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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

Viaje al fin de la noche (64 page)

BOOK: Viaje al fin de la noche
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La era de esos gozos vivos, de las grandes armonías innegables, fisiológicas, comparativas, está aún por venir… El cuerpo, divinidad sobada por mis vergonzosas manos… Manos de hombre honrado, cura desconocido… Permiso primero de la Muerte y las Palabras… ¡Cuántas cursilerías apestosas! El hombre distinguido va a echar un polvo embadurnado con una espesa mugre de símbolos y acolchado hasta la médula… Y después, ¡que pase lo que pase! ¡Buen asunto! La economía de no excitarse, al fin y al cabo, sino con reminiscencias… Se poseen las reminiscencias, se pueden comprar, hermosas y espléndidas, una vez por todas, las reminiscencias… La vida es algo más complicado, la de las formas humanas sobre todo. Atroz aventura. No hay otra más desesperada. Al lado de ese vicio de las formas perfectas, la cocaína no es sino un pasatiempo para jefes de estación.

Pero, ¡volvamos a nuestra Sophie! Su simple presencia parecía una audacia en nuestra casa enfurruñada, atemorizada y equívoca.

Tras un tiempo de vida en común, seguíamos contentos, desde luego, de contarla entre nuestras enfermeras, pero no podíamos, sin embargo, por menos de temer que un día se pusiera a descomponer el conjunto de nuestras infinitas prudencias o simplemente tomara conciencia una mañana de nuestra lastimosa realidad…

¡Ignoraba aún, Sophie, la suma de nuestros encenagados abandonos! ¡Un hatajo de fracasados! La admirábamos, viva junto a nosotros, por el simple hecho de alzarse, venir a nuestra mesa, volverse a marchar… Nos hechizaba…

Y, todas las veces que hacía esos gestos tan sencillos, sentíamos sorpresa y gozo. Hacíamos como progresos de poesía sólo con admirarla por ser tan bella y tanto más inconsciente que nosotros. El ritmo de su vida brotaba de fuentes distintas de las nuestras… Rastreras para siempre, las nuestras, babosas.

Aquella fuerza alegre, precisa y suave a la vez, que la animaba desde la cabellera hasta los tobillos nos turbaba, nos inquietaba de modo encantador, pero nos inquietaba, ésa es la palabra.

Nuestro áspero saber sobre las cosas de este mundo hacía ascos a ese gozo, aun cuando el instinto saliera ganando, siempre ahí el saber, temeroso en el fondo, refugiado en el sótano de la existencia, acostumbrado a lo peor, por experiencia.

Tenía, Sophie, esos andares alados, ágiles y precisos, que se encuentran, tan frecuentes, casi habituales, en las mujeres de América, los andares de los elegidos del porvenir, a quienes la vida lleva, ambiciosa y ligera aún, hacia nuevas formas de aventuras… Velero con tres mástiles de alegría tierna rumbo al Infinito…

Parapine, por su parte, pese a no ser lírico precisamente en materia de atracción, se sonreía a sí mismo, cuando ella había salido. El simple hecho de contemplarla te sentaba bien en el alma. Sobre todo a mí, para ser justos, consumiéndome de deseo.

Para sorprenderla, hacerla perder un poco de esa soberbia, de ese como poder y prestigio que había adquirido sobre mí, Sophie, rebajarla, en una palabra, humanizarla un poco a nuestra mezquina medida, yo entraba en su habitación mientras ella dormía.

Ofrecía un espectáculo muy distinto entonces, Sophie, familiar y, sin embargo, sorprendente, tranquilizador también. Sin ostentación, casi sin tapar, atravesada en la cama, con las piernas en desorden, carnes húmedas y abiertas, forcejeaba con la fatiga…

Se cebaba en el sueño, Sophie, en las profundidades del cuerpo, roncaba. Ése era el único momento en que yo la encontraba a mi alcance. No más hechizos. No más cachondeo. Pura y simple seriedad. Se afanaba en el revés, por así decir, de la existencia, extrayéndole vida… Tragona era en esos momentos, borracha incluso a fuerza de absorberla. Había que verla tras aquellas sesiones de soñarrera, toda hinchada aún y, bajo su piel rosa, los órganos que no cesaban de extasiarse. Estaba graciosa entonces y ridícula como todo el mundo. Titubeaba de felicidad durante unos minutos más y después toda la luz del día caía sobre ella y, como tras el paso de una nube demasiado cargada, recobraba el vuelo, gloriosa, liberada…

Da gusto echar un palo así. Es muy agradable tocar ese momento en que la materia se vuelve vida. Subes hasta la llanura infinita que se abre ante los hombres. Gritas: ¡Aaah! ¡Y aaah! Gozas todo lo que puedes ahí encima y es como un gran desierto…

De entre nosotros, sus amigos más que sus patronos, yo era, creo, el más íntimo. Ahora, que me engañaba puntualmente, he de reconocerlo, con el enfermero del pabellón de los agitados, antiguo bombero, por mi bien, según me explicaba, para no agotarme, por los trabajos intelectuales que yo estaba haciendo y que armonizaban bastante mal con los accesos de su temperamento. Lo que se dice por mi bien. Me ponía los cuernos por higiene. Era muy dueña.

Todo aquello, en definitiva, sólo me habría causado placer, pero no podía quitarme de la conciencia la historia de Madelon. Acabé contándoselo todo un día, a Sophie, para ver qué decía. Me desahogué un poco, al contarle mis problemas. Estaba harto, desde luego, de las disputas interminables y de los rencores provocados por sus amores desgraciados y Sophie me daba la razón en todo aquello.

Ya que habíamos sido amigos, Robinson y yo, le parecía a ella que debíamos reconciliarnos todos, sencillamente, como buenos amigos, y lo más pronto posible. Era el consejo de un buen corazón. Tienen muchos corazones buenos así, en Europa central. Sólo, que no estaba demasiado al corriente de los caracteres ni de las reacciones de la gente de por aquí. Con las mejores intenciones del mundo, me aconsejaba lo menos indicado. Me di cuenta de que se había equivocado, pero ya era demasiado tarde.

«Deberías volver a verla, a Madelon —me aconsejó—, debe de ser buena chica en el fondo, por lo que me has contado… Sólo, que tú la provocaste, ¡y estuviste de lo más brutal y asqueroso con ella!… Le debes excusas e incluso un regalo bonito para hacerla olvidar…» Así se hacía en su país. En una palabra, iniciativas muy corteses me aconsejaba, pero poco prácticas.

Seguí sus consejos, sobre todo porque vislumbraba, al cabo de todos aquellos melindres, acercamientos diplomáticos y remilgos, una posible partida entre cuatro que sería de lo más divertida, vamos, renovadora incluso. Mi amistad se volvía, siento decirlo, bajo la presión de los acontecimientos y de la edad, solapadamente erótica. Traición. Sophie me ayudaba, sin quererlo, a traicionar en aquel momento. Era demasiado curiosa como para no gustar de los peligros, Sophie. De madera excelente, nada protestona, persona que no intentaba minimizar las ocasiones de la vida, que no desconfiaba por principio de ésta. Mi estilo mismo. Más lanzada aún. Comprendía la necesidad de los cambios en las distracciones de la jodienda. Disposición aventurera, más rara que la hostia, hay que reconocerlo, entre las mujeres. No había duda, habíamos elegido bien.

Le habría gustado, y a mí me parecía muy natural, que pudiera darle algunos detalles sobre el físico de Madelon. Temía parecer torpe junto a una francesa, en la intimidad, sobre todo por el gran renombre de artistas en ese terreno que se les ha atribuido a las francesas en el extranjero. En cuanto a soportar, además, a Robinson, para complacerme, y se acabó, consentiría. No la excitaba lo más mínimo, Robinson, según me decía, pero, en resumidas cuentas, estábamos de acuerdo. Era lo principal. Bien.

Esperé un poco a que una buena ocasión se presentara para decir dos palabras a Robinson sobre mi proyecto de reconciliación general. Una mañana en que estaba en el economato copiando las observaciones médicas en el registro, el momento me pareció oportuno para mi intento y lo interrumpí para preguntarle con toda sencillez qué le parecería una iniciativa por mi parte ante Madelon para que quedara olvidado el violento pasado reciente… Y si podría en la misma ocasión presentarle a Sophie, mi nueva amiga… Y si no pensaba, por último, que había llegado el momento de que todos tuviéramos una explicación de una vez y como buenos amigos.

Primero vaciló un poco, bien lo advertí, y después me respondió, pero sin entusiasmo, que no veía inconveniente… En el fondo, creo que Madelon le había anunciado que yo intentaría volver a verla con un pretexto u otro. De la bofetada del día en que ella había venido a Vigny no dije ni pío.

No podía arriesgarme a que me echara una bronca entonces y me llamase bestia en público, pues, al fin y al cabo, si bien éramos amigos desde hacía mucho, en aquella casa estaba a mis órdenes, de todos modos. Lo primero, la autoridad.

Era el momento de dar ese paso, el mes de enero. Decidimos, porque era más cómodo, que nos encontraríamos todos en París un domingo, que iríamos después al cine juntos y que tal vez pasaríamos primero un momento por la verbena de Batignolles, siempre que no hiciese demasiado frío fuera. Robinson había prometido llevarla a la verbena de Batignolles. Se pirraba por las verbenas, Madelon, según me dijo él. ¡Venía al pelo! Para la primera vez que volvíamos a vernos, sería mejor que fuese con ocasión de una fiesta.

¡La verdad es que nos dimos un atracón de verbena con los ojos! ¡Y con la cabeza también! ¡Bim y bum! ¡Y más bum! ¡Y empujones por aquí! ¡Y empujones por allá! ¡Y venga gritos! Y ahí nos teníais a todos en el barullo, ¡con luces, jaleo y demás! ¡Y viva el tino, la audacia y el cachondeo! ¡Hale! Cada cual intentaba parecer animado, pero un poco distante, de todos modos, para hacer ver a la gente que normalmente nos divertíamos en otra parte, en lugares mucho más caros,
expensifs
como se dice en inglés.

Astutos y alegres cachondos aparentábamos ser, pese al cierzo, humillante también, y ese miedo deprimente a ser demasiado generosos con las distracciones y tener que lamentarlo mañana, tal vez durante toda una semana incluso.

Un gran eructo de música sube de la noria. No consigue vomitar su vals de
Fausto,
la noria, pero hace todo lo posible. Le baja, el vals, y le vuelve a subir en torno al techo redondo, que gira con sus mil tartas de luz en bombillas. No es cómodo. El órgano sufre de música en el tubo de su vientre. ¿Qué tal un trozo de turrón? ¿O, mejor, el tiro al blanco? ¡A elegir!…

Entre nosotros, la más hábil, con el ala del sombrero alzada por delante, en el tiro, era Madelon. «¡Mira! —dijo a Robinson—. ¡Yo no tiemblo! ¡Y eso que hemos bebido de lo lindo!» Con eso os hacéis idea del tono exacto de la conversación. Acabábamos de salir del restaurante. «¡Otra más!» ¡Madelon la ganó, la botella de champán! «¡Ping y pong! ¡Y blanco!» Entonces le hice una apuesta: a que no me atrapaba en los coches de choque. «¿Que no? —respondió, muy animada—. ¡Cada cual al suyo!» ¡Y hale! Yo estaba contento de que hubiese aceptado. Era un medio de aproximarme a ella. Sophie no era celosa. Tenía motivos.

Conque Robinson subió detrás con Madelon en un coche y yo en otro delante con Sophie, ¡y nos pegamos una de golpes! ¡Toma castaña! ¡Toma ciribicundia! Pero en seguida vi que no le gustaba eso de que la zarandearan, a Madelon. Tampoco a él, por cierto, a Robinson, le gustaba ya eso. La verdad es que no estaba a gusto con nosotros. En el pasillo, cuando nos agarrábamos a las barandillas, unos marineros se pusieron a sobarnos por la fuerza, a hombres y mujeres, y nos hicieron proposiciones. Nos entró canguelo. Nos defendimos. Nos reímos. Llegaban de todos lados, los sobones, y, además, ¡con música, arrebato y cadencia! Recibes en esas especies de toneles con ruedas tales sacudidas, que cada vez que te dan se te salen los ojos de las órbitas. ¡Alegría, vamos! ¡Violencia con cachondeo! ¡Todo un acordeón de placeres! Me habría gustado hacer las paces con Madelon antes de abandonar la verbena. Yo insistía, pero ella ya no respondía a mis iniciativas. Nada, que no. Me ponía mala cara incluso. Me mantenía a distancia. Yo estaba perplejo. No estaba de humor, Madelon. Yo había esperado otra cosa. Físicamente había cambiado también, por cierto, y en todo.

Observé que, al lado de Sophie, desmerecía, estaba mustia. La amabilidad le sentaba mejor, pero parecía que ahora supiese cosas superiores. Eso me irritó. Con gusto la habría abofeteado de nuevo para hacerla entrar en razón o, si no, que me dijera, a mí, eso superior que sabía.

Pero, ¡a sonreír tocaban! Estábamos en la verbena, ¡no habíamos ido a lloriquear! ¡Había que celebrarlo!

Había encontrado trabajo en casa de una tía suya, iba contando a Sophie, después, mientras caminábamos. En la Rue du Rocher, una tía corsetera. No íbamos a ponerlo en duda.

No era difícil de comprender, desde ese momento, que para lo de la reconciliación el encuentro había sido un fracaso. Y para mi plan también, había sido un fracaso. Un desastre incluso.

Había sido un error volver a verse. Sophie, por su parte, aún no comprendía bien la situación. No se daba cuenta de que, al volver a vernos, acabábamos de complicar las cosas… Robinson debería haberme dicho, haberme avisado, que era terca hasta ese punto… ¡Una lástima! ¡En fin! ¡Catapún! ¡Chin, chin! ¡Ánimo, que no se diga! ¡Hale, a la oruga! Yo lo propuse, invitaba yo, para intentar acercarme una vez más a Madelon. Pero se escabullía constantemente, me evitaba, aprovechaba la multitud para subirse a otra banqueta, delante, con Robinson; estaba yo guapo. Olas y remolinos de obscuridad nos atontaban. No había nada que hacer, concluí para mis adentros. Y Sophie ya era de mi opinión. Comprendía que en todo aquello había sido yo víctima de mi imaginación de obseso y salido. «¡Mira! ¡Está ofendida! Me parece que lo mejor sería dejarlos tranquilos ahora… Nosotros podríamos quizás ir a dar una vuelta por el Chabanais antes de volver a casa…» Era una propuesta que le gustaba mucho, a Sophie, porque había oído hablar mucho del Chabanais, cuando aún se encontraba en Praga, y estaba deseando conocerlo, el Chabanais, para poder juzgar por sí misma. Pero calculamos que nos saldría demasiado caro, el Chabanais, para la cantidad de dinero que habíamos cogido. Conque tuvimos que interesarnos de nuevo por la verbena.

Robinson, mientras estábamos en la oruga, debía de haber tenido una escena con Madelon. Bajaron de lo más irritados, los dos, de aquel carrusel. Estaba visto que aquel día estaba ella de mírame y no me toques. Para calmar los ánimos, les propuse una distracción muy entretenida: un concurso de pesca al cuello de las botellas. Madelon aceptó refunfuñando. Y, sin embargo, nos ganó todo lo que quiso. Llegaba con su anillo justo encima del cuello de la botella, ¡e iba y te lo metía en menos que canta un gallo! ¡Tris, tras! Listo. El hombre de la caseta no daba crédito a sus ojos. Le entregó, de premio, «una media Grand-Duc de Malvoison». Para que os hagáis idea del tino que tenía. Pero, aun así, no quedó satisfecha. No la iba a beber… nos anunció al instante… Que si era malo… Conque fue Robinson quien la abrió para beberla. ¡Zas! ¡Y empinando el codo bien! Una gracia en su caso, pues no bebía, por así decir, nunca.

BOOK: Viaje al fin de la noche
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