Viaje al fin de la noche (31 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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En su desesperación había resabios del método Coué.
[14]

Su excitación no me daba, ni mucho menos, el miedo que la de los oficiales del
Amiral-Bragueton,
los que pretendían liquidarme para distraer a las damas ociosas.

Miraba yo atento a Lola, mientras me ponía verde, y sentía algo de orgullo, al comprobar, en cambio, que mi indiferencia o, mejor dicho, mi alegría, iba en aumento, a medida que me insultaba más. Por dentro somos amables.

«Para deshacerse de mí —calculé— va a tener que darme ahora por lo menos veinte dólares… Tal vez más incluso…»

Tomé la ofensiva: «Lola, préstame, por favor, el dinero que me has prometido o, si no, me quedo a dormir aquí y me vas a oír repetir todo lo que sé sobre el cáncer, sus complicaciones, sus trasmisiones por herencia, pues el cáncer es, por si no lo sabías, hereditario, Lola. ¡No hay que olvidarlo!»

A medida que yo recalcaba, perfilaba los detalles sobre el caso de su madre, la veía palidecer ante mí, a Lola, flaquear, debilitarse. «¡Toma, puta! —me decía yo—. ¡Duro ahí, Ferdinand! ¡Para una vez que tienes la sartén por el mango!… No la sueltes… ¡Tardarás mucho en encontrar uno tan sólido!…»

«¡Toma! —dijo, completamente crispada—. ¡Aquí tienes tus cien dólares! ¡Lárgate y no vuelvas nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca!…
Out! Out! Out!
¡Cerdo asqueroso!…»

«Pero, dame un besito, Lola, a pesar de todo. ¡Anda!… ¡No estamos enfadados!», propuse para ver hasta qué extremo podría asquearla. Entonces sacó un revólver del cajón y no precisamente en broma. La escalera me bastó, ni siquiera llamé al ascensor.

De todos modos, aquel broncazo me devolvió las ganas de trabajar y el valor. El día siguiente mismo cogí el tren para Detroit, donde, según me aseguraron, era fácil encontrar muchos currelillos no demasiado duros y bien pagados.

La gente me decía por la calle lo mismo que el sargento en el bosque. «¡Mire! —me decían—. No tiene pérdida, es justo enfrente.»

Y vi, en efecto, los grandes edificios rechonchos y acristalados, a modo de jaulas sin fin para moscas, en las que se veían hombres moviéndose, pero muy lentos, como si ya sólo forcejearan muy débilmente con yo qué sé qué imposible. ¿Eso era Ford? Y, además, por todos lados y por encima, hasta el cielo, un estruendo múltiple y sordo de torrentes de aparatos, duro, la obstinación de las máquinas girando, rodando, gimiendo, siempre a punto de romperse y sin romperse nunca.

«Conque es aquí… —me dije—. No es apasionante…» Era incluso peor que todo lo demás. Me acerqué más, hasta la puerta, donde en una pizarra decía que necesitaban gente.

No era yo el único que esperaba. Uno de los que aguardaban me dijo que llevaba dos días allí y aún en el mismo sitio. Había venido desde Yugoslavia, aquel borrego, a pedir trabajo. Otro pelagatos me dirigió la palabra, venía a currelar, según decía, sólo por gusto, un maníaco, un fantasma.

En aquella multitud casi nadie hablaba inglés. Se espiaban entre sí como animales desconfiados, apaleados con frecuencia. De su masa subía el olor de entrepiernas orinadas, como en el hospital. Cuando te hablaban, esquivabas la boca, porque el interior de los pobres huele ya a muerte.

Llovía sobre nuestro gentío. Las filas se comprimían bajo los canalones. Se comprime con facilidad la gente que busca currelo. Lo que les gustaba de Ford, fue y me explicó el viejo ruso, dado a las confidencias, era que contrataban a cualquiera y cualquier cosa. «Sólo, que ándate con ojo —añadió, para que supiera a qué atenerme—, no hay que ponerse chulito en esta casa, porque, si te pones chulito, en un dos por tres te pondrán en la calle y te sustituirá, en un dos por tres también, una máquina de las que tienen siempre listas y, si quieres volver, ¡te dirán que nanay!» Hablaba castizo, aquel ruso, porque había estado años en el «taxi» y lo habían echado a consecuencia de un asunto de tráfico de cocaína en Bezons y, para colmo, se había jugado el coche a los dados con un cliente en Biarritz y lo había perdido.

Era cierto lo que me explicaba de que cogían a cualquiera en la casa Ford. No había mentido. Aun así, yo no acababa de creérmelo, porque los pelagatos deliran con facilidad. Llega un momento, en la miseria, en que el alma abandona el cuerpo en ocasiones. Se encuentra muy mal en él, la verdad. Ya casi es un alma la que te habla. Y no es responsable, un alma.

En pelotas nos pusieron, claro está, para empezar. El reconocimiento se hacía como en un laboratorio. Desfilábamos despacio. «Estás hecho una braga —comentó antes que nada el enfermero al mirarme—, pero no importa.»

¡Y yo que había temido que no me dieran el currelo en cuanto notaran que había tenido las fiebres de África, si por casualidad me palpaban el hígado! Pero, al contrario, parecían muy contentos de encontrar a feos y lisiados en nuestra tanda.

«Para lo que vas a hacer aquí, ¡no tiene importancia la constitución!», me tranquilizó el médico examinador, en seguida.

«Me alegro —respondí yo—, pero, mire, señor, tengo instrucción yo e incluso empecé en tiempos los estudios de medicina…»

De repente, me miró con muy mala leche. Tuve la sensación de haber vuelto a meter la pata y en mi contra.

«¡No te van a servir de nada aquí los estudios, chico! No has venido aquí para pensar, sino para hacer los gestos que te ordenen ejecutar… En nuestra fábrica no necesitamos a imaginativos. Lo que necesitamos son chimpancés… Y otro consejo. ¡No vuelvas a hablarnos de tu inteligencia! ¡Ya pensaremos por ti, amigo! Ya lo sabes.»

Tenía razón en avisarme. Más valía que supiera a qué atenerme sobre las costumbres de la casa. Tonterías ya había hecho bastantes para diez años por lo menos. En adelante me interesaba pasar por un calzonazos. Una vez vestidos, nos repartieron en filas cansinas, en grupos vacilantes de refuerzo hacia los lugares de donde nos llegaban los estrépitos de las máquinas. Todo temblaba en el inmenso edificio y nosotros mismos de los pies a las orejas, atrapados por el temblor, que llegaba de los cristales, el suelo y la chatarra, en sacudidas, vibraciones de arriba abajo. Te volvías máquina tú mismo a la fuerza, con toda la carne aún temblequeante, entre aquel ruido furioso, tremendo, que se te metía dentro y te envolvía la cabeza y más abajo, te agitaba las tripas y volvía a subir hasta los ojos con un ritmo precipitado, infinito, incansable. A medida que avanzábamos, perdíamos a los compañeros. Les sonreíamos un poquito a ésos, al separarnos, como si todo lo que sucedía fuera muy agradable. Ya no podíamos hablarnos ni oírnos. Todas las veces se quedaban tres o cuatro en torno a una máquina.

De todos modos, resistías, te costaba asquearte de tu propia substancia, habrías querido detener todo aquello para reflexionar y oír latir en ti el corazón con facilidad, pero ya no podías. Aquello ya no podía acabar. Era como un cataclismo, aquella caja infinita de aceros, y nosotros girábamos dentro con las máquinas y con la tierra. ¡Todos juntos! Y los mil rodillos y pilones que nunca caían a un tiempo, con ruidos que se atropellaban unos contra otros y algunos tan violentos, que desencadenaban a su alrededor como silencios que te aliviaban un poco.

La vagoneta llena de chatarra apenas podía pasar entre las máquinas. ¡Que se apartaran todos! Que saltasen para que pudiera arrancar de nuevo, aquella histérica. Y, ¡hale!, iba a agitarse más adelante, la muy loca, traqueteando entre poleas y volantes, a llevar a los hombres sus raciones de grilletes.

Los obreros inclinados, atentos a dar todo el placer posible a las máquinas, daban asco, venga pasarles pernos y más pernos, en lugar de acabar de una vez por todas, con aquel olor a aceite, aquel vaho que te quemaba los tímpanos y el interior de los oídos por la garganta. No era por vergüenza por lo que bajaban la cabeza. Cedías ante el ruido como ante la guerra. Te abandonabas ante las máquinas con las tres ideas que te quedaban vacilando en lo alto, detrás de la frente. Se acabó. Miraras donde mirases, ahora todo lo que la mano tocaba era duro. Y todo lo que aún conseguías recordar un poco estaba rígido también como el hierro y ya no tenía sabor en el pensamiento.

Habías envejecido más que la hostia de una vez.

Había que abolir la vida de fuera, convertirla también en acero, en algo útil. No nos gustaba bastante tal como era, por eso. Había que convertirla, pues, en un objeto, en algo sólido, ésa era la regla.

Intenté hablarle, al encargado, al oído, me respondió con un gruñido de cerdo y sólo con gestos me enseñó, muy paciente, la sencillísima maniobra que yo debía realizar en adelante y para siempre. Mis minutos, mis horas, el resto de mi tiempo, como los demás, se consumirían en pasar clavijas pequeñas al ciego de al lado, que las calibraba, ése, desde hacía años, las clavijas, las mismas. Yo en seguida empecé a cometer graves errores. No me regañaron, pero, tras tres días de aquel trabajo inicial, me destinaron, como un fracasado ya, a conducir la carretilla llena de arandelas, la que iba traqueteando de una máquina a otra. Aquí dejaba tres; allí, doce; allá, cinco sólo. Nadie me hablaba. Ya sólo existíamos gracias a una como vacilación entre el embotamiento y el delirio. Ya sólo importaba la continuidad estrepitosa de los miles y miles de instrumentos que mandaban a los hombres.

Cuando a las seis todo se detenía, te llevabas contigo el ruido en la cabeza; yo lo conservaba la noche entera, el ruido y el olor a aceite también, como si me hubiesen puesto una nariz nueva, un cerebro nuevo para siempre.

Conque, a fuerza de renunciar, poco a poco, me convertí en otro… Un nuevo Ferdinand. Al cabo de unas semanas. Aun así, volvía a sentir deseos de ver de nuevo a personas de fuera. No las del taller, por supuesto, que no eran sino ecos y olores de máquinas como yo, carnes en vibración hasta el infinito, mis compañeros. Un cuerpo auténtico era lo que quería yo tocar, un cuerpo rosa de auténtica vida silenciosa y suave.

Yo no conocía a nadie en aquella ciudad y sobre todo a ninguna mujer. Con mucha dificultad conseguí averiguar la dirección de una «Casa», un burdel clandestino, en el barrio septentrional de la ciudad. Fui a pasearme por allí algunas tardes seguidas, después de la fábrica, en reconocimiento. Aquella calle se parecía a cualquier otra, aunque más limpia tal vez que la mía.

Había localizado el hotelito, rodeado de jardines, donde pasaba lo que pasaba. Había que entrar rápido para que el guripa que hacía guardia cerca de la puerta pudiera hacer como que no había visto nada. Fue el primer lugar de América en que me recibieron sin brutalidad, con amabilidad incluso, por mis cinco dólares. Y había las chavalas bellas, llenitas, tersas de salud y fuerza graciosa, casi tan bellas, al fin y al cabo, como las del Laugh Calvin.

Y, además, a aquellas podías tocarlas sin rodeos. No pude por menos de volverme un parroquiano de aquel lugar. En él acababa toda mi paga. Necesitaba, al llegar la noche, las promiscuidades eróticas de aquellas criaturas tan espléndidas y acogedoras para recuperar el alma. El cine ya no me bastaba, antídoto benigno, sin efecto real contra la atrocidad material de la fábrica. Había que recurrir, para seguir adelante, a los tónicos potentes, desmadrados, a métodos más drásticos. A mí sólo me exigían cánones módicos en aquella casa, arreglos de amigos, porque les había traído de Francia, a aquellas damas, algunas cosillas. Sólo que el sábado por la noche, no había nada que hacer, había un llenazo y yo dejaba todo el sitio a los equipos de
baseball
que habían salido de juerga, con vigor magnífico, tíos cachas a quienes la felicidad parecía resultar tan fácil como respirar.

Mientras disfrutaban los equipos, yo, por mi parte, escribía relatos cortos en la cocina y para mí sólo. El entusiasmo de aquellos deportistas por las criaturas del lugar no alcanzaba, desde luego, al fervor, un poco impotente, del mío. Aquellos atletas tranquilos en su fuerza estaban hartos de perfección física. La belleza es como el alcohol o el confort, te acostumbras a ella y dejas de prestarle atención.

Iban sobre todo, ellos, al picadero, por el cachondeo. Muchas veces acababan dándose unas hostias que para qué. Entonces llegaba la policía en tromba y se llevaba a todo el mundo en camionetas.

Hacia una de las jóvenes del lugar, Molly, no tardé en experimentar un sentimiento excepcional de confianza, que, en los seres atemorizados, hace las veces de amor.

Recuerdo, como si fuera ayer, sus atenciones, sus piernas largas y rubias, magníficamente finas y musculosas, piernas nobles. La auténtica aristocracia humana la confieren, digan lo que digan, las piernas, eso por descontado.

Llegamos a ser íntimos en cuerpo y espíritu y todas las semanas íbamos juntos a pasearnos unas horas por la ciudad. Tenía posibles, aquella amiga, ya que se hacía unos cien dólares al día en la casa, mientras que yo, en Ford, apenas ganaba diez. El amor que hacía para vivir apenas la fatigaba. Los americanos lo hacen como los pájaros.

Por la noche, tras haber conducido mi carrito ambulante, me imponía a mí mismo la obligación de aparecer, después de cenar, con cara amable para ella. Hay que ser alegre con las mujeres, al menos en los comienzos. Sentía un deseo vago y lancinante de proponerle cosas, pero ya no me quedaban fuerzas. Comprendía perfectamente el desánimo industrial, Molly, estaba acostumbrada a tratar con obreros.

Una tarde, sin más ni más, me ofreció cincuenta dólares. Primero la miré. No me atrevía. Pensaba en lo que habría dicho mi madre en un caso así. Y después pensé que mi madre, la pobre, nunca me había ofrecido tanto. Para agradar a Molly, fui, al instante, a comprar con sus dólares un bonito traje de color beige pastel
(four piece suit),
como estaban de moda en la primavera de aquel año. Nunca me habían visto llegar tan peripuesto al picadero. La patrona puso en marcha su enorme gramófono, con el exclusivo fin de enseñarme a bailar.

Después, fuimos al cine, Molly y yo, para estrenar mi traje nuevo. Por el camino me preguntaba si estaba celoso, porque el traje me daba aspecto triste y ganas también de no volver nunca más a la fábrica. Un traje nuevo es algo que te trastorna las ideas. Ella daba besitos apasionados a mi traje, cuando la gente no nos miraba. Yo intentaba pensar en otra cosa.

De todos modos, ¡qué mujer, aquella Molly! ¡Qué generosa! ¡Qué carnes! ¡Qué plenitud juvenil! Un festín de deseos. Y me volvía la aprensión. ¿Chulo de putas?… pensaba.

«¡No vayas más a la Ford —me desanimaba, además, Molly—. Búscate mejor un empleillo en una oficina… De traductor, por ejemplo, es tu estilo… A ti los libros te gustan…»

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