El viaje es la búsqueda de esa nulidad, de ese modesto vértigo para gilipollas…
Se reían con ganas, las cuatro visitantes de Lola, al oírme pronunciar así mi rimbombante confesión de Jean-Jacques de pacotilla ante ellas. Me aplicaron un montón de nombres que, con las deformaciones americanas de su habla zalamera e indecente, apenas comprendí. Chorbas patéticas.
Cuando entró el criado negro para servir el té, guardamos silencio.
Sin embargo, una de aquellas visitantes debía de tener más vista que las demás, pues anunció en voz bien alta que yo estaba temblando de fiebre y que debía de padecer también una sed fuera de lo normal. La merienda que sirvieron me gustó mucho, pese a mi tembleque. Aquellos
sandwiches
me salvaron la vida, puedo asegurarlo.
Siguió una conversación sobre los méritos comparativos de las casas de tolerancia parisinas, sin que yo me tomara la molestia de participar en ella. Aquellas bellezas probaron muchos más licores complicados y después, totalmente animadas y confidenciales bajo su influencia, enrojecieron hablando de «matrimonios». Pese a estar muy ocupado con la manducatoria, no pude dejar de notar al tiempo que se trataba de matrimonios muy especiales, debían de ser incluso uniones entre sujetos muy jóvenes, entre niños, por los cuales recibían comisiones.
Lola advirtió que yo seguía la conversación con atención y curiosidad. Me lanzaba miradas bastante severas. Había dejado de beber. Los hombres que conocía allí, Lola, los americanos, no pecaban, como yo, de curiosos, nunca. Me mantuve con cierta dificultad dentro de los límites de su vigilancia. Tenía ganas de hacer mil preguntas a aquellas mujeres.
Por fin, las invitadas acabaron dejándonos, se marcharon con movimientos torpes, exaltadas por el alcohol y sexualmente reavivadas. Se excitaban perorando con un erotismo curioso: elegante y cínico. Yo presentía en aquello un regusto isabelino cuyas vibraciones me habría gustado mucho sentir yo también, muy preciosas, desde luego, y concentradas al máximo en la punta de mi órgano. Pero aquella comunión biológica, decisiva durante un viaje, aquel mensaje vital, tan sólo pude presentirlos, con gran disgusto, por cierto, y tristeza acrecentada. Incurable melancolía.
En cuanto hubieron cruzado la puerta, las amigas, Lola se mostró francamente excitada. Aquel intermedio le había desagradado profundamente. Yo no dije ni pío.
«¡Qué brujas!», renegó unos minutos después.
«¿De qué las conoces?», le pregunté.
«Son amigas de toda la vida…»
No estaba dispuesta a hacer más confidencias por el momento.
Por sus modales, bastante arrogantes, para con ella, me había parecido que aquellas mujeres tenían, en cierto medio, ascendiente sobre Lola e incluso una autoridad bastante grande, innegable, indiscutible. Nunca iba a saber yo nada más.
Lola dijo que debía salir, pero me invitó a quedarme esperándola allí, en su casa, y comiendo un poco, si aún tenía hambre. Como había abandonado el Laugh Calvin sin pagar la cuenta y sin intención tampoco de volver, ni mucho menos, me alegró mucho la autorización que me concedía, unos momentos más de calorcito antes de ir a afrontar la calle, ¡y qué calle, señores!…
En cuanto me quedé solo, me dirigí por un pasillo hacia el lugar de donde había visto salir al negro a su servicio. A medio camino del
office,
nos encontramos y le estreché la mano. Me condujo, confiado, a su cocina, lindo lugar bien ordenado, mucho más lógico y vistoso que el salón.
Al instante, se puso a escupir ante mí sobre el magnífico embaldosado y como sólo los negros saben hacerlo, lejos, copiosa, perfectamente. También yo escupí por cortesía, pero como pude. En seguida entramos en confidencias. Lola, según me informó, poseía un barco-salón en el río, dos autos en la carretera y una bodega con licores de todos los países del mundo. Recibía catálogos de los grandes almacenes de París. Así mismo. Se puso a repetirme sin fin aquellas mismas informaciones escuetas. Dejé de escucharlo.
Mientras dormitaba junto a él, me vino a la memoria el pasado, los tiempos en que Lola me había dejado en el París de la guerra. Aquella caza, persecución, emboscada, verbosa, falsa, cauta, Musyne, los argentinos, sus barcos llenos de carne, Topo, las cohortes de destripados de la Place Clichy, Robinson, las olas, el mar, la miseria, la cocina tan blanca de Lola, su negro y nada más y yo en medio como cualquier otro. Todo podía continuar. La guerra había quemado a unos, calentado a otros, igual que el fuego tortura o conforta, según estés dentro o delante de él. Hay que espabilarse y se acabó.
También era cierto lo que decía, que yo había cambiado mucho. La existencia es que te retuerce y tritura el rostro. A ella también le había triturado el rostro, pero menos, mucho menos. Los pobres van dados. La miseria es gigantesca, utiliza tu cara, como una bayeta, para limpiar las basuras del mundo. Algo queda.
Sin embargo, yo creía haber notado en Lola algo nuevo, instantes de depresión, de melancolía, lagunas en su optimista necedad, instantes de esos en que la persona ha de hacer acopio de energía para llevar un poco más adelante lo conseguido en su vida, en sus años, ya demasiado pesados, a pesar suyo, para el ánimo que aún tiene, su cochina poesía.
De repente, su negro se puso de nuevo a agitarse. Volvía a darle la manía. Como nuevo amigo, quería atiborrarme de pasteles, cargarme de puros. Al final, sacó, con infinitas precauciones, de un cajón una masa redonda y emplomada.
«¡La bomba! —me anunció, furioso. Retrocedí—.
Liberta! Liberta!»,
vociferaba, jovial.
Volvió a guardar todo en su sitio y escupió espléndidamente otra vez. ¡Qué emoción! Estaba radiante. Su risa me asombró también, un cólico de sensaciones. Un gesto más o menos, me decía yo, apenas tiene importancia. Cuando Lola volvió, por fin, de sus recados, nos encontró juntos en el salón, en pleno fumeque y cachondeo. Hizo como que no notaba nada.
El negro se largó a escape; a mí ella me llevó a su habitación. La encontré triste, pálida y temblorosa. ¿De dónde volvería? Empezaba a hacerse muy tarde. Era la hora en que los americanos se sienten desamparados porque la vida sólo vibra ya a cámara lenta a su alrededor. En el garaje, un auto de cada dos. Es el momento de las confidencias a medias. Pero hay que apresurarse a aprovecharlo. Me preparaba interrogándome, pero el tono que eligió para hacerme ciertas preguntas sobre la vida que llevaba yo en Europa me irritó profundamente.
No ocultó que me consideraba capaz de todas las bajezas. Esa hipótesis no me ofendía, sólo me molestaba. Presentía perfectamente que yo había ido a verla para pedirle dinero y ya eso solo creaba entre nosotros una animosidad muy natural. Todos esos sentimientos rayan en el crimen. Seguíamos en el nivel de las trivialidades y yo hacía lo imposible para que no se produjera una bronca definitiva entre nosotros. Se interesó, entre otras cosas, por los detalles de mis travesuras genitales, me preguntó si no habría abandonado en algún sitio, durante mis vagabundeos, a un niño que ella pudiera adoptar. Extraña idea que se le había ocurrido. Era su manía, la adopción de un niño. Pensaba, con bastante simpleza, que un fracasado de mi estilo debía de haber plantado raíces clandestinas casi por todas las latitudes. Ella era rica, me confió, y se moría por poder dedicarse a un niño, pero no lo conseguía. Había leído todas las obras de puericultura y sobre todo las que se ponen líricas hasta el pasmo al hablar de las maternidades, libros que, si los asimilas del todo, te quitan las ganas de copular, para siempre. Toda virtud tiene su literatura inmunda.
Como ella deseaba sacrificarse exclusivamente por un «chiquitín», a mí no me acompañaba la suerte. Sólo podía ofrecerle el grandullón que yo era, absolutamente repulsivo para ella. Sólo valen, en una palabra, las miserias bien presentadas para tener éxito, las que van bien preparadas por la imaginación. Nuestra charla languideció: «Mira, Ferdinand —me propuso, al final—, ya hemos hablado bastante, te voy a llevar al otro extremo de Nueva York, para visitar a mi protegido, un pequeño del que me ocupo con mucho gusto, aunque su madre me fastidia…» ¡Vaya unas horas! Por el camino, en el coche, hablamos de su catastrófico negro.
«¿Te ha enseñado sus bombas?», me preguntó. Le confesé que me había sometido a esa dura prueba.
«Mira, Ferdinand, no es peligroso, ese maníaco. Carga sus bombas con mis facturas viejas… En tiempos formaba parte, en Chicago, de una sociedad secreta, muy temible, para la emancipación de los negros… Eran, por lo que me han contado, gente horrible… La banda fue disuelta por las autoridades, pero ha conservado ese gusto por las bombas, mi negro… Nunca las carga con pólvora… Le basta el espíritu… En el fondo, no es sino un artista… Nunca acabará de hacer la revolución… Pero lo conservo, ¡es un doméstico excelente! Y, al fin y al cabo, tal vez sea más honrado que los otros, que no hacen la revolución…»
Y volvió a su manía de la adopción.
«Es una lástima, la verdad, que no tengas una hija en alguna parte, Ferdinand, un estilo soñador como el tuyo iría muy bien a una mujer, mientras que a un hombre no le queda nada bien…»
La lluvia, al azotarlo, volvía a cerrar la noche sobre nuestro auto, que se deslizaba sobre la larga cinta de cemento liso. Todo me resultaba hostil y frío, hasta su mano, pese a mantenerla bien cogida en la mía. Todo nos separaba. Llegamos ante una casa muy diferente por el aspecto de la que acabábamos de abandonar. En un piso de una primera planta, un niño de diez años más o menos nos esperaba junto a su madre. El mobiliario de aquellos cuartos imitaba el estilo Luis XV, olían a guiso reciente. El niño fue a sentarse en las rodillas de Lola y la besó con mucha ternura. La madre me pareció también de lo más cariñosa con Lola y, mientras ésta charlaba con el pequeño, yo me las arreglé para llevarme a la madre a la habitación contigua.
Cuando volvimos, el niño estaba ensayando un paso de baile que acababa de aprender en las clases del Conservatorio. «Tiene que recibir algunas lecciones particulares más —concluyó Lola—, ¡y quizá pueda presentarlo al Théâtre du Globe, amiga Vera! ¡Tal vez tenga un brillante porvenir, este niño!» La madre, tras esas palabras alentadoras, se deshizo en lágrimas de agradecimiento. Al mismo tiempo recibió un pequeño fajo de billetes verdes, que guardó en el pecho, como si fueran una carta de amor.
«El pequeño me gusta bastante —observó Lola, cuando estuvimos de nuevo fuera—, pero tengo que soportar también a la madre y no me gustan las madres demasiado astutas… Y, además, es que ese pequeño es demasiado vicioso… No es ésa la clase de cariño que deseo… Quisiera experimentar un sentimiento absolutamente maternal… ¿Me comprendes, Ferdinand?…» Con tal de poder jalar, comprendo todo lo que quieran; lo mío ya no es inteligencia, es caucho.
No se apeaba de su deseo de pureza. Cuando hubimos llegado, unas calles más adelante, me preguntó dónde iba yo a dormir aquella noche y me acompañó unos pasos más por la acera. Le respondí que, si no encontraba unos dólares en aquel mismo momento, no podría acostarme en ninguna parte.
«De acuerdo —respondió ella—. Acompáñame hasta mi casa y te daré un poco de dinero y después te vas a donde quieras.»
Quería dejarme tirado en plena noche y lo antes posible. Cosa normal. De tanto verte expulsado así, a la noche, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. Era el consuelo. «Ánimo, Ferdinand —me repetía a mí mismo, para alentarme—, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»
Después todo fue frialdad entre nosotros, en su auto. Las calles que cruzábamos nos amenazaban con todo su silencio armado hasta arriba de piedra, hasta el infinito, con una especie de diluvio en suspenso. Una ciudad al acecho, monstruo lleno de sorpresas, viscoso de asfalto y lluvias. Por fin, aminoramos la marcha. Lola me precedió hacia su portal.
«¡Sube! —me invitó—. ¡Sígueme!»
Otra vez su salón. Yo me preguntaba cuánto iría a darme para acabar de una vez y librarse de mí. Estaba buscando billetes en un bolsillo colocado sobre un mueble. Oí el intenso crujido de los billetes arrugados. ¡Qué segundos! Ya sólo se oía en la ciudad aquel ruido. Sin embargo, me sentía tan violento aún, que le pregunté, no sé por qué, tan inoportuno, cómo estaba su madre, de quien me había olvidado.
«Está enferma, mi madre», dijo, al tiempo que se volvía para mirarme a la cara.
«Entonces, ¿dónde está ahora?»
«En Chicago.»
«¿Qué enfermedad tiene?»
«Cáncer de hígado… La he llevado a los mejores especialistas de la ciudad… Su tratamiento me cuesta muy caro, pero la salvarán. Me lo han prometido.»
Precipitadamente, me dio muchos otros detalles relativos al estado de su madre en Chicago. De golpe se puso de lo más tierna y familiar y ya no pudo por menos de pedirme un consuelo íntimo. Estaba en mis manos.
«Y tú, Ferdinand, piensas también que la curarán, ¿verdad?»
«No —respondí muy franco, muy categórico—, los cánceres de hígado son absolutamente incurables.»
De pronto, palideció hasta el blanco de los ojos. Era la primera, pero es que la primera, vez que la veía yo desconcertada, a aquella puta, por algo.
«Pero, Ferdinand, ¡si los especialistas me han asegurado que curaría! Me lo han garantizado… ¡Por escrito!… Son, verdad, unas eminencias…»
«Por la pasta, Lola, habrá siempre, por fortuna, eminencias médicas… Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar… Y tú también, Lola, harías lo mismo…»
Lo que le decía le pareció, de pronto, tan innegable, tan evidente, que no intentó discutir más.
Por una vez, por primera vez quizás en su vida, le iba a faltar desparpajo.
«Oye, Ferdinand, me estás causando una pena infinita, ¿te das cuenta?… Quiero con locura a mi madre, lo sabes, ¿no?, que la quiero con locura…»
¡Muy a propósito! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿qué cojones puede importarle al mundo? ¿Que quiera uno o no a su madre?
Sollozaba, sumida en su vacío, Lola.
«Ferdinand, tú eres un fracasado despreciable —prosiguió furiosa— ¡y un malvado horrible!… Te estás vengando así, del modo más cobarde posible, por tu desesperada situación, viniendo a decirme cosas espantosas… ¡Estoy segura incluso de que estás haciendo mucho daño a mi madre al hablar así!…»