón, pese a ser la hora del almuerzo. Yo empezaba a sentirme a gusto. Penetrábamos en el frescor en aumento tras su farol. Era muy agradable. Hice como que tropezaba entre dos peldaños para cogerme a su brazo, lo que nos hizo bromear y, al llegar a la tierra batida abajo, le di un besito en el cuello. Protestó al principio, pero no demasiado.
Al cabo de un momentito de afecto, me retorcí en torno a su vientre como un auténtico gusano enamorado. Nos mojábamos y remojábamos, viciosos, los labios, para la conversación de las almas. Le subí una mano despacio por los muslos arqueados; es agradable, con el farol en el suelo, porque se pueden contemplar al mismo tiempo los relieves en movimiento a lo largo de la pierna. Es una posición recomendable. ¡Ah! ¡No hay que perderse nada de momentos así! Bizqueas de gusto. Te sientes bien recompensado. ¡Qué impulso! ¡Qué buen humor de repente! La conversación se reanudó en otro tono, de confianza y sencillez. Éramos amigos. Lo primero, ¡darle al asunto! Acabábamos de economizar diez años.
«¿Acompañas a menudo a las visitas? —le pregunté entre resoplidos y con descaro. Pero al instante proseguí—: Es tu madre, ¿verdad?, la que vende las velas en la iglesia de al lado… El padre Protiste me habló también de ella.»
«Substituyo a la Sra. Henrouille sólo al mediodía… —respondió—. Por las tardes trabajo en una casa de modas… en la Rue du Théâtre… ¿Has pasado por delante del Teatro al venir?»
Me tranquilizó una vez más respecto a Robinson: se encontraba mucho mejor e incluso el especialista de los ojos pensaba que pronto vería lo bastante como para ir solo por la calle. Ya lo había intentado incluso. Era un presagio excelente. La tía Henrouille, por su parte, se declaraba encantada con la cripta. Hacía negocio y economías. Un único inconveniente: en la casa en que vivían, las chinches no dejaban dormir a nadie, sobre todo durante las noches de tormenta. Conque quemaban azufre. Al parecer, Robinson hablaba con frecuencia de mí y en términos aún elogiosos. De una cosa a otra, pasamos a la historia y las circunstancias de la boda.
Es cierto que con todo aquello aún no le había preguntado yo cómo se llamaba. Madelon se llamaba. Había nacido durante la guerra. Su proyecto de boda, al fin y al cabo, me venía muy bien. Madelon era nombre fácil de recordar. Seguro que sabía lo que hacía casándose con Robinson… A pesar de sus progresos, iba a ser siempre un inválido, en una palabra… Y, además, ella creía que sólo le había afectado a los ojos… Pero tenía los nervios enfermos, ¡y el ánimo, pues, y lo demás! Estuve a punto de decírselo, de avisarla… Las conversaciones sobre matrimonios nunca he sabido yo cómo orientarlas ni cómo salir de ellas.
Para cambiar de tema, sentí gran interés repentino por las cosas de la cripta y, puesto que venía de muy lejos para verla, era el momento de ocuparse de ella.
Con su farolito, Madelon y yo los hicimos salir de la sombra, a los cadáveres, de la pared, uno por uno. ¡Debían de hacerlos reflexionar, a los turistas! Pegados a la pared, como fusilados, estaban aquellos muertos hacía tiempo… No les quedaba ya ni piel ni huesos ni ropa… Un poco sólo de todo ello… En estado lamentable y agujereados por todas partes… El tiempo, que llevaba años royéndoles la piel, seguía sin soltarlos… Aún les desgarraba trozos de rostro, aquí y allá, el tiempo… Les agrandaba todos los agujeros y les encontraba aún largos cabos de epidermis, que la muerte había olvidado sobre los cartílagos. El vientre se les había vaciado de todo, pero ahora parecían tener una cunita de sombra en lugar de ombligo.
Madelon me explicó que en un cementerio de cal viva habían esperado más de quinientos años, los muertos, para llegar a aquel estado. No se habría podido decir que fueran cadáveres. La época de cadáveres había acabado de una vez por todas para ellos. Habían llegado a los confines del polvo, despacito.
Los había, en aquel panteón, grandes y pequeños, veintiséis en total, deseosos de entrar en la Eternidad. Aún no les dejaban. Mujeres con cofias colocadas en lo alto del esqueleto, un jorobado, un gigante e incluso un niño de pecho, muy acabadito, también él, con una especie de babero de encaje en torno al cuello, faltaría más, y un jirón de pañal.
Ganaba mucho dinero, la tía Henrouille, con aquellos restos de siglos. Cuando pienso que yo la había conocido, a ella, casi igual a aquellos fantasmas… Así volvimos a pasar despacio ante todos ellos, Madelon y yo. Una a una, sus cabezas, por llamarlas de algún modo, fueron apareciendo en silencio en el círculo de cruda luz de la lámpara. No es exactamente noche lo que tienen en el fondo de las órbitas, es aún una mirada casi, pero más dulce, como la de las personas que saben. Lo que molesta más que nada es su olor a polvo, que te retiene por la punta de la nariz.
La tía Henrouille no se perdía una visita con los turistas. Los hacía trabajar, a los muertos, como en un circo. Cien francos al día le proporcionaban en la temporada alta.
«¿Verdad que no tienen aspecto triste?», me preguntó Madelon. La pregunta era ritual.
La muerte no le decía nada, a aquella monina. Había nacido durante la guerra, época de muerte fácil. Yo sabía bien cómo se muere. Lo había aprendido. Hace sufrir atrozmente. Se puede contar a los turistas que esos muertos están contentos. No tienen nada que decir. La tía Henrouille les daba incluso palmaditas en el vientre, cuando aún les quedaba bastante pergamino encima y resonaban: «bum, bum». Pero eso tampoco es prueba de que todo vaya bien.
Por fin, volvimos a nuestros asuntos, Madelon y yo. Así, que era totalmente cierto que se encontraba mejor, Robinson. Yo, encantado. ¡Parecía impaciente por casarse, la amiguita! Debía de aburrirse de lo lindo en Toulouse. Allí eran raras las ocasiones de conocer a un muchacho que hubiese viajado tanto como Robinson. ¡Menudo si sabía historias! Verdaderas y no tan verdaderas también. Ya le había hablado mucho, por cierto, de América y de los trópicos. Era perfecto.
Yo también había estado, en América y en los trópicos. Yo también sabía historias. Me proponía contarlas. A fuerza de viajar juntos era como nos habíamos hecho amigos incluso, Robinson y yo. El farol se estaba apagando. Volvimos a encenderlo diez veces, mientras arreglábamos el pasado con el porvenir. Ella me negaba los senos, demasiado sensibles.
De todos modos, como la tía Henrouille iba a regresar de un momento a otro del almuerzo, tuvimos que volver a la luz del día por la escalerita empinada y frágil y difícil como una escala. Lo noté.
Por culpa de aquella escalerita tan estrecha y traidora, Robinson bajaba pocas veces a la cripta de las momias. A decir verdad, se quedaba más bien ante la puerta, charlando un poco con los turistas y entrenándose para encontrar la luz, por aquí y por allá, y a través de los ojos.