Tanta amabilidad me desarmaba. No me atrevía a insistir demasiado en quedarme por mi intimidad con la Madelon, intimidad que estaba volviéndose un poco peligrosa. La vieja empezaba a sospechar que había algo entre nosotros. Un estorbo.
Pero no iba a acompañarnos, la vieja, en aquel paseo. En primer lugar, no quería cerrar la cripta, ni siquiera por un solo día. Conque acepté quedarme y un hermoso domingo por la mañana nos pusimos en camino hacia el campo. A él, Robinson, lo llevábamos del brazo entre los dos. En la estación cogimos billetes de segunda. Olía de lo lindo a salchichón, de todos modos, en el compartimento, como en tercera. En un lugar que se llamaba Saint-Jean nos apeamos. Madelon parecía conocer bien la región y, además, en seguida se encontró con conocidos procedentes de todos los rincones. Se anunciaba un bonito día de verano, eso seguro. Mientras paseábamos, habíamos de contar todo lo que veíamos a Robinson. «Aquí hay un jardín… Ahí, mira, un puente y debajo un pescador… No pesca nada… Cuidado con esa bici…» Ahora, que el olor de las patatas fritas lo guiaba perfectamente. Fue él incluso quien nos llevó hasta la freiduría, donde las hacían, las patatas fritas, a cincuenta céntimos la ración. Siempre le habían gustado, las patatas fritas, desde que yo lo conocía, a Robinson, igual que a mí, por cierto. Es muy parisino, el gusto por las patatas fritas. Madelon, por su parte, prefería el vermut, seco y solo.
Los ríos lo pasan mal en el Mediodía. Parece que sufren, siempre están secándose. Colinas, sol, pescadores, peces, barcos, zanjas, lavaderos, viñas, sauces llorones, todo el mundo los quiere, todo los reclama. Les exigen demasiada agua, conque queda poca en el lecho del río. Parece en algunos puntos un camino un poco inundado más que un río de verdad. Como habíamos salido en busca de diversión, teníamos que apresurarnos para encontrarla. En cuanto acabamos las patatas fritas, decidimos dar una vuelta en barca, que nos distraería antes del almuerzo, yo remando, claro está, y ellos dos frente a mí, cogidos de la mano, Robinson y Madelon.
Conque salimos surcando las aguas, como se suele decir, y rozando el fondo aquí y allá, ella lanzando grititos y él no demasiado seguro tampoco. Moscas y más moscas. Libélulas que vigilaban el río con sus enormes ojos por doquier y moviendo la cola, temerosas. Un calor asombroso, como para hacer humear todas las superficies. Nos deslizábamos desde los anchos remolinos planos hasta las ramas muertas… Al ras de riberas ardientes pasamos, en busca de bocanadas de sombra que atrapábamos como podíamos detrás de árboles no demasiado acribillados por el sol. Hablar daba más calor aún, de ser posible. No nos atrevíamos a decir que nos sentíamos mal.
Robinson se cansó el primero, cosa natural, de la navegación. Entonces propuse que atracáramos delante de un restaurante. No éramos los únicos que habíamos tenido esa idea. Todos los pescadores de aquel tramo, la verdad, se habían instalado ya en la taberna, antes que nosotros, ávidos de aperitivos y parapetados tras sus sifones. Robinson no se atrevía a preguntarme si era cara, aquella tasca, que yo había elegido, pero al instante le quité esa preocupación asegurándole que todos los precios estaban anunciados y eran muy razonables. Era cierto. Ya no soltaba la mano de su Madelon.
Puedo decir ahora que pagamos en aquel restaurante como si hubiéramos comido, pero sólo habíamos intentado jalar. Más vale no hablar de los platos que nos sirvieron. Aún siguen allí.
Para pasar la tarde, después, organizar una sesión de pesca con Robinson era demasiado complicado y le habríamos apenado, pues ni siquiera habría visto el flotador. Pero a mí, por otro lado, la idea de remar, después del trago de la mañana, me ponía enfermo. Ya tenía bastante. Había perdido el entrenamiento de los ríos de África. Había envejecido en eso como en todo.
Para cambiar, de todos modos, de ejercicio, dije entonces que un paseíto a pie, simplemente, a lo largo de la orilla, nos sentaría pero que muy bien, al menos hasta aquellas hierbas altas que se veían a menos de un kilómetro de distancia, cerca de una cortina de álamos.
Ahí nos teníais de nuevo, a Robinson y a mí, en marcha y cogidos del brazo, mientras que Madelon nos precedía unos pasos más adelante. Era más cómodo para avanzar entre las hierbas. En un recodo del río oímos las notas de un acordeón. De una gabarra procedía, el sonido, una hermosa gabarra amarrada en aquel punto del río. La música hizo detener a Robinson. Era muy comprensible en su caso y, además, que siempre había sentido debilidad por la música. Conque, contentos de haber encontrado algo que lo divirtiera, nos sentamos en aquel césped mismo, menos polvoriento que el de la orilla en declive de al lado. Se veía que no era una gabarra corriente. Muy limpia y cuidada estaba, una gabarra para vivienda exclusivamente, no para carga, toda llena de flores y con una casilla muy peripuesta y todo, para el perro. Le describimos la gabarra, a Robinson. Quería enterarse de todo.
«Me gustaría mucho, a mí también, vivir en un barco como ése —dijo entonces—. ¿Y a ti?», fue y preguntó a Madelon.
«¡Anda, que ya sé adonde quieres ir a parar! —respondió ella—. Pero, ¡eso es muy caro, Léon! ¡Es mucho más caro aún, estoy segura, que una casa de alquiler!»
Nos pusimos, los tres, a pensar en lo que podía costar una gabarra así y no nos salía el cálculo… Cada uno daba una cifra. Por la costumbre que teníamos de contar en voz alta todo… La música del acordeón nos llegaba muy melosa, entretanto, e incluso la letra de una canción de acompañamiento… Al final, coincidimos en que debía de costar, tal cual, por lo menos cien mil francos, la gabarra. Como para dejarlo a uno turulato…
Ferme tes jolis yeux, car les heures sont brèves…
Au pays merveilleux, au doux pays du rê-e-eve
Eso era lo que cantaban en el interior, voces de hombres y mujeres mezcladas, desafinando un poco, pero muy agradables, de todos modos, gracias al lugar. No desentonaba con el calor, el campo, la hora que era y el río.
Robinson se empeñaba en contar miles y cientos. Le parecía que valía más aún, tal como se la habíamos descrito, la gabarra… Porque tenía una claraboya para ver mejor dentro y cobres por todos lados: lujo, vamos…
«Léon, no te canses —intentaba calmarlo Madelon—, túmbate en la hierba, que está muy mullida, y descansa un poco… Cien mil o quinientos mil, no está a nuestro alcance, ¿no?… Conque no vale la pena, verdad, que te hagas ilusiones…»
Pero estaba tumbado y se hacía ilusiones, de todos modos, con el precio, y quería enterarse a toda costa e intentar verla, la gabarra que valía tan cara…
«¿Tiene motor?», preguntaba… Nosotros no sabíamos.
Fui a mirar por detrás, ya que insistía, sólo por complacerlo, para ver si veía el tubo de un motorcito.
Ferme tes jolis yeux, car la vie n’est qu’un songe…
L’amour n’est qu’un menson-on-on-ge…
Ferme tes jolis yeuuuuuuux!
[25]
Seguían así cantando, dentro. Nosotros, por fin, caímos rendidos de cansancio… Nos adormilaban.
En determinado momento, el podenco de la casilla saltó afuera y fue a ladrar sobre la pasarela en nuestra dirección. Despertamos sobresaltados y nos pusimos a gritarle, al podenco. Miedo de Robinson.
Un tipo que parecía el propietario salió entonces al puente por la portezuela de la gabarra. ¡No quería que gritáramos a su perro y tuvimos unas palabras! Pero, cuando comprendió que Robinson estaba, por así decir, ciego, se calmó al instante, aquel hombre e incluso se mostró como un chorra. Dio marcha atrás y hasta se dejó llamar grosero para arreglar las cosas… Para resarcirnos, nos rogó que fuésemos a tomar café con él, en su gabarra, porque era su santo, fue y añadió. No quería que siguiésemos ahí, al sol, achicharrándonos, y que si patatín y que si patatán… Y que si veníamos al pelo, precisamente, porque eran trece a la mesa… Hombre joven era, el patrón, un fantasioso. Le gustaban los barcos, fue y nos explicó también… Comprendimos en seguida. Pero a su mujer le daba miedo el mar, conque habían amarrado allí, por así decir, sobre los guijarros. En la gabarra, parecieron muy contentos de recibirnos. Su esposa, en primer lugar, mujer bella que tocaba el acordeón como un ángel. Y, además, ¡que eso de habernos invitado a tomar café era amable, de todos modos, de su parte! ¡Podríamos haber sido sabe Dios qué! Era, en una palabra, una prueba de confianza por su parte… En seguida comprendimos que no debíamos desairar a aquellos encantadores anfitriones… Sobre todo ante sus invitados… Robinson tenía muchos defectos, pero era, de ordinario, un muchacho sensible. Para sus adentros, sólo por las voces, comprendió que había que comportarse bien y no soltar groserías. No íbamos bien vestidos, bien es verdad, pero sí muy limpios y decentes, de todos modos. El patrón de la gabarra, lo examiné de más cerca, debía de tener unos treinta años, con hermosos cabellos castaños y poéticos y un traje muy mono de estilo marinero, pero relamido. Su bella esposa tenía, por cierto, auténticos ojos «aterciopelados».
Acababan de terminar su almuerzo. Los restos eran copiosos. No rechazamos el trozo de tarta, ¡ni hablar! Ni el oporto para acompañarlo. Desde hacía mucho tiempo, no había oído yo voces tan distinguidas. Tienen una forma de hablar, las personas distinguidas, que te intimida y a mí me asusta, sencillamente, sobre todo sus mujeres, y, sin embargo, son simples frases mal paridas y presuntuosas, pero, eso sí, bruñidas como muebles antiguos. Dan miedo, sus frases, aun anodinas. Temes patinar encima de ellas, al responderles simplemente. Y hasta cuando cobran tono barriobajero para cantar canciones de pobres por diversión, lo conservan, ese acento distinguido, que te inspira recelo y asco, un acento en el que parece vibrar un latiguillo, siempre, el que se necesita, siempre, para hablar a los criados. Es excitante, pero al mismo tiempo te incita a cepillarte a sus mujeres, sólo para verla derretirse, su dignidad, como ellos la llaman…
Expliqué en voz baja a Robinson el mobiliario que había a nuestro alrededor, todo él antiguo. Me recordaba un poco la tienda de mi madre, pero más limpio y mejor arreglado, evidentemente. En casa de mi madre siempre olía a rancio.
Y, además, colgados en los tabiques, cuadros del patrón, infinidad. Pintor él. Fue su mujer la que me lo reveló y con mil remilgos, encima. Su mujer lo amaba, se veía, a su hombre. Era un artista, el patrón, hermoso sexo, hermosos cabellos, hermosas rentas, todo lo necesario para ser feliz; y, encima, el acordeón, amigos, ensueños en el barco, sobre las aguas escasas y que se arremolinaban, muy contentos de no partir nunca… Tenían todo aquello en su casa con toda la dulzura y el frescor precioso del mundo entre los visillos y el hálito del ventilador y la divina seguridad.
Puesto que habíamos acudido, debíamos ponernos en consonancia. Bebidas heladas y fresas con nata, primero, mi postre preferido. Madelon se moría de ganas de repetir. También ella se dejaba conquistar ahora por los buenos modales. Los hombres la consideraban simpática, a Madelon, el suegro sobre todo, ricachón él, parecía muy contento de tenerla a su lado, a Madelon, y venga desvivirse para agradarle. Venga buscar por toda la mesa más golosinas, sólo para ella, que estaba dándose una panzada, de nata. Por lo que decía, era viudo, el suegro. ¡Menudo si lo había olvidado! Al cabo de poco, con los licores, Madelon tenía una curda de cuidado. El traje que llevaba Robinson y el mío también chorreaban fatiga y temporadas y más temporadas, pero en el refugio en que nos encontrábamos podía ser que no se viera. De todos modos, yo me sentía un poco humillado en medio de los demás, tan respetables en todo, limpios como americanos, tan bien lavados, tan bien educados, listos para concursos de elegancia.
Madelon, ya piripi, no se contenía demasiado bien. Con su fino perfil puntiagudo dirigido a las pinturas, contaba tonterías; la anfitriona, que se daba cuenta un poco, volvió al acordeón para remediarlo, mientras todos cantaban y nosotros también en sordina, pero desafinando y sin gracia, la misma canción que un poco antes oíamos fuera y después otra.
Robinson había encontrado el medio de entablar conversación con un señor anciano que parecía conocerlo todo sobre la cultura del cacao. Tema apropiado. Un colonial, dos coloniales. «Cuando estaba yo en África —oí, para mi gran sorpresa, afirmar a Robinson—, cuando era ingeniero agrónomo de la Compañía Porduriére —repetía—, ponía a cosechar a la población entera de una aldea… etc.» No podía verme, conque se despachaba a gusto… Con ganas… Falsos recuerdos… Deslumbraba al señor anciano… ¡Mentiras! Lo único que se le ocurría para ponerse a la altura del anciano competente. Él siempre tan reservado, Robinson, en su lenguaje, me irritaba y afligía al divagar así.
Lo habían instalado, con todos los honores, en un gran diván lleno de perfumes, con una copa de coñac en la mano derecha, mientras que con la otra evocaba con gestos ampulosos la majestad de las junglas vírgenes y los furores de los tornados ecuatoriales. Estaba disparado, disparado de lo lindo… Alcide se habría tronchado de risa, si hubiera estado allí, en un rincón. ¡Pobre Alcide!
No se puede negar, estábamos lo que se dice a gusto, en su gabarra. Sobre todo porque empezaba a alzarse una brisita del río y en los marcos de las ventanas flotaban los visillos encañonados como banderitas alegres.
Otra ronda de helados y después champán. Era su santo, lo había repetido cien veces, el patrón. Se había propuesto obsequiar por una vez a todos e incluso a los transeúntes. A nosotros por una vez. Durante una hora, dos, tres tal vez, estaríamos todos reconciliados bajo su batuta, seríamos todos amigos, los conocidos y los demás e incluso los extraños, e incluso nosotros tres, a quienes habían recogido en la ribera, a falta de algo mejor, para no ser trece a la mesa. Iba a ponerme a cantar mi cancioncilla de alborozo y después cambié de parecer, demasiado orgulloso de pronto, consciente. Conque me pareció oportuno revelarles, para justificar mi invitación, pese a todo, en un arranque impulsivo, ¡que acababan de invitar en mi persona a uno de los médicos más distinguidos de la región parisina! ¡No podía sospecharlo, aquella gente, por mi pinta, evidentemente! ¡Ni por la mediocridad de mis compañeros! Pero, en cuanto supieron mi rango, se declararon encantados, halagados y, sin más tardar, todos y cada uno se pusieron a iniciarme en las desdichas particulares de su cuerpo; aproveché para aproximarme a la hija de un empresario, una primita muy robusta que padecía precisamente urticaria y eructos agrios a la más mínima.