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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

Viaje al fin de la noche (35 page)

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Y para ir a entregar el currelo, siempre tenía líos en el autobús; una tarde hasta le habían pegado. Una extranjera había sido, la primera extranjera, la única, a la que había hablado en su vida, para insultarla.

Las paredes del hotelito se conservaban aún bien secas en tiempos, cuando el aire circulaba alrededor, pero, ahora que las altas casas de alquiler la rodeaban, todo chorreaba humedad, hasta las cortinas, que se manchaban de moho.

Comprada la casa, la señora Henrouille se había mostrado, durante todo el mes siguiente, risueña, perfecta, encantada, como una religiosa después de la comunión. Había sido ella incluso quien había propuesto a Henrouille: «Mira, Jules, a partir de hoy vamos a comprarnos el periódico todos los días, podemos permitírnoslo…» Así mismo. Acababa de pensar en él, de mirar a su marido, y después había mirado a su alrededor y, al final, había pensado en su madre, la suegra Henrouille. Se había vuelto a poner seria, al instante, la hija, como antes de que hubieran acabado de pagar. Y así fue como volvió todo a empezar, con aquel pensamiento, porque aún había que hacer economías en relación con la madre de su marido, la vieja esa, de la que no hablaba a menudo el matrimonio, ni a nadie de fuera.

En el fondo del jardín estaba, en el cercado en que se acumulaban las escobas viejas, las jaulas viejas de gallinas y todas las sombras de los edificios de alrededor. Vivía en una planta baja de la que casi nunca salía. Y, por cierto, que sólo para pasarle la comida era el cuento de nunca acabar. No quería dejar entrar a nadie en su reducto, ni siquiera a su hijo. Tenía miedo de que la asesinaran, según decía.

Cuando se le ocurrió la idea, a la nuera, de emprender nuevas economías, habló primero con su marido, para tantearlo, para ver si no podrían ingresar, por ejemplo, a la vieja donde las hermanitas de San Vicente, religiosas que precisamente se ocupaban de esas viejas chochas en su asilo. Él no respondió ni que sí ni que no. Era otra cosa lo que lo tenía ocupado en aquel momento, los zumbidos en el oído, que no cesaban. A fuerza de pensarlo, de escucharlos, aquellos ruidos, se había dicho que le impedirían dormir, aquellos ruidos abominables. Y los escuchaba, en efecto, en lugar de dormir, silbidos, tambores, runruns… Era un nuevo suplicio. No podía quitárselo de la cabeza ni de día ni de noche. Llevaba todos los ruidos dentro.

Poco a poco, de todos modos, al cabo de unos meses así, la angustia se fue consumiendo y ya no le quedaba bastante para ocuparse sólo de ella. Conque volvió al mercado de Saint-Ouen con su mujer. Era, según decían, el más económico de los alrededores, el mercado de Saint-Ouen. Salían por la mañana para todo el día, por los cálculos y comentarios que iban a tener que cambiar sobre los precios de las cosas y las economías que acaso habrían podido hacer con esto en lugar de con lo otro… Hacia las once de la noche, en casa, volvía a darles el miedo a ser asesinados. Era un miedo regular. Él menos que su mujer. Él, sobre todo, los ruidos de los oídos, a los que, hacia esa hora, cuando la calle estaba del todo silenciosa, volvía a aferrarse desesperado. «¡Con esto no voy a poder dormir! —se repetía en voz alta para angustiarse mucho más—. ¡No te puedes hacer idea!»

Pero ella nunca había intentado entender lo que quería decir ni imaginar lo que lo atormentaba con sus problemas de oídos. «Pero, ¿me oyes bien?», iba y le preguntaba.

«Sí», le respondía él.

«Pues entonces, ¡no hay problema!… Más valdría que pensaras en lo de tu madre, que nos cuesta tan cara, y, además, que la vida sube todos los días… ¡Y es que su vivienda se ha vuelto una leonera!…»

La asistenta iba a su casa tres horas por semana para lavar, era la única visita que habían recibido durante muchos años. Ayudaba también a la señora Henrouille a hacer su cama y, para que la asistenta tuviera muchos deseos de repetirlo por el barrio, cada vez que daban la vuelta al colchón juntas desde hacía diez años, la señora Henrouille anunciaba con la voz más alta posible: «¡En esta casa nunca hay dinero!» Como indicación y precaución, así, para desanimar a los posibles ladrones y asesinos.

Antes de subir a su alcoba, juntos, cerraban con mucho cuidado todas las salidas, sin quitarse ojo mutuamente. Y después iban a echar una mirada hasta la vivienda de la suegra, al fondo del jardín, para ver si su lámpara seguía encendida. Era la señal de que aún vivía. ¡Gastaba una de petróleo! Nunca apagaba la lámpara. Tenía miedo de los asesinos, también ella, y de sus hijos al mismo tiempo. Desde que vivía allí, hacía veinte años, nunca había abierto las ventanas, ni en invierno ni en verano, y tampoco había apagado nunca la lámpara.

Su hijo le guardaba el dinero, a la madre, pequeñas rentas. Él se encargaba. Le dejaban la comida delante de la puerta. Guardaban su dinero. Como Dios manda. Pero ella se quejaba de esas diversas disposiciones y no sólo de ellas, de todo se quejaba. A través de la puerta, ponía de vuelta y media a todos los que se acercaban a su cuarto. «No es culpa mía que se haga usted vieja, abuela —intentaba parlamentar la nuera—. Tiene usted dolores como todas las personas ancianas…»

«¡Anciana lo serás tú! ¡Cacho sinvergüenza! ¡So guarra! ¡Vosotros sois los que me haréis cascar con vuestros asquerosos embustes!…»

Negaba la edad con furor, la vieja Henrouille… Y se debatía, irreconciliable, a través de su puerta, contra los azotes del mundo entero. Rechazaba como asquerosa impostura el contacto, las fatalidades y las resignaciones de la vida exterior. No quería ni oír hablar de todo aquello. «¡Son engaños! —gritaba—. ¡Y vosotros mismos los habéis inventado!»

De todo lo que sucedía fuera de su casucha se defendía atrozmente y de todas las tentaciones de acercamiento y conciliación también. Tenía la certeza de que, si abría la puerta, las fuerzas hostiles acudirían en tropel hasta dentro de su casa, se apoderarían de ella y sería el fin una vez por todas.

«Ahora son astutos —gritaba—. Tienen ojos por toda la cabeza y bocas hasta el ojo del culo y más y sólo para mentir… Así son…»

No tenía pelos en la lengua, así había aprendido a hablar en París, en el mercado de Temple, donde había sido chamarilera como su madre, de muy joven… Era de una época en que la gente humilde aún no había aprendido a escucharse envejecer.

«¡Si no quieres darme dinero, me pongo a trabajar! —gritaba a su nuera—. ¿Oyes, bribona? ¡Me pongo a trabajar!»

«Pero, ¡si ya no puede usted trabajar, abuela!»

«Conque no puedo, ¿eh? ¡Intenta entrar aquí y verás! ¡Te voy a enseñar si puedo o no puedo!»

Y volvían a dejarla protegida en su reducto. De todos modos, querían enseñármela a toda costa, a la vieja, para eso me habían llamado, y para que nos recibiera, ¡menudas artimañas hubo que utilizar! Pero, en fin, yo no acababa de entender del todo para qué me querían. La portera, la tía de Bébert, había sido quien les había dicho y repetido que yo era un médico muy agradable, muy amable, muy complaciente… Querían saber si podía conseguir mantenerla tranquila, a su vieja, sólo con medicamentos… Pero lo que deseaban aún más, en el fondo (y, sobre todo, la nuera), era que la mandase internar de una vez por todas, a la vieja… Después de llamar a la puerta durante una buena media hora, abrió, por fin y de repente, y me la encontré ahí, delante, con los ojos ribeteados de serosidades rosadas. Pero su mirada bailaba, muy vivaracha, de todos modos, por encima de sus mejillas fláccidas y grises, una mirada que te atraía la atención y te hacía olvidar todo el resto, por el placer que te hacía sentir, a tu pesar, y que intentabas retener después por instinto, la juventud.

Aquella mirada alegre animaba todo a su alrededor, en la sombra, con un júbilo juvenil, con una animación mínima, pero pura, de la que ahora carecemos; su cascada voz, cuando vociferaba, repetía, alegre, las palabras, cuando se dignaba hablar como todo el mundo y te las hacía brincar entonces, frases y oraciones, caracolear y todo y rebotar vivas con mucha gracia, como sabía la gente hacer con la voz y las cosas de su entorno en los tiempos en que no darse maña para contar y cantar, una cosa tras otra, con habilidad, era vergonzoso, propio de bobos y enfermos.

La edad la había cubierto, como a un árbol viejo y tembloroso, de ramas alegres.

Era alegre, la vieja Henrouille, cascarrabias, cochambrosa, pero alegre. La indigencia en que vivía desde hacía más de veinte años no había dejado marca en su alma. Al contrario, se había encogido para defenderse del exterior, como si el frío, todo lo horrible y la muerte sólo debieran venir de él, no de dentro. De dentro nada parecía temer, parecía absolutamente segura de su cabeza, como de algo innegable y comprendido, de una vez por todas.

Y yo que corría tanto tras la mía y en torno del mundo, además.

«Loca» la llamaban, a la vieja; es muy fácil de decir, eso de «loca». No había salido de aquel reducto más de tres veces en doce años, ¡y se acabó! Tal vez tuviera sus razones… No quería perder nada… No iba a decírnoslas a nosotros, que habíamos perdido la inspiración de la vida.

La nuera volvía a su proyecto de internamiento. «¿No le parece, doctor, que está loca?… ¡Ya no hay modo de hacerla salir!… Sin embargo, ¡le sentaría bien de vez en cuando!… ¡pues claro, abuela, que le sentaría bien!… No diga que no… ¡Le sentaría bien!… Se lo aseguro.» La vieja sacudía la cabeza, cerrada, tozuda, salvaje, cuando la invitaban así…

«No quiere que se ocupen de ella… Prefiere andar ahí, arrinconada… Hace frío en su cuarto y no hay fuego… No puede ser, vamos, que siga así… ¿Verdad, doctor, que no puede ser?…»

Yo hacía como que no entendía. Henrouille, por su parte, se había quedado junto a la estufa, prefería no saber exactamente lo que andábamos tramando, su mujer, su madre y yo…

La vieja volvió a encolerizarse.

«Entonces, ¡devolvedme todo lo que me pertenece y me iré de aquí!… ¡Yo tengo para vivir!… ¡Y es que no volveréis a oír hablar de mí!… ¡De una vez por todas!…»

«¿Para vivir? Pero, bueno, abuela, ¡si con sus tres mil francos al año no puede vivir!… ¡La vida ha subido desde la última vez que salió usted!… ¿Verdad, doctor, que sería mucho mejor que fuera al asilo de las hermanitas, como le decimos?… ¿Que la atenderán bien, las hermanitas?… Son muy buenas, las hermanitas…»

«¿Al asilo?… ¿Al asilo?… —se rebeló al instante—. ¡No he estado nunca en el asilo!… ¿Y por qué no a casa del cura, ya que estamos?… ¿Eh? Si no tengo bastante dinero, como decís, pues, ¡me pondré a trabajar!…»

«¿A trabajar? Pero, ¡abuela! ¿Dónde? ¡Ay, doctor! Mire usted qué idea: ¡trabajar! ¡A su edad! ¡Cuando va a cumplir los ochenta años! ¡Es una locura, doctor! ¿Quién iba a aceptarla? Pero, abuela, ¡usted está loca!…»

«¡Loca! ¡Ni hablar! ¡En ningún sitio!… Pero tú sí que sí, ¡en algún lado!… ¡Cacho canalla!…»

«¡Escúchela, doctor, cómo delira y me insulta ahora! ¿Cómo quiere usted que sigamos teniéndola aquí?»

La vieja se volvió entonces, me plantó cara a mí, su nuevo peligro.

«¿Qué sabe ése si yo estoy loca? ¿Acaso está dentro de mi cabeza? ¿O de la vuestra? ¡Tendría que estarlo para saberlo!… Conque, ¡largaos los dos!… ¡Marchaos de mi casa!… ¡Sois peores que el invierno de seis meses para amargarme!… Más vale que vaya a ver a mi hijo, ¡en lugar de andar de cháchara por aquí! ¡Necesita mucho más que yo un médico, ése! ¡Que ya ni le quedan dientes! ¡Y eso que los tenía bien bonitos, cuando yo me ocupaba de él!… Hale, venga, ¡largo de aquí los dos!» Y nos dio con la puerta en las narices.

Seguía espiándonos aún con su lámpara, cuando nos alejábamos por el patio. Cuando lo hubimos atravesado, cuando ya estuvimos bastante lejos, volvió a echarse a reír. Se había defendido bien.

Al regreso de aquella excursión enojosa, Henrouille seguía junto a la estufa y dándonos la espalda. Sin embargo, su mujer no cesaba de acribillarme a preguntas y siempre en el mismo sentido… Tenía cara muy morena y taimada, la nuera. No separaba apenas los codos del cuerpo, cuando hablaba. No gesticulaba nada. De todos modos, estaba empeñada en que aquella visita del médico no fuera inútil, pudiese servir para algo… El coste de la vida aumentaba sin cesar… La pensión de la suegra no bastaba… Al fin y al cabo, también ellos envejecían… No podían seguir viviendo como antes, siempre con el miedo a que la vieja muriera desatendida… Provocara un incendio, por ejemplo… Entre sus pulgas y su suciedad… En lugar de ir a un asilo decente, donde se ocuparían muy bien de ella…

Como yo aparenté ser de su opinión, se volvieron aún más amables los dos… prometieron elogiarme mucho por el barrio. Si aceptaba ayudarlos… Compadecerme de ellos… Librarlos de la vieja… Tan desgraciada también ella, en las condiciones en que se empeñaba en vivir…

«Y, además, es que podríamos alquilar su vivienda», sugirió el marido, despertando de repente… Había metido la pata bien, al hablar de eso delante de mí. Su mujer le dio un pisotón por debajo de la mesa. Él no entendía por qué.

Mientras se peleaban, yo me imaginaba el billete de mil francos que podría ganarme sólo con extender el certificado de internamiento. Parecían desearlo con ganas… Seguramente la tía de Bébert les había informado en confianza sobre mí y les había contado que en todo Rancy no había un médico tan boqueras como yo… Que conseguirían de mí lo que quisiesen… ¡No iban a ofrecer a Frolichon semejante papeleta! ¡Era un virtuoso, ése!

Estaba absorto en esas reflexiones, cuando la vieja irrumpió en la habitación donde conspirábamos. Parecía que se lo oliera. ¡Qué sorpresa! Se había remangado las harapientas faldas contra el vientre y ahí estaba poniéndonos verdes de repente y a mí en particular. Había venido sólo para eso desde el fondo del patio.

«¡Granuja! —me decía a mí directamente—. ¡Ya te puedes largar! ¡Fuera de aquí, te digo! ¡No vale la pena que te quedes!… ¡No voy a ir al manicomio!… Y a donde las monjas tampoco, ¡para que te enteres!… ¡De nada te va a servir hablar y mentir!… ¡No vas a poder conmigo, vendido!… ¡Irán ellos antes que yo, esos cabrones, que abusan de una vieja!… Y tú también, canalla, irás a la cárcel. ¡Te lo digo yo! ¡Y dentro de poco, además!»

Estaba visto, no tenía potra yo. ¡Para una vez que se podían ganar mil francos de golpe! Me fui con viento fresco.

En la calle se asomaba aún por encima del pequeño peristilo para insultarme de lejos, en plena negrura, en la que yo me había refugiado: «¡Canalla!… ¡Canalla!», gritaba. Resonaba bien. ¡Qué lluvia! Corrí de un farol a otro hasta el urinario de la Place des Fêtes. Primer refugio.

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